Vistas de página en total

martes, 2 de diciembre de 2025

FIEBRE PORCINA: UN ENEMIGO ANTIGUO QUE VUELVE POR LOS MÁRGENES DEL BOSQUE

 

Cuando los agentes rurales catalanes encontraron varios jabalíes muertos en el monte, la preocupación saltó de inmediato. No porque la fiebre porcina —frecuente sospechosa en estos casos— afecte a los humanos, que no lo hace en absoluto, sino porque el virus que la provoca es capaz de arrasar una cabaña porcina entera con la misma eficacia con la que un incendio devora un pajar seco. Los jabalíes son, en este escenario, el equivalente a mensajeros involuntarios que anuncian que algo serio se mueve en el ecosistema.

Un virus centenario con dos caras

La llamada “fiebre porcina” puede referirse a dos enfermedades distintas: la peste porcina clásica (PPC) y la peste porcina africana (PPA). Aunque comparten nombre, síntomas y consecuencias devastadoras, son virus completamente diferentes. A efectos prácticos, cuando en Europa se habla de brotes en jabalíes en el siglo XXI, se habla casi siempre de peste porcina africana, la más agresiva, resistente y difícil de erradicar.

Una micrografía electrónica de una partícula del virus de la peste porcina africana. Foto de Kati Franzke, Instituto Friedrich Loeffler

El virus de la peste porcina africana (PPA) fue descrito por primera vez en 1921 por el veterinario británico Robert Montgomery, que trabajaba en Kenia bajo la administración colonial. Allí observó una enfermedad fulminante que afectaba tanto a cerdos domésticos como a jabalíes africanos, aunque estos últimos, sorprendentemente, apenas mostraban síntomas. Era un virus nativo de la fauna salvaje africana y había evolucionado durante milenios sin causar estragos entre los suidos autóctonos. Los problemas empezaron cuando el cerdo europeo entró en escena: para él, sin defensas naturales, el virus era pura dinamita.

Mientras que la PPC se extendió por el mundo en el siglo XIX pudo controlarse gracias a vacunas eficaces, la PPA no tiene vacuna ni tratamiento específico. Es un virus ADN grande, extraordinariamente complejo, capaz de sobrevivir semanas en cadáveres, meses en jamones crudos o embutidos e incluso años en carne congelada. Su tenacidad es legendaria.

La expansión silenciosa

Durante décadas, el virus quedó confinado a África subsahariana, salvo un episodio inquietante en la Península Ibérica. En 1957, llegó a Portugal probablemente en restos de comida de aviones procedentes de Angola. En menos de un año saltó a España. Costó 36 años, innumerables sacrificios y un esfuerzo sanitario sin precedentes erradicarlo: España fue declarada libre de PPA en 1995.

Ese éxito, sin embargo, fue efímero en la escala global. En 2007, el virus reapareció a las puertas de la Unión Europea: un brote en Georgia, originado por restos de comida infectada desechada en el puerto de Poti, se extendió rápidamente por el Cáucaso, Rusia, Bielorrusia y Ucrania. En 2014 llegó a Polonia y los países bálticos, infectando poblaciones de jabalíes cada vez mayores. En 2018 dio un salto gigantesco hasta China, donde provocó la mayor crisis porcina documentada, con la pérdida de más del 40% del censo.

Descomposición típica de un cadáver de jabalí colocado en un bosque con suelo húmedo y dosel cerrado en el verano de 2020. Estado de descomposición tras el despliegue: (a) hinchado (7 días); (b) post-hinchado (14 días); (c) restos secos (42 días). Foto

Hoy, la PPA está presente en diversos puntos de Europa. España había logrado mantenerse libre, pero la aparición de jabalíes muertos en Cataluña obliga a reforzar la vigilancia. Basta un solo contagio en una explotación para que la normativa obligue a sacrificar a todos los animales y bloquear el comercio.

Cómo actúa el virus en los animales

La PPA es, ante todo, rápida y letal. Tras un periodo de incubación de 3 a 15 días, los cerdos infectados desarrollan: fiebre alta, apatía y pérdida de apetito, hemorragias en piel y órganos, problemas respiratorios, vómitos y diarrea sanguinolenta.

