Vistas de página en total

lunes, 28 de marzo de 2011

Falacias ambientales



«La economía sufre el acoso de más falacias que ningún otro objeto de estudio del hombre». Con esta es frase se inicia Economía en una lección, el clásico de Henry Hazlitt que, pese a su fuerte carga ideológica, es de tanta utilidad hoy día como cuando fue publicado en 1946. De haber vivido hoy, Hazlitt podría haber escrito lo mismo sobre la ecología y sus problemas asociados, entre otros el del cambio climático y sus derivadas energéticas. 

Finalizada la de la “Hora del Planeta”, el mundo regresa a sus habituales hábitos derrochadores. En el colmo del tartufismo, el Ayuntamiento de Madrid, habitual dilapidador de recursos energéticos que culmina cada año con su “Noche en blanco”, y delincuente ambiental condenado por obras como las de la M-30 que han solucionado el problema de la contaminación mediante el conocido y muy expeditivo método de soterrar la mugre bajo la alfombra, hizo su gran contribución al apagón del pasado 26 de marzo oscureciendo la Cibeles durante una hora. ¡Ahí es nada! La demagogia con que las administraciones dicen colaborar en la lucha frente a la contaminación atmosférica es un triste reflejo del estado de desarrollo intelectual de nuestra civilización.

Mientras que duraba el minúsculo apagón se elevaban ad infinitum los gozosos mensajes SMS en Facebook y Twiter en los cuales millones de ilusos frikis, convocados a fiestas post-apagón, se felicitaban vía teléfonos móviles (no en vano Nokia y Google son dos de los principales patrocinadores del evento) para cuyo funcionamiento es imprescindible el coltán, un mineral cuya extracción y tráfico provoca cada años más muertes y más destrucción en África de la que haya producido central nuclear alguna. Claro que para enterarse de ello hay que posponer unos días la visión de Torrente-4 y ver Sangre en tu móvil, el documental del danés Frank Piasecki que hurga en la herida abierta en el Congo, país del que salen toneladas de coltán y otros minerales usados en productos electrónicos que financian una guerra civil sanguinaria al estilo de los diamantes de sangre de Sierra Leona. Durante los últimos 15 años, el conflicto ha acabado con la vida de más de cinco millones de personas y 300.000 mujeres han sido violadas. Está claro que la guerra continuará mientras los actores armados puedan seguir financiando el conflicto vendiendo minerales que el mundo rico necesita.

Aprovecho la “Hora del Planeta” para darme un paseo por Madrid. Mientras merodeo, un vehículo del consistorio madrileño, camuflado de verde y eufemísticamente llamado “Medio Ambiente Madrid”, al que cualquier observador poco proclive a la metonimia llamaría camión de la basura, se apresta a realizar uno de los muchos actos ecológicamente inanes con los que se intenta satisfacer a nuestras conciencias ecologistas tan prestas a actuar como a no reflexionar: el reciclado de papel. 

Vaya por delante que procuro apurar el papel que uso hasta dónde puedo: anverso para la impresión con letra pequeña y apurando márgenes; luego uso el reverso para escribir a mano. Agotado el espacio en blanco, llevo los A4 disciplinadamente al contenedor de reciclaje de mi despacho. Con los papeles y periódicos de mi hogar otro tanto: almacenamiento semanal y los lunes al contenedor urbano. Pero que lo haga disciplinadamente no quiere decir que lo haga estúpidamente, porque si hay un acto ambientalmente estúpido es reciclar papel en respuesta al manido e inconsistente argumento de «salvar árboles». Piénsenlo un poco: el reciclar papel produce el efecto opuesto.

¿Por qué hay tantas vacas en el mundo? Porque necesitamos su cuero, su carne y su leche. La vaca, y que me perdonen las vacas, es un animal poco elegante, bobalicón y nada dado a las carantoñas al que nadie tendría como mascota; sus hábitos alimenticios no contribuyen ni a conservar el verde de los ecosistemas ni a luchar contra la contaminación atmosférica, habida cuenta de que el metano que emiten constantemente por salva sea la parte es uno de los gases de efecto invernadero más potentes. Las vacas existen en las cantidades que existen porque las necesitamos. De de la misma manera que los toros de lidia solo sobreviven en los países donde se celebran corridas de toros, el número de sus colegas bovinas decrecería exponencialmente de disminuir la demanda cárnica o láctea.

Pues tal y como ocurre con las vacas, sucede con los bosques: a mayor demanda de papel más bosques se plantarán, más oxígeno producirán los árboles y más dióxido de carbono contaminante retirarán de la atmósfera. La idea que se inculca en las escuelas y que uno oye repetir en las facultades de ciencias es equivocada: ni la demanda de papel disminuye la superficie forestal ni para obtenerlo se talan bosques “centenarios”. Es una bienintencionada falacia, pero una falacia. Como el trigo o el maíz, los bosques para papel son cultivos, pero con la ventaja de que su producción en términos de calidad ambiental es inmensamente mayor. Los mayores productores de pasta de papel son Escandinavia y Canadá, países que destacan por su calidad ambiental y que asombran cuando se viaja a través de la enormidad de sus bosques, muchos de los cuales son cultivos de árboles autóctonos que se mantienen y se renuevan con técnicas forestales que cumplen objetivos ecológicamente óptimos: dan puestos de trabajo a poblaciones que lo necesitan impidiendo el abandono del campo, otorgan calidad de paisaje, salvaguardan especies, mejoran extraordinariamente la calidad atmosférica, conservan los suelos, atraen las lluvias y reciclan los nutrientes.

Un argumento que se suele utilizar frente a los bosques cultivados es la supuesta pérdida de biodiversidad frente a los naturales. No es así. Mi experiencia de más de veinte años estudiando la flora y la vegetación en Columbia Británica y Alaska, dos de las zonas con mayor superficie arbolada para uso comercial (algo, que por cierto, no impide que conserven la mayoría de su territorio natural en un envidiable estado casi virginal que para España quisiera), me ha enseñado que las especies que viven bajo los bosques naturales de coníferas son las mismas que habitan en los sotobosques productos de la silvicultura. Si en algún lugar me he tropezado con osos negros o con alces ha sido precisamente transitando por los caminos trazados por los forestales. 

Así que la mejor manera de que incrementemos el número de bosques es que consumamos más papel. La defensa del reciclado del papel como una buena práctica ecológica oculta un par de argumentos esenciales: se trata de un proceso industrial en el que se consume agua y energía, se liberan productos químicos tóxicos y se emite dióxido de carbono a la atmósfera. Además, el número de veces que se puede reciclar un papel es limitado y, cada vez que se recicla de nuevo aumentan los costes ambientales. Tras dos o tres procesos de reciclado hay que volver a fabricar la pasta de papel a partir de madera. Así que, aunque fuera óptima, la práctica del reciclado es pan para hoy y hambre para mañana.

Imitemos a la naturaleza. Los árboles liberan oxígeno y absorben dióxido de carbono, que incorporan a los ciclos biogeoquímicos del suelo retirándolo de nuestra cada vez más irrespirable atmósfera. Lo realmente sostenible no debería ser reciclar papel sino acumularlo en los antiguos pozos de las minas: así estaríamos retirando carbono de la atmósfera y pasándolo al suelo. Eso es exactamente lo que tendríamos que hacer para combatir el calentamiento global. En lugar de incentivar y subvencionar a las empresas recicladoras, se debería fomentar la plantación de más y más árboles en ciclos de cuarenta a cincuenta años. 

