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viernes, 31 de octubre de 2025

EL JARDÍN DE LOS MICROÓRGANOS Y LOS PEQUEÑOS FRANKESTEIN

 Crónica sobre la vida en versión reducida

Hay algo ligeramente inquietante en una bandeja de Petri llena de cerebros diminutos. Uno los imagina latiendo en silencio, conspirando entre burbujas de nutrientes. Pero no, los organoides cerebrales no piensan. O al menos eso creemos.

La historia de los organoides empezó, como casi todas las historias de la ciencia moderna, con un fracaso elegante. A comienzos del siglo XXI, los investigadores ya sabían cultivar células humanas, pero el resultado era más parecido a una papilla biológica que a un órgano. Las células crecían desordenadas, como un barrio sin urbanista. Nadie conseguía que se organizaran como lo hacen en el cuerpo, donde cada célula parece saber exactamente en qué esquina debe instalarse.

Hasta que a alguien se le ocurrió no decirles lo que tenían que hacer. Fue una bióloga británica llamada Madeline Lancaster, que trabajaba en Viena. En lugar de imponerles un destino, dejó que las células madre pluripotentes —esas que pueden convertirse en cualquier tipo de célula— se organizaran solas, en un medio que imitaba las condiciones químicas del cuerpo. Lo que ocurrió fue casi un acto de autoconciencia celular: las células comenzaron a formar estructuras tridimensionales coherentes, pequeñas réplicas de tejidos humanos. Había nacido el primer organoide cerebral, un minicerebro del tamaño de un guisante que, milagrosamente, desarrolló regiones diferenciadas, como si estuviera recordando un antiguo plano de arquitectura biológica.

El resultado era tan fascinante como perturbador. Por primera vez, la ciencia tenía en sus manos algo que no era un órgano real, pero tampoco una simple colección de células. Era una especie de maqueta viva, una simulación orgánica de nosotros mismos, unas miniaturas del cuerpo humano

Pronto llegaron los mini-riñones, los mini-hígados, los mini-intestinos y hasta los mini-pulmones con sus microscópicos alveolos latiendo al ritmo de un respirador artificial. Cada laboratorio parecía un jardín de bonsáis biológicos, donde en lugar de tijeras y agua se usaban pipetas y sueros enriquecidos.

El nombre —organoide— suena casi poético. En la práctica, se trata de estructuras tridimensionales cultivadas a partir de células madre, que reproducen la organización y parte de la función de un órgano real. Son, por decirlo así, ensayos biológicos en miniatura: suficientemente complejos para comportarse como un órgano, pero lo bastante simples para caber en una probeta.

Como suele pasar con los grandes inventos, su utilidad se reveló casi por accidente. Cuando estalló la epidemia del virus del Zika, en 2015, los científicos recurrieron a los organoides cerebrales para investigar por qué el virus provocaba microcefalia en fetos. En cuestión de días, descubrieron que el Zika atacaba específicamente las células progenitoras del cerebro en formación. Fue un hallazgo inmediato, sin necesidad de ensayos en animales ni largas observaciones clínicas.

Desde entonces, los organoides se han convertido en el laboratorio ideal para espiar a las enfermedades. Cánceres, infecciones, patologías genéticas, trastornos neurológicos… todo puede estudiarse dentro de estas maquetas vivientes, que funcionan como modelos a escala 1:1000 del cuerpo humano.

Los organoides son el sueño de la medicina personalizada. Imagina que un oncólogo pudiera tomar una muestra de tu tumor, convertir algunas de sus células en un organoide tumoral y probar en él decenas de fármacos antes de recetar uno. Sería como tener tu propio banco de pruebas biológico, una versión microscópica de ti mismo usada para ensayar tratamientos sin riesgos.

Eso ya ocurre en algunos hospitales europeos y estadounidenses. Los médicos cultivan organoides a partir de tejidos de pacientes con cáncer de colon o páncreas y los usan para predecir la eficacia de las terapias. A veces aciertan con una precisión que parece magia.

Y no es solo una cuestión médica: los organoides también están revolucionando la industria farmacéutica, que gasta miles de millones cada año en ensayos clínicos. Con organoides, pueden simular los efectos de un fármaco en órganos humanos sin necesidad de probarlo en ratones, cuyos resultados, como se ha visto demasiadas veces, no siempre se traducen bien a nuestra especie.

Organoide de pulmón a partir de líquido amniótico. La parte roja indica un marcador de células madre pulmonares utilizado para identificar el tipo de tejido. | Mattia Gerli, ‘Nature Medicine

Claro que no todo son promesas. Los organoides actuales no tienen vasos sanguíneos, así que solo pueden crecer hasta cierto tamaño antes de morir por falta de oxígeno. Tampoco alcanzan la madurez funcional de un órgano adulto: son más parecidos a tejidos fetales, incompletos y caprichosos.

Además, reproducirlos con precisión no es sencillo. Dos laboratorios pueden seguir el mismo protocolo y obtener resultados distintos, como si las células tuvieran su propio temperamento. Hay algo casi artístico en el cultivo de organoides: una mezcla de ciencia y jardinería, donde cada detalle —la temperatura, la luz, la composición del medio— puede alterar el resultado final.

Y luego está la cuestión ética: ¿Qué pasa cuando el organoide es cerebral? ¿Cuándo deja de ser un modelo biológico y empieza a ser, de algún modo, una forma rudimentaria de mente? Algunos experimentos han detectado ondas eléctricas espontáneas en organoides cerebrales, similares a las de un cerebro prematuro. Nadie cree que sean conscientes, pero la idea de un minicerebro capaz de emitir señales eléctricas tiene algo de ciencia ficción. En 2023, un grupo de investigadores llegó a conectar un organoide cerebral a un videojuego de Pong, y el sistema aprendió a jugar rudimentariamente. Fue un triunfo tecnológico y un dilema moral.

Es difícil no pensar en Mary Shelley. La ciencia no está cosiendo cadáveres ni invocando tormentas eléctricas, pero la sensación de estar creando vida inteligente en miniatura flota en el aire. La mayoría de los científicos se defienden de la comparación con humor o con protocolos éticos cada vez más estrictos. Los organoides, aseguran, son herramientas, no criaturas. No sienten, no sufren, no piensan. Aun así, nos obligan a repensar qué significa estar vivo.

Quizá por eso, en algunos laboratorios, los biólogos hablan de sus organoides con un tono casi afectuoso. Les ponen nombres, los observan durante semanas, los ven crecer y morir. Es un vínculo curioso entre el ser humano y su propio reflejo biológico, como si hubiéramos aprendido a cultivar pedacitos de nosotros mismos para entendernos mejor.

Cuando uno observa un organoide al microscopio, lo que ve no es una obra de ingeniería, sino de paciencia. Son células que recuerdan su antigua vocación de formar vida. Solo necesitan el entorno adecuado para organizarse, como si la naturaleza llevara un plano guardado en la memoria genética. Eso, en el fondo, es lo que más asombra: que la vida, incluso en su versión de laboratorio, sigue sabiendo cómo construirse a sí misma. Nosotros solo facilitamos el terreno.

