Hubo un tiempo en que el kéfir
era un secreto caucásico, custodiado por pastores que lo fermentaban en
pellejos de cabra colgados de las puertas. Hoy, el kéfir está en todas partes:
en los lineales del supermercado, en cuentas de Instagram con más filtros que
bacterias, y en neveras urbanitas donde compite por espacio con el hummus, la
kombucha y tres aguacates de oferta.
El kéfir, dicen, alarga la vida,
cura el alma, da brillo al pelo y probablemente resucita a los muertos si se
toma lo bastante frío. O al menos eso sugiere la publicidad encubierta. Porque,
en la práctica, el kéfir es básicamente leche echada a perder con estilo.
Una especie de zoológico con
burbujas
El secreto del kéfir son los
gránulos de kéfir, unas bolitas gelatinosas que parecen coliflor en miniatura y
que, si uno las mira demasiado, dan ganas de llamar a control de plagas. Esos
gránulos son colonias vivas de levaduras y bacterias, los mismos microbios que
en otras circunstancias nos obligarían a tirar el cartón de leche a la basura.
Aquí, sin embargo, se les celebra como superhéroes digestivos.
Ellos transforman la leche en un
líquido burbujeante, ácido, a ratos cremoso, a ratos sospechoso. Según los
entusiastas, ese mejunje contiene probióticos milagrosos que reequilibran la
flora intestinal, rejuvenecen la piel y devuelven la esperanza a Occidente.
Según los escépticos, sabe cómo si alguien hubiera intentado hacer yogur en una
lavadora.
El ritual del urbanita
ilustrado
Cuidar kéfir en casa es parecido
a tener un acuario, pero sin peces y con más olor a yogur agrio. Cada día hay
que colar los gránulos, alimentarlos con leche fresca y devolverlos al tarro.
Si se te olvida, los microbios se rebelan y producen un líquido más ácido que
el humor británico.
Algunos aficionados incluso les
ponen nombre a sus gránulos (“Kefirito”, “Burbu”), les hablan suavemente y
suben fotos a redes sociales. Y es que, en el ecosistema hipster, nada es
realmente tuyo hasta que lo documentas con un filtro vintage.
El kéfir industrial: cuando la
rebeldía se envasa
Por supuesto, la industria no iba
a dejar pasar la fiebre del kéfir. Hoy se puede comprar embotellado,
pasteurizado y con sabores como mango, frutos rojos o “detox verde”. Lo único
que le falta es burbujear de verdad, porque los microbios vivos desaparecen en
el proceso de pasteurización. Pero da igual: el consumidor moderno compra la
idea del kéfir tanto como el kéfir en sí. Un kéfir pasteurizado con sabor a
fresa es un poco como un unicornio sin cuerno, pero al menos cabe en la mochila
de yoga.
El márketing del milagro
Si creemos la retórica, el kéfir
es el nuevo Santo Grial. Contiene probióticos que “equilibran la microbiota
intestinal” (frase mágica que justifica cualquier precio), es bajo en lactosa
(aunque te sienta como un tiro, la culpa será tuya, nunca del kéfir), y aporta
calcio, proteínas y vitaminas que podrías conseguir perfectamente con un vaso
de leche normal.
El kéfir, además, viene con una
narrativa exótica: que si los monjes tibetanos, que si los pastores caucásicos
de longevidad legendaria, que si los zares que lo veneraban. Casi se espera que
en la etiqueta aparezca Rasputín recomendándolo para el cutis.
Kéfir, el hermano menor de la kombucha
En el mapa de las modas fermentadas, el kéfir ocupa el lugar intermedio: más sofisticado que un yogur de supermercado, menos intimidante que una kombucha con sabor a remolacha y jengibre. Es el fermentado que eliges cuando quieres parecer alternativo, pero no tanto como para beber algo que parece té con moho.
Y, como la masa madre o el kimchi, el kéfir sirve de pasaporte cultural: consumirlo es demostrar que uno se preocupa por su microbiota, su karma y su huella de carbono. Aunque luego se vaya en SUV al gimnasio.
El kéfir es, en esencia, un experimento de biología doméstica que nos recuerda una verdad incómoda: gran parte de lo que comemos depende de bacterias y levaduras que trabajan gratis para nosotros. Lo demás es adorno.
Si usted disfruta del kéfir, enhorabuena: ha encontrado un modo de beber leche caducada con orgullo. Y si no, tampoco se preocupe: siempre podrá presumir de masa madre, que al menos no se bebe.