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jueves, 4 de agosto de 2022

Lecturas de verano: breve historia del chicle americano




Los chicles nos han acompañado desde el Neolítico, pero como tantos otros productos denostados por algunos y aplaudido por otros, el ingenio y las campañas publicitarias agresivas surgidas en Estados Unidos hace más de 120 años extendieron su consumo masivo a todo el mundo. También, como en tantas otras ocasiones, las dos guerras mundiales significaron un impulso extraordinario para la industria de la goma de mascar americana.

Antes de Bazooka (“se estira y explota” ¿recuerdas?), de Dentyne y de Chiclets, antes de que el farmacéutico de Kentucky John Colgan inventara la primera fórmula magistral de una goma de mascar que poco tiene que ver con los chicles de hoy, y mucho antes de que las pizpiretas gemelas Doublemint engatusaran a los consumidores americanos desde las primeras pantallas de televisión, había chicle que, con un simple corte de machete, rezumaba de los árboles de la jungla como la cera de una vela derretida.



El año pasado un equipo de investigadores de la Universidad de Valencia ganó uno de los codiciados premios “Nobel Fake”, los Ig Nobel, que, con una alta dosis de cachondeo en positivo, premian las investigaciones más absurdas y, sin embargo, útiles publicadas cada año. El jurado reconoció su trabajo publicado en una revista científica muy seria, Scientific Reports, por "usar el análisis genético para identificar las diferentes especies de bacterias que se encuentran en los chicles pegados en las calles en varios países”.

Aunque en 1893 los estadounidenses pudieron comprar por primera vez Juicy Fruit, el primer chicle comercial de la historia, miles de años antes mayas y aztecas ya masticaban chicle, una pegajosa sustancia blanca que se obtiene de un árbol endémico de Mesoamérica y el Caribe, el chicozapote o árbol chiclero (Manikara zapota). cuando se le hiende la corteza.

Como tantas otras historias comerciales del siglo XX, la industria del chicle y la goma de mascar es un testimonio de codicia, crecimiento y colapso, en cuyas bambalinas hay un fondo épico, el de la difícil situación de los chicleros, que trabajan aislados sajando árboles en lo profundo de las selvas y se han convertido en iconos de la cultura pop local, retratados como luchadores intrépidos y bebedores, unos tipos a los que hay que respetar y temer.

Un chiclero encaramado a un árbol en Yucatán, México. Foto de Fernando Pardo.

El uso de la goma de mascar se conoce desde el Neolítico. Hace tres años se secuenciaron genomas humanos casi completos a partir de brea de abedul de 6.000 años de antigüedad, que los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra masticaban como chicle probablemente con fines medicinales dadas las propiedades antisépticas de la corteza de los abedules.

Hace al menos 2.500 años, los griegos también usaban goma de mascar, la masticha, en este caso unas pequeñas bolas elaboradas con resina del aromático lentisco (Pistacia lentiscus), cuya resina gomosa fue también fue popular en la época romana. En la Edad Media la masticha se utilizaba como refrescante del aliento y para cosmética.

Pero los verdaderos precursores del chicle actual fueron aztecas y mayas. Los aztecas consiguieron acopiar una suma ingente de conocimientos sobre las especies vegetales de su imperio. La riqueza en plantas medicinales y la larga tradición de su uso entre los aztecas quedan de manifiesto en la monumental Historia general de las cosas de la Nueva España de Bernardino de Sahagún (1500-1590).

Obtenían una gomorresina vegetal a partir de la savia del árbol chiclero. La mascaban para calmar la sed, el hambre y para ocultar la halitosis. Refiriéndose veladamente a las prostitutas callejeras, Sahagún escribió que «todas las mujeres que no están casadas mastican chicle en público». La razón de tan extraña afirmación es que se consideraba un uso socialmente inaceptable en público, a pesar de que fuese una práctica encaminada a evitar el mal aliento. Este era más el objetivo del consumo de chicles entre mayas y aztecas: disimular el mal olor más que calmar la sed y el hambre.