Al final, los organoides no son el principio de una nueva especie ni la antesala de un apocalipsis biotecnológico. Son una ventana microscópica al misterio más antiguo del mundo: cómo algo tan simple como una célula decide, de pronto, convertirse en algo tan complejo como un ser humano.

lunes, 27 de octubre de 2025

EL DÍA EN QUE CALLÓ EL VIENTO DEL LLANO ESTACADO


Llano Estacado es una inabarcable inmensidad que parece no tener límites. Desde el parabrisas del coche se extiende como un mar detenido, una llanura tan horizontal que el horizonte mismo se disuelve. El viento no sopla aquí: gobierna. Uno lo siente en los cristales, en la piel, en los huesos. Es el mismo viento que durante siglos empujó a los búfalos, a los nómadas, a los conquistadores y a los ejércitos. También fue el último sonido que escucharon los comanches antes de desaparecer.

Conduje hacia el sur desde Amarillo siguiendo la vieja ruta de Francisco Vázquez de Coronado, el conquistador que en 1541 cruzó estas tierras buscando las míticas Siete Ciudades de Cíbola. No encontró oro, pero sí un paisaje tan vasto que sus hombres creyeron haber llegado al fin del mundo. Casi cuatro siglos después, en septiembre de 1874, otro ejército, comandado por el coronel de caballería Ranald Slidell Mackenzie, atravesó el mismo desierto siguiendo un rastro distinto: el de los últimos guerreros comanches.

Palo Duro no aparece de repente. Uno desciende sin darse cuenta, hasta que, de pronto, la tierra se abre bajo las ruedas: un abismo de arenisca roja, cortado por el río Prairie Dog Town Fork, un pliegue del tiempo donde aún resuenan los cascos de los caballos. En aquel verano de 1874, ese cañón fue el escenario de la última gran batalla del pueblo que había gobernado las llanuras.

Cañón Palo Duro, Texas. Al fondo, Lighthouse Rock.

Mackenzie era un militar de rostro anguloso y disciplina implacable. Le llamaban “Bad Hand Mackenzie” por la mano derecha que perdió parcialmente durante la Guerra de Secesión. Su energía y severidad le valieron fama de incansable. Había combatido en decenas de campañas y ahora, en el sur de las llanuras, su objetivo no era la gloria, sino el agotamiento total del enemigo. Sabía que, si destruía los caballos de los comanches, destruiría su mundo.

Quanah Parker, el jefe comanche, era el símbolo de ese mundo que se desvanecía. Hijo de un guerrero y de una cautiva blanca —Cynthia Ann Parker, secuestrada de niña y adoptada por la tribu—, encarnaba dos universos que jamás lograron reconciliarse: el de la llanura libre y el de la nación que avanzaba con ferrocarriles, leyes y banderas. No hay pruebas concluyentes de que participara en la batalla de Palo Duro, pero su figura se alza sobre ella como un emblema inevitable, el último eco de un pueblo acorralado entre la tradición y la rendición.

El 28 de septiembre de 1874, las tropas del 4º de Caballería descendieron por el cañón al amanecer. Los comanches, kiowas y cheyennes dormían en sus tipis junto a sus familias y sus animales. El ataque fue fulminante. Los soldados incendiaron las tiendas, mataron a los rezagados y capturaron más de mil cuatrocientos caballos. Mackenzie, sabedor de lo que significaban, dio al día siguiente la orden que sellaría la historia del Llano Estacado: conducir los animales a un desfiladero y fusilarlos sin piedad.

El sonido de los disparos resonó durante horas. Algunos soldados lloraron. Otros miraron al suelo. Cuando el último caballo cayó, el viento del Llano se detuvo, como si el mundo contuviera la respiración. Había muerto la libertad comanche.

Los guerreros que sobrevivieron vagaron semanas antes de rendirse en Fort Sill, en el Territorio Indio. Quanah Parker, convertido después en jefe y mediador, acabaría aceptando la vida de rancho, las fotografías de estudio, el traje y el bigote. En las imágenes que hoy se conservan, mira a la cámara con la dignidad de quien sabe que su derrota es definitiva. Detrás de él, en su casa de ladrillo, ondea una bandera americana: su modo de negociar con el destino.

El jefe Quanah Parker con tres de sus esposas, un hijo y un bebé en una cuna. Parker, jefe comanche, lideró la última tribu de la llanura del Llano Estacado, la última en incorporarse al sistema de reservas, y lleva traje y sombrero. Sus esposas están envueltas en mantas. La foto está tomada en Fort Sill, Texas, donde pasó cautivo sus últimos años. Foto de Alexander Lambert, cortesía de Denver Public Library.

Con el tiempo, Palo Duro se convirtióen un parque estatal. Cada año, los turistas llegan en autocaravanas, recorren los senderos, sacan fotos del Lighthouse Rock y compran camisetas que dicen “The Grand Canyon of Texas”. Pero si uno se detiene al caer la tarde, cuando la luz anaranjada incendia los muros del cañón, aún se percibe algo más: una presencia que no se ha ido del todo. El viento vuelve a soplar, arrastrando polvo rojo y ecos antiguos.

En los barrancos donde Mackenzie quemó los tipis y enterró los caballos, la hierba vuelve a crecer entre los huesos. Nadie sabe con certeza cuántos animales murieron aquel día. Los informes militares hablan de más de mil setecientos. Para los comanches, cada uno era una extensión de su propio cuerpo. Matar a los caballos era amputar el alma del pueblo.

Los diarios de los soldados describen la escena con una mezcla de alivio y horror. Uno de ellos escribió: «Nunca oí sonido más triste que el de los caballos cayendo uno tras otro en la arena». Otro apuntó que, al día siguiente, el olor era tan intenso que ni el viento conseguía disiparlo. Ese viento, que durante siglos había sido compañero de los comanches, ahora soplaba sobre el silencio.

El Llano Estacado, ese altiplano inmenso que Coronado había llamado “llano sin árboles”, era entonces el corazón de la nación comanche. Desde allí lanzaban sus incursiones, comerciaban, cazaban y soñaban. Ningún pueblo dominó las llanuras con tanto conocimiento del territorio. Eran jinetes perfectos, guerreros que sabían desaparecer en el horizonte y reaparecer donde nadie los esperaba. Su derrota no fue solo militar: fue geográfica. La civilización los encerró entre cercas y les robó el viento.

Hoy, en la entrada del parque, una placa de bronce recuerda la batalla. Dice, con fría neutralidad: “Aquí el coronel Ranald S. Mackenzie sorprendió y derrotó a los indios comanches, kiowas y cheyennes, el 28 de septiembre de 1874.” Nada más. No menciona los caballos ni las mujeres ni el invierno que vino después. Pero basta caminar unos metros fuera del sendero, hacia donde el cañón se estrecha, para entender lo que realmente ocurrió: allí terminó la llanura sin fin, el territorio donde el hombre y el caballo eran la misma cosa.

El río Prairie Dog Town, afluente, del río Rojo circula por el fondo del cañón Palo Duro.

Al caer la noche, el cañón se llena de sonidos: el rumor del viento, el crujido de las rocas, el canto de un coyote perdido. Es fácil imaginar las sombras moviéndose entre los matorrales, los jinetes que no regresaron, los caballos que sueñan todavía con correr. Palo Duro no es solo un paisaje: es un eco. Cada ráfaga parece traer el aliento de un mundo que se resiste a morir.

