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domingo, 3 de marzo de 2019

Los “pinos” más raros del mundo

Phyllocladus aspleniifolius. Foto.

Celery pines” (“pinos apio”, no me pregunten el porqué del nombre, aunque supongo que se debe al penetrante olor de su resina) es el nombre genérico con el que se conocen en Australia y Nueva Zelanda a estas curiosas coníferas, que poco tienen que ver con los pinos, salvo su relación de parentesco que podríamos comparar con la que guardan entre sí los manatíes y los elefantes, que es más de lo que la mayoría de la gente supone.

Hasta que no viajé por Australia y Nueva Zelanda la primavera pasada no fui plenamente consciente (más allá de lo que conocía por los libros) de la diversidad en forma, hábito y estrategia reproductiva exhibidos por los viejos linajes de las gimnospermas actuales. Lo que para un naturalista del hemisferio Norte aparece como un grupo poco diversificado de plantas, en las Antípodas es un grupo maravillosamente diverso, a pesar de que sea eclipsado, en lo que a diversidad de refiere, por las angiospermas.
Por ejemplo, cuando merodeaba por uno de los pocos bosques de los gigantescos kauris (Agathis australis) que el hacha y el fuego han respetado, y me encontré por primera vez con un ejemplar de Phyllocladus, el género que voy a comentar, tardé mucho en encontrarlo en mi guía de campo porque (como supongo que les sucede a muchos) su aspecto externo y el hecho de que no estuviera en fase reproductora, me arrastraban irresistiblemente a indagar entre las familias de las angiospermas.
Harto ya de estar harto, recordé la frase de Einstein: «Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo». Con más displicencia que confianza, abrí el capítulo de gimnospermas y allí estaban, primorosamente iconografiadas, unas extrañas coníferas: ¡los celery pines!
Antes de entrar en materia, déjenme que les cuente un par de cosas sobre la flora de Nueva Zelanda. En la actualidad, Nueva Zelanda tiene una pequeña pero diversa y muy original flora de aproximadamente 2.000 plantas vasculares autóctonas, a las que se suman más de 1.000 especies exóticas naturalizadas. Los bosques nativos son todos de hoja perenne, aunque localmente pueden contener elementos notables de especies caducifolias. Están dominados por varias combinaciones de gimnospermas y angiospermas, entre las que destacan las podocarpáceas entre las primeras y las hayas australes del género Nothofagus entre las segundas.
Phyllocladus trichomaniodes. Foto.
En el Pérmico (hace más de 250 millones de años) todas las masas continentales estaban reunidas en un único supercontinente, al que llamamos ahora Pangea. Hace unos 200 millones de años Pangea se había partido en dos supercontinentes: Laurasia, al norte y Gondwana, al sur. Los separaba entonces el océano Tethys, que se extendía desde el sur de Asia, por la actual cuenca del Mediterráneo, hasta la actual América, a su vez separada en dos por las aguas, porque Norteamérica estaba unida a Europa y Sudamérica a África.
Durante el Jurásico y el Cretácico Gondwana fue escindiéndose y dio lugar a las masas continentales de las actuales Sudamérica, África, Australia, Zealandia (el continente sumergido del que emergen Nueva Zelanda y Nueva Caledonia), el Indostán, la isla de Madagascar y la Antártida, un proceso de fragmentación y alejamiento que continuó durante el Cenozoico y permanece aún activo.
El clima de la Nueva Zelanda ancestral el clima era similar al que prevalece hoy en día. Nueva Zelanda fue colonizada por las plantas y los animales que ya existían en Gondwana. Entre los animales migrantes se encontraban los antepasados de algunos de los elementos más distintivos de Nueva Zelandia; las ranas endémicas de la familia Leiopelmatidae (notables por no tener una etapa de renacuajo libre y criarse a lomos de los machos), los tuataras del género Sphenodon (unos reptiles parecidos a las iguanas, pero provistas de tres ojos) y las aves no voladoras como el Moa y el kiwi. El mundo vegetal era también muy original, y comprendía antepasados de las coníferas modernas, incluyendo las podocárpaceas y los kauris.
Manglares de Avicennia marina en Avicennia marina en  el lago Malai, Timor
En esa Nueva Zelanda ancestral, ya geográficamente aislada, la flora continuó adaptándose y evolucionando independientemente de sus congéneres que vivían en lo que se convertiría en Sudamérica, Australia, Nueva Guinea y la Antártida. Los grandes podocarpos continuaron dominando gran parte de los bosques, pero asociados con una proporción creciente de especies de hojas anchas. Resumiendo, la flora de Nueva Zelanda tiene tres afinidades geográficas: australiana, la Paleoaustral (por ejemplo, las hayas y los podocarpos que también viven en el Cono Sur) y Malayo-Pacifica, que incluye muchos helechos arbóreos, los mangles de Avicennia marina var resinífera y el género Phyllocladus, que se distribuye fundamentalmente por Nueva Zelanda, Tasmania y Malasia, aunque hay una especie filipina que es la única que vive al norte del ecuador.
