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miércoles, 6 de enero de 2010

El Cuarto Rey Mago (Homenaje a un hombre bueno)




Cuando yo era niño, allá por los años 50 del siglo pasado (¡qué raro eso de poner el siglo pasado para hablar de uno!) los colegios de toda España se dividían en dos facciones: los de la Iglesia, en los que se iniciaba el día rezando o asistiendo a misa, y los nacionales, en los que antes de entrar al aula se cantaba el Cara al Sol y se daban vivas a Franco y a España.

Lo mío fue una afortunada excepción, porque mis primeras letras las aprendí asistiendo a una escuela laica situada en un hotelito de la calle Belén en Granada, a la que se conocía popularmente como la “escuela de doña Paquita”, que dirigía doña Francisca Vera, una maestra casada con un abogado, don Antonio Pérez Funes, que –según supimos después de su muerte- era un represaliado por el franquismo debido a su significación política durante la Segunda República. Aquella escuela, regentada por una mujer progresista a la que asistían como maestras varias de sus cinco hijas, era totalmente distinta en sus entorno y en sus planteamientos pedagógicos a los que imperaban en las escuelas españolas de los años cincuenta. Nunca recé en la escuela ni jamás canté el Cara al Sol.




Ahora, casi cincuenta años después, he logrado reconstruir algo de la biografía de don Antonio, que resumo en estas páginas como homenaje a él, a su esposa y a sus hijas (Carmen, Elisa, Mercedes, Olvido y Nani) las muchachas que, además de estudiar, me enseñaron las primeras letras en una época de horas difíciles para don Antonio y para su familia. Horas, días, meses y años de mucho sufrimiento, superados con modestia, sin rencores ni amarguras.

Tuve unas buenas maestras. En las tardes del verano de 1962 una de mis profesoras fue Elisa, una de las hijas de don Antonio y doña Paquita, por entonces estudiante en la Universidad de Granada, donde posteriormente se doctoró en Derecho, y donde inició su carrera docente como profesora de Derecho Internacional Público y Privado, que continuó en la Universidad Autónoma de Madrid. Es catedrática de Derecho Internacional Privado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, de la que fue Rectora. Desde 2001 es magistrada del Tribunal Constitucional, cargo que ejerce después de haber presidido durante siete años el Consejo Consultivo de Andalucía. En 1987, cuando Elisa Pérez Vera era Rectora de la UNED y yo Secretario General de la Universidad de Alcalá, coincidimos en algunas reuniones de preparación de la Conferencia de Rectores Europeos. No nos habíamos visto en 25 años, así que ese reencuentro fue una enorme satisfacción para mí y una gran sorpresa para ella.

En esta página quiero rendir un homenaje a don Antonio Pérez Funes a quien conocí en la casa familiar de la Huerta de los Ángeles cuando yo tenía apenas 10 años y acudía allí recibir algunas clases particulares en el verano de 1962, porque mi padre se había empeñado –y lo consiguió- en que con nueve años cursara el Ingreso y el Primero de Bachillerato en el mismo año, de manera que me examiné del Ingreso en la convocatoria de junio y aprobé Primero completo en septiembre del mismo curso. Cuando yo acudía a esas clases veraniegas en la fresca semioscuridad que se procuraba mantener en las casas cuando el aire acondicionado era cosa de ficción, podía ver a don Antonio trabajando en su despacho, a través de cuya ventana, con la luz tamizada por un centón alpujarreño, se podía ver el arco de acceso a la calle Molinos. Por aquel entonces, todo el mundo sabía quién era, pero nadie hablaba de él y de sus circunstancias, porque la Granada de entonces, como la España franquista, era una sociedad cerrada, temerosa, sumisa y callada.