Cuando abandono el parque, el viento vuelve a soplar con fuerza, levantando torbellinos de polvo rojizo que cruzan la carretera. En el retrovisor, el cañón se aleja como una herida abierta. Pienso en Quanah Parker, el mestizo que encarnó dos civilizaciones y no pudo salvar ninguna. Pienso también en Mackenzie, el soldado que perdió la razón años después, perseguido por los fantasmas de su victoria.

El viento del Llano Estacado nunca volvió a ser el mismo después de aquel día. Tal vez no calló del todo, pero aprendió a soplar con tristeza.

BUTCHER’S CROSSING (English version)

 

In a novel published in 1960 and almost forgotten for decades, John Williams told the story of an ending. Not the end of a civilization, or an empire, or even a physical landscape, but the end of an idea: the West as a promise. Its title is Butcher’s Crossing, and it is, on the surface, the story of a buffalo hunt. In truth, it is the most devastating parable ever written about greed, the myth of the frontier, and the moment when nature ceased to be the mirror of freedom and became raw material.

Williams —better known today for Stoner, that other elegy to the quiet defeat of modern man— wrote Butcher’s Crossing before the concept of “ecology” existed as moral awareness. Yet his intuition was flawless: he understood that the American plains were not falling beneath bullets, but beneath numbers. That the dream of the frontier did not end in a gunfight, but in an accounting of hides and dollars.

The novel begins in Kansas, around 1870, in a dusty, foul-smelling town called Butcher’s Crossing. There arrives Will Andrews, a Harvard-educated young man, the son of a preacher, who abandons the safety of the East to “find himself” in the West. What he seeks is not gold or glory, but an idea: the purity of the wild, life stripped of artifice, the frontier as spiritual revelation.

His quest leads him to Miller, a buffalo hunter as charismatic as he is brutal, who promises paradise: an untouched herd in a lost valley high in the mountains of Colorado, where the animals still graze in uncountable numbers. Andrews accepts. What follows is a descent —both physical and moral— into the dark heart of the American wilderness.

The journey, which begins as adventure, soon turns into obsession. Miller leads the group —four men, two wagons, and a score of horses— toward a remote valley, a place that seems untouched since creation. There they find what they sought: thousands upon thousands of buffalo. The scene, described by Williams with a mix of awe and foreboding, feels almost biblical: the valley as a natural cathedral about to be desecrated.

Female bison with their recently calved calves. Yellowstone National Park. June 2024

For weeks, the men kill without pause. Gunfire echoes by day and night. The carcasses pile up; the hides are stacked; blood dyes the river red. When winter arrives and the mountain pass is blocked by snow, the hunters become prisoners of their own hell —surrounded by rotting bodies, guarding a treasure that has lost all meaning. The valley, once a paradise, turns into a tomb.

What makes Butcher’s Crossing extraordinary is not only Williams’s precision in recreating the West —its smells, its silence, the exhaustion of horses— but how he transforms that world into an allegory of capitalism and excess. The hunt is not merely an economic act; it is a modern ritual, a way of erasing the sacred. The hunter, turned businessman, keeps firing until beauty itself ceases to make sense.

When the survivors finally return to Butcher’s Crossing, they discover that the market has collapsed. No one wants buffalo hides anymore. All their effort, suffering, and slaughter are worth nothing. Miller, the visionary hunter, sinks into drink; Andrews, the idealist, realizes he has taken part in an act of irreversible destruction. The West he dreamed of as a space of redemption has revealed itself as a moral desert.

In Williams’s pages, one hears the same silence left behind by the real buffalo hunters of the Great Plains. Between 1868 and 1881 —in just thirteen years— thirty-one million bison were exterminated by white hunters armed with powerful rifles. Thirty-one million. The figure seems impossible, but the records confirm it: rivers of blood, hills of sun-bleached bones, mountains of skulls ground into fertilizer.

The buffalo, once the sustenance and symbol of the Plains tribes, vanished almost completely. With it died the mounted Indian, his culture, his cosmology, his freedom. “An Indian without buffalo,” wrote one ethnographer, “has no identity.” And indeed, that extermination was both an ecological tragedy and a deliberate political strategy: to starve the tribes into surrender. General Phil Sheridan, commander of the Division of the Missouri, said it plainly:

“Those hunters have done more to solve the Indian problem than the army has in thirty years. Let them kill, skin, and sell until the buffalo is gone.”

Butcher’s Crossing never cites those speeches or numbers, yet they pulse in its marrow. Williams wrote a tragedy without preachers or manifestos —only a handful of men who, believing they were conquering the world, discover they have emptied themselves. The novel is also a parable of the American man before nature: his impulse to dominate, his inability to stop, his fascination with the death he himself provokes.

In its best passages, Williams achieves what neither history nor journalism can: he makes us smell the burnt fat, hear the dull echo of shots, feel the trembling air when the last herd falls. And after that thunder, silence, the same silence that still drifts across the prairies today, dissected by highways like scalpels of asphalt through what were once seas of grass and life.

Read today, Butcher’s Crossing has the moral purity of a biblical fable and the bitter lucidity of an ecological report. It is a novel about the voracity of progress, about the moment when humanity ceased to see nature as a spiritual frontier and began to see it as an inventory. Each buffalo felled is a page torn from the American myth; each hide, a confession.


In a sense, Williams anticipated the literature of American disillusionment —the end of the frontier as a redeeming myth. In his book there are no heroes, only men who mistake possession for freedom. The result is emptiness. Like the valley where the buffalo fell, Butcher’s Crossing is the hollow heart of a continent.

A century and a half later, the American bison has returned to the plains in small protected herds, a national symbol of shared guilt. Yet the lesson of Butcher’s Crossing still stands: the man who kills without measure, who fells trees, drills mines, or melts glaciers, still believes he can possess the world without losing himself. 

Williams, with the serenity of an ancient moralist, tells us otherwise: each time man destroys what sustains him, he kills a part of himself. That is why, before reading the real history of the buffalo’s extermination —the story of Dodge City, of Adobe Walls, of the hunters who ravaged the West in the name of the market— one should first heed this literary warning: that of young Andrews, standing at the top of the frozen valley, looking upon thousands of fallen animals and understanding, at last, that the greatness of America also has its cemetery.

BUTCHER’S CROSSING

 

En una novela publicada en 1960 y casi olvidada durante décadas, John Williams narró el fin de un mundo. No el fin de una civilización, ni de un imperio, ni siquiera de un paisaje físico, sino el fin de una idea: la del Oeste como promesa. Su título es Butcher’s Crossing, y es, en apariencia, la historia de una cacería de bisontes. En realidad, es la parábola más devastadora que se haya escrito sobre la codicia, el mito de la frontera y el momento en que la naturaleza dejó de ser el espejo de la libertad para convertirse en materia prima.

Williams, más conocido hoy por Stoner —esa otra elegía sobre la discreta derrota del hombre moderno—, escribió Butcher’s Crossing cuando aún no existía el concepto de “ecología” como conciencia. Pero su intuición era perfecta: sabía que las praderas americanas no sucumbían bajo las balas, sino bajo las cifras. Que el sueño de la frontera no terminaba en un duelo de pistoleros, sino en una contabilidad de pieles y lingotes.

