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jueves, 1 de mayo de 2025

"CRÍMENES" ANIMALES

 El un libro cautivador, Crímenes animales, Mary Roch cuenta los cientos de casos de fauna “fuera de la ley”, que sustentan un largo debate sobre qué hacer cuando la naturaleza "comete delitos" que son punibles entre los humanos.

El 26 de junio de 1659, un representante de cinco ciudades de una provincia del norte de Italia inició un procedimiento judicial contra las orugas. Según la denuncia, los especímenes locales invadían y robaban en jardines y huertos. Se emitieron cinco citas judiciales que se clavaron en los árboles de los bosques adyacentes a cada ciudad.

Se ordenaba a las orugas que comparecieran ante el tribunal el 28 de junio a una hora determinada, y allí se les asignaría un representante legal. No se presentó ninguna oruga a la hora prevista, claro está, pero el caso siguió adelante. En un documento que se conserva, el tribunal reconoce el derecho de las orugas a vivir libres y felices, siempre que con ello no «menoscaben la felicidad del hombre…».

El juez decretó que se asignara a las orugas una parcela de tierra acotada para su sustento y disfrute. Cuando se resolvieron los detalles, las acusadas, que ya se habían transformado en pupas inmóviles, habían acabado de devastar todo lo que se les ponía por delante, por lo que ambas partes salieron satisfechas del proceso.

Este caso se narra en The Criminal Prosecution and Capital Punishment of Animals (El enjuiciamiento penal y la pena capital de los animales) un libro de extrema originalidad publicado en 1906. En el libro, que los interesados pueden leer íntegro (en inglés) en este enlace, su autor, E. P. Evans un respetado historiador, documenta con precisión y cuenta casos tan reales como asombrosos: enjuiciamiento criminal de las ratas: obispos que condenan a las anguilas y lampreas por “chupasangres”;  animales considerados por la ley como laicos, y no con derecho a los beneficios del clero; mosquitos condenados por demonios especialmente peligrosos; osos formalmente excomulgados por la Iglesia; babosas a las que se daba tres advertencias para que dejaran de molestar a los agricultores, bajo pena de «aniquilación».

Aparece el minucioso informe de gastos de un alguacil francés presentado en 1403 durante el juicio a una cerda acusada de asesinato («coste de mantenerla en la cárcel, seis soles parisinos»). Se documenta también una denuncia de 1545 presentada por los vinateros contra una especie de gorgojo verde, en la que constan no solo los nombres de los letrados, sino también ejemplos de la táctica legal consagrada por el tiempo: el aplazamiento. Eso hizo que el proceso se prolongara durante ocho o nueve meses, mucho más que la vida de un gorgojo.

No hay que irse tan lejos para encontrar la ejecución de un animal como si fuera un ser humano: en 1903 se electrocutó públicamente en Coney Island a la elefanta de circo Topsy por haber matado a tres personas, incluido su domador, que trató de obligarla a beber whisky; y en 1916 otra paquiderma que mató a su cuidador, conocida como Murderous Mary (María la asesina), fue ahorcada con ayuda de una grúa en Tennessee.

Esos casos no los utiliza la autora estadounidense Mary Roach como evidencia de la estupidez de los antiguos sistemas jurídicos, sino como prueba de la naturaleza intratable del conflicto entre fauna y humanos, que es como se conoce en la actualidad el asunto entre quienes se dedican a ello y que ha saltado a la palestra en nuestro país con la controvertida desprotección del lobo ibérico.

A investigar las situaciones en la que entran en conflicto fauna y seres humanos y a profundizar en el debate sobre qué hacer cuando la naturaleza infringe leyes destinadas a las personas, dedica Mary Roach un libro interesantísimo, Crímenes animales (Capitán Swing, 2025), en el que su autora calcula que unas 2.000 especies en 200 países cometen de forma regular actos que las enfrentan con los humanos, lo que incluye acusaciones de delitos graves como asesinato y homicidio, asesinato en serie y agresión con agravantes, y otros menores como robo y allanamiento de morada, sustracción de cadáveres, hurto de alimentos almacenados y cruzar carreteras por donde se les antoja.

La cuestión lleva siglos sin resolverse de forma satisfactoria: ¿qué hacer cuando la naturaleza infringe leyes destinadas a las personas? Obviamente, las decisiones de los magistrados y prelados no tenían la menor lógica, ya que ni las ratas ni los gorgojos entienden el concepto de propiedad privada ni se espera que se rijan por los principios morales de los humanos civilizados.

El objetivo de aquellas decisiones era acobardar e impresionar a la población: «¡Fijaos, hasta la naturaleza debe someterse a nuestras reglas!». Lo que era, a su manera, impresionante. El juez del siglo XVI que mostró clemencia con los topos que tenían crías no solo daba prueba de su autoridad, sino también de su templanza y compasión.

Después de indagar por la Edad Media y los siglos posteriores analizando con cierta estupefacción las soluciones esotéricas que la ley y la religión habían aportado a lo largo de los siglos, Roach empezó a preguntarse qué había aportado la época moderna a estas cuestiones. Ante la inabarcable colección de conflictos entre humanos y animales, Roach concluye que cada conflicto necesita una resolución específica del entorno, la especie, lo que está en juego y las partes interesadas.

Lo que Roach muestra es lo más destacado de una investigación de dos años, un viaje por un mundo cuya existencia intuimos, pero desconocemos. La primera mitad del libro examina los delitos graves. Asesinato y homicidio, asesinato en serie, agresión con agravantes. Robo y allanamiento de morada. Robo de cadáveres. Hurto mayor de pipas de girasol. Entre los autores se encuentran sospechosos habituales, como los osos y los grandes felinos, y otros menos habituales como los monos, los mirlos o los abetos Douglas (sí, también hay árboles homicidas, que entre 1995 y 2007, al caer, causaron la muerte de casi 400 personas en Estados Unidos).

Por supuesto, no se trata de crímenes literales. Los animales no se rigen por leyes, sino por su instinto. Casi sin excepción, la fauna de estas páginas la componen animales que simplemente hacen lo que suelen hacer: comer, cagar, formar un hogar, defenderse o defender a sus crías. Lo que ocurre es que le hacen esas cosas a un humano, a la casa de un humano o a los cultivos de un humano. Los conflictos existen y crean dilemas para las personas y los municipios, dificultades para la fauna y material para un libro tan insólito y entretenido como este.