Reciclar aluminios, envases, plásticos y demás subproductos es lo lógico, pero, ¿por qué reciclar papel? Es posible que alguien tenga una respuesta coherente a esa pregunta, pero no la encuentro por ningún lado. Todos los grupos ecologistas tienen la vista puesta en el corto plazo de la aparente deforestación de los bosques primarios (un argumento erróneo), pero pasan por alto –arrastrados probablemente por su buena fe- las ventajas a largo plazo de los incentivos a la reforestación. Cuando planteo la cuestión en los tres términos en los que me apoyado -más árboles, más producción de oxígeno y más retirada de dióxido de carbono- siempre obtengo las mismas tres manidas respuestas: las explotaciones forestales son monocultivos (casi cierto, pero por esa regla de tres no deberíamos ningún producto agrícola), críticas a la tala de árboles (como si segar maíz no fuera exactamente lo mismo) o lamentos jeremíacos por el despilfarro de la sociedad de consumo.

Las tres son tres bonitas maneras de cambiar de tema.


domingo, 27 de marzo de 2011

Cuidado con ese tipo

Cuando lean cualquier palabra terminada en “ibor” tal como Mibor, Euribor, Libor o similares, sujeten bien la cartera; se han topado con uno de los cimientos del capitalismo, con el eje de uno de los sectores clave de la economía mundial: los mercados monetarios. Los tipos terminados en “ibor” constituyen el corazón de los mercados interbancarios, impíos Montes de Piedad donde las entidades financieras y de crédito prestan y piden prestado a corto plazo. Estos mercados son el sistema nervioso central de las finanzas mundiales y cuando tiemblan, como está sucediendo desde 2007, causan un tsunami en toda la economía.

El Euribor (acrónimo en inglés del Tipo Europeo de Oferta Interbancaria) es el índice de referencia que anuncia el interés promedio (tipo o tasa) al que las entidades financieras se prestan dinero en el mercado interbancario del euro. Se calcula usando los datos de los 42 principales bancos europeos y su valor mensual es muy utilizado como referencia para los préstamos bancarios. El Euribor comenzó a aplicarse en 1999 entre los bancos de los 17 estados miembros de la Eurozona. En el caso de España, el Euribor sustituyó al Mibor en 2000, a raíz del traspaso de competencias del Banco de España al Banco Central Europeo. La única razón de que el Mibor, el tipo de interés en el mercado interbancario de Madrid, se siga publicando en España es que se utiliza para los préstamos hipotecarios firmados antes del 1 de enero de 2000 que lo hubieran pactado hasta su liquidación.

El préstamo interbancario carece de respaldo en activo alguno: se parece más a un descubierto bancario o a una tarjeta de crédito que a una hipoteca y es esencial para el funcionamiento de los bancos. Todos los días, el balance de los bancos cambia de forma significativa a medida que sus clientes realizan ingresos y retiradas y obtienen préstamos o los pagan. Por tanto la capacidad de prestarse dinero unos a otros con rapidez es esencial para mantenerse a flote.

La forma en que los bancos funcionan ha cambiado vertiginosamente durante las últimas tres décadas. Tradicionalmente, los bancos obtenían sus ganancias de recibir el dinero en forma de ahorro y prestarlo en forma de hipotecas o de otros tipos de préstamos por lo que percibían unos intereses superiores a los que otorgaban a los ahorradores. Como se refleja en la película ¡Qué bello es vivir!, los bancos tenían un vínculo directo y personal con sus clientes. Este modus operandi no les proporcionaba tantas oportunidades de crecimiento como los banqueros deseaban, puesto que existían normas reguladoras que establecían cuánto dinero se les permitía prestar en relación a su tamaño.

En los años 70 alguien parió la venta de humo monetaria, el astuto procedimiento conocido como “titulización”, una artimaña financiera que desde entonces no ha parado de crecer hasta estallar en forma de gigantesca burbuja. En los felices setenta comenzó un crecimiento expansivo de la demanda de vivienda en propiedad. Los bancos cayeron rápidamente en la cuenta de que sería difícil satisfacerla sin aumentar la cantidad de dinero que tenían para prestar. Optaron por un ingenioso sistema alternativo: en lugar de prestar dinero a partir exclusivamente de los depósitos en efectivo de sus clientes como habían hecho hasta entonces, empezaron a “empaquetar” la deuda hipotecaria que emitían y a venderla a otros inversores a los que ofrecían intereses muy ventajosos. El proceso se conoce como titulización porque convierte deuda en títulos (valores) negociables en el mercado como los bonos, las opciones o las acciones, y funcionó muy bien durante algún tiempo. Al sacar la deuda hipotecaria de sus balances, los bancos tuvieron la capacidad de conceder más hipotecas sin verse limitados por su tamaño. Convencidos como el doctor Pangloss del Cándido de Voltaire, que creía vivíamos en el mejor de los mundos posibles, y seducidos por los sustanciosos intereses que otorgaban estos paquetes de deuda, los inversores de todo el mundo se daban de bofetadas por comprar los nuevos y suculentos títulos.

Entretenidos en otros menesteres, el debate sobre la irracionalidad de los inversores, de las burbujas y de la especulación destructiva había desaparecido prácticamente del discurso académico de los economistas, aferrados como estaban a una visión del capitalismo como un sistema perfecto. Como existían mecanismos reguladores, los neocoms, capitaneados por Reagan y Thatcher, se encargaron de dinamitarlos. Recuperados del susto inconformista del mayo del 68, aquello era Jauja.

Con el paso del tiempo, y a la vista del lucrativo negocio, los bancos se volvieron cada vez más sofisticados para crear títulos. No sólo reunían las hipotecas en paquetes, sino que dividían los títulos resultantes para volverlos a empaquetar en instrumentos conocidos como CDO (obligaciones de deuda colateralizada) y versiones más complejas como los CDO2 y los CDO3. El resultado final era un galimatías que solo los muy expertos podían descifrar. Así las cosas, las agencias de calificación tenían la sartén por el mango. Al calificar los paquetes les otorgaban un valor crediticio: a mayor riesgo mayores intereses obtenían los inversores.

La teoría que sustentaba semejantes prácticas parecía bastante sensata. En los viejos tiempos, si alguien dejaba de pagar su hipoteca, el principal afectado era el banco. Con el nuevo sistema, el banco le pasaba el muerto a otro. La titulización difundía el riesgo a través del sistema financiero a aquellos más dispuestos a aceptarlo. El problema era el proceso de desintermediación: al eliminar la relación personal entre el prestatario y el prestamista, se multiplican enormemente las probabilidades de que quienes acaban por comprar el fiambre de la deuda no sepan en realidad cómo de vivo está el muerto. Lo único que pueden hacer es confiar en las calificaciones de agencias como Standard & Poor's, Fitch, Moody's, etc., cuya fiabilidad durante los inicios de esta crisis ha caído por los suelos.

Los inversores no eran conscientes de las dimensiones del riesgo que corrían al comprar unos paquetes de deuda de complejidad descomunal. Como los bancos estaban prestando muchísimo más dinero del que tenían en depósito, sus balances se transformaron en quesos de gruyere plagados de agujeros gigantescos (eufemísticamente denominados déficits de financiación) que sólo podían taponar haciendo lo que los cobayas en sus jaulas: mover continuamente la rueda del crédito. La rueda giraba impulsada por el grifo de la financiación masiva de los préstamos sin respaldo que circulaban de mano en mano. El 9 de agosto de 2007, una mano invisible cerró el grifo.

Ese día, los mercados interbancarios y los de hipotecas titulizadas se paralizaron repentinamente en todo el mundo. Al surgir los rumores de que el mercado inmobiliario de Estados Unidos iba a sufrir un descalabro y de que, lo que era aún peor, el sistema financiero occidental estaba entrampado hasta las cejas, los inversores escondieron el dinero bajo el colchón y dejaron de adquirir títulos, lo que en la práctica significaba dejar de prestar dinero para alimentar la noria. Fue ese momento de retención el que desencadenó la crisis financiera que vendría a continuación. Aquel fue también el momento en que los economistas comprendieron la importancia del sistema financiero para el buen funcionamiento de la economía mundial.

