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jueves, 13 de diciembre de 2012

Y el muro cayó sobre nosotros


Cada vez resulta más claro que el pánico financiero y la austeridad que impone Alemania le reportan grandes beneficios y favorecen la apuesta de los grandes especuladores contra las deudas soberanas de los países del sur de Europa. El castigo implacable a que nos somete el Gobierno de España con un paquete de medidas económicas que ha dejado a buena parte de la ciudadanía sumida en la incertidumbre cuando no en la miseria, viene acompañado de un paralelo enriquecimiento del pueblo alemán que, día a día, ve cómo su Gobierno aplica regalos fiscales, subvenciones y ayudas públicas a sus compatriotas, que son el fruto de un ahorro cada vez mayor en la factura de su deuda soberana. Y es que mientras que Rajoy, convertido en el «Eduardo Manostijeras» de la señora Merkel, recorta 65.000 millones, Alemania ahorra 60.000 en intereses de su propia deuda.

La caída del muro de Berlín se contempla hoy como uno de los momentos triunfales de la posguerra porque, además de significar la incruenta rebelión que inició el hundimiento del comunismo, permitió cicatrizar heridas que llevaban abiertas más de medio siglo en el corazón de Europa. A la caída le siguió uno de los procesos más transcendentales de nuestro siglo: la unificación alemana, 45 años después del colapso del III Reich. Esos acontecimientos, que sacudieron al mundo entre 1989 y 1990 se habían sucedido a una velocidad vertiginosa. Gran Bretaña y Francia, que habían sufrido el expansionismo imperialista alemán que condujo las dos guerras mundiales, se mostraron muy cautas. Margaret Thatcher, la primera ministra británica, se limitó a hacer declaraciones públicas de preocupación mientras que el presidente francés, François Mitterrand, que había sentenciado “amo tanto a Alemania que prefiero ver dos en lugar de una”, aprovechó la ocasión para acelerar la reunificación europea, un proceso que estaba siendo frenado por británicos y alemanes. 

La única alternativa para los gobiernos democráticos europeos era asegurarse de que la Alemania reunificada no se convirtiera en un país aislado enfrentado a todos los demás. Alemania tenía que ser europeizada. Para vencer las reticencias británicas, el viejo zorro galo hizo un doble juego muy sutil, azuzando los miedos de Thatcher y advirtiéndole que la Alemania unificada se expandiría y llegaría a tener el poderío con que soñó Hitler, cuando en realidad su objetivo último era empujar al vecino teutón hacia el proyecto de la unidad política y monetaria europea.

Mitterrand pensaba que una manera de favorecer la unificación europea era reemplazar la moneda alemana, el marco, por una nueva moneda europea, el euro. Francia, dijo Mitterrand, no aceptaría una reunificación alemana si no iba acompañada de una integración europea, lo que para él implicaba la unidad monetaria. Por tanto, condicionó el apoyo francés a la unificación a que el Gobierno del canciller Helmut Kohl facilitara el camino para la creación de una moneda única europea. Así es cómo se planeó integrar la Alemania unificada del post-nazismo en la Europa democrática. Así nació el euro.

Los alemanes pusieron dos condiciones para aceptar la sustitución del marco por el euro. La primera fue establecer una autoridad financiera, el Banco Central Europeo (BCE), para que gestionara el euro con el único objetivo de mantener la inflación baja. El BCE debía estar bajo el control del Banco Central alemán, el Bundesbank. Los alemanes tenían una auténtica obsesión con el control de los precios desde el periodo de hiperinflación en la República de Weimar (1921-1923), cuya crisis condujo al advenimiento del nazismo una década después. La otra condición fue establecer el Pacto de Estabilidad que impone la disciplina financiera a los Estados miembros de la eurozona. Sus déficits públicos tendrían que mantenerse por debajo del 3% de su PIB, incluso en momentos de recesión. Aquellos polvos trajeron los actuales lodos de la austeridad imperante.