La mortalidad puede alcanzar el 100 % en las cepas más virulentas. En jabalíes, el proceso suele ser igual de fulminante. Su comportamiento natural —movimiento nocturno, amplios territorios, contacto con zonas agrícolas y basureros— facilita además que actúen como vehículo ecológico del virus. Allí donde muere un jabalí infectado, queda un foco persistente que puede contagiar a otros animales durante semanas.

Rutas de transmisión del virus de la PPA, incluyendo el contacto directo e indirecto con animales infecciosos, sus productos, excreciones/secreciones y/o sangre, canales, diversos fómites contaminados y vectores biológicos, Imagen.

En su forma más agresiva, la enfermedad avanza tan deprisa que a veces los animales aparecen muertos sin haber mostrado apenas síntomas externos.

¿Podemos contagiarnos los humanos?

No. Ninguno de los virus de la fiebre porcina —ni la clásica ni la africana— afecta a las personas. No se transmite por carne manipulada ni por contacto con animales enfermos. El problema es exclusivamente económico, ecológico y sanitario dentro del mundo porcino.

Un tratamiento imposible, una contención difícil. A falta de vacuna efectiva, la única “cura” es evitar que el virus llegue a los cerdos domésticos. Esto se articula en tres ejes:

1. Bioseguridad en las granjas

Las explotaciones deben funcionar casi como laboratorios con controles estrictos de entrada y salida, desinfección de vehículos, botas y utensilios, prohibición de restos de comida exterior, aislamiento de animales recién introducidos, ausencia total de contacto con fauna salvaje. Una sola grieta en estos controles puede ser fatal.

2. Control de poblaciones de jabalí

Los jabalíes europeos han aumentado notablemente en número y en presencia cerca de zonas urbanas y agrícolas. Controlar su población y reducir el contacto entre granjas y fauna silvestre es crucial. También lo es gestionar correctamente los cadáveres encontrados: deben recogerse, analizarse y eliminarse con rapidez para evitar contagios.

3. Vigilancia epidemiológica y sacrificio sanitario

Cuando se confirma un caso, se activa un protocolo duro pero necesario: declaración de zona infectada, inmovilización de animales, rastreo de movimientos y contactos, sacrificio de la explotación afectada y limpieza y desinfección intensiva. Estas medidas, dolorosas para los ganaderos, son la única manera probada de frenar la extensión.

La importancia de detectar jabalíes muertos

Encontrar jabalíes muertos no es solo un detalle macabro del bosque: es el sistema de alarma de una enfermedad que, si entra en una granja, paraliza exportaciones, destruye el sustento de cientos de familias y puede tardar años en erradicarse.

En Cataluña —como ocurrió antes en Bélgica o Alemania— los servicios veterinarios actúan bajo el principio de “detección precoz = brote controlado”. Cuanto antes se localice un foco, menor es la zona afectada y más eficaz el cordón sanitario.

Una batalla de larga duración

La fiebre porcina africana viene a recordarnos que las enfermedades animales no entienden de fronteras, y de que la interacción entre fauna salvaje, ganadería intensiva y comercio global puede desencadenar crisis de alcance continental. Su historia comienza hace un siglo en los valles africanos, continúa hoy en los bosques europeos y se cuela en titulares cada vez que aparece un jabalí muerto en circunstancias sospechosas.

La ciencia trabaja en vacunas prometedoras, algunas ya en fase avanzada, pero el virus es complejo y escurridizo. Hasta que exista una solución definitiva, solo queda la prevención, la vigilancia y la rápida reacción.

Mientras tanto, el hallazgo de jabalíes muertos en Cataluña no debe desatar alarmismo entre la población general —no hay riesgo para las personas—, pero sí exige prudencia y seriedad en el manejo de animales y productos porcinos. Para la cabaña porcina española, una de las más importantes del mundo, el enemigo no es visible a simple vista, pero sus consecuencias sí pueden notarse durante años.

lunes, 1 de diciembre de 2025

LA DOBLE VIDA DE LA AUTORA DE MUJERCITAS

 

Supongo que conocen una de esas pequeñas maravillas de Roma, la llamada perspectiva de Borromini, en el palacio Spada. No les desvelo nada, pues hay que verla o no te lo crees, si les digo que es una galería de arcos que parece muy larga y que mide 35 metros, cuando en realidad no llega a los nueve. Es un trampantojo, una ilusión, cuyo mensaje es que no todo es lo que parece, que la vida es un juego, la realidad es un engaño, los bienes materiales no son tan grandes y cosas así. Bueno, pues apliquen esto a la doble perspectiva que, como escritora, guardó Louise May Alcott.