Don Antonio Pérez Funes (1902-1969) nació en Soportújar, pueblo de la Alpujarra granadina, donde transcurrió su infancia hasta que a los 12 años se trasladó a Granada para realizar sus estudios en el Colegio San Bartolomé y Santiago, en el que vivió hasta finalizar su licenciatura en Derecho por la Universidad granadina en la promoción de 1923. Desde muy joven pintaba y escribía poesía, lo que le hizo frecuentar los ambientes literarios de la ciudad en los que conoció a los dos grandes poetas granadinos de la época: Federico García Lorca y Luis Rosales. En su casa había un libro de poesía de García Lorca que llevaba un autógrafo del poeta de Fuente Vaqueros y un poema del propio Pérez Funes escrito a lápiz, que los expertos habían atribuido erróneamente a Federico, pero en el que se reconocía fácilmente la caligrafía de don Antonio. Terminado sus estudios, marchó a Madrid donde simultaneó su trabajo como pasante con una actividad literaria manifestada en artículos para el diario El Sol. Como corresponsal del mismo cubrió la guerra de Marruecos.

Tras su regreso a Granada, fue Secretario en los ayuntamientos de Pórtugos y Santa Fe, donde una calle lleva su nombre. Militante de Izquierda Republicana, el partido de Azaña, durante la Segunda República ejerció como abogado de UGT en Granada y como secretario particular del Gobernador Civil, al tiempo que colaboraba asiduamente en el periódico diario El Defensor de Granada y en El Socialista. Luego vino el alzamiento, la brutal represión fascista en Granada, la guerra civil, las historias terribles contadas entre dientes, intuidas o sospechadas: el juicio, la condena en la cárcel de Burgos con sus helados campos de trabajo. Indultado en 1943, volvió a Granada con una condena de inhabilitación para el ejercicio profesional de la abogacía. Por eso, su mujer y sus hijas tenían que trabajar en la escuela de la calle Belén, único ingreso fijo de una familia marginada por los vencedores.

Hombre de apariencia débil pero de ideas firmes y carácter indestructible según quienes lo conocieron, se ganó la vida realizando trabajos de "colaboración" con otros abogados, que compaginaba con una intensa vida literaria y artística. Añoraba su desparramada biblioteca, deshecha en la guerra civil y con sus libros incautados repartidos por ahí. Las tertulias del Café Suizo con Carlos Villarreal, Antonio Carvajal, Elena Martín Vivaldi, Pepe Martín Recuerda, Pepe Ladrón de Guevara, el maestro Faus, Ian Gibson (quien siempre lo ha reconocido como uno de los hombres que más le ayudó a reconstruir los últimos días de García Lorca) y tantos otros fueron una isla de inquietud y cultura en un período especialmente gris de la historia granadina. Fue en esa etapa de su vida cuando escribió todas sus obras dramáticas. En una de ellas, Artabán, Poema de Siglos, se muestra la sensibilidad literaria y el sentimiento profundamente cristiano de ese buen poeta, de ese buen hombre, aunque otros creyeran que era una mala yerba, un "espino" como dice uno de los personajes –Cheradja- de esa obra teatral. Don Antonio murió en Granada, en 1969.

Me ha parecido que el mejor homenaje que podía hacerle era publicar su poema escenificado Artabán, Poema de Siglos (al que puso música el compositor granadino José Faus), un precioso cuento sobre Artabán, el Cuarto Rey Mago, que, según una vetusta leyenda rusa de autor desconocido (posteriormente reescrita  por un presbiteriano estadounidense del XIX), llegó tarde al portal de Belén. Por eso no hablan de él los evangelios canónicos. Y era lógico que no dijeran nada, porque alejado de la pompa y el boato de los otros tres Reyes, Artabán -acusado siempre de haber llegado tarde a la cueva del nacimiento y condenado a pasar su vida buscando incesantemente a Jesús, a quien sólo encontraría a la hora de su muerte- había encontrado realmente al Hijo de Dios a lo largo de todo su camino hacia Belén, porque Jesús –cuenta Pérez Funes- le había estado saliendo al paso en los seres necesitados que encontraba y que le hacían demorarse en su viaje a Palestina y a los que socorría con los regalos que llevaba preparados para ofrecerlos al Niño.

Hoy, festividad de los Reyes Magos, me parece que el mejor regalo que puedo hacer a todos los lectores es la transcripción de este bello cuento escenificado de un buen hombre, don Antonio Pérez Funes, que dejó una huella imborrable en todos los que le conocieron y amaron, y cuya desgracia me permitió tener las mejores maestras que nunca pude soñar.


