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martes, 30 de septiembre de 2025

KÉFIR: LECHE CADUCADA CON PEDIGRÍ

 

Hubo un tiempo en que el kéfir era un secreto caucásico, custodiado por pastores que lo fermentaban en pellejos de cabra colgados de las puertas. Hoy, el kéfir está en todas partes: en los lineales del supermercado, en cuentas de Instagram con más filtros que bacterias, y en neveras urbanitas donde compite por espacio con el hummus, la kombucha y tres aguacates de oferta.

El kéfir, dicen, alarga la vida, cura el alma, da brillo al pelo y probablemente resucita a los muertos si se toma lo bastante frío. O al menos eso sugiere la publicidad encubierta. Porque, en la práctica, el kéfir es básicamente leche echada a perder con estilo.

Una especie de zoológico con burbujas

El secreto del kéfir son los gránulos de kéfir, unas bolitas gelatinosas que parecen coliflor en miniatura y que, si uno las mira demasiado, dan ganas de llamar a control de plagas. Esos gránulos son colonias vivas de levaduras y bacterias, los mismos microbios que en otras circunstancias nos obligarían a tirar el cartón de leche a la basura. Aquí, sin embargo, se les celebra como superhéroes digestivos.

Ellos transforman la leche en un líquido burbujeante, ácido, a ratos cremoso, a ratos sospechoso. Según los entusiastas, ese mejunje contiene probióticos milagrosos que reequilibran la flora intestinal, rejuvenecen la piel y devuelven la esperanza a Occidente. Según los escépticos, sabe cómo si alguien hubiera intentado hacer yogur en una lavadora.

El ritual del urbanita ilustrado

Cuidar kéfir en casa es parecido a tener un acuario, pero sin peces y con más olor a yogur agrio. Cada día hay que colar los gránulos, alimentarlos con leche fresca y devolverlos al tarro. Si se te olvida, los microbios se rebelan y producen un líquido más ácido que el humor británico.

Algunos aficionados incluso les ponen nombre a sus gránulos (“Kefirito”, “Burbu”), les hablan suavemente y suben fotos a redes sociales. Y es que, en el ecosistema hipster, nada es realmente tuyo hasta que lo documentas con un filtro vintage.

El kéfir industrial: cuando la rebeldía se envasa

Por supuesto, la industria no iba a dejar pasar la fiebre del kéfir. Hoy se puede comprar embotellado, pasteurizado y con sabores como mango, frutos rojos o “detox verde”. Lo único que le falta es burbujear de verdad, porque los microbios vivos desaparecen en el proceso de pasteurización. Pero da igual: el consumidor moderno compra la idea del kéfir tanto como el kéfir en sí. Un kéfir pasteurizado con sabor a fresa es un poco como un unicornio sin cuerno, pero al menos cabe en la mochila de yoga.

El márketing del milagro

Si creemos la retórica, el kéfir es el nuevo Santo Grial. Contiene probióticos que “equilibran la microbiota intestinal” (frase mágica que justifica cualquier precio), es bajo en lactosa (aunque te sienta como un tiro, la culpa será tuya, nunca del kéfir), y aporta calcio, proteínas y vitaminas que podrías conseguir perfectamente con un vaso de leche normal.

El kéfir, además, viene con una narrativa exótica: que si los monjes tibetanos, que si los pastores caucásicos de longevidad legendaria, que si los zares que lo veneraban. Casi se espera que en la etiqueta aparezca Rasputín recomendándolo para el cutis.

Kéfir, el hermano menor de la kombucha

En el mapa de las modas fermentadas, el kéfir ocupa el lugar intermedio: más sofisticado que un yogur de supermercado, menos intimidante que una kombucha con sabor a remolacha y jengibre. Es el fermentado que eliges cuando quieres parecer alternativo, pero no tanto como para beber algo que parece té con moho.

Y, como la masa madre o el kimchi, el kéfir sirve de pasaporte cultural: consumirlo es demostrar que uno se preocupa por su microbiota, su karma y su huella de carbono. Aunque luego se vaya en SUV al gimnasio.

El kéfir es, en esencia, un experimento de biología doméstica que nos recuerda una verdad incómoda: gran parte de lo que comemos depende de bacterias y levaduras que trabajan gratis para nosotros. Lo demás es adorno.

Si usted disfruta del kéfir, enhorabuena: ha encontrado un modo de beber leche caducada con orgullo. Y si no, tampoco se preocupe: siempre podrá presumir de masa madre, que al menos no se bebe.