La novela comienza en Kansas, hacia 1870, en un pueblo polvoriento y maloliente llamado Butcher’s Crossing. Allí llega Will Andrews, un joven educado en Harvard, hijo de un pastor, que abandona la seguridad del Este para “encontrarse a sí mismo” en el Oeste. Lo que busca no es oro ni gloria, sino una idea: la pureza de lo salvaje, la vida sin artificios, la frontera como revelación espiritual.

Esa búsqueda lo lleva a asociarse con Miller, un cazador de bisontes tan carismático como brutal, que le promete el paraíso: una manada intacta en un valle perdido de las montañas de Colorado, donde los animales pastan todavía en número incontable. Andrews acepta. Y lo que sigue es un descenso, físico y moral, hacia el corazón oscuro de la naturaleza americana.

El viaje, que empieza como aventura, pronto se convierte en obsesión. Miller guía al grupo —cuatro hombres, dos carretas y una veintena de caballos— hacia un valle remoto, un lugar que parece intacto desde la creación del mundo. Allí, efectivamente, encuentran lo que buscaban: miles de bisontes. La escena es tan imponente que Williams la describe con una mezcla de asombro y presagio: el valle como una catedral natural que está a punto de ser profanada.

Durante semanas, los hombres matan sin descanso. Los disparos resuenan día y noche. Los cuerpos se amontonan, las pieles se apilan, la sangre tiñe el río. Cuando el invierno los atrapa y el paso de montaña queda bloqueado por la nieve, los cazadores quedan aislados en su propio infierno: rodeados de cadáveres que se pudren bajo el hielo, custodiando un tesoro que ya no tiene sentido. El valle, que había sido un paraíso, se transforma en tumba.

Bisontes hembras con crías recién nacidas. Parque Nacional Yellowstone. Junio 2024

Lo que hace de Butcher’s Crossing una novela extraordinaria no es solo la precisión con que Williams reconstruye el Oeste —sus olores, su silencio, la fatiga de los caballos—, sino la manera en que convierte ese mundo en una alegoría del capitalismo y la desmesura. La caza de los bisontes no es solo un acto económico: es un rito moderno, una forma de borrar lo sagrado. El cazador, convertido en empresario, dispara hasta que la belleza misma deja de tener sentido.

Cuando al fin logran regresar a Butcher’s Crossing, los hombres descubren que el mercado se ha hundido. Nadie quiere ya pieles de bisonte. Todo su esfuerzo, todo su sufrimiento, todo su crimen no valen nada. Miller, el cazador visionario, se hunde en el alcohol; Andrews, el idealista, comprende que ha participado en un acto de destrucción irreparable. El Oeste que soñó como espacio de redención se ha revelado como un desierto moral.

En las páginas de Williams resuena un silencio idéntico al que dejaron los verdaderos cazadores de bisontes en las Grandes Llanuras. Entre 1868 y 1881, en apenas trece años, treinta y un millones de bisontes fueron exterminados por cazadores blancos armados con rifles de gran potencia. Treinta y un millones. La cifra es tan absurda que parece inventada, pero basta abrir los informes de la época: ríos enteros de sangre, colinas de osamentas blanqueadas al sol, montañas de cráneos que las fábricas trituraban para obtener abono.

El bisonte, que había sido el sustento y el símbolo de los pueblos de las llanuras, desapareció casi por completo. Con él murió el indio ecuestre, su cultura, su cosmogonía, su libertad. «Un indio sin bisonte —escribió un etnógrafo— carece de identidad». Y, en efecto, aquel exterminio fue tanto una tragedia ecológica como una estrategia política deliberada: privar a las tribus de su alimento era forzarlas a la rendición. El general Phil Sheridan, comandante de la División de Misuri, lo dijo sin pudor:

«Esos cazadores han hecho más por resolver el problema indio que todo el ejército en treinta años. Que maten, desuellen y vendan hasta que no quede un solo bisonte».

Butcher’s Crossing no cita esos discursos ni esas cifras, pero las contiene en su médula. Williams escribió una tragedia sin predicadores ni manifiestos: solo un grupo de hombres que, creyendo conquistar el mundo, descubren que se han vaciado por dentro. La novela es también una parábola del hombre americano frente a la naturaleza: su impulso de dominio, su incapacidad para detenerse, su fascinación ante la muerte que él mismo provoca.

Fotografía de 1892 de una pila de cráneos de bisonte americano en Detroit (MI) esperando ser molidos para obtener fertilizante o carbón. Foto.

En sus mejores páginas, Williams logra algo que ni la historia ni el periodismo pueden: hacer sentir el olor de la grasa quemada, el eco sordo de los disparos, el temblor del aire cuando la última manada cae. Y tras ese estruendo, el silencio: el mismo que hoy se respira en las praderas, en la que las carreteras diseccionan como bisturíes de asfalto lo que fueron mares de hierba y vida.

Leída hoy, Butcher’s Crossing tiene la pureza moral de una fábula bíblica y la lucidez amarga de un informe ecológico. Es una novela sobre la voracidad del progreso, sobre el instante en que el ser humano dejó de contemplar la naturaleza como una frontera espiritual y empezó a verla como un inventario. Cada bisonte abatido es una página arrancada del mito de América; cada piel, una confesión.

En cierto modo, Williams anticipó la literatura del desencanto americano: el fin de la frontera como mito redentor. En su libro, no hay héroes, solo hombres que confunden la libertad con la posesión. El resultado es un vacío. Como el valle donde los bisontes cayeron, Butcher’s Crossing es el corazón hueco de un continente.

Ciento cincuenta años después, el bisonte americano ha vuelto a las praderas en pequeños rebaños protegidos, símbolo nacional de una culpa compartida. Pero la lección de Butcher’s Crossing sigue vigente: el hombre que dispara sin medida, que corta árboles, excava minas o derrite glaciares, sigue creyendo que puede poseer el mundo sin perderse a sí mismo. 

Williams, con la serenidad de un moralista antiguo, nos dice lo contrario: que cada vez que el ser humano mata lo que lo sostiene, mata una parte de sí. Por eso, antes de leer la historia real del exterminio del bisonte —la historia de Dodge City, de Adobe Walls, de los cazadores que arrasaron el Oeste en nombre del mercado— conviene escuchar esta advertencia literaria: la del joven Andrews, mirando desde la cima del valle helado los cuerpos de miles de animales y comprendiendo, por fin, que la grandeza de América también tiene su cementerio.

domingo, 26 de octubre de 2025

EL HOMBRE QUE BRILLA BAJO TIERRA

 

Experimental Breeder Reactor No. 1 (EBR-I) Atomic Museum

En el desierto de Idaho, donde el viento parece arrastrar siglos de polvo y silencio, la historia del átomo tiene un santuario y una tumba. Lo primero está a pocos kilómetros de Arco, en un edificio bajo, grisáceo, que aún conserva el nombre pintado en letras metálicas: EBR-I, Experimental Breeder Reactor Number One. Allí, en diciembre de 1951, se encendieron cuatro bombillas con la electricidad nacida de la fisión nuclear. Fue un momento de júbilo científico: los técnicos se abrazaron, posaron sonrientes para una foto en blanco y negro, y los periódicos hablaron del amanecer de una nueva era.

