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sábado, 6 de diciembre de 2025

LA ISLA DE LOS VEINTICUATRO DÓLARES

 


En 2026, Nueva York celebrará el cuarto centenario de su fundación neerlandesa, un aniversario que ha desatado un programa oficial de actos, exposiciones y conmemoraciones bajo el nombre de NY400. La ciudad quiere aprovechar la efeméride para revisar sus orígenes —la célebre “compra” de Manhattan, el asentamiento de Nueva Ámsterdam, el encuentro desigual entre europeos y pueblos lenape— y, al mismo tiempo, festejar la diversidad que la define hoy. Más que una celebración nostálgica, se presenta como una invitación a mirar con ojos contemporáneos un episodio cargado de mitos, equívocos y símbolos. La que sigue, es una breve historia, de una “compra” que no lo fue.

En 1626, cuando Pierre Minuit, un francés que trabajaba para los neerlandeses, bajó del Nueva Holanda y puso un pie en la punta sur de la isla, Manhattan no era todavía una palabra cargada de rascacielos ni de brillos financieros. Era un lugar húmedo, verde, áspero: una península de robles, marismas y corrientes salobres donde los mosquitos trabajaban a destajo. El viento, cuando soplaba, parecía llegar desde todas las orillas a la vez. En aquel paisaje primordial, Minuit debió de sentir una especie de alivio: por fin un sitio donde poner orden, abrir libros de cuentas y hacer que la recién creada Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales pudiera presumir de progreso ante los accionistas.

Con ese pragmatismo que se atribuye a los pueblos protestantes y comerciantes, Minuit, un hugonote de tomo y lomo, decidió que lo primero era comprar la isla. El gesto, mirado desde hoy, tiene algo de humor involuntario. Comprar una isla a quienes no entendían el concepto de venderla, registrar un acto jurídico en un lugar donde la palabra “propiedad” era desconocida, y convertir esa ausencia en un mito de proporciones cósmicas… No está mal como comienzo para una ciudad como Nueva York, que siempre ha sido más amiga del relato que de la precisión.

La historia oficial de los manuales dice que Minuit pagó 24 dólares en cuentas de vidrio. Es un cuento repetido con la misma soltura con la que los guías turísticos señalan la Estatua de la Libertad. Pero nadie pudo mencionar dólares en 1626: la cifra surge de una conversión decimonónica de 60 florines holandeses que se entregaron en forma de telas, cuchillos, herramientas, probablemente abalorios y otros bienes que los europeos consideraban irresistibles. El mito eligió las cuentas de vidrio porque brillan mejor en las anécdotas. Ningún periodista del XIX iba a titular: “Una isla por 60 florines en bienes mixtos”. Demasiado realista, demasiado aburrido. En cambio, los abalorios evocan la fábula eterna de los europeos astutos y los indígenas ingenuos.

Pero la realidad, como suele ocurrir, es más difusa. Para empezar, no está claro a quién se pagó. Los nativos lenape vivían en la isla desde antes de que nadie pensara en dividir el mundo en parcelas, pero sus nociones de territorio y propiedad eran colectivas y flexibles. En algunos relatos, los receptores del pago ni siquiera vivían en Manhattan, lo que equivaldría a comprar una finca en Galicia a un señor de Extremadura que pasaba por allí. Para los lenape, aquello no importaba. Para los europeos, acostumbrados a sellar el mundo a golpe de papel timbrado, era fundamental. Y de esa diferencia de perspectivas nació la gran confusión: los holandeses creyeron haber adquirido Manhattan; los lenape creyeron haber establecido un permiso de usufructo.

Para ellos, sencillamente, ni el aire, ni el agua, ni la tierra podían venderse. Si aquello tipos de rostro pálido eran tan tontos como para dar algo a cambio de usar la tierra, ¿qué problema había? Con un poco de suerte, pronto podrían cobrarles por tomar agua y, por qué no, hasta por respirar.

Una de las ironías más finas de la historia es que este malentendido, en su modestia burocrática, acabaría engendrando la ciudad más cara y teatral de Occidente. El primer Manhattan holandés era poco más que una aldea en la que convivían un fuerte rudimentario, unas cabañas, un puñado de colonos y un paisaje lleno de castores. Los colonos plantaban huertas, discutían sobre religión y comerciaban con las pieles de un animal que pronto aprenderían a valorar más que a respetar. Para los holandeses, el éxito de la colonia dependía del castor; para el castor, el éxito de la colonia era una pésima noticia.