A uno y otro lado del Atlántico, los bancos descubrieron de repente que no podían financiarse en los mercados monetarios mayoristas, lo que les dejaba con un agujero ciclópeo en sus cuentas. Aunque la crisis financiera tuvo muchas causas, fue este congelamiento de los mercados financieros el que hizo que los primeros shocks se difundieran por todo el sistema. El verdadero problema del sistema bancario era su absoluta dependencia de los mercados monetarios mayoristas donde los tipos se habían disparado, un reflejo de la negativa de los bancos a prestarse dinero unos a otros.

Aquel largo y cálido verano de 2007, cuando los pájaros dispararon a las escopetas, dejaron de producirse préstamos de cualquier tipo. El grifo crediticio se cerró, la noria del préstamo se detuvo y los mercados monetarios se secaron. Los bancos centrales se vieron obligados a inyectar dinero directamente en los mercados y en los bancos. Con nuestro dinero, con la energía de todos nosotros -cobayas encerrados en la jaula capitalista- la rueda volvió a girar. Y en esas, amarrados al duro banco de la noria, estamos.

El piano de Henry James


Henry James (1843-1916) ha pasado a la historia como uno de los grandes novelistas del realismo y sus reflexiones sobre el “punto de vista literario” se han convertido en canónicas y en punto de referencia para cualquier estudio posterior de técnicas narrativas. Entre las novedades que el pasado invierno llegaron a las librerías españolas destaca Nueva York, un volumen en el que el novelista irlandés Colm Tóibín, autor de una novela inspirada en la figura de Henry James (The Master. Retrato del novelista adulto. Edhasa, 2006), ha reunido los relatos del gran autor norteamericano (más tarde nacionalizado británico) que tienen como escenario la ciudad de Nueva York, aquel viejo Nueva York que contempló James entre los cinco y los doce años de edad y que permaneció para siempre intacto en su memoria, como una imagen congelada y perfecta de una ciudad sin rascacielos.

Un amigo mío, crítico de literatura anglosajona en El Mundo, sostiene que en lo tocante a literatura norteamericana la tesitura es clara: o uno es del bando de Henry James o lo es de Marx Twain. Por mi parte, me apunto a ambos. Si caer en las exageraciones de Hemingway, tan rápido en disparar sobre los antílopes africanos como en expulsar aforismos, que opinaba que «La literatura norteamericana nace en Twain. No había nada antes. No ha habido nada igual de bueno desde entonces», para iniciarse en la lectura nada como los cuentos del autor de Huckleberry Finn. En 2010 se conmemoró el centenario de la muerte de Marx Twain, así que varias editoriales reeditaron algunas de sus narraciones, sobre todo selecciones de sus cuentos plagados de personajes inolvidables y caracterizados por un tratamiento del lenguaje que retrata a la perfección la vida rural norteamericana durante la segunda mitad del XIX.

Por la sencillez de su lenguaje y por su facilidad de contar historias sobre el pueblo llano («Me gusta una buena historia bien contada. Por esa razón, a veces me veo obligado a contarlas yo mismo», decía) y por su apego a la vida de la Norteamérica profunda, Marx Twain es, me atrevo a decir, mucho mejor valorado entre sus compatriotas que Henry James, un hombre de escritura mucho más elaborada y de personalidad más refinada que detestaba un país cada vez más alejado del paraíso de su infancia, y que abominaba de lo que consideraba la zafiedad de sus compatriotas. De hecho, como recuerda Tóibín en su introducción, las narraciones de James sobre Nueva York «revelan, por encima de todo, cierta ira, una ira que no se parece a ninguna otra en James, la que le provocaba todo lo que había perdido y todo lo que, en nombre del progreso, se había hecho en aquella ciudad que conocía tan bien».
En una metáfora famosa de su texto clásico sobre crítica literaria El arte de la novela, James resumió así la mente ideal de un narrador y su necesario poder de captación: «La experiencia nunca es algo limitado y nunca es algo completo: es una sensibilidad inmensa, una especie de telaraña enorme y hecha de hilos finísimos de seda suspendidos en la recámara de la conciencia, que atrapa en su tejido cualquier partícula que flota en el aire». Esto fue en 1884; Henry James era ya el autor de varias novelas que le habían concedido una excelente reputación como narrador: Daisy Miller (1878), Los europeos (1878), Retrato de una dama (1881) o Washington Square (1881). Además, era ya un reputado crítico literario, un dramaturgo que contaba en su haber con una docena de obras teatrales, un autor de artículos viajes, a veces encantadores, a veces melancólicos, de diferentes lugares que visitó o en que vivió y uno de los escritores epistolares más prolíficos de todos los tiempos. Existen más de diez mil cartas personales suyas, y se han publicado más de tres mil en un gran número de recopilaciones. Entre sus corresponsales se pueden encontrar grandes autores coetáneos como Robert Louis Stevenson (las cartas cruzadas entre ambos están publicadas en España: Crónicas de una amistad; Hiperión, 2009) y Joseph Conrad, junto con muchos otros amigos de su círculo íntimo. Las cartas oscilan desde «meras tonterías», en sus propias palabras, hasta discusiones sobre asuntos artísticos, sociales y personales. Durante la mayor parte de su vida, James escribió toda su obra a mano; durante sus últimos veinte años no podría hacerlo.

La primera máquina de escribir con relativo éxito comercial fue inventada en 1868 por Christopher Sholes, Carlos Glidden y Samuel W. Soule. En un breve ensayo periodístico publicado en New Yorker (9-4-2007) sobre la historia literaria de la máquina de escribir (The Typing Life: How writers used to write), Joan Acocella cuenta como Sholes repudió pronto la máquina, rehusando usarla e incluso recomendarla por considerarla un trasto inservible. La visión comercial del tal Sholes resultó ser nula, dado que la patente fue vendida por una fortuna para la época a E. Remington & Sons (famosos fabricantes de máquinas de coser) quienes pronto comercializaron la que fue conocida como «Máquina de escribir Sholes & Glidden» [anuncio original en la imagen de la izquierda]. El primer modelo industrial, fabricado en 1873, estaba montado sobre una máquina de coser estándar. Aquel artefacto, en el que el mecánografo no podía ver lo que escribía y resultó ser tan práctico para las oficinas como una silla eléctrica, nunca fue comercializado pero sirvió de base para otros diseños mecánicos ingeniosos: las llamadas «máquinas de escribir visibles» fueron comercializadas hacia 1895. Henry James sería su obligado usuario a partir de 1896.

En 1896 James sufrió un proceso de inflamación y de dolor creciente en la mano derecha. El padecimiento llevaba años manifestándose. James se lo atribuyó a una típica dolencia de los amanuenses, el llamado "calambre de escritor", una dolencia que no debía extrañar en alguien que, como él, había escrito a mano entre ocho a diez horas diarias. Sin embargo, como cuenta Paul Fisher en la crónica de la saga familiar de los James (House of wits: A Intimate Portrait of the James Family. Holt Paperbacks, 2008) es probable que "el calambre de escritor" no fuera la única causa de la dolencia que, unos años más tarde, lo dejaría inválido para prácticar su mayor pasión y su modo vida: varios de los hermanos de James presentaron patologías de articulaciones y reumatismos. Gracias a Fisher sabemos con certeza que su hermana menor Alice padeció seguramente fibromialgia y síndrome de fatiga crónica, pero en su época le diagnosticaron también diátesis gotosa, una predisposición hereditaria a que se le inflamaran los músculos y las articulaciones.