Demos ahora un salto y situémonos en marzo de 2005, cuando el canciller alemán Gerhard Schröder propuso la Agenda 2010, una serie de medidas que, además de dinamitar el Estado de Bienestar, estaban diseñadas para estimular el crecimiento económico alemán haciendo del sector exportador el principal motor de la economía. Su objetivo era disminuir la demanda doméstica (disminuyendo los salarios y reduciendo los derechos sociales y laborales) y promover las exportaciones. Como consecuencia de que la actividad económica se centró en el aumento de las exportaciones, los bancos alemanes acumularon una enorme cantidad de euros. Ahogados literalmente por el flujo de dinero, optaron por exportarlo invirtiendo su excedente monetario en la periferia de la eurozona. Esa inversión fue la causa de la burbuja inmobiliaria en España. Sin el dinero alemán, los bancos españoles no podrían haber financiado la colosal especulación que infló la burbuja inmobiliaria a partir de la Ley del Suelo aprobada por el Gobierno Aznar.

Llegado diciembre, nuestro sector bancario lleva absorbidos más de 125.000 millones de euros en ayudas públicas -un 5% del PIB español- que pesan sobre nuestra deuda como una losa. La retórica oficial afirma que las autoridades financieras de la eurozona han puesto a disposición de España ese dinero para ayudar a sus bancos. La realidad, sin embargo, es bien distinta. Los bancos españoles le deben mucho dinero a los bancos extranjeros, incluidos los bancos alemanes, que han prestado casi 200.000 millones de euros a nuestra banca y que exigen recuperar su dinero. Si las autoridades europeas hubieran querido ayudar a España y no garantizar el cobro a los bancos alemanes, deberían haber prestado ese dinero a las agencias de crédito públicas españolas (como el ICO), a fin de resolver el enorme problema de la falta de crédito en España. Esta alternativa, por supuesto, nunca fue puesta sobre la mesa.

Ahora bien, si nuestra condena viene de Alemania, es más que posible que la salvación venga de los propios alemanes. Las políticas de austeridad impuestas por Merkel están creando un serio problema a las exportaciones alemanas, buena parte de las cuales van a los países del sur de Europa. Cuando escribo este artículo todas las previsiones económicas alemanas se están revisando a la baja. El paro crece, la demanda industrial se resiente y las exportaciones renquean desde hace meses porque la debilitada demanda en la eurozona no ha sido suficientemente reemplazada por la de economías emergentes como China. La perspectiva de una recesión en Alemania inquieta a algunos economistas y nos da alas a los que estamos persuadidos desde hace tiempo de que la amenaza de una recesión industrial obligará a Merkel a impulsar nuevas medidas de crecimiento para toda la eurozona.

Al sector industrial alemán ha comenzado a preocuparle que las políticas de austeridad promovidas por sus compatriotas financieros hayan ido demasiado lejos. De ahí arranca su desacuerdo con las políticas del Bundesbank. Las tensiones alemanas que surgieron en septiembre de 2012 sobre la decisión del BCE de comprar o no deuda pública de España e Italia reflejaron el conflicto entre la burguesía industrial, que quería que Draghi decidiera a favor de la compra de la deuda pública, y la oligarquía financiera, que se oponía. Por primera vez, el BCE hacía algo que no estaba aprobado por el Bundesbank, del que hasta entonces había sido una simple marioneta. Pero el riesgo de que toda la eurozona entrara en recesión hizo que las voces de alarma se dispararan y forzaran al BCE a comprar deuda soberana. 

Como resultado del conflicto dentro del establishment alemán, la mano que mece la cuna del gobierno Merkel, vendrán los vientos que nos ayudarán a salir de la crisis. Mientras tanto, recordemos a Thomas Mann que ya había alertado de que en lugar de una europeización de Alemania, la caída del muro traería una alemanización económica de Europa.