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domingo, 8 de octubre de 2023

Maquila. Una arriscada novela de la memoria rural

 

La hermosa portada de Maquila, la última novela de Rafael Cabanillas Saldaña, cuarto eslabón de una saga que comenzó con Quercus, continuó con Enjambre y parecía culminar con Valhondo, es un icono metafórico por medio del cual, en una alegoría de la España de poseedores y desposeídos, el autor retrata las precarias condiciones de vida de unas gentes aplastadas por la miseria y el yugo que imponen los señores, pero que es también una obra sobre la violación de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, en la que se enfrentan dos concepciones del mundo: la de los señoritos, basada en el desprecio por la naturaleza y por los hombres, y la de los humildes, fundada en la integración en el medio en que viven y en la nobleza de sus actitudes.

Cuando el tiempo pasa en el universo de Maquila, lo que queda ante un bibliotecario desencantado es Navatrasierra, un imaginario valle pequeño y umbrío encerrado entre riscos y peñascos en los Montes de Toledo, rodeado de accidentes geográficos con evocadores topónimos (Guadamajud, Valleleón, Navapuerca, Las Navillas, Vagamundos o Valdehornos), que la pluma de Rafael Cabanillas convierte en un sueño infinito que, entre barbechos de tierra roja, rañas de cuarzo, rastrojeras amarillas, cebadas de primavera, perdices y avutardas, el protagonista deberá atravesar si quiere alejarse definitivamente de aquello que le ha hecho huir.

Un buen día sus pasos se cruzan con los de otro desencantado del mundo que le ha tocado vivir, Justo, un viejo cabrero convertido en un profesor apócrifo como Juan de Mairena, un artífice de sentencias, donaires, apuntes y recuerdos. A partir de ese momento, ya nada será igual para ninguno de los dos, convertidos en testigos y cronistas de la extinción de una autosuficiente cultura milenaria tan enfrentada al progreso como abocada al recuerdo.

Desgarrada, brutal, impresionante en su veracidad, Maquila narra el tránsito de un niño a hombre a través de un país castigado por el abandono y gobernado por la rapiña insaciable de caciques depredadores para los que el valle, la comarca, el territorio, el mundo y sus gentes son instrumentos para saciar su codicia. Un mundo cerrado, sin nombres ni fechas, en el que la moral ha escapado por el mismo sumidero por el que se fueron sus gentes.

Decía Luis Buñuel que, en su pueblo, Calanda, la Edad Media había durado hasta bien entrado el siglo XX. Algo así sucede en el escenario de esta novela, un lugar que puede ser casi cualquiera de la España interior. Allí nació, al mismo tiempo que la Segunda República, un niño llamado Justo. Y en el mismo lugar murió, ochenta y tantos años después, cargado de conciencia ecológica y transformado en un Juvenal del llano consciente de que se lleva a la tumba una forma de vida milenaria.

La vida de Justo, una historia corriente que, como los gancheros del Río que nos lleva, el río del tiempo ha hecho única, es la historia de España en el último siglo. Contada con las manos manchadas de esa tierra desnuda sobre la que vivió toda una sociedad rural, se dirige a esa parte de nosotros que, como el bibliotecario de la novela, no se resigna a vivir entre ladrillos. Y seguramente el lector reconocerá voces y paisajes y sin duda le sonarán a verdad, a vida y a una memoria imprescindible.

Nada de lo que narra Maquila le resultará ajeno al lector, porque a través de arquetipos como los guardas rurales, los señoritos y sus esbirros los guardas desclasados, el cabrero o la tendera, Rafael Cabanillas construye un relato duro, salpicado de momentos de gran lirismo.

Como sus predecesoras, Maquila es un excelente relato sobre la historia de la España rural tan auténtica como olvidada. Una novela arriscada que nos recuerda el vínculo entre la naturaleza y los seres humanos y nos ayuda a reconstruir un mundo -el de la infancia- brutalmente aniquilado por la técnica moderna. Hoy más que nunca gusta el hombre de recuperar su conciencia de niño, de evocar una etapa -tal vez la única que merece ser vivida- cuyo encanto, cuya fascinación sólo advertimos cuando ya se nos ha escapado de entre los dedos.

