En 2026, Nueva York celebrará el
cuarto centenario de su fundación neerlandesa, un aniversario que ha
desatado un programa oficial de actos, exposiciones y conmemoraciones bajo el
nombre de NY400. La ciudad quiere aprovechar la efeméride para revisar sus
orígenes —la célebre “compra” de Manhattan, el asentamiento de Nueva Ámsterdam,
el encuentro desigual entre europeos y pueblos lenape— y, al mismo tiempo,
festejar la diversidad que la define hoy. Más que una celebración nostálgica,
se presenta como una invitación a mirar con ojos contemporáneos un episodio
cargado de mitos, equívocos y símbolos. La que sigue, es una breve historia, de
una “compra” que no lo fue.
En 1626, cuando Pierre Minuit, un
francés que trabajaba para los neerlandeses, bajó del Nueva Holanda y
puso un pie en la punta sur de la isla, Manhattan no era todavía una palabra
cargada de rascacielos ni de brillos financieros. Era un lugar húmedo, verde,
áspero: una península de robles, marismas y corrientes salobres donde los
mosquitos trabajaban a destajo. El viento, cuando soplaba, parecía llegar desde
todas las orillas a la vez. En aquel paisaje primordial, Minuit debió de sentir
una especie de alivio: por fin un sitio donde poner orden, abrir libros de
cuentas y hacer que la recién creada Compañía Neerlandesa de las Indias
Occidentales pudiera presumir de progreso ante los accionistas.
Con ese pragmatismo que se
atribuye a los pueblos protestantes y comerciantes, Minuit, un hugonote de tomo
y lomo, decidió que lo primero era comprar la isla. El gesto, mirado desde hoy,
tiene algo de humor involuntario. Comprar una isla a quienes no entendían el
concepto de venderla, registrar un acto jurídico en un lugar donde la palabra
“propiedad” era desconocida, y convertir esa ausencia en un mito de
proporciones cósmicas… No está mal como comienzo para una ciudad como Nueva
York, que siempre ha sido más amiga del relato que de la precisión.
La historia oficial de los
manuales dice que Minuit pagó 24 dólares en cuentas de vidrio. Es un cuento
repetido con la misma soltura con la que los guías turísticos señalan la
Estatua de la Libertad. Pero nadie pudo mencionar dólares en 1626: la cifra
surge de una conversión decimonónica de 60 florines holandeses que se
entregaron en forma de telas, cuchillos, herramientas, probablemente abalorios
y otros bienes que los europeos consideraban irresistibles. El mito eligió las
cuentas de vidrio porque brillan mejor en las anécdotas. Ningún periodista del
XIX iba a titular: “Una isla por 60 florines en bienes mixtos”. Demasiado
realista, demasiado aburrido. En cambio, los abalorios evocan la fábula eterna
de los europeos astutos y los indígenas ingenuos.
Pero la realidad, como suele
ocurrir, es más difusa. Para empezar, no está claro a quién se pagó. Los nativos
lenape vivían en la isla desde antes de que nadie pensara en dividir el mundo
en parcelas, pero sus nociones de territorio y propiedad eran colectivas y
flexibles. En algunos relatos, los receptores del pago ni siquiera vivían en
Manhattan, lo que equivaldría a comprar una finca en Galicia a un señor de
Extremadura que pasaba por allí. Para los lenape, aquello no importaba. Para
los europeos, acostumbrados a sellar el mundo a golpe de papel timbrado, era
fundamental. Y de esa diferencia de perspectivas nació la gran confusión: los
holandeses creyeron haber adquirido Manhattan; los lenape creyeron haber
establecido un permiso de usufructo.
Para ellos, sencillamente, ni el
aire, ni el agua, ni la tierra podían venderse. Si aquello tipos de rostro
pálido eran tan tontos como para dar algo a cambio de usar la tierra, ¿qué
problema había? Con un poco de suerte, pronto podrían cobrarles por tomar agua
y, por qué no, hasta por respirar.
Una de las ironías más finas de
la historia es que este malentendido, en su modestia burocrática, acabaría
engendrando la ciudad más cara y teatral de Occidente. El primer Manhattan
holandés era poco más que una aldea en la que convivían un fuerte rudimentario,
unas cabañas, un puñado de colonos y un paisaje lleno de castores. Los colonos
plantaban huertas, discutían sobre religión y comerciaban con las pieles de un
animal que pronto aprenderían a valorar más que a respetar. Para los
holandeses, el éxito de la colonia dependía del castor; para el castor, el
éxito de la colonia era una pésima noticia.