Henry James vivía en Londres y había sabido que al otro lado del Atlántico su hermano mayor William (célebre filósofo y luego autor de Las variedades de la experiencia religiosa) recibía ayuda estenográfica en Harvard. Henry pensó que podía usar eso para su correspondencia, pero no fue así. Durante el otoño y el invierno de 1896-97, cuando trabajaba en su novela Lo que Maisie sabía, el padecimiento de su mano se hizo crónico. James contrató a una taquígrafa y dactilógrafa para dictarle su correspondencia, pero se impacientó con el paso de la taquigrafía al texto y en un mes ya dictaba directamente a la máquina. Dictó una carta para su amigo parisino Morton Fullerton en la que le decía «Puedo dirigirme a usted sólo a través de un recamado velo de sonido. El sonido es el de la admirable y cara máquina que acabo de comprar para tender un puente sobre nuestros silencios». Morton Fullerton planteó la pregunta: «¿Qué efecto produciría la máquina de escribir en el estilo de James?»

Hay dos Henry James en lo que a estilos se refiere. El del primer James es un estilo sencillo, claro y conciso. El estilo prosaico tardío es más lánguido y está frecuentemente marcado por oraciones largas y digresivas que posponen el verbo por un espacio mayor de lo normal. James padecía un ligero tartamudeo que consiguió superar habituándose a hablar muy cadenciosamente. Ya que creía que la buena literatura debía parecerse a la conversación de un hombre inteligente, el proceso de dictado de sus trabajos pudo, quizás, ser la razón para un cambio en su estilo de oraciones directas a oraciones conversacionales. La prosa resultante es a veces barroca. Algunos de sus amigos afirmaban que podían poner el dedo sobre el párrafo exacto de Maisie donde cesaba la dolorosa escritura manual y se iniciaba el dictado. El hecho es que el lenguaje oral y la máquina Remington permitieron que James siguiera escribiendo hasta el final de su vida, dictando a sucesivas mecanógrafas.

La segunda de ellas, Miss Weld, diría años más tarde que «escribir a máquina para Henry James era como acompañar a un cantante en el piano».



sábado, 26 de marzo de 2011

El trimestre más largo de la historia




Señores profesores, señores alumnos: están ustedes protagonizando el trimestre escolar más largo de la historia. Como consecuencia de aplicar el calendario litúrgico católico al escolar, la Semana Santa de 2011 será la más tardía de las posibles y, como consecuencia, el segundo trimestre escolar será el más largo de la historia. 

El aparente movimiento diurno del Sol fue desde tiempos remotos el sistema utilizado para definir la unidad más elemental de tiempo, el día, aunque se necesitaran milenios para que se asociase con la rotación de la Tierra. Los días pronto se agruparon en ciclos auxiliares que tenían en cuenta los períodos de repetición de ciertas configuraciones celestes. Desde su origen, las milenarias civilizaciones del Próximo y Lejano Oriente, del antiguo Mediterráneo e incluso las de América precolombina, los calendarios se establecieron considerando el desplazamiento aparente del Sol, de la Luna, de los planetas o de las estrellas sobre la bóveda celeste. Con un sentido, en general, profundamente religioso, el de la luz divina que vence a las malignas tinieblas, han prevalecido los ciclos mensual y anual. En particular, el período de repetición de las configuraciones lunares, es decir de plenilunios y novilunios -el denominado mes sinódico- es al que trata de aproximarse el mes civil, mientras que la sucesión de las estaciones, consecuencia del movimiento orbital de la Tierra alrededor del Sol, define el año natural o año trópico (de tropos, movimiento, por el de traslación de la Tierra alrededor del Sol).

Los solsticios de invierno y de verano -los días más corto y más largo del año- o los equinoccios de primavera y otoño -cuando el día y la noche tienen igual duración- dividen el año en cuatro estaciones. Los cambios estacionales rigen la vida en la Tierra y, por tanto, cautivaron ancestralmente a la mente humana. El pensamiento esotérico atribuyó a los solsticios y a los equinoccios propiedades sobrenaturales que han llegado hasta nuestros días, cuando transformadas o enmascaradas por las diferentes religiones, siguen siendo fechas señaladas en los calendarios litúrgicos.

La duración del año solar era ya conocida por los astrónomos egipcios y chinos hace más de 6.000 años. Pero además del ciclo solar, el hombre observó los ciclos lunares y emprendió un largo esfuerzo por conciliar unos y otross. ¿Cuántas lunas llenas forman un año? Durante mucho tiempo los astrónomos creyeron que ambos ciclos eran reconciliables matemáticamente, y como los ciclos lunares eran más fácilmente observables, no resulta extraño que los primeros calendarios fueran, precisamente, lunares, esto es, mensuales. Pero así como el año no dura un número exacto de días o meses lunares, sino una media de 365,24219 días, un mes lunar tiene una duración media de 29,53059 días, lo que dificulta sobremanera la reconciliación del año solar y lunar. Pero por esa vocación de conciliar lo imposible, la mayoría de los calendarios han sido lunisolares.

Las actuales observaciones astronómicas son de una enorme precisión y permitirían organizar un calendario mucho más ajustado a la realidad del funcionamiento del universo. Sin embargo, impulsados por nuestro acervo cultural o religioso, nos aferramos a tradiciones que se resisten a desaparecer. Para cualquier religión lo más importante son las fechas de nacimiento de su dios principal y puesto que el Sol es quien rige la vida sobre la Tierra, el Astro Rey ha sido ancestralmente considerado como la más grande de las divinidades. 

En las culturas desarrolladas en las zonas de clima tropical en las que la duración del día y de la noche es prácticamente la misma a lo largo de todo el año, no existían celebraciones semejantes a la de nuestra Navidad. Por el contrario, fuera de los trópicos, cuando los días se van acortando progresivamente desde el día más largo del año, el solsticio de verano, hasta el más corto, el solsticio de invierno, alrededor del 21 de diciembre, cuando se produce la noche más larga del año, tras la cual el Sol comienza a “vencer” a las tinieblas en progresiva retirada, las diferentes civilizaciones celebraban la mayor fiesta del año: la del nacimiento de su respectivo dios, fuera este Zeus, Amón, Mitra, Saturno o Jesús. Para los romanos, el equivalente a las actuales fiestas navideñas eran las Saturnalia, que empezaban el 17 de diciembre y duraban siete días, celebradas con abundante comida y bebida en honor al dios de la semilla y del vino, Saturno. Los días centrales de la semana festiva, entre el 21 y el 25 de diciembre, eran los fastos mayores, las fiestas del Dies Natalis Solis Invicti (Días de Nacimiento del Invencible Dios Sol). 

Aunque en ninguna parte de la Biblia se cita la fecha exacta del nacimiento de Jesús, la fiesta de Navidad fue decretada por el papa Liberio 354 años después del nacimiento de Cristo, cuando el emperador Constantino permitió el cristianismo en el Imperio romano, porque fijándola en las viejas Saturnalias no se distorsionaba el calendario a que estaba acostumbrada la administración imperial ni se cambiaban las fechas de los grandes fastos romanos. La natividad del dios cristiano debía coincidir necesariamente con las fiestas del Sol Invictus, alrededor del solsticio de invierno. Dicho y hecho: aferrándose a una tradición judía que establecía que todos los profetas nacían y morían el mismo día, los primeros cristianos que creían a pies juntillas que Jesús murió exactamente un 25 de marzo, fijaron el 25 de diciembre, el último de los fastos paganos, como el de su nacimiento. Cristo pasó a ser el verdadero Sol Invictus. Tan prendidos estaban de la equivalencia solar, que abandonando el tradicional sabbath judío, el nuevo día de descanso para los cristianos sería el Dies Solis, es decir, el domingo, denominación que se ha conservado en el Sunday anglosajón. 