Artabán, Poema de Siglos
Autor: Antonio Pérez Funes


ACTO ÚNICO

Se apaga la mitad de las luces de la sala y comienza a oírse una lejana melodía, inspirada en motivos medievales, a ser posible de vihuela u otro instrumento semejante. Música primitiva más cerca de la naturaleza que del hombre que inventó el contrapunto y el concierto polifónico. El tema de esta melodía se repetirá en todos los oscuros de mutación.
Pasados dos o tres minutos cesa la música y a telón corrido sale un narrador que cortésmente se dirige al público.
NARRADOR.- Un autor anónimo de leyendas germánicas, un alma joven, injerta de la más profunda religiosidad cristiano-gótica, se lanzó, a caballo sobre su fantasía, en busca del clima cálido en donde crecen las palmeras y los cedros.
Los espesos bosques de abetos y el cielo gris-perla de la patria en que nació recortaban demasiado sus ansias de infinito.
Y por eso galopó sin descanso, noche y día, hacia Oriente, hacia el paisaje luminoso que había sido, en otro tiempo, el escenario de su fe.
Apenas llegado a los Santos Lugares descubrió, como buen investigador germánico, la existencia de Artabán.
¿Quién era este personaje tan extraordinario como desconocido?
Artabán fue el cuarto Rey Mago. Un mago que llegó tarde a Belén y por eso no lo menciona el Evangelio.
Porque Artabán llegaba siempre tarde a todas las citas. No por falta de deseo, ni por olvido, ni por lentitud.
¿Es que desconocía el valor del tiempo? ¿O es que su gran sabiduría le había inducido a negar la existencia del mismo?
Artabán es un ser tan extraordinario en nuestro siglo, víctima de la velocidad y de la angustia por superarla; un ser tan interesante, tan absurdo para los hombres de la era atómica, que tal vez se alegren de conocerle...
(El narrador, tras una leva inclinación de cabeza, se retira. Inmediatamente se apagan todas las luces y se descorre el telón.
El suelo del escenario está dividido en tres planos de distinto nivel que forma amplia escalinata. A mitad del segundo tramo un telón, con gran ventana apaisada al foro, que figura la habitación u observatorio del astrólogo caldeo Artabán, o bien unos bastidores portátiles que representan lo mismo. De una manera o de otra debe disponerse el decorado de forma que se vea otro telón de fondo con la noche estrellada.
Las estrellas han de figurarse como en los Nacimientos: con luces situadas detrás del dibujo perforado.
No hay más muebles que un asiento y una tosca mesa, babilónicos, sobre la que se ven varios rollos de papiro, un astrolabio y un disco zodiacal en piedra. Los demás detalles de ambientación deben figurar pintados en el decorado.
Transcurren los primeros años de la era cristiana. Es de noche. En toda la obra se prescinde de la batería. Con focos y filtros de color se dará el tono de luz que convenga. En escena un artístico candil de época, sobre la mesa, aparece encendido.
Artabán sentado y Kárder en pie, junto a la mesa, están profundamente abstraídos en el estudio de unos papiros.
Artabán es un hombre de treinta a treinta y cinco años, de barba negra y mirada inteligente. Viste con túnica, ceñidor, sandalias y lleva pendiente del cuello una cadena con un gran medallón que representa un sol.
Kárder es un chico de dieciséis o diecisiete años, discípulo de Artabán e hijo de su esclava Cheradja. Viste el traje de los esclavos de la época: Túnica corta hasta la rodilla, cinturón y brazos al aire. Lleva al cuello un grueso cordón de pelo de camello)
KÁRDER.- (Con la cabeza inclinada y señalando con el dedo la hoja de papiro) No lo entiendo, Rabí.
ARTABÁN.- (Dejando de contemplar el astrolabio) Algún día tendrás ojos para ver y oídos para oir.
KÁRDER.- ¿Cuándo?
ARTABÁN.- Cuando el Espíritu descienda sobre ti. En esa fuente oculta hay que beber, pero el agua no se da a todos. Hay que merecerla por el sacrificio y la fe. Si sigues mi consejo no debes esperar ese día, sino ir a su encuentro con el corazón abierto como un odre vacío.
KÁRDER.- Pero alguien tiene que indicarme el camino. ¡Los caminos son tantos y mis años tan pocos!
ARTABÁN.- Aprende a conocerlos estudiando el Gran Libro (Señala con la mano al cielo estrellado de la noche)