Aquel episodio luminoso lo he recogido en otros capítulos de este blog: La luz que nació en el desierto, El submarino del desierto y Arco, Idaho: Pepinillos fritos y energía atómica. Pero toda luz proyecta una sombra. La del átomo, en Idaho, tiene nombre y sepultura. Su nombre es Richard Leroy McKinley, y su tumba está a tres mil kilómetros de Arco, en el Cementerio Nacional de Arlington, entre miles de lápidas blancas perfectamente alineadas. Solo que la suya no es como las demás. Nadie puede acercarse, no por respeto, sino por precaución. Bajo esa losa, el átomo sigue brillando.

El 3 de enero de 1961, una noche helada en el desierto, tres técnicos del Ejército trabajaban en un pequeño reactor experimental conocido como SL-1 (Stationary Low-Power Reactor Number One). Era un modelo destinado a generar electricidad para bases remotas, incluso para estaciones polares o submarinos. Nada heroico, nada grandioso: apenas un edificio bajo, de chapa ondulada, rodeado de nieve y de silencio.

El reactor había estado en mantenimiento durante semanas. Aquella noche, tres hombres —John Byrnes, Richard McKinley y Richard Legg— se disponían a volverlo a poner en marcha. El procedimiento era sencillo: tirar hacia arriba de una barra de control, apenas unos centímetros, para calibrar la potencia. Nadie sabrá nunca si fue un error, un accidente o un gesto impulsivo, pero la barra subió demasiado rápido. Bastó una fracción de segundo. La fisión se desató en un instante liberando una oleada de energía brutal. El vapor hirviente reventó las tuberías, arrancó la cubierta del reactor y arrojó la barra por el techo como una lanza.

Legg resultó empalado y quedó suspendido del techo. Byrnes cayó fulminado. McKinley murió minutos después. Fueron los tres desgraciados protagonistas de la primera —y hasta hoy única— explosión nuclear fatal en suelo estadounidense.

El equipo de rescate llegó horas más tarde,con trajes de plomo y máscaras aislantes. Lo que encontraron parecía una escena congelada en el tiempo: paredes ennegrecidas, instrumentos retorcidos, relojes parados. Los cuerpos emitían una radiación tan alta que nadie podía tocarlos. Hubo que sacarlos con pinzas telescópicas, envolverlos en capas de plástico y plomo, y trasladarlos en contenedores blindados.

Un informe posterior del Laboratorio Nacional de Idaho describió el ambiente como “una habitación que brilla en la oscuridad sin necesidad de bombillas”. La dosis recibida por los tres técnicos accidentados superaba los veinte mil rems, una cantidad que, más allá de las heridas mortales, habría matado a cualquier ser humano en segundos.

Durante las autopsias, los médicos trabajaron detrás de pantallas de vidrio plomado. Varios instrumentos quedaron tan contaminados que debieron ser enterrados junto a los restos. Los forenses, al terminar, fueron sometidos a chequeos médicos y a un seguimiento de por vida. Algunos de ellos nunca volvieron a trabajar en entornos radiactivos.

De los tres, McKinley recibió la mayor radiación. Su cuerpo absorbió tanto cesio-137 y cobalto-60 que, según los técnicos, “seguía siendo una fuente activa”. El problema ya no era solo ético o funerario, sino físico: ¿cómo enterrar un cuerpo que seguía emitiendo radiación? Los ingenieros del gobierno diseñaron un ataúd especial, una especie de cápsula blindada. Primero, un féretro interior de plomo y acero inoxidable; luego, capas de plástico, nylon y algodón tratado; después, otro ataúd exterior, también sellado al vacío. Todo el conjunto fue depositado a más de tres metros de profundidad dentro de una cámara metálica con paredes gruesas.

Así fue enterrado McKinley en Arlington. Ni flores ni banderas: solo una losa con su nombre, su rango y las fechas. Ningún visitante puede detenerse allí, aunque su historia aún vibra bajo la piedra. A veces, pienso que, en cierto modo, McKinley sigue cumpliendo su misión: vigilar el poder del átomo, incluso desde el silencio.

El accidente del SL-1 cambió los protocolos de la energía nuclear estadounidense. Desde entonces, ningún reactor permite la extracción manual de las barras de control. Los sistemas automáticos y los mecanismos de bloqueo nacieron del desastre de Idaho. El lugar del accidente fue sellado bajo toneladas de tierra y concreto. No queda nada: ni un edificio, ni una señal. Solo el viento y unas coordenadas prohibidas.

A pocos kilómetros de allí, el viejo EBR-I —el reactor que encendió aquellas primeras bombillas— sigue en pie, convertido en museo. Los visitantes se hacen fotos junto a una placa que dice “Aquí nació la energía nuclear pacífica”. Nadie menciona el SL-1. Pero el guía, si uno le pregunta, baja la voz y dice:

—Ah, sí... eso fue al norte. No se puede visitar.

Durante años, los habitantes de Arco vivieron entre esos dos símbolos: la promesa y la advertencia. A un lado, el orgullo de haber sido la primera ciudad iluminada por la energía nuclear. Al otro, el rumor de que, en algún punto del desierto, tres hombres quedaron reducidos a ceniza radiactiva. En los bares se hablaba poco del tema. Era más fácil brindar por los submarinos y los pepinillos fritos que por los fantasmas del SL-1.

Sin embargo, en el silencio del desierto —ese silencio tan característico de Idaho, tan absoluto que parece tener textura—, algo quedó suspendido. Los trabajadores del laboratorio dicen que en las noches frías, cuando el aire está quieto y las luces del complejo titilan a lo lejos, el suelo “respira”. Es solo vapor, claro, condensación. Pero a veces, a uno le gusta pensar que el desierto conserva memoria.

El optimismo atómico de los cincuenta prometía energía infinita, coches nucleares y tostadoras atómicas. En esos mismos años, Eisenhower hablaba de “Átomos para la paz”. El futuro iba a brillar. Y lo hizo. Solo que no siempre del modo que esperaban.

La historia de McKinley quedó literalmente sepultada bajo capas de acero y burocracia. Durante décadas su nombre fue apenas una línea en los archivos del Departamento de Energía. Luego, cuando los secretos de la Guerra Fría empezaron a desclasificarse, su tumba en Arlington se convirtió en una rareza que algunos curiosos intentaban visitar. No podían. Las normas siguen siendo las mismas: nadie debe acercarse.

En cierto modo, McKinley se transformó en una metáfora involuntaria: el hombre que llevó el átomo dentro de sí, que lo encarnó, que brilló más allá de la muerte. A veces me pregunto qué siente el suelo de Idaho. En menos de una década, vio nacer la promesa radiante del átomo y también su primera maldición. Unos hombres encendieron la luz; otros quedaron atrapados en ella.

