La primera vez que vi Devils Tower hace más de veinte años pensé que alguien había perdido la cabeza con un cincel del tamaño de un rascacielos. Mi amigo, el fotógrafo científico Luis Monje, y yo viajábamos por las suaves colinas del noreste de Wyoming, tierra de pastos interminables, vacas que parecen más interesadas en ignorarte que en moverse, y ranchos que probablemente han visto más amaneceres que visitantes.
Hasta entonces, el paisaje era una sucesión
amable de ondulaciones verdes y doradas, salpicadas de pinos. Y de pronto, allí
estaba: una inmensa columna pétrea que se alzaba como si la Tierra hubiera
decidido improvisar un experimento arquitectónico.
A diferencia de tantas maravillas
naturales, no hay un momento de “transición”. No se insinúa desde lejos como
una montaña que asoma poco a poco. No. Devils Tower simplemente aparece, de
golpe, como un invitado que abre la puerta sin llamar. No importa cuántas fotos
hayas visto: la escala, la textura y la improbable verticalidad te dejan con la
boca abierta.
Como viajero que la veía por
primera vez, lo que más me fascinó no fue solo la roca; fue la narración que
parecía contar sin palabras. Las leyendas indígenas hablan de niñas perseguidas
por osos que, al rezar, vieron cómo la roca emergía hasta el cielo. Recordarlas
junto al viento que sube en espiral por las paredes crea una atmósfera de
reverencia y asombro. Pensé que todo allí existía en ese punto de tensión entre
lo humano, lo sagrado y lo geológico
El nacimiento de un gigante
Geológicamente hablando, la
historia de Devils Tower empieza hace unos 50 millones de años, aunque —como
todo lo realmente antiguo— hay debate sobre los detalles. La explicación más
aceptada dice que se formó cuando el magma caliente se filtró desde las profundidades,
pero no llegó a estallar en forma de volcán. En lugar de eso, se enfrió
lentamente bajo la superficie, cristalizando en esos prismas hexagonales
perfectos que hoy parecen el resultado de un trabajo de escultura megalítica.
Con el paso de millones de años,
las rocas más blandas que la rodeaban —areniscas, lutitas— fue erosionándose
como una sábana que se va desgastando hasta dejar al descubierto la pata de la
cama. Así, la torre quedó expuesta, solitaria, una especie de gigantesco dedo
mineral apuntando al cielo.
Para un geólogo, este proceso es
un ejemplo de lacolito o de columna
de fonolita (dependiendo
de a quién preguntes). Para el viajero promedio, es más fácil pensar que
alguien gigantesco —quizá de la familia de Gulliver— decidió clavar allí un
menhir y luego marcharse sin dar explicaciones.
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Devils Tower saltó a la fama en 1977 el año del estreno de Encuentros en la Tercera Fase, una película de Steven Spielberg. |
Lo que me fascinó no fue solo la
altura —265 metros desde la base—, sino la geometría. Toda la superficie está
compuesta por columnas casi idénticas que corren de arriba abajo como los tubos
de un órgano. Cada una parece tan perfectamente moldeada que cuesta creer que
no haya habido una mano humana (o divina) detrás.
De hecho, este tipo de formación
no es exclusivo: la Calzada
del Gigante en Irlanda o el Órgano basáltico de Islandia muestran patrones
similares. Pero en Devils Tower el efecto es multiplicado por la escala y por
el hecho de que surge en medio de la nada, sin cordilleras que la acompañen.
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La Calzada del Gigante en Irlanda del Norte parece una maqueta inacabada de Devils Tower. Foto de Luis Monje. |
Los primeros visitantes… y los
verdaderos dueños
Mucho antes de que llegara
cualquier explorador europeo, los pueblos indígenas ya conocían la torre y la
consideraban un lugar sagrado. Tribu tras tribu —Lakota, Cheyenne, Kiowa,
Arapahoe, Crow— dejó historias y nombres para ella: Bear Lodge, Mato
Tipila (“Alojamiento del Oso”), Tree Rock. El nombre “Devils Tower”
es, de hecho, un malentendido lingüístico del siglo XIX, cuando un traductor
militar interpretó erróneamente “Bear Lodge” como “Bad God’s Tower” (Torre del
Dios Maligno), y la toponimia se quedó. Así de caprichosa es la historia: un
error de traducción y ya tienes un nombre que parece sacado de un cómic.
Las leyendas nativas suelen
coincidir en una escena legendaria: un grupo de niñas perseguido por un oso
gigante. Las niñas rezan a los espíritus para que las salven, y la tierra bajo
sus pies se eleva hasta el cielo. El oso, furioso, intenta trepar, dejando con
sus garras profundas marcas verticales… las mismas columnas que vemos hoy.
Personalmente, me parece una explicación más divertida que la tectónica de
placas, y bastante más emocionante.
Un imán para escaladores (y
para quien tiene vértigo)
Desde que fue “descubierta” por
exploradores y cartógrafos occidentales en el siglo XIX, Devils Tower se ha
convertido en un imán de escaladores. La primera ascensión documentada fue en
1893 por dos rancheros locales, William Rogers y Willard Ripley, que
construyeron una escalera de madera hasta la cima (la mitad aún puede verse
hoy, lo cual es un testimonio tanto de su ingenio como de su falta de miedo a
morir despeñados).
Hoy, subirla implica escalar por
grietas entre columnas, una disciplina técnica que atrae a cientos de
escaladores cada año. Eso sí, existe una moratoria voluntaria en junio para
respetar las ceremonias nativas, un recordatorio de que este no es solo un reto
físico, sino un lugar con profundo significado espiritual.
El regalo de Roosevelt
En 1906, Theodore Roosevelt
declaró Devils Tower como el primer Monumento Nacional de Estados Unidos. Un
gesto visionario, teniendo en cuenta que en ese momento la idea de proteger
formaciones naturales aún estaba en pañales. Gracias a eso, la torre se ha
salvado de ser explotada como cantera o de convertirse en una atracción de
feria con ascensor panorámico (no lo descartes: a principios del siglo XX se
propusieron cosas así).
Hoy, el área protegida abarca
5,45 km² de praderas, bosques y el río Belle Fourche, un entorno que alberga
ciervos, perritos de las praderas, halcones y serpientes que parecen tan
desconfiadas como los propios lugareños.
Una experiencia sensorial
completa
Visitar Devils Tower no es solo
mirarla. Es escuchar el viento que sube en espiral por sus paredes, oír el
tambor lejano de una ceremonia tribal, ver cómo el sol proyecta sombras que
recorren las columnas como si fueran manecillas gigantes. Por la mañana, la
roca toma tonos dorados; al atardecer, vira a rojos y púrpuras, como si el
propio magma que la creó aún se moviera en su interior.
El sendero Tower Trail rodea la
base en apenas un par de kilómetros, pero tardas mucho más en recorrerlo porque
cada ángulo ofrece una nueva perspectiva. A veces parece más alta, otras más
ancha, y siempre, de algún modo, más improbable.
Cuando me alejé conduciendo de
nuevo hacia las colinas. Devils Tower se fue encogiendo en el retrovisor hasta
convertirse en un pináculo diminuto, casi un espejismo. Pensé que,
geológicamente, tarde o temprano (muy tarde, millones de años), la erosión
acabará por desmontarla pieza a pieza. Las columnas caerán, el núcleo se
deshará, y la torre volverá a ser parte del suelo.
Pero por ahora, sigue ahí, inexplicable y sólida, un lugar donde la ciencia y el mito se dan la mano… y donde un viajero, incluso el más cínico, no puede evitar quedarse boquiabierto.