En cuanto estructura y tamaño, todas las especies son leñosas y su tamaño oscila entre un arbusto de buen tamaño (por ejemplo, de nuestra coscoja) y un árbol de tamaño mediano, como nuestro madroño. A primera vista, estas extrañas coníferas se parecen más a una angiosperma de hoja ancha. Esta similitud es superficial, por supuesto, pero ha sido el origen de no pocas controversias, que han tratado de encajar a este bicho raro entre las coníferas en donde le corresponda taxonómicamente y filogenéticamente.
Phyllocladus fue descrito en 1826 por dos naturalistas franceses, Louis Claude Marie Richard y su hijo Achille. Durante muchos años después de su descripción inicial, Phyllocladus fue colocado en una familia propia-Phyllocladaceae, donde estaba ubicado en mi curso universitario de Fanerogamia. Los modernos análisis moleculares han añadido alguna confusión. A pesar de sus características morfológicas únicas, sus características genéticas le hacen encajar muy bien en la familia Podocarpaceae (recuérdese al respecto lo que decía antes de los manatíes y los elefantes). Pero dejémonos de afinidades familiares y vayamos al grano de las originales características de los pinos apio.
Los filóclados del rusco parecen hojas, pero la posición de las flores y los frutos denuncia que son tallos modificados.
Para empezar, tenemos las "hojas". Pongo la palabra “hojas” entre comillas porque no son verdaderas hojas. El término correcto para estas estructuras es filóclado (de ahí el nombre del género). Un filóclado es una proyección aplanada de una rama que adquiere la forma y función de una hoja. Mientras que redactaba este artículo me devanaba los sesos pensando en algún ejemplo de la flora ibérica que me sirviera como ejemplo. Se me ha ocurrido uno: el rusco (Ruscus aculeatus), que les describo en la foto adjunta.
En los Phyllocladus lo que conocemos como hojas se ha reducido. Si quiere verlas, tiene que mirar atentamente las puntas de los filóclados. Al principio de su desarrollo, las hojas existen como diminutas escamas marrones. Estas escamas se pierden gradualmente con el tiempo, ya que no tienen ninguna función en la planta.
Aunque nadie ha probado esto directamente (que yo sepa), y a riesgo de que algún especialista me corrija, la evolución de los filóclados probablemente tiene que ver de una forma u otra con el ahorro de energía. ¿Por qué producir tallos y hojas cuando se puede optar por estructuras similares a los tallos para que hagan el trabajo? Para enredar un poco más, algunos botánicos sugieren que considerarlos tallos en el sentido más verdadero de la palabra es erróneo, porque morfológicamente hablando comparten rasgos que son intermedios entre ramas y tallos. Voy a tener que estudiar más antes de que me sienta cómodo elucubrando sobre este punto. Quienes estén interesados, que consulten las referencias bibliográficas que dejo más abajo.
Agrupación de conos masculinos en los extremos de las ramas de P. trichomanioides. Foto
Phillocladus enseña su personalidad de conífera (recuerden que se llaman así porque sus estructuras reproductoras masculinas y femeninas se disponen en conos) cuando llega el momento de la reproducción. Todos los miembros del género Phyllocladus producen conos. Los conos masculinos son estructuras diminutas y cilíndricas ubicadas en los extremos de sus ramas laterales, que recuerdan a los conos masculinos de los cipreses, por citar un ejemplo.
Los conos femeninos se agrupan en grupos a lo largo de las axilas o márgenes de los filóclados. Una vez fertilizados, estas plantas ofrecen otro poquito de confusión para el observador ocasional. Si uno ha visto alguna vez la semilla rodeada de una carnosidad roja (el arilo, diría un botánico) de los tejos europeos (Taxus baccata), podrá imaginarse mejor lo que voy a contarles.
Conos femeninos con brácteas rojas de P. aspleniifolius. Foto
Como los tejos, Phyllocladus es otro género de coníferas que ha convergido en una estrategia de dispersión de semillas que, sin serlo, parecen frutas. A medida que los conos femeninos maduran, las escamas que las protegen (las brácteas seminíferas, diría nuestro amigo el botánico tiquismisquis) se hinchan gradualmente y se vuelven rojas y atractivas como si fueran bayas. El arilo rojo brillante contiene una sola semilla cubierta por una epidermis blanca. Estos arilos carnosos funcionan de manera similar a las frutas: atraen a las aves, que consumen el arilo, se tragan la semilla y luego la dispersan con sus heces. Cuando caen al suelo, las semillas van rodeadas de un fértil estiércol. Ingenioso ¿verdad?
Otro aspecto curioso de la morfología de Phyllocladus se produce por debajo del suelo. Las raíces forman nódulos, que proporcionan un hogar para bacterias especializadas en la fijación de nitrógeno atmosférico. A cambio de un hogar y algunos carbohidratos procedentes de la fotosíntesis, las bacterias pagan a los árboles con el imprescindible nitrógeno que de otro modo no estaría disponible en el suelo.
Eso lo hacen algunas plantas, entre otras muchas leguminosas, pero es una cosa bastante curiosa un grupo tan esotérico de coníferas. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

Bibliografía recomendada: [1] [2] [3] [4] [5]