El desierto, sin embargo, no juzga. Sigue ahí, igual que entonces: plano, inmenso, con ese silencio que parece hecho de siglos. Quizá bajo ese silencio siga latiendo algo. No solo radiación, sino memoria. McKinley no tiene flores sobre su tumba. Pero tiene una historia que sigue brillando, muy despacio, bajo tierra.

Porque el átomo —como la memoria— no perdona ni olvida.

THE TWO FACES OF AMERICA IN RANCHESTER, WYOMING

 Chronicle from the Divided Heart of the Nation


I arrive in Ranchester, Wyoming, on a windy summer afternoon, with the feeling of having crossed an invisible border. To the west lies Cody, birthplace of Buffalo Bill and sanctuary of patriotic kitsch: motels shaped like forts, signs with crossed rifles, and caravans heading toward Yellowstone. But once you take Highway US-14, the road climbs into the Big Horn Mountains—those ancient masses that seem to have aged along with the continent—and then plunges into a green valley where cows graze, blissfully unaware of history. There, tucked among the folds of the prairie, lies Ranchester.

It’s a tiny town of barely a thousand souls, with a gas station, a couple of restaurants, and a Western Motel that must have known more optimistic times. Nothing seems to move, except for the flags flapping in the wind. And yet, something stirs here: a fracture, a division that isn’t only political but spiritual.

Since Donald Trump’s victory in 2016, European culture has developed a kind of perverse fascination with white working-class Americans: the descendants of poor settlers, farmhands, and truck drivers who inhabit what they call the heartland. That America that looks upon government, journalists, intellectuals—and anyone who orders a cappuccino—with suspicion.

In the 1990s, Jim Goad published The Redneck Manifesto, a book that seemed like a fringe pamphlet and turned out to be prophetic. It denounced the classism with which urban elites treated poor whites—the white trash—a group that for centuries had been both a cultural pillar and a national scapegoat.

Twenty years later, his diagnosis came true at the polls. Resentment, wounded pride, religiosity, and nostalgia drove millions to vote for a billionaire who spoke their emotional language: the language of fury.

As I drive through Wyoming, I think of J.D. Vance, of the hillbillies in Hillbilly Elegy and the nomads in Nomadland, elderly Americans roaming the country in vans in search of seasonal work. The United States has always had a restless soul, but now it seems to be fleeing from itself. On the local radio, a preacher-like announcer declares with conviction that “God saved America once and can do it again.” Along the road, signs proclaim: “Trump 2024 – Make America Great Again.” They’re not campaign relics; they’re acts of faith.

The heart of Ranchester beats along a strip of asphalt that serves as its main street. On one side stands a bank with a Western-movie façade that seems to await the Howard brothers from Hell or High Water. Across the street, a taxidermist called Rahimi’s displays stuffed bears, deer with glassy eyes, and a cougar that looks like it’s wondering what on earth it’s doing there.

That night I have dinner at the Buckhorn Saloon, a place of amber light and elk heads on the walls. There are no pretensions here: the menu offers portions fit for an army and beer served in mugs the size of a baseball helmet. The patrons wear camouflage jackets, work boots, and America First caps. The atmosphere is masculine, dense, almost tribal. At the bar, a man with a biblical beard and a Harley-Davidson T-shirt insists that the press “lies like Satan” and that vaccines “change your DNA.” No one argues.

The waitresses are kind but brisk: “Other refill, hon?” The walls are covered with flags, antique rifles, and photographs of smiling hunters posing with dead bears. Outside, a giant stuffed grizzly guards the entrance to the liquor store. While I pick at a plate of beef-and-cheddar nachos the color of mustard, I feel like an undercover anthropologist. There’s no hostility, but there is distance. Distrust of the outside world hangs in the air, like cigarette smoke or the smell of grease.

The next morning, the light falls obliquely across the prairie, and the air smells of pot-brewed coffee. I decide to have breakfast at the Innominate, a newly opened café that looks like a direct export from Portland or Brooklyn.

The contrast with the Buckhorn Saloon is almost comical. Here everything is bright, clean, minimalist. Recycled wood tables, hanging plants, smoothies named after philosophers. A sign at the counter reads: “Local Oat Milk” and “Discount if you bring your own mug.” The customers are young, smiling, and polite. Some carry binoculars; others scroll through bird photos on their phones. They are birdwatchers, a growing urban species expanding into the nation’s interior.

No bacon or gravy here: just yogurt with granola, sourdough bread, and fair-trade coffee. On the walls hang photographs of Wyoming landscapes and portraits of bison with soulful eyes. The conversation drifts toward PBS documentaries, hiking trails, and the state’s new environmental policies. No one mentions Trump—but his presence floats invisibly in the room, like the hum of a distant generator.

It’s hard to believe the Buckhorn and the Innominate stand barely three hundred meters apart. They seem like two different worlds: the America of hunters and the America of birders; those who collect elk heads and those who collect hummingbird photos. The former believe the country belongs to them and is being stolen; the latter believe it never did and must be cared for. Some worship the flag; others recycle. Some pray; others meditate.

The divide isn’t just political—it’s aesthetic, moral, emotional. The same road that links them is, in truth, a line of separation. The resentment of the rednecks runs deep. For centuries, they were the poor whites, the crackers, the clay eaters, despised by both Northern and Southern elites. Their poverty was blamed on genetics, inbreeding, laziness; their culture mocked on television and turned into caricature.

And yet, much of the nation’s music, literature, and religious fervor came from them. Their answer to contempt has always been rebellion: clutching rifles, embracing conspiracy theories, voting for anyone who promises to blow up the system. In that sense, Trump was their prophet—the millionaire who convinced the dispossessed he was one of them.

Leaving Ranchester, I glance in the rearview mirror and see the two eateries lined up in the distance. One serves burgers with flags; the other, eco-conscious muffins. Two Americas having breakfast in parallel, speaking languages so different they can no longer hear each other.

The richest country on Earth seems to be living through a silent civil war—a cultural battle fought not with rifles but with hashtags, menus, and ways of seeing one’s neighbor. As the car rolls away along US-14, the Big Horn Mountains rise ahead, immense and indifferent. Perhaps that’s the only America still whole: the landscape, the wind, the endless road. Everything else—politics, flags, oat-milk lattes—feels like passing symptoms of a country that still hasn’t decided who it wants to be.

LAS DOS CARAS DE ESTADOS UNIDOS EN RANCHESTER, WYOMING

 Crónica desde el corazón dividido del país


Llego a Ranchester, Wyoming, una tarde ventosa de verano, con la sensación de haber cruzado una frontera invisible. Al oeste queda Cody, cuna de Búfalo Bill y santuario del kitsch patriótico: moteles con forma de fuerte, carteles con rifles cruzados y caravanas rumbo a Yellowstone. Pero al internarse por la US-14, la carretera trepa por las montañas Big Horn —esas moles antiguas que parecen haber envejecido junto con el continente— y luego se despeña en un valle verde donde pastan vacas que ignoran olímpicamente la historia. Allí, entre los pliegues de la pradera, aparece Ranchester.

Es un pueblo minúsculo de apenas mil almas, con una gasolinera, un par de restaurantes y un Western Motel que debió conocer tiempos más optimistas. Nada parece moverse, salvo las banderas que agita el viento. Y, sin embargo, algo late aquí: una grieta, una división que no es solo política, sino espiritual.

