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martes, 30 de diciembre de 2025

DOS GOBERNADORES, UN PRESIDENTE

 


En 1966, en Alabama, la democracia decidió ponerse creativa. No inventó nada nuevo —la imaginación política suele ser doméstica—, pero perfeccionó un viejo truco: gobernar sin figurar y figurar sin gobernar. El protagonista era George Wallace, un hombre bajito, enérgico hasta poder resultar furioso y convencido de que el poder, como la familia, no se abandona: se hereda.

Wallace ya había sido gobernador dos veces. La Constitución estatal, con ese tono educado pero firme que suelen adoptar las leyes, le dijo que era suficiente. Dos mandatos. Fin de la función. Wallace escuchó el mensaje con atención… y buscó una gatera por la que colarse. La encontró en su mujer.

Lurleen Wallace no era una figura política. Era amable, discreta y padecía un cáncer que la estaba matando. Justamente por eso resultó ideal. No aspiraba a mandar, no discutía estrategias y no despertaba sospechas. George la presentó como candidata a gobernadora y se reservó para sí el papel de asesor, con un salario simbólico de un dólar al año. La modestia siempre ayuda.

El lema de campaña fue de una sinceridad que hoy se echa de menos: “Two governors, one cause” (Dos gobernadores, una “causa”). Nadie fingió no entenderlo. Votar a Lurleen era votar a George con otro peinado. Ganaron con holgura, que es la forma democrática de bendecir una farsa.

Durante dieciséis meses, Alabama tuvo gobernadora y gobernador al mismo tiempo. Ella inauguraba hospitales; él tomaba decisiones. Ella sonreía en las fotos; él hablaba por teléfono. Ella firmaba; él mandaba. No fue un golpe de Estado. Fue más eficiente: fue legal, familiar y popular.

La relación recordaba a esas monarquías en las que el rey corta cintas y el primer ministro gobierna. Solo que aquí el rey no sabía que lo era y el primer ministro no se molestaba en disimular. El poder no había cambiado de manos; solo había cambiado de tarjeta de visita.

Lurleen murió en 1968. Fue la primera mujer gobernadora de Alabama y la única que no tuvo tiempo de convertirse en exgobernadora. George Wallace recuperó su sitio en la política como quien vuelve al salón después de una breve ausencia en la cocina. El experimento había funcionado.

Lo interesante del caso Wallace no es su pintoresquismo sureño, sino su claridad. Wallace entendió algo esencial: el poder no siempre necesita un cargo; a veces le basta con una relación. La ley puede prohibir un nombre en una papeleta, pero no puede prohibir una influencia en el comedor de casa.

Estados Unidos prefiere pensar que estas cosas ocurren lejos, en países donde la Constitución es un decorado y no un texto sagrado. Pero ocurrió en Alabama, con urnas, con votos y con una sonrisa conyugal. Nadie rompió la ley. Simplemente la rodearon.

Quizá por eso la historia sigue resultando incómoda. Porque no habla de dictaduras ni de tanques, sino de matrimonios. No habla de golpes, sino de atajos. Y recuerda que, cuando la política se vuelve personal, la democracia empieza a parecerse peligrosamente a una sobremesa larga.

Dos gobernadores, una causa. Y una Constitución mirando hacia otro lado, convencida de que todo iba bien porque todo parecía legal. Ese episodio suele citarse hoy como una extravagancia sureña, un chiste histórico con acento de Alabama. Sin embargo, es más bien un manual. Un manual breve sobre cómo permanecer en el poder cuando la ley te invita amablemente a marcharte.

Décadas después, Donald Trump mira la Constitución con una atención parecida a la de Wallace: no para obedecerla, sino para encontrarle las gateras. La Vigesimosegunda Enmienda le prohíbe un tercer mandato. Trump escucha, asiente… y sonríe. “Hay métodos”, dice. No es una amenaza. Es una observación.

Trump no necesita inventar nada nuevo. La historia ya le ha escrito el guion. El caso Wallace demuestra que el poder puede sobrevivir a la prohibición si logra trasladarse del cargo a la persona. No hace falta ser presidente para mandar, del mismo modo que George Wallace no necesitó ser gobernador para gobernar.

Basta con colocar a alguien leal en el puesto adecuado. Basta con conservar el control del partido, del relato y del miedo. Basta con que los votantes entiendan —como entendieron los de Alabama— que el nombre en la papeleta es secundario.

Trump lo sabe. Por eso habla de vicepresidencias improbables, de fórmulas invertidas, de soluciones creativas. No porque todas sean viables, sino porque todas cumplen la misma función: normalizar la idea de que irse no es obligatorio.