Durante años, la relación con los
lenape osciló entre la cordialidad y la desconfianza. Ambos bandos se
necesitaban, pero hablaban idiomas diferentes: unos hablaban neerlandés; los
otros, naturaleza. Los tropezones culturales dieron paso a enfados, los enfados
a choques, y algún choque acabó en incendio, literal o metafórico. La Compañía
Neerlandesa, disciplinada para los números y desastrosa para la diplomacia,
consiguió enemistarse con más rapidez que eficacia. Aun así, el asentamiento
creció. Llegaron nuevos colonos, nuevas disputas, nuevas casas. Nueva Ámsterdam
empezaba a perfilarse como un proyecto interesante para quien tuviera paciencia
y no demasiado apego a la vida civilizada.
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| Nueva Ámsterdam, centrada en lo que con el tiempo se convertiría en el Bajo Manhattan, en 1664, el año en que Inglaterra tomó el control y la rebautizó como Nueva York. Fuente. |
En 1664, los ingleses se
apoderaron de la colonia casi sin despeinarse. Renombraron Nueva Ámsterdam como
Nueva York, en homenaje a un duque con buena genealogía y poca imaginación. En
aquel instante, la compra de Minuit pasó a ser un detalle administrativo, un
párrafo olvidado en un informe que nadie releía. Pero los mitos funcionan como
los vinos: maduran con los años. Y cuando en el siglo XIX Nueva York ya era una
ciudad llena de humo, fábricas y ambición, la historia de los 24 dólares
adquirió un sabor irresistible. Era el relato perfecto para explicar cómo una
ciudad podía nacer con una ganga y convertirse en la metrópolis que, desde Wall
Street, el lugar donde estuvo el muro defensivo del asentamiento original,
dictaba el precio del mundo.
La anécdota mínima, distorsionada
por generaciones de cronistas, se volvió moralina: mira qué listos fueron
nuestros antepasados; mira qué ingenuos aquellos indios. El mito sirvió como
espejo complaciente para un país que prosperaba rápido y necesitaba épicas
sencillas para no complicar demasiado el pasado. Lo curioso es que ninguno de
sus protagonistas habría reconocido la versión moderna de la historia. Ni
Minuit, que simplemente cumplía órdenes; ni los lenape, que jamás firmaron
nada; ni los castores, que pagaron con su piel el entusiasmo comercial de los
holandeses.
Hoy, si uno pasea por Battery
Park, donde Minuit habría negociado su intercambio, no queda nada del paisaje
original. El lugar se ha convertido en una puerta turística hacia Staten
Island; los robledales han desaparecido; los castores son un recuerdo y los
mosquitos, por suerte, una especie deportada. A cambio, los rascacielos
proyectan sombras que parecen geografías nuevas, y los ferris cortan el agua
con la misma naturalidad con que las antiguos canoas lenape surcaban la bahía.
Nueva York ha aprendido a tragarse sus mitos y reciclarlos en mercancía
cultural. Pierre Minuit tiene una plaza; los lenape, un reconocimiento ambiguo;
y el relato de los 24 dólares, una inmortalidad que nadie pidió.
Pero lo importante no es la
cifra, ni los abalorios, ni el cálculo inflacionario. Lo importante es lo que
la historia revela: aquella “compra” fue un diálogo fallido entre dos mundos
que comprendían la tierra de modos opuestos. Para los europeos, la propiedad
era un documento; para los lenape, una relación. Para los europeos, Manhattan
era un recurso; para los lenape, parte de una red vital. Entre ambos extremos
surgió un espacio que acabaría transformándose en la ciudad más simbólica del
planeta.
Quizá por eso, cuando uno piensa
en la escena fundacional, imagina a Minuit y a los líderes lenape rodeados de
árboles, intercambiando objetos que ninguno comprendía del todo. Si la historia
tuviera un narrador omnisciente, seguramente diría algo así: nada de lo que
hacen estos hombres se parece a lo que creen que están haciendo. Y de ese
equívoco nació Nueva York, con toda su arrogancia, su energía y su corazón
contradictorio.
La moraleja no es que Manhattan se compró por una miseria. La moraleja es que la ciudad nació de un malentendido cultural convertido, con el tiempo, en un chiste recurrente. Lo fascinante es que ese chiste, cuatro siglos después, siga funcionando como mito originario de una isla donde ya no caben ni los mitos. Y sin embargo, cada vez que alguien repite lo de los 24 dólares, la ciudad se ríe por lo bajo, como si reconociera en esa cifra absurda el precio de su propia leyenda.
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