Desde que Donald Trump ganó las elecciones de 2016, la cultura europea ha desarrollado una especie de fascinación perversa por los estadounidenses blancos de clase trabajadora: los descendientes de colonos pobres, obreros agrícolas y camioneros que habitan lo que aquí llaman la heartland. Esa América que mira con desconfianza al gobierno, a los periodistas, a los intelectuales y a cualquiera que pida un capuchino.

En los años noventa, Jim Goad publicó The Redneck Manifesto, un libro que parecía un panfleto marginal y terminó siendo profético. Denunciaba el clasismo con que las élites urbanas trataban a los blancos pobres —los white trash, la “basura blanca”—, ese grupo que había sido, durante siglos, simultáneamente pilar cultural y chivo expiatorio nacional.

Veinte años después, su diagnóstico se volvió visible en las urnas. El resentimiento, el orgullo herido, la religiosidad y la nostalgia impulsaron a millones de personas a votar por un millonario que hablaba su idioma emocional: el de la furia.

Mientras conduzco por Wyoming, pienso en J.D. Vance, en los hillbillies de Hillbilly Elegy y en los nómadas de Nomadland, ancianos que recorren el país en caravanas buscando empleos temporales. Estados Unidos siempre ha tenido un alma errante, pero ahora parece estar huyendo de sí mismo. En la radio local, un locutor predica con entusiasmo que “Dios salvó a América una vez y puede hacerlo de nuevo”. A los lados de la carretera, las señales proclaman “Trump 2024 – Make America Great Again”. No son recuerdos de campaña: son votos de fe.

El corazón de Ranchester late en una recta de asfalto que hace las veces de calle principal. A un lado, un banco con fachada de película del Oeste que parece esperar a los hermanos Howard de Comanchería. Enfrente, Rahimi’s, un taxidermista al que no debe faltarle trabajo, exhibe osos disecados, ciervos con mirada perdida y un puma que parece preguntarse qué demonios hace allí.

Esa noche cenamos en el Buckhorn Saloon, un local de luces amarillas y cabezas de wapití en las paredes. Aquí no hay pretensiones: el menú ofrece porciones diseñadas para alimentar a un ejército y cerveza servida en jarras del tamaño de un casco de béisbol. Los clientes visten ropa de camuflaje, botas de trabajo y gorras con el eslogan America First. Hay una energía masculina, densa, casi tribal. En la barra, un tipo con barba bíblica y camiseta de Harley-Davidson explica que la prensa “miente como Satanás” y que las vacunas “cambian tu ADN”. Nadie discute.

Las camareras son amables pero expeditivas: “¿Other refill, hon?”. Las paredes están cubiertas de banderas, rifles antiguos y fotos de cazadores sonrientes posando junto a osos muertos. Afuera, un enorme grizzly disecado custodia la entrada de la licorería. Mientras pico en un plato de nachos con carne de res cubiertos de queso cheddar del color de la mostaza, me siento como un antropólogo infiltrado. No hay hostilidad, pero sí una distancia. Aquí la desconfianza hacia el mundo exterior se huele, como el humo del tabaco o el olor a grasa.

A la mañana siguiente, la luz cae oblicua sobre las praderas y el aire huele a café retostado de puchero. Decido desayunar en el Innominate, un local recién inaugurado que parece una exportación directa de Portland o Brooklyn.

El contraste con el Buckhorn Saloon es casi paródico. Aquí todo es claro, limpio, minimalista. Las mesas de madera reciclada, las plantas colgantes, los smoothies con nombres de filósofos. En la barra, un cartel anuncia “Leche de avena local” y “Descuento si traes tu propia taza”. Los clientes son jóvenes, sonrientes y educados. Algunos llevan prismáticos; otros revisan fotos de aves en sus teléfonos. Son los birdwatchers, los observadores de aves, especie urbana en plena expansión hacia el interior del país.

Nada de bacon ni gravy: hay yogur con granola, pan de masa madre y café de comercio justo. En las paredes, fotografías de paisajes de Wyoming y retratos de bisontes con mirada melancólica. La conversación gira en torno a documentales de la PBS, rutas de senderismo y la nueva política ambiental del estado. Aquí nadie habla de Trump. Pero su sombra flota en el aire, invisible y omnipresente, como el ruido de un generador lejano.

Es difícil imaginar que el Buckshot y el Innominate estén separados por apenas trescientos metros. Parecen dos mundos distintos: la América de los cazadores y la América de los ornitólogos; los que coleccionan cabezas de alce y los que coleccionan fotos de colibríes. Los primeros creen que el país les pertenece y se lo están robando; los segundos creen que el país nunca les perteneció y que deben cuidarlo. Unos veneran la bandera; otros reciclan. Unos oran; otros meditan.

Esa fractura no es solo política: es estética, moral, emocional. La misma carretera que los une es, en realidad, una línea de separación. El resentimiento de los rednecks tiene raíces hondas. Durante siglos fueron los blancos pobres, los crackers, los clay eaters, despreciados tanto por los ricos del Norte como por las élites del Sur. Su pobreza fue atribuida a la genética, a la endogamia, a la pereza; su cultura, ridiculizada en televisión y convertida en caricatura.

Y, sin embargo, de ellos surgió buena parte de la música, la literatura y la religiosidad que definieron el país. Su respuesta al desprecio ha sido, como tantas veces, la rebelión: empuñar rifles, abrazar teorías conspirativas, votar a quien promete dinamitar el sistema. En eso, Trump fue su profeta: el millonario que convenció a los desposeídos de que él también era uno de ellos.

Al salir de Ranchester, miro por el espejo retrovisor y veo los dos restaurantes alineados a la distancia. Uno ofrece hamburguesas con bandera; el otro, muffins con conciencia ecológica. Dos Américas que desayunan en paralelo y que, a fuerza de no escucharse, hablan idiomas distintos. 

El país más rico del mundo parece vivir una guerra civil silenciosa, una batalla cultural que no se libra con fusiles sino con hashtags, menús y maneras de mirar al prójimo. Mientras el coche se aleja por la US-14, las montañas Big Horn se alzan al fondo, indiferentes, inmensas. Pienso que quizá esa sea la única América que sigue unida: la del paisaje, la del viento y la carretera interminable. Todo lo demás —la política, las banderas, los cafés con leche de avena— son apenas síntomas pasajeros de un país que todavía no ha decidido quién quiere ser.

viernes, 24 de octubre de 2025

LA CUEVA DE LOS MUERTOS CHIQUITOS

 


En el norte de México, entre las colinas secas de Durango, hay una cavidad con un nombre que no admite metáforas: La Cueva de los Muertos Chiquitos. El valle donde se abre —el del río Zape— no tiene nada de tétrico. Es un paisaje áspero y luminoso, salpicado de mezquites, donde las sombras duran poco. Pero la cueva guarda un silencio diferente, un aire de intemperie detenida. Allí, hace más de mil años, hombres y mujeres del grupo cultural conocido como Loma San Gabriel enterraban a sus hijos.

