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domingo, 11 de febrero de 2024

Las algas, Chernobyl y el primer alimento funcional del mundo

 


Europa ardía. América ardía. La irrupción de Napoleón en los campos de batalla europeos unida a los movimientos independentistas americanos, hizo que a principios del siglo XIX la producción de nitrato de potasio (salitre), un componente esencial de la pólvora, fuera una industria en auge.

Una industria en auge, pero en absoluto innovadora. El salitre, la sustancia vital pero misteriosa que anhelaban los gobiernos, era un tesoro inestimable. La seguridad nacional dependía del control de este material orgánico, que tenía propiedades a la vez místicas y minerales. Derivado del suelo enriquecido con estiércol y orina, proporcionaba el corazón o "madre" de la pólvora, sin la cual no se podía disparar ningún mosquete o cañón.

Conseguirlo implicaba conocimientos alquímicos y una tecnología primitiva que, finalmente, conduciría al dominio del mundo. En 1561, Isabel I de Inglaterra, en guerra con Felipe II, no pudo importar el salitre (del que Inglaterra no tenía producción propia), y tuvo que pagar 300 libras de oro al capitán alemán Gerrard Honrik por un manual para fabricarlo.

Cuando todavía los grandes salitreros de Bolivia o de Chile eran un recurso tan infinito como desconocido, en Europa los agentes gubernamentales, los odiados "salitreros", invadían terrenos privados, rebuscaban en granjas y en cuevas donde el guano de los murciélagos se había acumulado durante milenios, para obtener un suministro insuficiente que obligaba a ponerse en manos de comerciantes extranjeros.

Con el tiempo, las enormes importaciones de salitre de Suramérica para los españoles y de la India para Gran Bretaña aliviaron la presión social y, en el siglo XVIII, posicionaron a Gran Bretaña como potencia imperial global; los gobiernos de los Estados Unidos revolucionarios y de la Francia del antiguo régimen, por otro lado, se vieron obligados a encontrar fuentes alternativas de esta preciada sustancia.

Una típica salitrería (Alemania, circa 1580) con depósitos de lixiviación (C) llenos de materias vegetales en descomposición mezcladas con excrementos. Un trabajador recoge el nitro eflorescente de los depósitos de lixiviación para pasarlo luego a ser concentrado por ebullición en las calderas de la factoría (A). Fuente.


El nitrato de potasio se aislaba de las cenizas que quedaban después de quemar algas, un proceso complicado. Un día de 1811, el tanque de algas de la fábrica de salitre del descubridor de la morfina, el químico francés Bernard Courtois, necesitaba una limpieza a fondo y decidió que el ácido sulfúrico era el producto químico adecuado para dejarlo como una patena. A los pocos minutos, un atónito Courtois vio cómo su salitrería se llenaba de vapores violetas que luego se depositaban en las superficies y formaban cristales. No lo sabía, pero había descubierto el yodo, el halógeno que, más tarde, el gran fisicoquímico francés Gay Lussac identificó como un nuevo elemento al que llamó “yodo”, del griego que significa violeta.

Las algas son una fuente del ion yoduro (I), que en el afortunado accidente de Courtois fue oxidado a yodo por el ácido sulfúrico. Saberlo, llamó la atención de Jean Francois Coindet, un médico suizo que estaba familiarizado con el uso tradicional de las cenizas de esponja de mar para tratar la hinchazón en el cuello causada por el agrandamiento de la glándula tiroides conocida como "bocio".

¿Podría ser, se preguntó Coindet, que las esponjas también contuvieran yoduro y que este fuera el principio activo? Él no era químico, pero continuó tratando con éxito a sus pacientes de bocio con yodo, aunque sin entender por qué funcionaba. Finalmente, en 1896, el primer químico en fabricar PVC, el farmacéutico alemán Eugene Baumann, descubrió que el yodo se concentraba en la glándula tiroides y especuló con que el agrandamiento de la glándula se debía a su frenético intento de secuestrar la mayor cantidad de yodo posible cuando el suministro era deficiente. 

