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sábado, 16 de marzo de 2013

Anastasia y Olga: la imaginación nunca descansa


¡Ah, señores, qué breve es nuestra vida! [...] 
Si vivimos, vivimos para pisotear cabezas de reyes. 
Si morimos, ¿habrá mejor muerte que en compañía de príncipes? 
William Shakespeare: Enrique IV.


Ekaterimburgo (Rusia), madrugada del 17 de julio de 1918. El zar Nicolás II, su familia y sus criados son conducidos al sótano de la casa Ipátiev, donde permanecen como prisioneros de la policía secreta bolchevique. Yákov Yurovski, un fotógrafo siniestro reciclado en comisario político, les convence de que va a tomarles un retrato de familia. Una vez en el lóbrego sótano, les lee una improvisada sentencia de muerte y ordena su fusilamiento. El zar y la zarina Alejandra mueren en la primera ráfaga de disparos. El zarevich Alexéi es apuñalado y rematado. Los asesinos comprueban que las cuatro hijas del zar están en el suelo, aún vivas en un mar de sangre. Las joyas y piedras preciosas zurcidas a sus corsés les han servido de chaleco antibalas. Mientras reza de rodillas, Anastasia es ensartada con una bayoneta. María agoniza. Tatiana recibe un tiro en la nuca. Olga intenta levantarse, pero le plantan una bota en la cara para sujetarla y le disparan en la mandíbula. La bala le entra por la boca y le atraviesa el cerebro. Fin de la historia oficial. Comienza la leyenda.

Febrero de 1919. Tras un intento frustrado de homicidio, una muchacha fue rescatada de un canal berlinés e internada en un hospital psiquiátrico. Como no traía papeles y rehusó identificarse, la inscribieron con el nombre “fraulien unbekannt” (señora desconocida). Presentaba cicatrices en su cabeza y abdomen. Cuando la interrogaron habló en alemán, con un acento descrito por el personal médico como ruso. Influida por la lectura de una nota periodística sobre el incierto destino de algunos miembros de la familia imperial rusa, de la que se desconocía dónde había sido sepultada, Clara Peuthert, una de las internas del frenopático se empecinó en que la mujer rescatada de las aguas era la gran duquesa Tatiana Romanov. Un careo con la baronesa Sophie Buxhoeveden, antigua dama de compañía de la zarina Alejandra, bastó para descartar esa posibilidad. Apenas la tuvo delante, la baronesa declaró que Tatiana era mucho más alta que esa impostora. Para sorpresa de todos, la desconocida respondió que ella no había dicho que fuera Tatiana. Ella era Anastasia. 

En marzo de 1922, las declaraciones de que había aparecido una Gran Duquesa rusa atrajeron por primera vez la atención pública. La mayor parte de los miembros de la familia de Anastasia y los que la conocían, incluyendo al mozo de cámara de la zarina, Alexei Volkov, al tutor de la corte Pierre Gilliard y a su esposa, Shura, que había sido niñera de Anastasia, y a la hermana del zar, la gran duquesa Olga Aleksándrovna Románova, dijeron que era una impostora, pero otros muchos exiliados rusos estaban convencidos que era Anastasia. Entre ellos pesaba mucho el testimonio de Tatiana Melnik, hija del doctor Eugene Botkin, médico personal de la familia imperial, que había sido asesinado por los comunistas junto a la familia del zar en la matanza de Ekaterimburgo. Tatiana, que había conocido a la gran duquesa Anastasia cuando era niña y había hablado con ella por última vez en febrero de 1917, aseguró que la mujer era Anastasia y consideró que cualquier incapacidad de su parte para recordar los acontecimientos y su rechazo a hablar en ruso, eran causados por su deteriorado estado físico y psicológico.

En las décadas siguientes, la mujer, que había adoptado el nombre de Anna Anderson tras usar el apellido Tschaikovsky, se enfrentó a numerosas acusaciones de impostura. Pero aunque ella no podía ofrecer ninguna prueba acerca de su identidad, hasta su muerte en 1984 nadie pudo demostrar tampoco que Anderson no era quien decía ser, a pesar de que en 1927 una agencia de detectives contratada por Ernesto Luis de Hesse-Darmstadt, gran duque de Hesse, hermano de la zarina asesinada, la identificó como Franziska Schanzkowska, una obrera polaca con un historial de enfermedades mentales que desapareció misteriosamente en la misma época en que Anna Anderson fue internada en el hospital psiquiátrico. Después de un pleito legal que se prolongó durante décadas, los tribunales alemanes resolvieron que Anderson no había logrado demostrar que era Anastasia. 