La casa de los Alcott en Concord es uno de esos lugares donde los escolares hacen cola para fotografiarse sonriendo, como si en el porche pudiera oírse todavía el eco de las risas de Meg, Jo, Beth y Amy. El guía turístico, que lo ha contado mil veces, explica que Mujercitas fue escrita en ese cuarto de arriba, en un escritorio diminuto, durante un verano caluroso y con más prisas que inspiración.

Los visitantes asienten, compran un imán de nevera, hojean una edición con ilustraciones victorianas y se van convencidos de que Louisa May Alcott fue una escritora amable, hogareña, casi maternal. Ninguna de esas cosas es del todo cierta. La Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue alguien que tuvo que pelearse con su época para que la dejaran ser escritora. Y cuando por fin la dejaron, hizo algo todavía más impropio: escribió lo que le dio la gana, incluso lo que nadie debía escribir.

Nació en 1832, hija de un filósofo trascendentalista que fracasó en casi todo excepto en producir frases altisonantes. Bronson Alcott era vegano, pacifista, visionario educativo, utopista profesional… y tan poco práctico que la familia vivió la mayor parte del tiempo en la precariedad más absoluta. La madre, Abigail, era el verdadero sostén de la casa: una mujer inteligente y combativa, activista abolicionista, que sacó adelante a cuatro hijas mientras su marido perseguía perfecciones abstractas.

Louisa tuvo que enfrentarse a una vida nómada (se mudaron treinta veces en treinta años) y, desde muy pequeña, tuvo que trabajar para poder mantener a su familia, quienes acababan en bancarrota tras cada idea revolucionaria del padre (como la Temple School o Fruitlands, una comunidad utópica). La muchacha creció entre charlas sobre moral universal y facturas sin pagar, un entorno ideal para aprender dos lecciones: que la bondad no alimenta a nadie y que escribir podía ser, con suerte, un trabajo.

Concord era por entonces un pequeño hervidero intelectual: Thoreau, Emerson, Hawthorne… un vecindario de celebridades literarias. La pequeña Louisa los observaba con mezcla de curiosidad y fastidio, consciente de que los grandes hombres hablaban mucho, pero solían dejar las tareas urgentes a las mujeres. Ella prefería salir a correr, trepar por los árboles, inventar historias de aventuras y hacer lo que más tarde definiría como “trabajos de chico”, una expresión que usaba sin ironía, como quien constata que la diversión siempre parece estar al otro lado de la frontera social.

La vida no fue amable con los Alcott y Louisa empezó temprano a ganarse el pan. Hizo de institutriz, costurera, criada, maestra… cualquier oficio que permitiera llevar algo de dinero a casa. En los ratos libres escribía cuentos, poemas, piezas teatrales, relatos sensacionalistas para revistas baratas. Firmaba lo que podía vender y escondía lo que sabía que no gustaba. A los treinta años tenía ya una doble vida literaria perfectamente establecida.

Bajo su nombre real escribía obras respetables y relatos morales. Bajo el seudónimo de A. M. Barnard, en cambio, se permitía una libertad casi escandalosa: pasiones ilícitas, venganzas femeninas, violencia doméstica, adulterios, incestos insinuados, heroínas manipuladoras y una visión del matrimonio como tranvía averiado que uno toma por necesidad, no por romanticismo. Para la época, aquello era dinamita. El hecho de que hoy casi nadie lo recuerde dice mucho de cómo se construyen las reputaciones literarias: a base de seleccionar la parte de una vida que encaja con la postal.

Durante la Guerra de Secesión, Louisa se ofreció como enfermera voluntaria en un hospital de Washington. En sus memorias de guerra —que pocos leen— describe jornadas agotadoras, infecciones, amputaciones y una epidemia de tifus que estuvo a punto de matarla. No murió, pero quedó con secuelas crónicas y con la convicción de que el heroísmo es un concepto sobrevalorado. A su regreso publicó Escenas de hospital, un libro breve y seco, sin sentimentalismos, que tuvo una recepción discreta. Nadie imaginaba que la misma mujer que describía con naturalidad la muerte y la miseria acabaría escribiendo una novela que sería lectura obligatoria en colegios, clubs de lectura y sociedades literarias de señoras.