Falleció sin saber que su especulación era tan cierta como que la Tierra es redonda. La tiroides requiere yodo para incorporarlo a la estructura molecular de las hormonas que produce, entre otras la tiroxina, la hormona del crecimiento que hace que los tejidos se desarrollen en las formas y proporciones adecuadas.

Cuando se supo, adquirió pleno significado un hecho bien conocido: las personas que viven cerca del mar rara vez padecen bocio. El fondo marino contiene sales de yoduro solubles que pasan al agua y se concentran en las plantas y animales que finalmente consumimos. El yoduro del océano también se infiltra en los suelos litorales y desde allí pasa a los cultivos.

En el interior hay menos yodo, razón por la cual hasta principios del siglo XX el Medio Oeste estadounidense era conocido como el “Cinturón del Bocio”, una funesta denominación que hoy sigue aplicándose a las regiones del Himalaya donde la falta de yodo causa estragos. Los cultivos y los animales que se alimentaban de sus pastos contenían muy poco yodo.

Mujeres nepalíes afectadas por el bocio en el "Cinturón del bocio" del Himalaya. Fuente.


El papel fisiológico del yodo se identificó claramente en 1914 cuando el bioquímico estadounidense Edward Calvin Kendall aisló la hormona tiroidea y se demostró que contenía yodo. En 1924, para solucionar el problema de la baja ingesta de yodo, Michigan comenzó a experimentar añadiendo yoduro de sodio a la sal, y el resto, como suele decirse, es historia. La sal yodada se convertiría en nuestro primer “alimento funcional”.

La conexión del yodo con la tiroides también interesó al doctor Saul Hertz, cuya investigación se centró en la enfermedad de Graves, una afección en la que la glándula tiroides se vuelve hiperactiva y produce demasiada hormona. Dado que la tiroides concentra yodo, Hertz se preguntó si la administración de pequeñas cantidades de yodo radiactivo podría destruir parcialmente la tiroides y reducir su actividad.

En 1946 demostró que el isótopo radiactivo del yodo, el yodo-131, era un tratamiento eficaz para el hipertiroidismo que hasta hoy sigue siendo la terapia estándar para la enfermedad de Graves. La terapia con yodo radiactivo también se utiliza en casos de cáncer de tiroides. Las células cancerosas que se multiplican rápidamente pueden destruirse mediante radiación.

Pero la radiación es un arma de doble filo. Los rayos gamma y las partículas beta emitidas por el yodo-131 también pueden alterar la estructura del ADN y provocar cáncer. Esta es una preocupación importante en cualquier accidente en una central nuclear, ya que el yoduro radiactivo es uno de los productos del proceso de fisión del uranio utilizado para generar electricidad.



Si el yodo-131 se libera accidentalmente puede inhalarse o ingerirse a través de las plantas, los productos lácteos o la carne contaminados. Una forma de prevenir la acumulación de yoduro radiactivo en la tiroides es saturar la glándula con el isótopo no radiactivo del yodo. Por ese motivo se distribuyen pastillas de yoduro de potasio a las personas que viven en las proximidades de las centrales nucleares. En caso de accidente, se les aconsejaría tomar una dosis adecuada (130 mg al día para un adulto, la mitad para un niño) hasta que el riesgo haya pasado.

Los peligros de la exposición al yoduro radiactivo, especialmente en los niños, quedaron dramáticamente demostrados en 1986 en Ucrania después del accidente de Chernobyl. En las zonas afectadas por la columna radiactiva, en apenas cuatro años hubo un enorme aumento de cáncer de tiroides en niños. Polonia, donde se distribuyeron inmediatamente tabletas de yoduro de potasio a unos 11 millones de niños y 7 millones de adultos después del accidente, constituyó un notable contraste con la situación de Ucrania. Prácticamente no se observó ningún aumento en el cáncer de tiroides, lo que demuestra claramente el efecto protector del yoduro de potasio.

De las algas oceánicas a Chernobyl, un hilo conductor entre la vida y la muerte.