KÁRDER.- No te contradigas, Rabí. ¿Cómo puedo leer en ese Gran Libro si tú mismo me has dicho que no tengo ojos para ver?
ARTABÁN.- (Sonriendo indulgente) Puedes. Puedes. Una cosa es leer y otra, ¡muy distinta!, entender lo leído, para lo primero ya tienes los ojos, para lo segundo aún no te nacieron.
CHERADJA.- (Es una vieja esclava de carácter aparentemente agrio, pero muy sincera. Entra con dos cuencos llenos de caldo humeante, que deposita sobre la mesa) ¡Dejaos de vagar por el séptimo cielo y confortad vuestros vientres, que más vale pisar firmes sobre la tierra que volar a oscuras como el murciélago!
ARTABÁN.- Mi buena Cheradja. Nunca te verás libre si te empeñas en echar raíces como los árboles.
CHERADJA.- Si te refieres al hecho de que soy tu esclava, en verdad te digo que no tengo deseos de cambiar mi condición. Fui de tu padre, ahora soy tuya. Ni me quejé, ni me quejo. ¿Qué más da una condición u otra si pronto ha de llegar quien nos libere del todo para llevarnos al seno de donde salimos?
ARTABÁN.- No, mujer. El nudo que ata a unos humanos con otros con ser, a veces, denigrante es menos insufrible que el que nos mantiene sometidos a ese gran señor que se llama ¡MIEDO!, ¡TERROR A LO DESCONOCIDO! ¡Este sí que es un amo despótico y cruel! ¡El rey, el rey del mundo, con tantos esclavos como hombres!
CHERADJA.- Yo no reconozco más amo que tú.
KÁRDER.- Ni yo otro maestro.
ARTABÁN.- Gracias. Gracias por haber suavizado el nudo que nos une con el agua viva de vuestro afecto. Pero el otro amo existe. Y si no dime (A Cheradja) ¿Qué pasó en pleno día apenas comenzada la segunda luna del tiempo de las lluvias? El Sol, esa lumbrera que hace crecer el trigo y granar la espiga, que algunas tardes tiñe de rosa los linderos del desierto, que hace cantar a los pájaros cuando amanece ¿no se apagó durante una hora?
CHERADJA.- (Con gesto de supremo terror y temblando) ¡Calla! ¡Calla! por el Dios de nuestros padres! ¡Sólo recordarlo atraerá el cumplimiento del presagio!
ARTABÁN.- (Sonriente) ¿Tú crees?
CHERADJA.- Tan cierto como que existe la gehenna eterna. No se envejecerán mucho más mis huesos antes de que el asirio baje de las montañas del norte, riegue nuestros campos con sangre, queme los hogares, mutile guerreros y acabe por llevarse a sus tierras a los ganados y a las vírgenes (dudosa) o tal vez no. Tal vez la tierra agonice con estertores de muerte, hasta que no quede una casa en pié. O peor si cabe. Una nube de langostas, negra y ondulante como la serpiente maldita, arrase la llanura dejando tras de sí el hambre de las gentes.
ARTABÁN.- No tiembles, Cheradja, no tiembles. Nada de eso sucederá.
CHERADJA.- ¿Por qué?
ARTABÁN.- Porque lo que viste no es un presagio.
CHERADJA.- ¿Qué es, entonces?
ARTABÁN.- Un eclipse.
CHERADJA.- ¡Válgame nuestro padre común! Si no fuera por el sol que llevas sobre el pecho, símbolo de la sabiduría que te inspira, (señala al medallón de Artabán) yo diría que el Enemigo se te ha metido en el cuerpo. ¡Un poseso! Un poseso como los que espantan, con sus alaridos, a los cuervos que devoran la carroña en las afueras de la ciudad vieja. ¿Qué quieres decir con esa endemoniada palabra?
ARTABÁN.- Algo tan natural como la lluvia que alimenta al Gran Río, como el viejo que canta entre los cañaverales de la ribera.
CHERADJA.- ¡Que mi alma se pudra si te comprendo!
ARTABÁN.- (Cogiéndola del brazo y acercándola a la mesa en donde arde el candil) Ven, mujer. Acércate y atiende. ¿Ves esta luz?
CHERADJA.- ¡No pensarás que estoy ciega!
ARTABÁN.- (Interponiendo el disco zodiacal entre los ojos de Cheradka y la luz) ¿Y ahora?
CHERADJA.- Ya no, si no te apartas.
ARTABÁN. (Soltando el objeto en el suelo) pues algo así ocurre cuando la Luna se pone delante del Sol.
KÁRDER.- (Con admiración) ¡Es asombroso, Rabí! ¡Con qué facilidad borras las nubes de mis ojos! Hasta las piedras lo entenderían.
CHERADJA.- ¡Pues yo debo ser más dura que ellas! ¿Cómo voy a creer que la Luna o el Sol se porten como dos críos atolondrados y dejen de alumbrar a los hombres, cuando han sido creados para eso? El que todo lo puede les ha trazado muy bien su camino. Y... basta ya de lecciones que al árbol añoso es imposible cambiarle la forma (Alargándole los cuencos) ¿No os tomáis el caldo?