El encargo llegó casi por accidente. Su editor, convencido de que lo que vendía eran libros “para chicas”, le pidió algo así como una historia edificante para señoritas. Alcott puso mala cara; prefería escribir aventuras, sátiras, incluso melodramas sangrientos. Pero necesitaba dinero —su familia siempre necesitaba dinero— y aceptó. En unas semanas redactó Mujercitas. Lo hizo con prisa, sin esperar demasiado, modelando a las cuatro hermanas March a partir de ella misma y de sus tres hermanas. El libro fue un éxito inmediato. Las ventas se multiplicaron, las niñas americanas copiaban las frases de Jo, y Louisa se encontró atrapada en una ironía peligrosa: lo que había escrito por obligación se convirtió en su obra definitiva, mientras lo que escribía por placer quedaba relegado a cajones.

El éxito tuvo consecuencias. Llegaron las traducciones, las secuelas, las visitas de admiradoras, las opiniones morales sobre si Amy debía casarse con Laurie o no, las interpretaciones alegóricas, las versiones ilustradas. La Alcott sobrevivió como pudo. Daba entrevistas, posaba para fotógrafos, sonreía ante las cartas de niñas que la llamaban “tía Louisa”, mientras en privado seguía cultivando su vena más sombría. Tras la máscara o A Long Fatal Love Chase (Una larga y fatal persecución amorosa; no ha sido traducida oficialmente al español. Esa ausencia resulta llamativa, porque esta obra es considerada por muchos estudiosos una de las obras más atrevidas y subversivas de Alcott/Barnard, por lo que su invisibilidad en el mercado hispanohablante dice mucho sobre la historia de lo que se traduce y lo que no de las mujeres escritoras del siglo XIX) son hoy obras recuperadas y estudiadas, pero durante décadas flotaron en una especie de limbo editorial, como si la sociedad necesitara mantener a la autora dentro de un molde que ella nunca aceptó del todo.

Su compromiso político era otro aspecto que el canon prefería pasar por alto. Louisa se declaró abiertamente abolicionista, colaboró con círculos sufragistas, dio discursos sobre igualdad de derechos y fue la primera mujer que se registró para votar en Concord, en las elecciones escolares de 1880. Sabía que era un acto simbólico, casi un gesto, pero lo hizo con la misma determinación que ponía en sus historias de mujeres que toman decisiones audaces. Dejó constancia escrita de algo que todavía hoy suena moderno: que la independencia económica era el primer paso para cualquier libertad femenina.

La salud no la acompañó. Arrastró durante décadas los efectos del tifus contraído en la guerra —aunque algunos médicos modernos sospechan que pudo padecer intoxicación por mercurio, usado entonces en los tratamientos— y pasó sus últimos años cuidando de sus padres, escribiendo cuando podía y rechazando propuestas de matrimonio con una constancia que habría escandalizado a las damas más tradicionales. Murió en 1888, a los 55 años, dos días después de la muerte de su padre. La cronología parece escrita con una ironía trágica: Bronson se dedicó toda la vida a educar de forma ejemplar a sus hijas, pero fue Louisa quien sostuvo a la familia con su trabajo, su ingenio y sus libros.

Hoy, cuando se habla de ella, Mujercitas sigue ocupándolo todo, como un globo aerostático demasiado grande. Las versiones cinematográficas se suceden, cada década con su propia lectura moral; las jóvenes actrices declaran que Jo March cambió su vida; y miles de lectoras siguen encontrando en los afectos familiares un refugio atemporal. Pero basta rascar un poco para descubrir a otra Alcott: la que escribía bajo seudónimo historias feroces, la que aborrecía la domesticación literaria, la que no veía contradicción entre la ternura y la rabia.

En Concord, en esa casa convertida hoy en museo, la habitación donde escribió Mujercitas tiene un aire recogido, casi devoto. Pero si uno se fija bien, el pequeño escritorio inclinado parece más bien una mesa de campaña: una trinchera donde una mujer inteligente, impaciente y mal pagada tecleó lo que necesitaba para sobrevivir.

Y en las estanterías, entre ediciones florales del libro, a veces se cuela un volumen oscuro firmado por A. M. Barnard, como un guiño involuntario de quien nunca quiso ser solo la tía amable de la literatura juvenil. Louisa May Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue una narradora que entendió antes que nadie algo esencial: que las mujeres también tenían derecho a contar sus secretos, por íntimos que fueran.