El nombre, que a un oído moderno suena casi indecente por su crudeza, es fiel a lo que los arqueólogos encontraron: restos de niños, algunos recién nacidos, otros de pocos años. Nadie sabe con certeza si murieron de enfermedad, de hambre o si la cueva fue escenario de algún tipo de ritual. No hay pruebas de sacrificio. Lo que hay es una certeza más triste y humana: que la mortalidad infantil era altísima, y que esas pequeñas tumbas eran, probablemente, todo lo que una comunidad podía hacer por sus muertos.

Hasta hace poco, la historia de ese lugar era tan silenciosa como las rocas que la encierran. Pero en octubre de 2025, un grupo de investigadores decidió mirar no a los huesos, sino a lo que los cuerpos dejaron atrás: sus excrementos.

Sí, excrementos. Los arqueólogos los llaman paleoheces, una palabra casi elegante para algo que en el fondo sigue siendo lo mismo. Y, sin embargo, en esa materia fosilizada se esconde una información preciosa. Diez pequeñas muestras de heces, datadas entre los siglos VIII y X, han revelado una radiografía de la salud —y de las miserias— de aquella gente del Zape.

Material fecal desecado de la Cueva de los Muertos Chiquitos. Imagen: Johnica Winter; CC-BY 4.0.

El hallazgo se ha difundido con titulares llamativos: “Excrementos de 1.300 años revelan los patógenos que azotaban a los pueblos prehistóricos de México”. Detrás del brillo periodístico hay una historia más íntima y vasta: la de los cuerpos que sufren y enferman mucho antes de que alguien inventara la palabra “epidemia”.

Los análisis genéticos identificaron en las muestras una auténtica tropa de microbios y parásitos: Blastocystis, Escherichia coli, Giardia, Shigella, huevos de oxiuro. Un catálogo de padecimientos intestinales que haría palidecer cualquier prospecto farmacéutico. Los investigadores no pudieron determinar a quién pertenecían exactamente aquellas heces —quizá a niños, quizá a adultos—, pero sí concluyeron que la comunidad padecía una carga infecciosa considerable. Dicho de otro modo: que estaban enfermos, probablemente muy enfermos, de lo mismo que seguimos sufriendo hoy cuando el agua no es potable.

Es tentador pensar que aquellos campesinos antiguos vivían en armonía con la naturaleza, bebiendo de arroyos cristalinos y alimentándose de maíz sin pesticidas. La realidad, como siempre, es menos bucólica. Las sociedades agrícolas tempranas solían ser un paraíso para los parásitos. El agua compartida con los animales, los desechos arrojados cerca de las viviendas, el suelo contaminado, todo formaba un circuito perfecto para las infecciones. En ese mundo sin jabón ni vacunas, la diarrea podía ser una sentencia de muerte.

Y es aquí donde la arqueología del excremento —esa disciplina tan complicada como reveladora— nos devuelve una imagen más completa de lo que fuimos. La historia humana no solo está escrita en piedra y cerámica, sino también en la biología de lo cotidiano. Lo que comíamos, lo que digeríamos mal, lo que enfermaba a nuestros hijos. La Cueva de los Muertos Chiquitos no solo guarda huesos; guarda el rastro microscópico de nuestras derrotas frente a lo invisible.

Hay una ironía en todo esto: el lugar que mejor conserva la memoria de aquellos campesinos es también el que acumula su basura. La historia de la humanidad podría resumirse así: lo que tiramos, perdura; lo que amamos, desaparece.

Los investigadores tomaron muestras de 10 paleoheces diferentes en busca de evidencia de enfermedades. Imagen: Johnica Winter; CC-BY 4.0.

Los investigadores creen que las condiciones del entorno —árido, estable, con poca humedad— permitieron la conservación de los excrementos durante más de un milenio. Cada muestra, al ser analizada, se comporta como una cápsula del tiempo biológica: en ella se encuentran restos de plantas, bacterias, hongos, minerales, trazas de ADN humano. De esa mezcla se pueden deducir dietas, enfermedades, incluso relaciones sociales. Si alguien quisiera, podría reconstruir qué comió una persona un martes del siglo IX y qué microbio le arruinó la digestión.

Pero hay algo más. En esa cueva donde los arqueólogos recogen heces con pinzas de titanio y guantes estériles, resuena una lección incómoda sobre lo que llamamos “progreso”. Los mismos patógenos hallados allí siguen siendo responsables de millones de casos de diarrea infantil cada año en el planeta. La diferencia es que ahora los combatimos con antibióticos y campañas de saneamiento. En cierto modo, seguimos habitando la misma cueva.

Uno podría mirar el hallazgo como una curiosidad científica —una nota simpática de prensa sobre “poop archaeology”—, pero en el fondo es un espejo. Nos muestra que la civilización, esa palabra que tanto orgullo nos inspira, es apenas una capa delgada de higiene sobre un cuerpo vulnerable. Que bajo el mármol de nuestras ciudades todavía late el barro original.

El equipo que realizó el estudio, consciente del valor simbólico del sitio, ha sido cuidadoso en su interpretación. No hay pruebas de sacrificio ni de violencia ritual. Solo de enfermedad y de muerte temprana. Lo cual, visto desde aquí, resulta casi más trágico. La idea romántica del sacrificio nos ofrece al menos una narración; la diarrea no.

Y, sin embargo, en su modestia, este hallazgo tiene algo profundamente humano. Es un recordatorio de que la arqueología no trata solo de tumbas y templos, sino también de intestinos y desechos. De que la historia no siempre se mide en batallas o reinados, sino en lo que el cuerpo aguanta.

Quizá por eso la Cueva de los Muertos Chiquitos conmueve más que muchas ruinas monumentales. No habla de imperios, sino de fragilidad. No celebra la grandeza, sino la persistencia. En esos excrementos antiguos hay una lección sobre la supervivencia que trasciende cualquier cronología: incluso cuando todo parece perdido, el cuerpo sigue haciendo lo que puede para seguir vivo.

El nombre mismo del lugar —tan brutal, tan literal— nos recuerda que el lenguaje a veces no necesita poesía para ser devastador: Cueva de los Muertos Chiquitos. Uno imagina a los padres entrando en la penumbra con una manta en brazos, dejando a su hijo junto a otros pequeños cuerpos. Afuera, el sol abrasaba las piedras. Dentro, el silencio debía de ser total. Quizá no sabían que, mil años después, otros humanos —nosotros— vendríamos a buscar respuestas en sus restos, a leer su historia no en inscripciones ni en cerámica, sino en lo más elemental que produce la vida.

No es casual que la noticia haya fascinado a tantos. En un tiempo obsesionado con la inteligencia artificial y los futuros digitales, la idea de mirar dentro de una cueva para analizar heces milenarias tiene algo de justicia poética. Nos recuerda de dónde venimos: de un mundo sin filtros, sin algoritmos, donde lo más humano era también lo más perecedero.

En el fondo, toda arqueología es una forma de necromancia discreta. Hurgamos en la tierra para que los muertos nos digan quiénes somos. Y los de la Cueva de los Muertos Chiquitos, desde su silencio mineral, parecen susurrar una verdad tan simple como incómoda: que el cuerpo no miente, que la enfermedad es una forma de memoria, y que incluso la mierda —perdón por la palabra— puede ser testimonio de lo que fuimos.