El 26 de junio de 1659, un representante de cinco ciudades
de una provincia del norte de Italia inició un procedimiento judicial contra
las orugas. Según la denuncia, los especímenes locales invadían y robaban en
jardines y huertos. Se emitieron cinco citas judiciales que se clavaron en los
árboles de los bosques adyacentes a cada ciudad.
Se ordenaba a las orugas que
comparecieran ante el tribunal el 28 de junio a una hora determinada, y allí se
les asignaría un representante legal. No se presentó ninguna oruga a la hora
prevista, claro está, pero el caso siguió adelante. En un documento que se
conserva, el tribunal reconoce el derecho de las orugas a vivir libres y
felices, siempre que con ello no «menoscaben la felicidad del hombre…».
El juez decretó que se asignara a
las orugas una parcela de tierra acotada para su sustento y disfrute. Cuando se
resolvieron los detalles, las acusadas, que ya se habían transformado en pupas
inmóviles, habían acabado de devastar todo lo que se les ponía por delante, por
lo que ambas partes salieron satisfechas del proceso.
Este caso se narra en The
Criminal Prosecution and Capital Punishment of Animals (El enjuiciamiento
penal y la pena capital de los animales) un libro de extrema originalidad
publicado en 1906. En el libro, que los
interesados pueden leer íntegro (en inglés) en este enlace, su autor, E. P.
Evans un respetado historiador, documenta con precisión y cuenta casos tan
reales como asombrosos: enjuiciamiento criminal de las ratas: obispos que
condenan a las anguilas y lampreas por “chupasangres”; animales considerados por la ley como laicos,
y no con derecho a los beneficios del clero; mosquitos condenados por demonios
especialmente peligrosos; osos formalmente excomulgados por la Iglesia; babosas
a las que se daba tres advertencias para que dejaran de molestar a los
agricultores, bajo pena de «aniquilación».
Aparece el minucioso informe de
gastos de un alguacil francés presentado en 1403 durante el juicio a una cerda
acusada de asesinato («coste de mantenerla en la cárcel, seis soles
parisinos»). Se documenta también una denuncia de 1545 presentada por los
vinateros contra una especie de gorgojo verde, en la que constan no solo los
nombres de los letrados, sino también ejemplos de la táctica legal consagrada
por el tiempo: el aplazamiento. Eso hizo que el proceso se prolongara durante
ocho o nueve meses, mucho más que la vida de un gorgojo.
No hay que irse tan lejos para
encontrar la ejecución de un animal como si fuera un ser humano: en 1903 se
electrocutó públicamente en Coney Island a la elefanta de circo Topsy
por haber matado a tres personas, incluido su domador, que trató de obligarla a
beber whisky; y en 1916 otra paquiderma que mató a su cuidador, conocida como Murderous
Mary (María la asesina), fue ahorcada con ayuda de una grúa en Tennessee.
Esos casos no los utiliza la
autora estadounidense Mary Roach como evidencia de la estupidez de los antiguos
sistemas jurídicos, sino como prueba de la naturaleza intratable del conflicto
entre fauna y humanos, que es como se conoce en la actualidad el asunto entre
quienes se dedican a ello y que ha saltado a la palestra en nuestro país con la
controvertida desprotección del lobo ibérico.
La cuestión lleva siglos sin
resolverse de forma satisfactoria: ¿qué hacer cuando la naturaleza infringe
leyes destinadas a las personas? Obviamente, las decisiones de los magistrados
y prelados no tenían la menor lógica, ya que ni las ratas ni los gorgojos
entienden el concepto de propiedad privada ni se espera que se rijan por los
principios morales de los humanos civilizados.
El objetivo de aquellas decisiones
era acobardar e impresionar a la población: «¡Fijaos, hasta la naturaleza debe
someterse a nuestras reglas!». Lo que era, a su manera, impresionante. El juez
del siglo XVI que mostró clemencia con los topos que tenían crías no solo daba
prueba de su autoridad, sino también de su templanza y compasión.
Después de indagar por la Edad
Media y los siglos posteriores analizando con cierta estupefacción las
soluciones esotéricas que la ley y la religión habían aportado a lo largo de
los siglos, Roach empezó a preguntarse qué había aportado la época moderna a
estas cuestiones. Ante la inabarcable colección de conflictos entre humanos y animales,
Roach concluye que cada conflicto necesita una resolución específica del
entorno, la especie, lo que está en juego y las partes interesadas.
Lo que Roach muestra es lo más
destacado de una investigación de dos años, un viaje por un mundo cuya
existencia intuimos, pero desconocemos. La primera mitad del libro examina los
delitos graves. Asesinato y homicidio, asesinato en serie, agresión con
agravantes. Robo y allanamiento de morada. Robo de cadáveres. Hurto mayor de
pipas de girasol. Entre los autores se encuentran sospechosos habituales, como
los osos y los grandes felinos, y otros menos habituales como los monos, los
mirlos o los abetos Douglas (sí, también hay árboles homicidas, que entre 1995 y
2007, al caer, causaron la muerte de casi 400 personas en Estados Unidos).
Por supuesto, no se trata de crímenes literales. Los animales no se rigen por leyes, sino por su instinto. Casi sin excepción, la fauna de estas páginas la componen animales que simplemente hacen lo que suelen hacer: comer, cagar, formar un hogar, defenderse o defender a sus crías. Lo que ocurre es que le hacen esas cosas a un humano, a la casa de un humano o a los cultivos de un humano. Los conflictos existen y crean dilemas para las personas y los municipios, dificultades para la fauna y material para un libro tan insólito y entretenido como este.