KÁRDER.- (Bebiendo un sorbo) Se enfrió, madre. Tendrás que calentarlo de nuevo.
CHERADJA.- No me extraña, hijo mío. Sería la primera vez que tu maestro hiciera algo a tiempo. Se entretiene con el vuelo de una mosca, con la mota de polvo que flota en un rayo de luz, con esa interminable charla que solo él comprende. ¡Nunca tiene prisa!... Y luego, la pobre Cheradja tiene que sufrirlo. (Coge malhumorada los dos cuencos y se dispone a salir) (Suspirando) ¡Ay! Voy a calentarlo.
ARTABÁN.- (Sonriente) Bien me conoce. Es cierto, pequeño. ¡Nunca tuve prisa! ¿Para qué? Si tú pretendes algo búscalo tranquilamente, pausadamente, sin que te agobie el temor. Y no hay ninguno más pesado que el que nos produce la idea de que va pasando el tiempo... los que viven como tu madre cruzan por el lado de lo más interesante sin conocerlo. Y se cansan, se cansan para llegar sin aliento al seno de Abraham. No los imites.
KÁRDER.- ¿Quieres explicarme, mientras regresa, la conjunción de Sirio con su doble?
ARTABÁN.- (Abrazando cariñosamente a su discípulo se dirige pausadamente a la ventana) Noche tan espléndida bien merece aprovecharla (Señala al cielo) ¿Ves aquella estrella que parpadea a la izquierda del Gran Carro? La de mayor magnitud...
KÁRDER.- Sí.
ARTABÁN.- Es la hermosa Sirio, la antorcha roja que para gala del gran oído hizo Yahvé brillar sobre el haz de la tierra. Junto a ella... (Se interrumpe y exclama con un gesto de admiración y espanto) ¡pero...! ¿qué es eso?, ¡Dios mío! ¿No me engañan mis ojos?
KÁRDER.- (Extrañado) ¿Qué te pasa?
ARTABÁN.- (Apremiándole con angustia y señalando con el dedo hacia un punto del espacio) ¡Mira! ¡¡Mira!!.
KÁRDER.- ¿Dónde?
ARTABÁN.- ¡¡Allí!¡ ¡¡Allí, junto a las alas del Cisne, en el camino del Ocaso!!... Una gran luminaria más bella que todas, más intensamente bella...
KÁRDER.- No veo nada, Rabí.
ARTABÁN.- ¡Ah, pobre ciego! (Corre excitado hacia la mesa, en donde revuelve con manos nerviosas los rollos de papiro hasta que encuentra uno, que despliega tornando enseguida a la ventana. Mira alternativamente al cielo y al papiro que representa un mapa celeste) ¡Sí!... ¡Sí!!... ¡Es nueva! No está anotada. ¡Es la señal! ¡La señal tanto tiempo esperada!
KÁRDER.- Pero ¿qué dices?
ARTABÁN.- (Con voz entrecortada por la emoción) ¡Qué... ha... nacido! (Gritando) ¡¡Ha nacido!!
CHERADJA.- (Entrando con gesto alarmado) ¿Qué ocurre? ¿Quién ha nacido?
ARTABÁN.- (En voz baja y con gesto sentencioso) ¡El que había de nacer! (Se deja caer sobre el asiento y queda como ensimismado mirando al suelo)
CHERADJA.- Cada vez te entiendo menos. Aunque para servirte tampoco es preciso. (Anunciando) En la puerta hay un mensajero que quiere verte con urgencia. ¿Le digo que pase?
ARTABÁN.- (Hablando consigo y como hundido en un mar de recuerdos) El mismo Señor os dará una señal... Y saldrá una vara de la raíz de José y de su raíz subirá una flor... ¡Oh, Isafas! ¡Cuánta verdad en tu boca! ¡Cuánta esperanza en tus palabras!
CHERADJA.- (Incomprensiva) ¡Ya cuanta paciencia he de poner en las mías! ¿Qué mandas? ¿Le digo que pase o que se vaya?
ARTABÁN.- (Maquinalmente y sin mirarla) Que pase, que pase. (Cheradja sale para cumplir la orden)
KÁRDER.- (Se acerca a su maestro) Debes perdonarla, Rabí. ¡Es tan buena!
ARTABÁN.- (Que monologa como antes) Aguardando, aguardé al Señor... y al ruido de sus pisadas mi corazón galopó como corcel de Nubia. Tú serás espuela en mis ijares y miel en mis labios.
EL MENSAJERO.- (Entra y hace una profunda inclinación ante Artabán) Señor, mi amo, a quien tanto conoces, me encarga que te entregue este urgente mensaje. (Le alarga un papiro enrollado y amarrado con una cinta)
ARTABÁN.- (Lo coge y se lo entrega enseguida a Kárder) Lee tú, hijo mío. Que la palabra escrita no borre de mis ojos la alegría que el cielo dejó en ellos.