En el concilio de Nicea se estableció la fecha de la Pascua, que en las primeras comunidades cristianas se hacía coincidir con la Pascua hebrea. Fijar bien esta fecha en el calendario romano oficial, el juliano, era una cuestión capital porque aquí el Nuevo Testamento era muy explícito: Jesús acudió a Jerusalén para celebrar la Pésaj o Pascua judía, y es en esas fechas cuando transcurre su pasión, muerte y resurrección. Esta última tuvo lugar el “día siguiente al sabbath de la Pésaj”. Aunque la Pésaj conmemora supuestamente los siete días de la huida de Egipto, en realidad corresponde a una fiesta varias veces milenaria en la que todas las culturas mediterráneas celebraban el equinoccio de primavera (20-21 de marzo), haciéndola coincidir alrededor de la primera luna llena posterior a dicho equinoccio. En Nicea se estableció fijar el domingo de Resurrección el primer domingo posterior a la primera luna llena tras el equinoccio de primavera. Para marcar diferencias con los judíos, se estableció también que los años en que el domingo de Resurrección coincidiera con la Pésaj, aquel se debía trasladar al siguiente domingo del calendario. 

Usando el algoritmo Computus desarrollado en el siglo XIX por el matemático alemán Gauss, se delimitan con relativa facilidad las fechas posibles para fijar el domingo de Resurrección, que puede caer entre dos extremos: el 22 de marzo y el 25 de abril. El más temprano de los posibles sería el 22 de marzo, y ocurriría cuando el 21 fuera sábado con plenilunio. Inversamente, si el plenilunio fuera el 20 de marzo, como el equinoccio está litúrgicamente fijado el día siguiente, habría que esperar un ciclo lunar completo y la primera luna llena de primavera sería 29 días después, el 18 de abril. Si este día fuera domingo, la fecha tendría que desplazarse una semana entera para que no coincidiera con la Pascua judía, de modo que el domingo de Resurrección sería el más tardío de los posibles: el 25 de abril. Este año ha caído en 24, pero a efectos de las vacaciones escolares da exactamente lo mismo: este trimestre ha sido el más largo de la historia y, de seguir aferrados al calendario litúrgico, lo será también en el futuro.

Como el domingo de Resurrección es la piedra angular del calendario litúrgico, las demás celebraciones lo toman como referencia: Cuarenta días antes es el miércoles de Ceniza, fecha de comienzo de la Cuaresma. El domingo anterior al de Resurrección es el de Ramos, inicio de la Semana Santa. Días después del domingo de Resurrección vienen la Ascensión (40), Pentecostés (50), y Corpus Christi (jueves siguiente a Pentecostés).

Para los amigos de programar sus vacaciones, con el Computus y calendario lunar en mano, les dejo las fechas de domingos de Resurrección para el próximo quinquenio: 2012 (abril, 8), 2013 (marzo, 31), 2014 (abril, 20), 2015 (abril, 5), 2016 (marzo, 27). 


domingo, 6 de marzo de 2011

La consagración de la primavera



Como bien saben los oyentes de los 40 principales, la machacona repetición de cualquier canción conduce a su inevitable éxito. A fuerza de repetirla, acabamos tatareándola. En su libro Proust y la neurociencia (Paidós; 2010), una obra divertida en la que enlaza sagazmente arte y ciencia, Jonah Lehrer explica que los humanos realizamos una selección egocéntrica mediante la cual, cuando un patrón sonoro se oye repetidas veces, el cerebro, memorizándolo, lo hace suyo. La corteza auditiva es extraordinariamente maleable y plástica: el cerebro afina su propio sentido del sonido, de la misma forma que un guitarrista afina las cuerdas de su guitarra. Cuando algún innovador altera el patrón establecido, la esquizofrenia puede adueñarse del auditorio, algo que pudieron comprobar en la primavera de 1913 tres rusos universales: Sergei Diaghilev, el empresario que buscaba impulsar el arte total, el gran bailarín y coreógrafo Vaslav Nijinsky, y el compositor Igor Stravinsky, que aquel año estrenaba en el Teatro de los Champs-Élysées de París su obra magna, La Consagración de la primavera, una obra rupturista con la ortodoxia musical imperante desde el romanticismo.

El mes pasado se clausuró en el museo londinense Victoria and Albert un programa excepcional que, con el nombre Diaghilev y la Edad de Oro de los Ballets Rusos (1909-1929), giraba en torno a un personaje innovador que, durante los últimos veinte años de su vida, organizó 68 producciones sobre los grandes escenarios de Europa y América. Aparecidas durante la eclosión del Modernismo, las producciones de Diaghilev aunaron los genios creadores de figuras de la talla de Chanel, Cocteau, Manuel de Falla, Fokine, Goncharova, Juan Gris, Matisse, Miró, Nijinsky, Picasso, Prokofiev, Stravinsky o Tchernicheva, que actuaron como coreógrafos, bailarines, músicos, escenógrafos, libretistas, decoradores, sastres o diseñadores en espectáculos musicales que han pasado a la historia.

En el conservatorio de San Petersburgo el gran Rimsky-Korsakov sembró en el joven Stravinsky la ansiedad del compositor moderno. En su opinión, la tesitura a la que se enfrentaba la música moderna era muy simple: la música orquestal, domesticada por la tonalidad, la tríada y la octava, se había vuelto aburrida. Peor aún, la revolución modernista estaba dejando al margen a los compositores. Los pintores se afanaban en descubrir la abstracción y los poetas estaban celebrando el simbolismo. Aferrado al canon dogmático de la consonancia tonal, el compositor moderno no evolucionaba, era un prisionero del pasado. La revolución en el mundo del sonido tenía que empezar por un acto de destrucción. Como había declarado Wagner medio siglo antes al embarcarse en su propia renovación violenta del estilo musical: «Actualmente no se pueden crear obras de arte; sólo se pueden preparar mediante una actividad revolucionaria, destruyendo y aplastando todo lo que merece ser destruido y aplastado». Deconstrucción, diríamos hoy. Dicho y hecho: el estreno en 1861 del innovador Tannhäuser wagneriano fue acogido con un atronador abucheo.

Según cuenta Thomas Forrest Kelly en su evocación de este y de otros cuatros ruidosos estrenos musicales (First Nights. Yale University Press; 2004), la noche del 29 de mayo de 1913, cuando el público parisino olvidaba lo que decía Platón en el Timeo: «La música da alma al universo, alas a la mente, vuelos a la imaginación, consuelo a la tristeza y vida y alegría a todas las cosas»; cuando la debacle producida por el estreno de La consagración supuso el peor motín musical desde 1861; cuando en el patio de butacas del teatro parisino se estaba produciendo una verdadera locura colectiva y una batalla campal entre jóvenes vanguardistas enfrentados a bastonazos con los viejos melómanos apegados a la música tradicional, Stravinski se consolaba con este pensamiento: «Silbaron a Wagner con 45 años. Yo sólo tengo 35. También yo presenciaré mi triunfo antes de morir».

Arnold Schönberg por Schiele
La deconstrucción musical modernista se produjo cuando Arnold Schönberg, pionero en adentrarse en la composición atonal dodecafónica basada en series de doce notas y no en las octavas tradicionales, decidió abandonar la estructura de la música clásica en 1908, al componer el segundo acto de su Cuarteto de cuerda nº 2. Aquel acto de rebeldía estética equivalió al abandono de la rima por parte de un poeta o del argumento por parte de un novelista. Antes de Schönberg, las sinfonías eran consonantes, se adaptaban unas pautas muy sencillas: el compositor introducía la tríada tónica que era la piedra angular invisible de la música, el hilo conductor que ordenaba su desarrollo armónico; después, el canon aconsejaba alejarse con cuidado de la tríada, pero nunca demasiado porque cuanto mayor era la distancia acústica respecto de la tónica tanto mayor era la disonancia, algo que el domesticado oído de las audiencias no toleraba. La música siempre concluía con el triunfal regreso de la tríada, «el sonido feliz de un final armónico», en palabras de Lehrer.