Entre 1922 y 1968, Anna Anderson vivió en los Estados Unidos y Alemania con varios de sus partidarios, además de permanecer ocasionalmente en sanatorios y asilos de ancianos. En 1979 fue sometida a una intervención quirúrgica en la que le extrajeron un fragmento de intestino que los patólogos conservaron en parafina. Años más tarde, ese fragmento proporcionaría el ADN que puso fin a la discusión acerca de su identidad. Tras su muerte en 1984, el cuerpo de Anderson fue incinerado y sus cenizas fueron enterradas en el cementerio del castillo de Seeon, en Alemania. 

Después de la caída del comunismo se descubrieron los restos del zar, de la zarina y sus cinco hijos. A mediados de la década de 1990 se analizaron las huellas genéticas del zar Nicolás, de su esposa, del duque de Edimburgo y de Anna Anderson. No quedó ninguna duda: eran la misma persona y no existía ninguna relación entre Anna y la familia imperial. En cambio, el ADN mitocondrial de Anna coincidió con el de Karl Maucher, un sobrino nieto de Schanzkowska: Anderson y Schanzkowska eran la misma persona. El tema parecía zanjado.

«Disparos, un alarido de mamá, blasfemias, lamentos... Un torrente de fuego me cubrió los ojos... Así, en el suelo, boca abajo, yací herida, con el cráneo destrozado y un silbido lacerante en los oídos. Varias balas me habían rozado. Una me había dado de lleno. Sentía la sangre caliente, que me empapaba el vestido. Oh, terrible: estaba muerta y estaba viva. No, no estaba viva: era Dios que me permitía ver desde el más allá. En el suelo, un mar de sangre. Alguien aún gemía. Intentaba levantarme, pero caía sobre mí misma. Mis manos estaban como lejos de mí. Me esforzaba por abrir los ojos para disponerme a morir. Pero antes quería mirar por última vez el rostro de mis seres queridos. De pronto, me pareció disolverme en un largo sopor. Ya no vi nada, solo una sombra rojiza, una turbia luz que se apagaba... ¿Por qué, Dios mío, has querido que yo, sola, sobreviviera a mi familia?».

Así narra la ejecución la presunta gran duquesa Olga Nicolaievna en su autobiografía Estoy viva, recientemente publicada en España por la editorial Martínez-Roca. Cuando escribió su autobiografía a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, Olga ya no era Olga Nicolaievna ni era rusa. Se hacía llamar Marga Boodts, con pasaporte alemán, una de las varias identidades que habría adoptado para eludir a los espías soviéticos. Después de la caída del régimen soviético, los restos de la otra Olga, la que habría muerto asesinada, fueron exhumados en Ekaterimburgo por un equipo de arqueólogos y trasladados a la catedral de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo, donde fueron sepultados con los de sus padres y dos de sus hermanas. En 2007 se encontraron los restos del zarevich y de otra de las duquesas. Tres equipos forenses certificaron con pruebas de ADN que los Romanov descansaban en paz. 

Volvemos a las andadas: la aparición con medio siglo de retraso de las memorias de Marga Boodts prueba que una vez que un hecho traspasa el umbral de lo legendario, la imaginación nunca descansa.

domingo, 3 de marzo de 2013

Orce 1, Atapuerca 0


Con la habitual dosis de fanfarria mediática, el pasado viernes el consejero de Cultura y Deporte de la Junta de Andalucía, Luciano Alonso, el investigador del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social, Bienvenido Martínez Navarro, y el director del Museo Arqueológico de Granada, Isidro Toro Moyano, presentaron el hallazgo en el yacimiento del Barranco León, en Orce (Granada), de un diente de leche de un homínido que, según los datos bioestratigráficos, está en una biozona datada en 1,4 millones de años, lo cual supone que los yacimientos de Orce sean el "registro paleobiológico más importante de Europa para estudiar los últimos millones de años en el mundo", por delante de Atapuerca, datado en 1,2 millones de años. 