KÁRDER.- (Desenvuelve el papiro y lee) "Al sabio Artabán, nuestro hermano en el secreto de los signos. Salud. Que Yahvé te proteja y mantenga tu espíritu despierto a la luz. Por si el quehacer terreno de hoy te ha impedido estudiar en la bóveda de zafiro, sabe, que, cada uno de nosotros por sí y los tres juntos, hemos visto y comprobado la aparición de la señal que durante tantos siglos y con tanto anhelo esperamos. ¡El que había de nacer ha nacido en la patria del Gran Rey!. Nos disponemos a partir en su busca para rendirle el homenaje que todos los que le presentíamos le debemos. Pondremos a sus pies, apenas liberados, el oro, el incienso y la mirra. Poco es, pero menos da la tierra en que nacimos. ¿Quieres acompañarnos? Hasta que Sagitario curve su arco sobre los Dos Gemelos te esperaremos junto a los muros derruidos de Borsippa. Nabú, el falso dios de la escritura, pálido de envidia, nos verá partir desde el enorme zigurat del templo de "Zezida". Volveremos al espalda a la mentira para ir al encuentro de la verdad. Te esperamos. Fraternalmente tuyos. Melchor, Gaspar y Baltasar".
ARTABÁN.- (Al mensajero) Di a tu amo que no faltaré. Antes se helaría la sangre en mis venas que dejar de acompañarles.
EL MENSAJERO.- ¡Bien, señor! (Hace otra exagerada inclinación y se retira)
ARTABÁN.- (En brusca transición y con las más exageradas demostraciones de júbilo) ¡Alégrate, Kárder, hijo mío! Iremos a verle... ¡A verle! ¡Aún no lo sospechas? ¡Es la luz del mundo, el agua viva, el Sembrador!
KÁRDER.- ¿El Sembrador?
ARTABÁN.- Sí. Su palabra será la semilla del hombre nuevo, ¡Pobre Humanidad si ni le escucha! ¡El pondrá el pañuelo en los ojos de los que sufren, el pan en la boca de los hambrientos, el látigo en las manos de los humildes para espanto de los soberbios y de los déspotas!. Iremos a verle... Hoy mismo, ahora mismo...! ¡Cuántos nacidos de mujer nos envidiarán en el proceso de los siglos! (Llamando a gritos) ¡Cheradja! ¡¡Cheradja!!
CHERADJA.- (Entrando precipitadamente) ¿Por qué gritas de ese modo?. No soy sorda. ¿Qué quieres ahora?
ARTABÁN.- ¡Pronto! ¡Saca pronto lo que tú llamas los tesoros!
CHERADJA.- (Con extrañeza) ¿Los te... so... ros...?
ARTABÁN.- Sí, sí. Eso que guardas en la cajita de marfil que heredaste de mi padre.
CHERADJA.- Y ¿desde cuándo te interesas por ellos? ¡Siempre los habías despreciado! Es extraño. ¿Puedo saber para qué los quieres?
ARTABÁN.- Para regalarlos.
CHERADJA.- ¿Has perdido del todo el juicio? Lo único de valor que hay en la casa y piensas regalarlo. ¿A quién?
ARTABÁN.- A quien sin necesitarlo lo merece. Será una mísera ofrenda del que no tiene nada menor que poner bajo sus pies. ¡Engaños, engaños deslumbrantes! ¡Ojalá los pise!
CHERADJA.- Pues para eso no te los daré. Puedes mandar que me azoten pero ¡no te los daré!
ARTABÁN.- (Con energía) calla y obedece. (En tono amable) Si los traes te diré a quién van destinados y te alegrarás.
CHERADJA.- (Dudosa) Mucho me temo que no. Pero en fin... tú mandas. (Encogiéndose de hombros al hacer el mutis) ¡Qué remedio me queda!
KÁRDER.- (Disculpando a Cheradja) ¡Te quiere tanto!
ARTABÁN.- Como yo a ella. Y debe agradecerlo. Eso me impide castigar su lengua. Y es que no quiere admitir que hace muchos años dejé de ser el pequeño a quien ella amamantó y sirvió de madre, cuando murió la mía. A veces pienso que quizás lleva razón al no distinguir entre sierva y madre. ¿No es lo mismo?
CHERADJA.- (Vuelve con una caja de marfil en la mano, que pone malhumorada sobre la mesa) ¡Aquí está todo!
ARTABÁN.- (Mientras abre la caja) Veamos, veamos qué comprende ese todo, cuya posible pérdida provoca tu cólera. (Sacando lo que nombra y poniéndolo sobre la mesa) Un diamante... Un rubí y... un jaspe. ¡Poca cosa!
CHERADJA.-
(Indignada) ¿Poca cosa le llamas? ¿Qué diría el príncipe de Ammón que te donó ese magnífico diamante en donde está prisionera toda la luz de las estrellas?. Tú le vaticinaste su triunfo sobre Moab. Es cierto. Pero eso no te autoriza para menospreciar su obsequio. ¿Y el rubí que te trajo la hija del Gran Sacerdote cuando hiciste el horóscopo de su recién nacido? ¡Una gota de sangre encendida del Arcángel no sería más bella! ¿Y el jaspe? ¿Qué tienes que decir del jaspe que te trajo de tan lejanas tierras aquél mercader fenicio a quien previniste contra los peligros del mar? (Con desprecio) ¡Poca cosa le llamas! Quisiera saber si hay alguien que pueda merecer tanta hermosura.
ARTABÁN. o hay, Cheradja. Y para que te convenzas, tú misma lo vas a nombrar. ¿Por quién te desprenderías tú de esas riquezas?
CHERADJA.- Tan sólo por uno.

