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sábado, 5 de mayo de 2012

Una lección elemental de náutica bancaria



La estabilidad es la tendencia que debe tener una embarcación a recobrar su posición inicial cuando es apartada de ella por la acción de fuerzas exteriores como la mar y el viento. Tal comportamiento parece desafiar la primera ley de Newton, puesto que si la ola imprime al buque un movimiento en dirección determinada, el barco debería continuar moviéndose en la misma dirección hasta que algo lo detuviese.


Felizmente no ocurre así porque, como se encargó de demostrar Arquímedes, el peso del agua desalojada ejerce sobre la nave una fuerza que tiende a enderezarla. Mas para que tan venturoso fenómeno pueda acontecer evitando el naufragio, es preciso que el centro de gravedad esté muy bajo. Para hacerlo dsecender hay que llenar la sentina con algún material pesado a modo de lastre, lo que trae como resultado que el centro de gravedad venga a quedar lo suficientemente bajo como para recuperarse del cabeceo. Si por una causa cualquiera se arrojase el lastre por la borda, el resultado vendría a ser el mismo que el de ponerse de pie en un bote de remos: el centro de gravedad subiría, el equilibrio sería inestable y la zozobra más que probable. 


Durante siglos, los galeones españoles de la ruta americana hacían el viaje de ida lastrados con materiales de construcción: clavos de hierro, mármoles, adoquines y ladrillos, que se utilizaban para la pavimentación y la construcción de edificios coloniales. Dejaban los ladrillos y regresaban cargados con lingotes de plata y metales preciosos.


Las entidades financieras españolas emprendieron hace años su particular singladura a tierras americanas. Zarpaban con las sentinas repletas de ladrillos. Durante una década los alisios a favor habían insuflado las velas del préstamo hipotecario. Uno entraba en una sucursal bancaria y a poco que se descuidase salía con una hipoteca inflada bajo el brazo. Hábiles comerciales bancarios, conchabados con tasadores a sueldo, multiplicaban por tres lo que valía uno. Los promotores inmobiliarios entraban por una puerta con pedazos de suelo y salían por la otra cargados de millones. Aquel pelotazo era Jauja.


Para mantener el pelotazo en movimiento sólo era necesario contar con un pelotón de incautos. Sabido es que hay dos formas de fe: la “del carbonero”, que hace creer a los incautos en lo que piensan que existe, y la de los cautos que, esperando obtener alguna ventaja, fingen creer en lo que saben que no existe. Entre quienes movían la pelota los había de uno y otro credo, pero predominaban abrumadoramente los incautos. Un buen día, los cautos, que sabían que de existir el paraíso está en el cielo y no en el suelo, decidieron dejar de empujar la pelota, recogieron ganancias y pusieron pies en polvorosa. Las viviendas dejaron de venderse del mismo instante en que los más avispados se habían dado cuenta de que, nuevamente, se había confundido valor y precio. 


Al caer la venta, los promotores inmobiliarios dejaron de recibir dinero fresco y en poco tiempo fueron incapaces de devolver sus préstamos. Entraron por la misma puerta del banco por la que habían salido cargados de crédito y devolvieron sus avales: suelo y ladrillos. Las sentinas bancarias quedaron lastradas con suelo improductivo que no quería nadie y con viviendas que valían un tercio de lo que fijaba su precio. Había más de un millón de viviendas que nadie quería o, si alguno la necesitaba, no podía pagarla porque había fallado la principal función de los bancos: conceder créditos para mover la economía productiva.


Por si fuera poco, la tesorería bancaria estaba exhausta porque los bancos habían estado haciendo su particular travesía americana. Obtenían dinero en Europa a intereses de risa. Cargaban las bodegas de euros y cruzaban el Atlántico. Enredaban en Wall Street y regresaban cargados de un tipo especial y postmoderno de metales preciosos. Se llamaban derivados financieros, luego se llamaron hipotecas subprime y más tarde activos tóxicos. Falta de capital y repleta de artificios contables que tapaban sus vergüenzas, la otrora Armada Invencible de la banca española navegó al menos desde el 2000 con sus sentinas lastradas de tierra y ladrillos y con las bodegas cargadas de basura financiera. 


Estando en esas, Lehman Brothers desencadenó la tormenta perfecta. El mundo supo que la colosal carga de basura financiera tenía dimensiones planetarias. El mal de muchos se palió a base de cañonazos de dólares y euros a escalas mil millonarias que disparaban los gobiernos cebándolas con la metralla monetaria de la deuda soberana. No es un eufemismo, se llama deuda soberana porque acaba pagándola el pueblo soberano. Olvidándose de que es el abandono que la política hace de sus deberes reguladores lo que está conduciendo la flota al naufragio, los condenados a pagar las consecuencias económicas reales del desastre naval no son quienes con su codicia lo han lastrado, sino los inocentes perdedores que en, una clamorosa injusticia que supone socializar los costes derivados del fallo del sistema, cargan con las consecuencias de los actos depredadores de unos pocos. 


La tempestad que acosa a la banca en forma de un exceso de ladrillo es heredera de los vientos que ella misma agitó. La microeconomía básica nos dice que si en un mercado un bien está en exceso de oferta, su precio debe bajar. Es decir, no se debe decir “hay más vendedores que compradores”, sino “a este precio hay más vendedores que compradores”. La banca tiene una provisión excesiva de bienes inmuebles a precios excesivos. Lo que debe hacer es bajar los precios de su stock de viviendas y darles salida a precios asequibles. Es una cuestión que parece fácil pero que no lo es. 


El Santander, que, como todos sus colegas, tiene activos inmobiliarios más que problemáticos, está dando ejemplo de lo que debería hacerse. Resumo a partir de El Confidencial del pasado 29 de febrero: «El Santander, gracias a una agresiva estrategia de precios, ha conseguido ‘quitarse de encima’ casi todos los pisos que heredó en Seseña. Las últimas viviendas que vendía por 65.000 euros han ‘volado’ en apenas quince días, con lo que la entidad ha conseguido sacar de su balance la práctica totalidad de los inmuebles ubicados en la localidad toledana. En noviembre, el Santander vendía a partir de 89.000 euros, precio que mantuvo hasta mediados de enero, cuando volvió a tirar los precios hasta vender los inmuebles de dos dormitorios por 65.000 euros, por debajo incluso del coste de construcción». 


Los pájaros se tiran a las escopetas. ¿Cómo es que un banco se pone a perder dinero, se preguntarán ustedes? Pierden a corto, pero ganan a medio, esta es la primera lección de teoría de precios básica que ofrece el maestro Botín. La elección no es vender con pérdidas o sin pérdidas. Botín tenía dos alternativas: mantener los pisos vacíos en el balance, consumiendo capital, para terminar por venderlos en un par de años con pérdidas y deteriorados, o anotar la pérdida ahora. Hacer esto último es lo correcto y es lo que deberían hacer el resto de los bancos con los miles de inmuebles vacíos que figuran en sus balances como artificios contables hasta sumar los 175.000 millones de euros a los que asciende la “problemática” cartera inmobiliaria en manos de las entidades crediticias españolas.


Rellenar la “problemática cartera” acabaremos haciéndolo los de siempre, el pueblo soberano, a poco que nos descuidemos. Vienen nuevas piruetas financieras en forma de “bancos malos”. Pero esa es ya otra historia. Atenta la marinería.