Ahí queda eso: Orce 1, Atapuerca 0. El yacimiento granadino necesitaba reivindicarse desde el gatillazo de los restos que encontró en 1982, también en Orce, el también paleoantropólogo y también catalán Josep Gibert en el yacimiento de Venta Micena, que se consideró un fragmento craneal del “Hombre de Orce”, de 1,3 millones de años, un presunto homínido que resultó no ser tal sino los restos que la quijada de una hembra de rumiante. Por eso, el partido del viernes era una especie de revancha, una reedición en formato antropológico del famoso sketch de los Monty Python de 1972 que muestra el duelo balompédico entre un equipo estrella de filósofos griegos y uno de alemanes, capitaneado por Hegel, con Leibniz en la portería. Los equipos se pasaron la mayoría del partido paseándose y filosofando, ignorando el balón (“Aquí está Marx... veamos si él puede darle algo de vida a este ataque alemán... Evidentemente no”), hasta que Arquímedes tuvo un momento de ¡Eureka! y dirigió un ataque que culminó con Sócrates metiendo de un testarazo el balón, que le había pasado Heráclito, en la portería germana. Aquel partido (a pesar de las protestas de Kant y Hegel) tuvo un claro ganador, al igual que el partido del viernes, pero es difícil imaginar que la lucha sobre el origen del hombre en Europa pueda depender de un solo diente y más cuando los dientes han dado algún sonoro quebradero de cabeza a algunos reputados paleontólogos.

Según su descubridor, es "incontestable" que el diente corresponde a un humano, concretamente es un molar de un niño de diez años y así lo evidencian los estudios a los que ha sido sometido este fósil, tanto en el Museo Nacional de Historia Natural de París o la Universidad Autónoma de Barcelona, entre otras instituciones científicas. "Anatómicamente es incontestable que se trata de un diente humano de lo que podemos llamar el Niño o la Niña de Orce", subrayaba la mar de contento. 

Es exactamente la misma secuencia que siguió el venerable Henry Fairfield Osborn, director del Museo Norteamericano de Historia Natural, considerado el padre de la paleoantropología americana, cuando en 1922 confundió el diente de un pecarí encontrado en Snake Creek, Nebraska, con un molar de homínido. Que los pecaríes sean unos parientes cercanos de los cerdos domésticos no ayudó mucho a que el error de Osborn pasara desapercibido entre los antievolucionistas y más aún cuando el descubrimiento supuestamente sensacional llegó en el que parecía ser el mejor momento para Osborn, enzarzado como estaba en un debate público frente al congresista por Nebraska William Jennings Bryan, un fundamentalista religioso, tres veces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, que llegó a ser Secretario de Estado entre 1913 y 1915, durante la presidencia de Woodrow Wilson. 

Bryan era el ariete político de los creacionistas, una suerte de talibanes que sostenían (y sostienen) que cada ser vivo que existe actualmente proviene de un acto independiente de creación divina. Los creacionistas se mantuvieron en la sombra durante varios años hasta que, a mediados de los años 1920, en una búsqueda del renacimiento de valores que ellos consideraban tradicionales, propusieron prohibir toda noción de evolución en la enseñanza pública y enseñar, por el contrario, los disparates que surgen de defender a pies juntillas la historicidad y literalidad de la Biblia, lo que inevitablemente conduce a sostener necedades y dislates tales como creer que Dios creó el mundo en seis días y, según las lunáticas cuentas que el arzobispo anglicano y primado de Irlanda James Ussher hizo en su libro Anales del Antiguo Testamento, que la Tierra fue creada en el anochecer previo al 23 de octubre de 4000 AC. 

En 1920, Bryan, que había olfateado entre los creacionistas un granero de votos, puso en marcha una campaña legislativa por toda la nación contra la enseñanza de la evolución que culminó en el célebre juicio de Scopes de 1925 del que prometo ocuparme en otra ocasión. En esa campaña se desató la controversia entre Bryan y Osborn que se separa de lo que es habitual en este tipo de debates en los que los creacionistas se suelen enfrentar a evolucionistas descreídos, laicos, agnósticos y ateos. No era el caso, porque el propio Osborn, un científico arrogante, aristocrático y ultraconservador, era, además de un gran paleontólogo, un teísta convencido de que Dios existía y consideraba que la evolución era la más hermosa expresión del designio divino. Para Osborn, Bryan era un político oportunista y un paleto que estaba evitando que la ciencia sirviera de intérprete a la más alta expresión de la Divina Providencia. 

En 1922, en pleno debate Bryan-Osborn, Dios pareció ponerse de parte del científico cuando Harold Cook, un geólogo profesional, encontró un diente fósil en los depósitos del Plioceno medio de Snake Crek al occidente de Nebraska. Envió el diente a Osborn, quien obró con la habitual prudencia de los científicos puesto que consultó con varios especialistas antes de concluir que el diente perteneció a un primate antropoide. La conclusión entusiamó a Osborn porque el hallazgo constituía el primer registro fósil de primates antropoideos en Norteamérica. Como ahora se ha hecho con el diente de Orce, Osborn publicó el hallazgo del que llamó Hesperopithecus haroldcookii -que significa "Simio del mundo occidental"- en dos de las más prestigiosas revistas de la época. En una de ellas, ni más ni menos que en los Proceedings of the National Academy of Sciences, el exultante Osborn se permitió lanzar una puya a Bryan, un dardo que hubiera sido tolerable en cualquier publicación divulgativa pero que rechina en una revista científica. Aludiendo al nombre latino que había dado al supuesto homínido poseedor del molar fosilizado, el crecido Osborn hizo un chiste: «Se ha sugerido jocosamente que debería llamarse a este animal Bryopithecus, en honor del primate más distinguido que ha producido hasta hoy el estado de Nebraska». 