Durante años, la relación con los lenape osciló entre la cordialidad y la desconfianza. Ambos bandos se necesitaban, pero hablaban idiomas diferentes: unos hablaban neerlandés; los otros, naturaleza. Los tropezones culturales dieron paso a enfados, los enfados a choques, y algún choque acabó en incendio, literal o metafórico. La Compañía Neerlandesa, disciplinada para los números y desastrosa para la diplomacia, consiguió enemistarse con más rapidez que eficacia. Aun así, el asentamiento creció. Llegaron nuevos colonos, nuevas disputas, nuevas casas. Nueva Ámsterdam empezaba a perfilarse como un proyecto interesante para quien tuviera paciencia y no demasiado apego a la vida civilizada.

Nueva Ámsterdam, centrada en lo que con el tiempo se convertiría en el Bajo Manhattan, en 1664, el año en que Inglaterra tomó el control y la rebautizó como Nueva York. Fuente.


En 1664, los ingleses se apoderaron de la colonia casi sin despeinarse. Renombraron Nueva Ámsterdam como Nueva York, en homenaje a un duque con buena genealogía y poca imaginación. En aquel instante, la compra de Minuit pasó a ser un detalle administrativo, un párrafo olvidado en un informe que nadie releía. Pero los mitos funcionan como los vinos: maduran con los años. Y cuando en el siglo XIX Nueva York ya era una ciudad llena de humo, fábricas y ambición, la historia de los 24 dólares adquirió un sabor irresistible. Era el relato perfecto para explicar cómo una ciudad podía nacer con una ganga y convertirse en la metrópolis que, desde Wall Street, el lugar donde estuvo el muro defensivo del asentamiento original, dictaba el precio del mundo.

La anécdota mínima, distorsionada por generaciones de cronistas, se volvió moralina: mira qué listos fueron nuestros antepasados; mira qué ingenuos aquellos indios. El mito sirvió como espejo complaciente para un país que prosperaba rápido y necesitaba épicas sencillas para no complicar demasiado el pasado. Lo curioso es que ninguno de sus protagonistas habría reconocido la versión moderna de la historia. Ni Minuit, que simplemente cumplía órdenes; ni los lenape, que jamás firmaron nada; ni los castores, que pagaron con su piel el entusiasmo comercial de los holandeses.

Hoy, si uno pasea por Battery Park, donde Minuit habría negociado su intercambio, no queda nada del paisaje original. El lugar se ha convertido en una puerta turística hacia Staten Island; los robledales han desaparecido; los castores son un recuerdo y los mosquitos, por suerte, una especie deportada. A cambio, los rascacielos proyectan sombras que parecen geografías nuevas, y los ferris cortan el agua con la misma naturalidad con que las antiguos canoas lenape surcaban la bahía. Nueva York ha aprendido a tragarse sus mitos y reciclarlos en mercancía cultural. Pierre Minuit tiene una plaza; los lenape, un reconocimiento ambiguo; y el relato de los 24 dólares, una inmortalidad que nadie pidió.

Pero lo importante no es la cifra, ni los abalorios, ni el cálculo inflacionario. Lo importante es lo que la historia revela: aquella “compra” fue un diálogo fallido entre dos mundos que comprendían la tierra de modos opuestos. Para los europeos, la propiedad era un documento; para los lenape, una relación. Para los europeos, Manhattan era un recurso; para los lenape, parte de una red vital. Entre ambos extremos surgió un espacio que acabaría transformándose en la ciudad más simbólica del planeta.

Quizá por eso, cuando uno piensa en la escena fundacional, imagina a Minuit y a los líderes lenape rodeados de árboles, intercambiando objetos que ninguno comprendía del todo. Si la historia tuviera un narrador omnisciente, seguramente diría algo así: nada de lo que hacen estos hombres se parece a lo que creen que están haciendo. Y de ese equívoco nació Nueva York, con toda su arrogancia, su energía y su corazón contradictorio.

La moraleja no es que Manhattan se compró por una miseria. La moraleja es que la ciudad nació de un malentendido cultural convertido, con el tiempo, en un chiste recurrente. Lo fascinante es que ese chiste, cuatro siglos después, siga funcionando como mito originario de una isla donde ya no caben ni los mitos. Y sin embargo, cada vez que alguien repite lo de los 24 dólares, la ciudad se ríe por lo bajo, como si reconociera en esa cifra absurda el precio de su propia leyenda.