En
1966, en Alabama, la democracia decidió ponerse creativa. No inventó nada nuevo
—la imaginación política suele ser doméstica—, pero perfeccionó un viejo truco:
gobernar sin figurar y figurar sin gobernar. El protagonista era George
Wallace, un hombre bajito, enérgico hasta poder resultar furioso y convencido
de que el poder, como la familia, no se abandona: se hereda.
Wallace
ya había sido gobernador dos veces. La Constitución estatal, con ese tono
educado pero firme que suelen adoptar las leyes, le dijo que era
suficiente. Dos mandatos. Fin de la función. Wallace escuchó el mensaje con
atención… y buscó una gatera por la que colarse. La encontró en su mujer.
Lurleen
Wallace no era una figura política. Era amable, discreta y padecía un cáncer
que la estaba matando. Justamente por eso resultó ideal. No aspiraba a mandar,
no discutía estrategias y no despertaba sospechas. George la presentó como
candidata a gobernadora y se reservó para sí el papel de asesor, con un salario
simbólico de un dólar al año. La modestia siempre ayuda.
El
lema de campaña fue de una sinceridad que hoy se echa de menos: “Two governors,
one cause” (Dos gobernadores, una “causa”). Nadie fingió no entenderlo. Votar a
Lurleen era votar a George con otro peinado. Ganaron con holgura, que es la
forma democrática de bendecir una farsa.
Durante
dieciséis meses, Alabama tuvo gobernadora y gobernador al mismo tiempo. Ella
inauguraba hospitales; él tomaba decisiones. Ella sonreía en las fotos; él
hablaba por teléfono. Ella firmaba; él mandaba. No fue un golpe de Estado. Fue
más eficiente: fue legal, familiar y popular.
La
relación recordaba a esas monarquías en las que el rey corta cintas y el primer
ministro gobierna. Solo que aquí el rey no sabía que lo era y el primer
ministro no se molestaba en disimular. El poder no había cambiado de manos;
solo había cambiado de tarjeta de visita.
Lurleen
murió en 1968. Fue la primera mujer gobernadora de Alabama y la única que no
tuvo tiempo de convertirse en exgobernadora. George Wallace recuperó su sitio
en la política como quien vuelve al salón después de una breve ausencia en la
cocina. El experimento había funcionado.
Lo
interesante del caso Wallace no es su pintoresquismo sureño, sino su claridad.
Wallace entendió algo esencial: el poder no siempre necesita un cargo; a veces
le basta con una relación. La ley puede prohibir un nombre en una papeleta,
pero no puede prohibir una influencia en el comedor de casa.
Estados
Unidos prefiere pensar que estas cosas ocurren lejos, en países donde la
Constitución es un decorado y no un texto sagrado. Pero ocurrió en Alabama, con
urnas, con votos y con una sonrisa conyugal. Nadie rompió la ley. Simplemente
la rodearon.
Quizá
por eso la historia sigue resultando incómoda. Porque no habla de dictaduras ni
de tanques, sino de matrimonios. No habla de golpes, sino de atajos. Y recuerda
que, cuando la política se vuelve personal, la democracia empieza a parecerse
peligrosamente a una sobremesa larga.
Dos
gobernadores, una causa. Y una Constitución mirando hacia otro lado, convencida
de que todo iba bien porque todo parecía legal. Ese episodio suele citarse hoy
como una extravagancia sureña, un chiste histórico con acento de Alabama. Sin
embargo, es más bien un manual. Un manual breve sobre cómo permanecer en el
poder cuando la ley te invita amablemente a marcharte.
Décadas
después, Donald Trump mira la Constitución con una atención parecida a la de
Wallace: no para obedecerla, sino para encontrarle las gateras. La Vigesimosegunda Enmienda le prohíbe un tercer mandato. Trump escucha, asiente… y
sonríe. “Hay métodos”, dice. No es una amenaza. Es una observación.
Trump
no necesita inventar nada nuevo. La historia ya le ha escrito el guion. El caso
Wallace demuestra que el poder puede sobrevivir a la prohibición si logra
trasladarse del cargo a la persona. No hace falta ser presidente para mandar,
del mismo modo que George Wallace no necesitó ser gobernador para gobernar.
Basta
con colocar a alguien leal en el puesto adecuado. Basta con conservar el
control del partido, del relato y del miedo. Basta con que los votantes
entiendan —como entendieron los de Alabama— que el nombre en la papeleta es
secundario.
Trump
lo sabe. Por eso habla de vicepresidencias improbables, de fórmulas invertidas,
de soluciones creativas. No porque todas sean viables, sino porque todas
cumplen la misma función: normalizar la idea de que irse no es obligatorio.