La alegría duró poco. Osborn se dedicó con ahínco a buscar pruebas que confirmaran su nuevo homínido y envió varias expediciones para recolectar nuevos fósiles. Cumplieron, pero el tiro le salió por la culata. En 1927, el colega y amigo de Osborn, William King Gregory, el experto más cualificado en dientes de primates y uno de los científicos que habían avalado la humanidad del molar del Hesperopithecus, publicó un artículo en Science en el que justificaba el error de Osborn que, dadas la similitudes estructurales entre los molares de los humanos y alguno artiodáctilos, había atribuido el diente de Hesperopithecus a un homínido cuando en realidad resultaba ser de un pecarí extinguido del género Prosthennops.

Aquella rectificación significó un gran regocijo para Bryan y un mazo con el que golpear al evolucionismo: ¿Qué podía esperarse de los paleontólogos si uno de ellos, el gran Osborn, había confundido un diente humano con el de un cerdo? 

Atentos en Orce: ¡cuidado con los dientes!

Mañana en la batalla piensa en mí


Ricardo, tu mujer, aquella desgraciada Ana, tu mujer, 
que jamás durmió una hora en paz contigo, 
ahora llena tu sueño de agitaciones: 
mañana en la batalla piensa en mí 
y caiga tu espada sin filo. ¡Desespera y muere! 
William Shakespeare: Ricardo III (Acto V, Escena III).

Campos de Market Bosworth, Leicestershire (Inglaterra), madrugada del 22 de agosto de 1485. Las tropas de Ricardo III Plantagenet, rey de Inglaterra, de la casa de York, y los mercenarios franceses del pretendiente a la corona de la casa de Lancaster, Enrique Tudor, se aprestan para la batalla decisiva de la larga disputa por el trono de Inglaterra conocida como la Guerra de las Dos Rosas. Traicionado por algunos de sus nobles en pleno combate, Ricardo intenta una carga desesperada contra el grupo que rodeaba a Enrique. No lo consigue. Desmontado, pelea como un jabato (su marca heráldica llevaba al jabalí como insignia) y muere luchando bravamente con el cráneo atravesado por una flecha. 

El descendiente de Ricardo Corazón de León tuvo una muerte digna del rey Arturo de Thomas Malory y no la del villano cobarde que los vencedores promovieron después. Su cuerpo, ignominiosamente atravesado en un caballo, fue llevado hasta Leicester, donde se exhibió desnudo y apaleado por las calles, hasta acabar aplastado contra el antepecho de un puente sobre el río Soar. Sus restos fueron finalmente sepultados en la capilla franciscana de Greyfriars, sobre cuyas ruinas se levantaría más tarde la catedral de Leicester.

Departamento de Genética de la Universidad de Leicester, nueve de la mañana del lunes 10 de septiembre de 1984. El genetista Alec Jeffreys comienza su jornada de trabajo sin saber que aquella mañana cambiaría su vida y la de muchas otras personas alrededor del mundo. Jeffreys estaba tratando de identificar diferencias genéticas a nivel molecular. Por casualidad, cuando observaba ADN procedente de su técnica de laboratorio Jenny Foxon y de sus padres, descubrió una región del ADN que era enormemente variable. Nada importante si Jeffreys no hubiera sido curioso. Observó la región con los rayos X y se dio cuenta de que había algo parecido a un código de barras; resultaba muy borroso, pero aun así era fácil detectar cómo la huella de Jenny consistía en una combinación de la de su madre y su padre, pero a la vez era única. En unos segundos el científico se percató de que había encontrado un método de identificación basado en el ADN que podría utilizarse no solo para identificación biológica, sino para dilucidar todo tipo de relaciones familiares. Le puso nombre a esa marca que hace a cada individuo un ejemplar único: “ADN fingerprints”: la huella genética. 


El número 316 de la revista Nature, que apareció el 4 de julio de 1985, cayó como una bomba en los laboratorios forenses de todo el mundo. En sólo tres páginas, el artículo firmado por Jeffreys y dos de sus colaboradoras describía el método de identificar personas y establecer relaciones de parentesco. El procedimiento consiste en extraer el ADN de una muestra de tejido humano, cortarlo en fragmentos de distintos tamaños y separarlos en un campo eléctrico. Luego se usa una pequeña porción de ADN radioactivo que se pega a los fragmentos del genoma que llevan una secuencia específica variable de individuo en individuo. 