Indirecta y sorprendentemente, el consumo del chicle azteca se extendió urbi et orbi gracias al general Antonio López de Santa Anna. Tipo curioso Santa Anna. Haciendo bueno lo que decía Óscar Wilde, que el patriotismo es la virtud de los depravados y el eterno refugio de los sinvergüenzas, el “Napoleón de México”, como le gustaba llamarse, era un perfecto trapisondista, cuyas trapisondas no eran cualquier cosa. El “verdugo de El Álamo” y protagonista de la siesta que costó un Estado, era un felón que encontraba políticamente rentable la traición y para quien cualquier compromiso, juramento o lealtad eran papel mojado.

Trapisonda tras trapisonda, traición tras traición, Santa Anna ascendió a la presidencia mexicana once veces, cinco de ellas como abanderado de los liberales y las otras seis como conservador. Debido a sus marrullerías fue enviado al exilio en múltiples ocasiones, la última en 1855, cuando el Plan de Ayutla, le obligó a renunciar por última vez a la presidencia y marcharse de nuevo al exilio. El triunfo del Plan de Ayutla marcó de una vez por todas su muerte política.

El resto de su vida se mantuvo en un exilio itinerante que, en 1866, dos años antes de morir senil, arruinado, estafado en decenas de miles de pesos, se vio obligado a alquilar una casa en Staten Island, que en ese momento ni siquiera estaba dentro de los límites de la ciudad de Nueva York. Allí siguió intentando lo que mejor sabía hacer: preparar golpes de Estado y conspirar para tratar de regresar al poder. Lo que necesitaba por encima de todo para lograr sus propósitos era, por supuesto, dinero.

Viviendo entre la modesta comunidad agrícola y pesquera de Staten Island, Santa Anna, que acostumbraba a mascar chicle para calmar los nervios, maquinó una operación descabellada: ganar dinero convenciendo a los inversores de que el látex vegetal de los chicleros era una alternativa barata al caucho que se usaba como llantas de los carruajes.

El intérprete de Santa Anna era amigo del inventor local Thomas Adams, un fotógrafo de la Guerra Civil que se había establecido allí para criar a siete hijos. Le convenció para que importara una tonelada de chicle y se pusiera manos a la obra para desarrollar una alternativa barata al costoso caucho que se usa en las llantas de los carruajes. Si funcionaba, se harían ricos.

Adams gastó más de 30.000 dólares en un esfuerzo inútil por transformar el látex en algo que pudiera ser un producto comercializable. Disgustado por la cantidad de dinero que había gastado sin resultados tangibles, Adams continuó buscando formas de hacer algo rentable. Un día, entró en una tienda de golosinas y vio a una niña que pedía chicle de cera de parafina. En esos momentos, el chicle no se parecía en nada a lo que es hoy. Fabricado con una base de parafina, era quebradizo después de masticarlo y contenía impurezas.

Adams se dio cuenta de que a los niños les encantaba la goma de mascar de parafina y que el chicle mexicano era podía ser el ingrediente perfecto para hacer algo así. Como señaló en su solicitud de patente de 1871, en comparación con los chicles de parafina su goma de mascar no contenía impurezas y podía “estirarse, moldearse o romperse y volver a juntarse instantáneamente”.



Adams y sus dos hijos mayores se pusieron manos a la obra para intentar transformar la antigua forma de chicle inodora e insípida de su vecino en algo comercialmente valioso. Empezaron por hervir un poco de chicle y lo enrollaron con una pequeña proporción de parafina en bolas sin sabor. Puestos a la venta por primera vez en 1859, se vendieron tan rápido que Adams y sus hijos se vinieron arriba.

La familia fundó Adams Sons and Company que, bajo una marca complicada que ningún publicista hubiera aprobado —Adams New York Gum-Snapping and Stretching—, comenzó a vender sus bolas por un centavo cada una. Luego, asociado con William J. White, agregó edulcorante y saborizantes al chicle que masticaba su vecino y creó una goma masticable comercial a la que denominó «chiclet». ¡Eureka! La empresa despegó.

El primer chicle con sabor a regaliz de Adams, llamado Black Jack, se comercializó en 1870 se hizo enormemente popular. Lanzado al estrellato, Adams siguió innovando. Las farmacias recibieron máquinas de chicles y las estaciones del metro de Nueva York instalaron las primeras máquinas expendedoras de Estados Unidos, que vendían el popular sabor Tutti Frutti de Adams.