Schönberg, ahogado por esas pautas, estaba cansado de seguir las normas de los demás. Quería que la estructura de su música reflejara sus propios sentimientos expresivos y no el ultraconservadurismo de los «mediocres vendedores de pacotilla». Así, empezó a soñar con «el día en que la disonancia se emancipara», en que la sinfonía se liberara de los manidos clichés de la escala de ocho notas. El primer golpe de Estado del modernismo, aquel suicidio por disonancia, se produjo finalmente en la mitad de su Cuarteto de cuerda, un auténtico monumento a la entropía musical, en el que oímos la lenta descomposición de la tonalidad de fa sostenido menor. En el tercer movimiento de este cuarteto, la estructura tonal desaparece completamente. La abrumadora acumulación de disonancias ya no podía ser reprimida ni censurada. La música clásica había quedado deconstruida. La crítica fue unánime: aquello era un pandemónium más propio de un anarquista que de un músico cuyo éxito, fama y dinero dependían de los gustos de una burguesía acomodada y conservadora.

Schönberg, tan excelente compositor como pintor, sufría de triscaidecafobia, es decir, de temor al número trece (lo que no le impidió nacer y también fallecer en sendos viernes trece), pero no de allodoxafobia, por lo que, convencido de sus ideas, no temía ni a las audiencias ni a la crítica. Dos meses antes del estreno de La consagración, volvió a arrojar dinamita musical sobre un auditorio perplejo. Su Sinfonía nº. 1, opus 9 era angustiosamente atonal. El público se rebeló contra su novedad, lanzó improperios al autor y requirió la intervención de la policía para que cancelara aquel concierto ácrata. Los médicos declararon que aquella atonalidad causaba angustia emocional y psíquica en los oyentes traumatizados. En sus titulares, los periódicos hablaron de demandas judiciales y de peleas a puñetazo limpio. Schönberg no se arrepintió: «Si es arte, no es para todos, y si es para todos, no es arte».

A las siete de la tarde del 29 de mayo de 1913 el director de orquesta Pierre Monteux levantó la batuta y dio entrada al fagotista. La consagración había comenzado. Terminada la introducción en la que el fagot repite con suavidad una vieja melodía lituana que simboliza el fin del invierno, comienza el segundo tiempo, Los augurios primaverales. Allí fue Troya. En el momento cumbre del fortissimo dodecafónico el público se puso a gritar. La consagración había provocado un alboroto que no hubo manera de parar. La emperifollada audiencia, empeñada en llamar ruido ensordecedor y subversivo a aquella nueva sinfonía, se levantó de las butacas y empezó a pelearse en los pasillos. Una salva de insultos voló en dirección a las bailarinas. La orquesta se había desintegrado en una cacofonía de instrumentos desorientados. La disonancia musical había sido usurpada por el caos real. Aquel desiderátum encolerizó a Stravinski. Su arte estaba siendo destruido por un público idiotizado. Iracundo, se levantó de su butaca en la cuarta fila y se dirigió a las bambalinas. Tras los bastidores, Nijinski estaba subido a una silla dictando a gritos el compás a los bailarines. Éstos no podían oírlo, pero qué más daba: aquella danza furiosamente nueva ensalzaba precisamente el desorden. Oculto tras el proscenio, Diaghilev encendía y apagaba frenéticamente las luces, provocando un efecto estroboscópico que incrementó aún más la locura general.

La policía de París llegó por fin. Pero su presencia sólo contribuyó a que el caos fuera aún mayor. El furor no terminó hasta que paró la música. Cuando el teatro se quedó vacío, Diaghilev sólo dijo una cosa: «Ha sido exactamente tal y como yo quería.» Nadie había escuchado el fruto de su arte, pero Stravinski se había convertido en una auténtica celebridad, en un icono de la vanguardia. Fallecido en Nueva York en 1971, asistió en 1940 al estreno de Fantasía, la película sin diálogos de Walt Disney cuya eterna e inolvidable cuarta secuencia es un arreglo de su sinfonía realizado por Leopold Stokowski.

Stravinski había presenciado su triunfo mucho antes de morir: nuestros cerebros habían aprendido a oír.

martes, 1 de marzo de 2011

Vuelve el western

Aunque no haya obtenido el Oscar a la mejor película, las diez nominaciones de la Academia con la que se presentó Valor de Ley significan el reconocimiento al buen cine. Vuelve el western. Estamos de enhorabuena.

Más que en ninguna otra película, en Centauros del desierto (John Ford, 1956) se demuestra la importancia un gesto en el western: la mirada que lanza Ethan Edwards (John Wayne) al abandonar el barracón en el que ha visitado a una mujeres blancas que el Ejército ha rescatado de un largo cautiverio entre los comanches, es probablemente la que más revela unos sentimientos en la historia del cine, una mirada épica y a la vez intimista que reclama la redención y en la que hay desconsuelo, odio, sed de venganza, tristeza y lástima, brutalidad y ternura, desesperación y desesperanza, todo mezclado en unos instantes infinitos.

Ha surgido estas semanas un debate acerca de Valor de Ley, de los hermanos Coen, cuyo guión descansa en la novela de Charles Portis True Grit (1968), que ya fuera llevada al cine en 1969 por Henry Hathaway y cuyo personaje principal, el alguacil Rooster Cogburn, sirvió a un inmenso John Wayne para ganar el Oscar al mejor actor en 1969. El excelente reparto, completado los jovencísimos Robert Duvall y Dennis Hopper, contribuyó a magnificar un título indispensable para entender el género. Quienes se quedan en la superficialidad de la película están empeñados de hacer del Valor de Ley de los Coen un simple y prescindible remake de su homónima de 1969, pero creo que para quien que no permanezca sólo en la piel de una historia de buenos y malos, para aquel al que le guste escudriñar en las entrañas de una cinta, el cine del Oeste es un mundo mucho más profundo y complejo al que no hay que mirar desde la lejanía con prismáticos, sino contemplarlo cuidadosamente, con precisión casi microscópica, para buscar otras perspectivas, miradas distintas y otros personajes ricos en matices y anímicamente contradictorios, con heridas en la piel y en el alma.

«Siempre he creído -decía Clint Eastwood en una entrevista- que el western, junto con el jazz, es una de las pocas formas de arte que los americanos podemos reclamar como propias. Además, cuando parece que el género ya no va a ninguna parte, que está exhausto, aparece una nueva mirada». Él mismo, en su lúcido intento de desmitificar al western, de dar a entender que matar no es algo bello, que no es nada romántico, provocó en 1992 una renovación del género con Sin perdón. Los Coen lo han vuelto a hacer ahora, con su última película que, entre otras cosas, parece un documental sobre el rostro, las arrugas, las ojeras, las carcajadas y los andares de un personaje, Rooster Cogburn (un inmenso Jeff Bridges), que como James Stewart en Dos cabalgan juntos (John Ford, 1961) o como William Holden y Robert Ryan en Grupo Salvaje (Sam Peckinpah, 1969), construyen una balada sobre un tiempo que viene que ya no será el suyo, el de las cabalgadas en los inmensos espacios desnudos de las praderas de Wyoming, en los cárdenos desiertos de Monument Valley o en los grises alcores de las montañas Chiricahuas, sino el que los condena al crespúsculo de su exhibición a trote cansino en la pistas de un circo decadente anclado en las afueras de unas ciudades que les son ajenas y a las que desprecian porque son el futuro.

Cada jornada que pasa corre por tanto en su contra, pero el desvencijado Rooster Cogburn –orgulloso e infatigable narrador de un pasado del que no puede escapar- rastrea y persigue de día en día. Sabe que el tiempo, mientras esté corriendo y lo cabalgue, no estará nunca terminado. Cuando la película comienza, todo ese tiempo que Cogburn vive, sobre el que se ha montado a horcajadas y contra el cual va luchando con cada vez menos ímpetu hasta necesitar ser espoleado por una terca niña de catorce años, ha terminado ya para él. A diferencia de Ethan Edwards, Rooster Cogburn, un individuo que desconcierta, tramposo hasta el final, borracho empedernido pero presente cuando más se le necesita, carece de odio y de prisa, de afán de venganza, de interés personal alguno. Es un pistolero acabado que sólo está dispuesto —y de mala gana— a intentar su misión por dinero, y que no tiene reparo en aceptar el que le ofrece una huérfana empecinada. Pero su tiempo ha pasado y Cogburn sabe que ya no hay vuelta de hoja, que el proceso de desarraigo y la transformación han concluido.