El resultado final del procedimiento es una placa radiográfica donde se observa una serie de bandas que recuerda los códigos de barras usados para marcar artículos comerciales. Tal y como sucede con las huellas dactilares, cada persona presenta un patrón específico de bandas sin que exista otra persona que presente exactamente el mismo patrón. Como las bandas se heredan de padres a hijos, todas las que aparecen en la huella genética de una persona tienen que estar presentes en las huellas de alguno de sus padres. Esto viene de perillas para establecer relaciones de parentesco.



Veintiocho de agosto de 2012. Un equipo de arqueólogos descubre un esqueleto debajo del aparcamiento de la catedral de Leicester. Unos días después, el laboratorio forense certifica que el cráneo encontrado fue atravesado por un objeto punzante y que la curvatura de la columna confirmaba la joroba de Ricardo III. De confirmarse la sospecha, se trataba de un hallazgo sensacional porque pocos monarcas ingleses han despertado tanto interés ni ninguno tuvo jamás más fama de malvado. El principal propagador de esa leyenda negra fue Shakespeare quien trazó con su pluma los contornos inmortales de numerosos personajes, capaces de las mejores obras, de las peores y también de las más contradictorias. Suyos son los retratos de grandes reyes atormentados y de brujas, generales, duendes traviesos, esposos enfermizamente celosos, dulces enamorados o villanos desalmados. Shakespeare hizo de Ricardo III un arquetipo de la peor condición humana: si Shylock es el codicioso ávaro, Falstaff el festivo, cobardón, vanidoso y pendenciero, Otelo el celoso y Macbeth el insomne acosado por su propia conciencia, Ricardo III aparece como un asesino vil, deforme, ambicioso y corrupto. 

Inspirada en la biografía del último rey de la casa Lancaster que escribió Tomás Moro en 1513, Ricardo III, la tragedia histórica de Shakespeare, presenta al personaje en función de quien estaba en el poder en aquel momento, la reina Isabel I, nieta de Enrique VII, vencedor de la batalla de Bosworth e implacable enemigo de Ricardo. ¡Vae victis! Shakespeare lo retrató como “the son of hell”, el “hijo del infierno”, un jorobado tiránico con un brazo atrofiado, un “ponzoñoso reptil jorobado”, como le llama la reina Margarita, capaz de ordenar asesinar al rey Enrique VI, a su propio hermano Jorge y a sus dos sobrinos cautivos en la Torre de Londres para poder acceder al trono. Si Ricardo hubiese ganado en Bosworth, si hubiese sobrevivido y sus herederos hubieran continuado en el trono, es muy posible que Inglaterra siguiera siendo hoy un país católico. Pero el vencedor de la batalla fue Enrique Tudor, cuyo hijo, Enrique VIII, obligó a su país a convertirse al protestantismo porque el Vaticano no le permitió divorciarse de su primera esposa, Catalina de Aragón, para casarse con la hermosa, gatuna y provocadora Ana Bolena. 


Febrero de 2013. La noticia de su primera semana en Inglaterra fue la confirmación de que el esqueleto encontrado en Leicester era el del rey Ricardo III. A pesar de que entre la actual soberana de los británicos, Isabel II, y su antecesor lejano en el trono Ricardo III median veintitrés reyes, ninguno estaba relacionado con Ricardo III por vía familiar. El linaje del último monarca inglés muerto en un campo de batalla, despreciado por Shakespeare y por la historia, tenía su último descendiente en Michael Ibsen, un ebanista canadiense, de quien se sabía por estudios genealógicos que era el único descendiente directo vivo de la dinastía Plantagenet. Quinientos años y diecisiete generaciones después, el cotejo de la huella genética de Ibsen y la de los restos de Leicester confirmó uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes en la historia del Reino Unido: el hijo del infierno había salido de las tinieblas del olvido. 


No es el único rey ungido de Inglaterra que yace en un lugar poco apropiado. Algunos historiadores creen que Boadicea, reina de los icenos, una pequeña tribu celta que ocupaba el actual territorio de Norfolk, al norte de Londres, que se rebeló contra las legiones de Nerón y fue violada y asesinada junto con sus hijas por las tropas del pretor Suetonio, está sepultada bajo el andén décimo de King’s Cross Station. Otros eruditos, más iconoclastas, lo niegan porque sostienen que está enterrada bajo un McDonalds de Birmingham. 

Sic transit gloria mundi.