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sábado, 7 de mayo de 2011

La fuente de la eterna juventud


Cuando Keynes adquirió en pública subasta los manuscritos que habían pertenecido a Isaac Newton y que habían permanecido ocultos durante más de tres siglos, descubrió que el gran físico había gastado una buena parte de su tiempo dedicado a la especulación astrológica y alquimista en una incesante, fatigosa, febril, inane e inútil búsqueda de la piedra filosofal y de la fuente de la eterna juventud. Newton dejó como legado una magna producción dividida en tres partes, los Principia, consideradas como una de las obras más influyentes jamás escrita. Dos de ellas se ocupan básicamente del presente (el de Newton) y del pasado de los sistemas físicos. Newton los abordó aplicando la racionalidad científica. La tercera, todavía inédita, especula sobre el futuro. Un gesto simbólico, el de no publicar nada sobre el mañana, que condenó metafóricamente al porvenir a dejar de ser un territorio honorable en el que aplicar rigurosamente el método científico, y lo dejó virgen para quiromantes, adivinadores, astrólogos, videntes y otros charlatanes. 

Entre las muchas supercherías que los primeros navegantes trajeron de las mal llamadas Indias se cuenta la que situaba en el Nuevo Mundo la fuente de la eterna juventud. Conocedores de ello, Pánfilo de Narváez y Alvar Núñez Cabeza de Vaca prepararon en 1527 una expedición cuyo objetivo era explorar la ignota tierra de Florida, donde diversas leyendas situaban el deseado venero. Zarparon de Sanlúcar de Barrameda y amarraron los buques en la bahía de Tampa, Florida, de donde partió una nutrida partida de exploradores que se internó en la insalubre selva. Tras dos meses de infructuosa búsqueda retornaron al punto de partida, donde descubrieron que los barcos los habían abandonado. 

Acontecimientos crueles y dramáticos, que acabaron en comerse los unos a los otros, redujeron la expedición a cuatro personas de las seiscientas que salieron de Sanlúcar. Nueve años después, cuatro españoles que cabalgaban cerca de Culiacán, situado en las costas del Pacífico mexicano, a más de dos mil kilómetros de distancia de la costa de Florida, divisaron a un grupo de personas semidesnudas. El grupo estaba formado por Núñez Cabeza de Vaca quien, junto a un esclavo, Estebanico, y dos soldados, había sobrevivido a una alucinante aventura equinoccial. Acababa para Nuñez de Vaca un viaje de nueve años (seis de los cuales los pasó cautivo de los indios Mariames) a pie por los desiertos de Texas y Chihuahua, cruzando el Misisipí, las montañas y los abismos de la sierra Madre Occidental ,y los áridos valles de Sonora y Sinaloa. Un descomunal recorrido del Atlántico al Pacífico atravesando tierras que ningún cristiano había pisado jamás.

Cabeza de Vaca describió su aventura en un libro (Naufragios y comentarios, del que hay una excelente versión en la extinta colección Viajes Clásicos  de Espasa Calpe) cuya lectura resulta estremecedora. Dos cosas parecen seguras: Cabeza de Vaca era un aventurero excepcional, cuyo espíritu indómito le llevó a protagonizar gestas en la conquista de Brasil y Paraguay, donde descubrió las cataratas de Iguazú. Era, además, un hombre cauto que había aprendido la lección: jamás volvió a mencionar la fuente de la eterna juventud.

Pero como no escarmentamos en cabeza ajena, el eterno ideal de lograr la vida eterna no ha desaparecido de la conciencia colectiva. Una buena parte de los esfuerzos de la ciencia médica se han orientado a prolongar la existencia humana. La medicina ha conseguido alargar nuestra longevidad cincuenta años más que el hombre del Neolítico. Pero a pesar de ello, parece que, como un vulgar electrodoméstico, la maquinaria humana tiene fecha de caducidad.

Superar como media de vida los cien años sigue siendo un sueño inalcanzable pero es una meta que quizás pueda alcanzarse gracias al desarrollo de la genética celular. Cada vez hay más evidencias de la existencia de los tanatogenes, cuyo funcionamiento determina la senescencia y la muerte celular. Científicos norteamericanos han conseguido caracterizarlos en el tomate. Su modificación genética ha permitido multiplicar por cinco la vida de la planta. Otro grupo europeo ha conseguido inhibir el envejecimiento de un alga unicelular aislando unos receptores que actúan como factores de crecimiento.