Para el público norteamericano, cuya historia carece de cantares de gesta, épica medieval, reyes, o guerras religiosas, los westerns equivalen a las fábulas mitológicas que en otras culturas cuentan el nacimiento de un pueblo, de una tribu o de una nación y su asentamiento en un lugar de la tierra: el cine iba a reflejar todas aquellas gestas. Así, el origen del western hay que buscarlo en filmes tan remotos como Asalto y robo de un tren (Edwin Porter, 1903), la primera cinta importante con argumento de ficción que ofrecía ya la aventura y el toque épico que iban a ser características esenciales del western, el estilo cinematográfico considerado a partir de entonces como el género nacional.

A finales del XIX y principios del XX las pequeñas novelas que contaban las hazañas de esforzados colonos, sus luchas contra los indios y las correrías de sheriffs, cuatreros, bandidos y vaqueros, eran muy populares en todo el país; además, muchos de los protagonistas de aquellas historias seguían vivos, paseándose entre sus conciudadanos. El mítico Búfalo Bill llevaba su circo, con indios, lanzadores de cuchillos, carromatos y todo lo demás, de norte a sur y de costa a costa de Estados Unidos, mientras que Robert Ford contaba fríamente sobre los escenarios cómo asesinó por la espalda a Jesse James. En Valor de Ley, dicho sea de paso, Cogburn muere precisamente en uno de esos circos.

Siguiendo la estela de Thomas Harper Ince, que rodó los primeros westerns de primera categoría (El desertor, 1911, y La mujer que mintió, 1916), las pantallas se llenaron de cowboys justicieros cuyas aventuras, tan simples como emocionantes, insuflaban al mundo el hálito de la nueva epopeya. En el Este, al otro extremo del gigantesco país recién nacido, había hambre por conocer cómo se conquistó el Oeste: el cine sació ese apetito sobradamente. Hollywood hizo girar su manivela y comenzó a producir centenares de películas del Oeste, muchas de ellas protagonizadas por verdaderos cowboys que sólo tenían que subirse a un caballo y galopar ante las cámaras. Con la irrupción del sonoro, el western pasó a ser un género de segunda, en buena medida porque no supo adaptarse a los nuevos tiempos. Las del oeste eran películas que se rodaban en exteriores y los requerimientos técnicos del sonido exigían que se filmara dentro de los estudios. No era el único problema. Era un género de acción y tampoco se sabía muy bien cómo colocar los diálogos con alguna armonía. Y en esas llegó John Ford abriendo caminos en el carromato de la Wells Fargo, al que convirtió en el escenario de la nueva epopeya.

Ford rodó La diligencia (1939), considerada la película fundacional del western clásico. Como no tenía presupuesto para contratar a Gary Cooper, se acordó de un actor grandullón que había trabajado para él como extra hacía muchos años. La diligencia supuso el salto a la fama para el hombre que con el tiempo se convertiría en el vaquero más famoso del cine: John Wayne. Encerrados en el agobiante espacio del polvoriento vehículo convertido en un escenario abarcable para la cámara y comprensible para los diálogos, Ford reunió por primera vez todos los personajes que luego habrían de repetirse en todos los westerns: desde el vaquero aguerrido e indómito frente al peligro pero timorato ante la hermosa y cándida protagonista, pasando por el cobarde y astuto jugador de ventaja, el postillón provisto de una enorme escopeta y la chica de salón, hasta el bondadoso médico borrachín.

Recurriendo a unos temas como eI amor a la tierra, los grandes paisajes vírgenes, la familia, la amistad, la lucha del hombre contra las adversidades o los esfuerzos cotidianos de personajes sencillos, Ford y otros directores como Raoul Walsh, King Vidor, William A. Wellman, Howard Hawks, William Wyler o Anthony Mann, fueron creando la liturgia épica del western. Superada la épica, se incorporó el drama: llegó un momento en que había que contar cómo se construyó una nación a costa de destruir otras, las indias, y también cómo la violencia y el amor a las armas de fuego echó allí unas raíces tan vigorosas que, siglo y medio después, son casi imposibles de extirpar. Sólo viendo cuatro o cinco películas de John Ford, desde La legión invencible (1949) pasando por El gran combate (1964) y Centauros del desierto, se puede apreciar esa evolución.

Ford, testigo de la decadencia de su género favorito, vivió lo suficiente como para ver como recuperaba su tono en 1969 con Grupo salvaje, a la que muchos consideraron la última gran epopeya del Oeste. Un relato crepuscular sobre el cambio de una época a otra y sobre un puñado de hombres al borde del precipicio que las separa, pero que logran remontarse y construir un final digno de ellos, explosivo y decadente, un final que, paradójicamente, les otorga sentido. La película, que abre con una estruendosa batalla y se cierra con otra devastadora, es la crónica romántica de una tregua narrada con una técnica exquisita que Peckinpah consigue a lo Kubrick, a base de rodar cada escena como si se tratase de toda la película, como si le fuese la vida en ello.

Desde entonces, el western vivió malas épocas pero no desapareció nunca de las pantallas, aunque era veneno puro para las taquillas. Cuando parecía que el género ya no iba a ninguna parte, que estaba exhausto, Clint Eastwood dio un golpe de timón con Sin perdón en donde enfocó los viejos temas con una nueva mirada. Para muchos, Sin perdón iba a ser el título más importante en muchos años pero también el canto del cisne de un género condenado a la extinción.

Pero la nueva contemplación de los viejos temas volvió con un nuevo estilo de western, con un nuevo envoltorio en la desmitificadora Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005) y, sobre todo, con No es país para viejos, de los hermanos Coen (2007), un thriller moderno pero que contenía los inconfundibles elementos comunes en muchísimos westerns: cuatreros reconvertidos en traficantes de droga; caminos infinitos que, como en sus sucesoras, las road movies, había que recorrer en una interminable persecución; pistoleros a sueldo aunque tengan un extravagante atuendo y lleven un artefacto para matar vacas en lugar de los viejos colts 45; un viejo sheriff que medita sobre una tierra fronteriza, violenta y anárquica, en donde la noción de ley y de orden yacen en donde habita el olvido.

Tatareando She wore a yellow ribbon al son de las cornetas del Séptimo de Caballería, los western han ido saciando la fantasía de millones de espectadores, no importa cuál fuese su edad. Una de las razones de la eterna fascinación que muchos sentimos por esas películas radica en que provocan un retorno a la infancia. Allí, en las calles sucias y polvorientas de un imposible pueblo perdido en la soledad de un paraje desolado, sorteando excrementos de caballo y quién sabe si alguna bala perdida, los amantes del cine del Oeste nos reencontramos no solo con tipos sucios, duros y malencarados calzados con espuelas, llevando pistolones al cinto, como Wyatt Earp o Wild Bill Hickok, sino con ese añejo aroma que nos acompaña desde la primera vez que cabalgamos sobre las desvencijadas butacas de los cines de barrio. Un olor inconfundible al sudor y al tabaco del vetusto salón; a pólvora recién disparada y a whisky recién destilado; a indios y soldados de caballería, jinetes que murieron con las botas puestas; a fuertes quemados por los comanches y a grandes tierras por colonizar desde largas caravanas, pero que también nos traslada a imperecederas pasiones humanas: a traiciones y venganzas; a misiones solo aptas para audaces; a lealtad y amistad; y a cantinas donde aplacar la sed y la soledad.