Gracias a Adams, el chicle se convirtió en la base de la goma de mascar en todo el mundo, abriendo las puertas a la industria de 19 mil millones de dólares que conocemos hoy. A finales del XIX, Adams Sons and Company se había convertido en un conglomerado llamado American Gum Company que empleaba a más de 300 trabajadores en la planta de chicles más grande del mundo, cerca del puente de Brooklyn. La marca Adams era conocida por todos los continentes, así como muchos de sus productos (Halls y Trident, por ejemplo) incluidos sus famosos Chiclets, que se retiraron de la producción hace varios años. La empresa fue creciendo poco a poco hasta convertirse en Cadbury Adams.



El éxito de Adams animó a otros. En unos pocos años, el experto en dulces William Wrigley entró en acción agregando azúcar y sabor para crear Spearmint y Juicy Fruit. Wrigley también inició una campaña publicitaria masiva para presentar el chicle al público estadounidense: envió un paquete de chicles a todos los residentes que figuraban en la guía telefónica de los Estados Unidos", dice Mathews.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Wrigley convenció al Ejército de estadounidense para que incluyera la goma de mascar en las raciones de los soldados. Los soldados, a su vez, difundieron el hábito en todo el mundo. Al lograr que los soldados estadounidenses llevarán chicle en sus macutos, Wrigley no había inventado la pólvora.

La goma de mascar se hizo popular porque ayudaba a calmar la sed. Durante la Primera Guerra Mundial, el Departamento de Guerra citó a un oficial de artillería de campaña que afirmó que: «250 libras de chicle ahorrarían varios cientos de galones de agua cuando más se necesita […] que el chicle es barato y que hay momentos en que el agua es muy cara y casi imposible de conseguir». El Cuartel General estuvo a la altura de las circunstancias y, en enero de 1919, por ejemplo, se enviaron al extranjero 3,5 millones de paquetes de chicle. Y cuando las tropas aliadas recuperaron las ciudades francesas, descubrieron que los soldados alemanes en retirada solían envenenar los pozos. Esta situación potencialmente grave llevó a la Cruz Roja Americana a enviar 4,5 millones de paquetes de goma de mascar a Francia.

Sea como fuera, el éxito que siguió la Primera Guerra Mundial hizo que la empresa familiar William Wrigley Jr. Company fundada en 1891 en Chicago saliera a cotizar en la bolsa estadounidense en 1919. Actualmente, está presente en más de 150 países, con unas ventas totales de 2.700 millones de dólares basadas en sus marcas de chicle más conocidas: Orbit, Doublemint, Wrigley o Freedent.

Fabricación de chicles para los combatientes. En esas grandes cubas de la factoría Wrigley en Chicago se colocaban los chiclets de para recubrirlos con una envuelta tersa. 27 de septiembre de 1918. Foto cortesía de los Archivos Nacionales de Estados Unidos.

Con la colosal demanda de chicle en todo el mundo, la producción de los chicozapotes no daba para más. que hubo que encontrar un sustituto sintético. Mientras que Adams y Santa Anna buscaban reemplazar el caucho con chicle, al final fue al revés, cuando los polímeros sintéticos (un tipo de caucho) desarrollados por Louis D. Dreyfus, un químico de Staten Island en 1909 se convirtieron en la base elegida por los fabricantes de chicle. Hoy, salvo en Japón, donde siguen aferrados al chicle natural, la goma de mascar a base de resina de chicozapotes es una rareza para exquisitos.

A pesar de su popularidad, la goma de mascar no estuvo exenta de críticas. The New York Sun editorializaba en 1890: «El hábito ha llegado a tal punto que hace imposible que un neoyorquino vaya al teatro o a la iglesia, o suba a los tranvías o al tren, o camine por un bulevar sin encontrarse con hombres y mujeres cuyas mandíbulas trabajan con la actividad de la víctima masticadora de chicle. Y el espectáculo se mantiene frente a los frecuentes avisos de que masticar chicle, especialmente en público, es una costumbre esencialmente vulgar que no solo demuestra mala educación, sino que es síntoma de falta de autocontrol y resta dignidad a quienes practican el hábito».

En un artículo en contra de la Ley Seca, Nikola Tesla afirmó que masticar chicle en exceso era más peligroso que abusar del alcohol. Trotsky decía que el chicle era una maniobra del capitalismo para evitar que el trabajador pensara demasiado, y en las películas los malos mascaban chicle rumiando como vacas, mientras que los buenos fumaban cigarrillos. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.