KÁRDER.- ¿Por quién, madre?
CHERADJA.- ¡Por el que anunciaron los profetas de nuestro pueblo!
ARTABÁN.- Pues ¡alégrate! Para Ese son.
CHERADJA.- (Con alegría) ¿Es posible? ¿Quién me asegura que se han cumplido los tiempos?
ARTABÁN.- (Muy convencido) Yo.
KÁRDER.- (Con entusiasmo) ¡Y vamos a verle! Partimos enseguida ¿verdad, Rabí?
ARTABÁN.- Tan pronto como prepares las caballerías. Anda. Corre al establo y avisa cuanto estén. Nos esperan. (Kárder sale precipitadamente)
CHERADJA.- (Un poco cohibida y como avergonzada de su anterior aptitud) ¿Irás solo?
ARTABÁN.- Había pensado que me acompañara tu hijo. ¿Tienes algo que oponer?
CHERADJA.- (Muy humilde) No. Tan sólo que yo... quedaré muy triste... pero, no os preocupéis. Es el destino de los viejos.
ARTABÁN.- (Apoyando una mano en su hombro) ¿Te gustaría venir?
CHERADJA.- (Con entusiasmo) ¿Lo dices en serio? ¿No se avergonzará nuestro Gran Señor de una esclava tan repulsiva? ¿No se asustará de mi fealdad, de mi pobreza?
ARTABÁN.- Al que buscamos le espanta más la riqueza. Su doctrina será espina para los que atesoran, bálsamo para los que trabajan, clarín de guerra para los oprimidos que ansiando la justicia conquistarán la paz y seguirán tras ella para siempre. Ve a preparar tus cosas.
CHERADJA.- (Emocionada y besándole las manos) ¡Gracias! ¡Gracias! También el dolor y los años son una ofrenda. Y si esta no le agrada le diré cosas tan bonitas que... tal vez me mire. La mujer que ha sido madre siempre tiene en su boca la palabra justa para arrancar la sonrisa a un recién nacido.
ARTABÁN.- Sobre todo si sabe improvisar esos extraños cantos con que más de una noche llevaste el sueño a mis ojos.