No, quizá goce de una mala salud de hierro, pero el viejo western no morirá. Aparecerá de cuando en cuando, como los viejos pistoleros que regresan del olvido para cobrar una deuda de sangre, como las señales de humo de los indios sobre las doradas areniscas de los territorios apaches, como el resonante toque de corneta del séptimo de caballería que viene al rescate del espectador. Y siempre habrá alguien dispuesto a dejarse hechizar por esa magia compuesta de cielos abiertos, de inmensas tierras por recorrer, de casacas azules y de vaqueros solitarios que calientan café y judías a la lumbre bajo una bóveda de estrellas que, como ellos, espectadores y vaqueros, son ya de otro tiempo.

Eso es tan cierto, cómo dice Mattie Ross en Valor de Ley, como que en este mundo «no hay nada gratuito excepto la gracia de Dios.»

Diez pequeños indios


En Diez pequeños indios, el último libro de cuentos de Sherman Alexie (Xordica, 2010), aparece un catedrático de Economía transformado en mendigo. Excelente imagen. Dice algo interesante: «Saber de economía significa que sabes de números, no que sabes de gente». Como nos enseñó George Bailey (James Stewart), el protagonista de la vieja cinta clásica de Capra, Qué bello es vivir, aquel inolvidable honrado y modesto ciudadano que dirigía un pequeño banco familiar, si se trata del dinero de la gente, lo que más importa es la confianza. De confianza es de lo que se habló durante el pasado Consejo de Ministros de 18 de febrero, en el que aprobó el decreto de recapitalización de las entidades financieras, dirigido especialmente a las cajas de ahorros, pero que busca que los mercados se fien del conjunto del sistema bancario español.

En otra entrada de este blog (Sobre panes y peces o cómo la banca crea el dinero; julio 2009), que ahora me viene de perillas, me ocupé de cómo los bancos producen dinero virtual. El sistema bancario moderno, que permite a los bancos tener en sus cámaras acorazadas menos efectivo de lo que oficialmente deben a sus clientes, funciona de forma excelente cuando la economía marcha bien y los ahorradores confían en que su dinero está seguro. Sin embargo, en épocas de crisis, ese mismo sistema puede fallar estrepitosamente. Eso es lo que ocurre si, por alguna razón (rumores sobre la inminente quiebra de la institución o el hecho de que se haya visto gravemente afectada por un robo, como sucede en Qué bello es vivir, o por un desastre imprevisible como le ocurrió a Lloyd con el hundimiento del Titanic), una gran cantidad de clientes intentan retirar su dinero al mismo tiempo, algo que se conoce como pánico bancario.

Aunque llegado el momento podemos necesitar nuestros ahorros, es improbable que necesitemos toda esa cantidad a la vez; en realidad, lo que hacemos es retirar de cuando en cuando una parte de ella en una sucursal o un cajero electrónico o mediante el uso de una tarjeta de débito. En consecuencia, en lugar de dejar este dinero ocioso en sus cámaras acorazadas, los bancos mantienen sólo una fracción de papel en sus reservas. Aunque llegado el momento podemos necesitar nuestros ahorros, es improbable que necesitemos toda esa cantidad a la vez; en realidad, lo que hacemos es retirar de cuando en cuando una parte de ella en una sucursal o un cajero electrónico o mediante el uso de una tarjeta de débito. En consecuencia, en lugar de dejar este dinero ocioso en sus cámaras acorazadas, los bancos mantienen sólo una fracción de papel en sus reservas.

Con este sistema, el banco está obligado legamente a mantener únicamente un porcentaje de su dinero en efectivo, el llamado coeficiente de caja o, lo que es lo mismo, el dinero en efectivo que debe depositar en la autoridad monetaria correspondiente para hacer frente a las peticiones de reintegro del dinero que sus clientes hayan depositado. La clave del sistema es que el dinero de papel ha dejado de tener un respaldo metálico valioso y tangible, en oro, por ejemplo, el patrón clásico de fiabilidad de una moneda. Con el sistema de reserva fraccionaria, que en sus orígenes era una práctica ilegítima llevada a cabo por los orfebres, pero que acabó siendo legalizada, el dinero se crea cada vez que se da un préstamo. El dinero no representa otra cosa que la deuda de otros; el único aspecto "tangible" del sistema es la promesa del prestatario de devolver el dinero junto a sus intereses. La deuda y la capacidad de los prestamistas para generar dichas deudas es lo que se convierte en la divisa encubierta. Y para mantener este sistema la confianza es fundamental.

Al tener que depositar solo una fracción de los depósitos, se produce la denominada creación de dinero bancario conforme el mismo dinero se va prestando más veces. Veamos lo que pasa cuando depositamos mil euros en un banco. Si el banco es europeo está obligado a un coeficiente de caja del 2%, por lo que debe depositar en el banco central veinte euros y puede prestar 980 a otra persona. Situación final: Yo dispongo de mil euros en mi cuenta y otra persona de 980 del préstamo realizado con mi dinero. Total: 1.980 euros creados a partir de tan solo mil. Este efecto puede multiplicarse realizando la misma operación repetidas veces hasta el punto de crear una gran cantidad de dinero ficticio.

Nos guste o no, y a muchos a quienes no les gusta, el sistema fraccionario tiene sentido desde un punto de vista económico. Es muchísimo más eficiente que los bancos utilicen el dinero que se les deposita, y maximicen su coste de oportunidad, en lugar de limitarse a guardarlo. Sin embargo, esto conlleva implicaciones importantes para la economía en general. Al prestar ese dinero extra, los bancos hacen que aumente la oferta monetaria, lo que hace crecer la inflación, genera inestabilidad económica y alimenta burbujas especulativas basadas en el apalancamiento excesivo.

Como hemos estado a punto de comprobar en sus más funestos extremos, un colapso del sistema supone la paralización de la actividad económica. Una contracción fuerte del crédito tiene consecuencias devastadoras para todos que necesitan créditos, que son la mayoría. Unos mercados que se secan y dejan de funcionar o que se mantienen poco activos dificultan la única financiación alternativa que tienen las empresas y las mismas entidades financieras fuera del crédito. La experiencia de la crisis financiera que empezó en 2007 ha demostrado que los gobiernos prácticamente harán cuanto sea necesario para garantizar que los bancos no quiebren. Cuando eso ocurre, las consecuencias para la economía en general pueden ser terribles, pues no sólo se mina la confianza y la riqueza de los ciudadanos, sino que la oferta de dinero sufre una caída pronunciada a medida que los bancos dejan de prestar y empiezan a acumular efectivo, lo que en última instancia puede conducir a la deflación.


El coeficiente de caja varía de unos países a otros. Por ejemplo, en Estados Unidos es del 10%, mientras que en los países árabes es del 100%. En este tipo de economías las cuentas corrientes no están remuneradas y toman protagonismo la gestión de los depósitos a plazo para disponer de dinero que prestar. Para evitar un crecimiento desmedido de la masa monetaria por culpa del efecto multiplicador del sistema fraccionario de reserva, la Eurozona se había fijado como objetivo incrementar el coeficiente de caja del actual 2% al 10% en una primera fase (progresivamente a 4 años vista), poniendo el objetivo a muy largo plazo en alcanzar un coeficiente de caja cercano al 100%. A la vista de la desconfianza de los mercados hacia el sistema bancario español en general, y de las cajas en particular, lo que ha hecho el gobierno ha sido acelerar esos plazos. El decreto de recapitalización de las entidades financieras aprobado el pasado 18 de febrero, fija una exigencia de capital básico del 8% para las entidades cotizadas en Bolsa y del 10% para aquellas que no lo están y que cuentan con una dependencia de financiación mayorista de al menos el 20%. Esas serán las exigencias en toda la Eurozona dentro de un cuatrienio.