Es también una novela dura de prosa lograda y ritmo firme, rural, arraigada, de retórica popular y precisa, forjada en la sobriedad fatalista de la naturaleza, como tallada palabra a palabra, como lo estuvieron Los Santos Inocentes, Jarrapellejos, La tierra desnuda o Intemperie, en los que la presencia de una naturaleza inclemente hilvana toda la historia hasta confundirse con la trama y un recorrido biográfico que avanza paralelo a los sucesos que marcaron el siglo XX en España, en el que la dignidad del ser humano brota entre las grietas secas de la tierra con una potencia inusitada.

La prosa de Cabanillas transmite un pensamiento de una honradez y una dignidad que imponen respeto. Lo mismo puede decirse del contenido ideológico de sus novelas. Cabanillas es un crítico serio y sincero de la sociedad, un hombre honesto cuyo mensaje interior es una suave apelación a la decencia que no se antojará a ninguna persona bienintencionada ni objetable ni subversiva, pero que cala en sus lectores. Sus blancos son los de cualquier persona digna: la hipocresía, la intolerancia, el egoísmo, la codicia.

Conviene aclarar que quien esto escribe es biólogo y no aportará un análisis lingüístico simplemente porque no estoy capacitado. Pero eso no me impide centrarme ahora en la encomiable e impagable tarea a la que, en todas sus novelas, desde Quercus a Maquila, se ha aplicado con esmero Rafael Cabanillas: el rescate de términos hoy en desuso y lo que ello supone en las implicaciones de la pérdida de diversidad de lenguas y sus empobrecedoras consecuencias culturales.

Las novelas de Rafael Cabanillas asombran por el desbordado torrente de vocablos que hoy reposan en donde habita el olvido. Conviene, pues, tomar sus novelas con un diccionario a mano para explorar un océano léxico inundado de palabras plenas de significado (caramillo, esmeril, rehoya, hilvanes, sopié, trébedes, cerritraco, calabuezo, trampal, rodezno o bohonal, por citar un ramillete de un frondoso centón) que uno no escucha desde que era un joven doctorando que vagaba por los Montes.

Solemos asociar la pérdida de diversidad lingüística con la extinción de una lengua. Pero, en ocasiones, basta con la desaparición de unas pocas palabras clave, aquellas asociadas con unos conocimientos básicos, para que la esencia de ese idioma o, por lo menos, la esencia de la cultura que encierra, aquello que la distingue, desaparezca.

La lengua es la depositaria de los conocimientos que una sociedad tiene de su medio. Cada sociedad vive una realidad única, diferente a la de los demás, por lo que en cada idioma existen algunas voces irrepetibles. Es decir, palabras que solo se inventaron en una lengua y que son como pequeñas, pero vitales e irrepetibles, raciones de conocimiento.

A pasos agigantados estamos perdiendo nuestras palabras y, por ende, nuestros conocimientos sobre el mundo rural. Sobre la naturaleza y sobre otras muchas actividades que están siendo o han sido apartadas por la modernidad en un proceso imparable que desnaturaliza nuestra cultura y empobrece nuestra educación por más que no seamos conscientes de ello.

La pérdida cultural derivada de la erosión lingüística dando la espalda a nuestras costumbres, a nuestras tradiciones y a la naturaleza nos ha adentrado en un proceso de desconexión que nos lleva a la ignorancia del medio que nos rodea. Y eso tiene un precio.

Arrastrados por el progreso, el ochenta por ciento de los urbanitas que hoy constituyen la población del mundo vivimos de una forma absolutamente ajena a la pérdida de voces y de lexicones, en definitiva, a una pérdida de nuestra propia cultura. La defensa de las lenguas se queda en poco más que gesticulaciones, alharacas y aspavientos.

¿Queremos potenciar la diversidad lingüística? Un buen paso es celebrar la llegada de libros como Maquila, que son garantes de una cultura milenaria que, poco a poco, va pereciendo asfixiada en los humos de la modernidad. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.