La biología celular ha desvelado que las células humanas y de animales están programadas para envejecer y morir después de haber realizado un determinado número de divisiones. Factores de crecimiento, receptores de membrana y genes intervienen en este proceso; por ello no resulta extraño que células como las tumorales, que han alterado los mecanismos de división sean inmortales. A principios de 2010, un grupo de científicos que investigaba el síndrome de Werner, demostró que la mosca de la fruta puede arrojar mucha luz en la cura de la terrible progeria que acelera el envejecimiento humano transformando a los niños en ancianos en el transcurso de unos pocos años. El cambio en un gen, el WRN, ocasiona que los pacientes envejezcan rápidamente. Trabajando con él se puede modelar el envejecimiento humano en el potente sistema experimental de la mosca de la fruta.

No todos los seres vivos envejecen. La mayoría de los protistas u organismos carentes de núcleo celular, así como algunos hongos, plantas y probablemente varias estirpes de animales invertebrados no presentan fenómenos de envejecimiento. Todos ellos tienen en común ser organismos muy primitivos, cuya presencia en la Tierra es muy antigua. Tal parece que en los albores de la vida, el envejecimiento no existía y que la senescencia celular sería un invento reciente en la historia evolutiva. La pregunta inmediata es si seríamos capaces de reinventar el no-envejecimiento en la especie humana. 

Para poder pensar en ello es imprescindible saber qué regula cada gen y localizar su posición en el código genético. En eso debían de estar pensando dos genetistas, el Nobel Stanley Cohen y Herbert Boyer, una tarde de julio de 1972, en Waikiki Beach (Hawai), mientras disfrutaban del atardecer de un día de vacaciones y estaban un poco alegres tras ingerir un par de cócteles. Utilizando una servilleta de papel, diseñaron la primera receta para cortar y pegar trozos de ADN, la molécula estructural del código genético de todos los seres vivos. Los garabatos pergeñados en aquel trozo de papel contenían la llave que inauguró la imparable revolución biotecnológica que cambiaría en un tiempo récord la biología, la medicina, la farmacología e incluso la producción animal.

Para soñar con un mundo sin taras ni enfermedades, algo parecido a Un mundo feliz, la sociedad utópica concebida por Huxley, el gran desafío era sin duda alguna la secuenciación de nuestro ADN, el objetivo del Proyecto Genoma Humano, un proyecto que hace tan sólo una década parecía surgido de la imaginación de Ray Bradbury: trazar el mapa y localizar cada gen en las moléculas de ADN que forman nuestros cromosomas, para lograr así el libro de instrucciones del Homo sapiens. El Proyecto Genoma Humano concluyó en 2003, consiguiendo una secuencia exacta de los 3.100 millones de unidades de ADN que componen nuestro genoma. Desde entonces se hizo posible localizar los genes causantes de una determinada enfermedad hereditaria y, por lo tanto, tener al alcance de la mano su cura, pero también localizar los que nos hacen envejecer, eliminarlos de los zigotos humanos y conseguir seres eternamente jóvenes, que, además, tendrán descendientes también eternamente jóvenes. 

Pero el hombre es tangible en células, tejidos y órganos, pero intangible en su mente. De ahí que para alcanzar la inmortalidad haya que acudir a la inteligencia artificial. Nuestro cerebro no es más que una máquina; todo lo perfecta y compleja que se quiera, pero, en su funcionamiento, una máquina al fin y al cabo. La mayoría de las personas pueden sentir una profunda desazón y un sentimiento de tristeza al pensar que lo que sentimos como nuestra esencia, todos los valores más nobles o los más ruines sentimientos, se pueden reducir a un simple algoritmo. Y si no somos más que un complejo algoritmo, este podría conservarse en un disco duro. Incluso podrían hacerse copias. Es decir, que podríamos guardar en un ordenador la personalidad completa de un ser humano y reproducirla a voluntad.

Los románticos seguro que preferirán seguir buscando la fuente de la eterna juventud. Más pragmático, Marvin Minsky, uno de los padres de la inteligencia artificial, y profesor de investigación del Massachusetts Institute of Technology (MIT), recomienda en La máquina de las emociones (Debate, 2010) que vayamos ahorrando para hacernos una copia de la mente, porque sin duda será caro, probablemente tanto como una mansión de lujo. 

De momento, seguiremos ahorrando para llegar a fin de mes.