(Oscuro de mutación durante el cual se alza el telón que representa la casa de Artabán y queda figurada en el suelo la bifurcación de dos caminos, uno de los cuales se pierde en las montañas del telón de fondo, que es el mismo de la noche estrellada. Al apagarse la luz comienza a oírse el tema musical que va creciendo en intensidad y termina cuando vuelve a encenderse, totalmente, la iluminación escénica. Esta se inicia poco a poco y en tonos de color cambiante quedando en una discreta semioscuridad violeta. Contrasta con ella un rayo de luna blanca que al asomar tras las montañas cae sobre el cuerpo del viajero que aparece tendido en el suelo, al margen del camino)
Tras una breve pausa.
EL VIAJERO.- (Quejándose) ¡Ay! ¡Ay! Nadie me oye. (En tono implorante y alzando un brazo hacia el cielo) ¡Oh dios de los caminos, no dejes que me desangre en esta soledad! (Se oyen los pasos de una persona que se acerca. El viajero concibe esperanzas) ¡Aquí!
ARTABÁN.- (Entra por el camino de la derecha apoyándose en un bordón de peregrino. Lleva bolsa y calabaza para el agua pendiente de cuerdas cruzadas sobre el pecho. Al oir la llamada se para en seco) ¿Quién llama?
EL VIAJERO.- (Con voz entrecortada por la fatiga) Acércate... Quien quiera que seas... ¡ayúdame! o... moriré..
ARTABÁN.- (Corre a su encuentro, hinca la rodilla y levanta su cabeza que queda iluminada por la Luna) ¿Qué te sucede?
EL VIAJERO.- Unos salteadores... después de robármelo todo... ¡todo!... me han dejado por muerto. (Agarrándose desesperadamente a los brazos de Artabán) ¡No me abandones!
ARTABÁN.- ¿Cómo puedes pensarlo? Tranquilízate y déjame ver. (Examina cuidadosamente sus lesiones) Tus heridas no son tan graves como crees. ¡Ten fe! (Busca en su bolsa de la que extrae lo necesario) El aceite y el vino y un buen vendaje bastarán.
EL VIAJERO.- (Mientras se deja curar, va recobrando el ánimo y se siente locuaz) Sí... Sí creo. Creo que tienes poder para sanarme. El medallón que llevas al cuello me dice quien eres ¡Oh, Rabí! pero más valiera que me dejaras morir ¿para qué quiero la vida si me han despojado de todo cuanto tenía? Pobre y viejo, arrastraré mi cuerpo, de puerta en puerta, implorando limosna ¡Triste porvenir!
ARTABÁN.- No te hace ningún bien tanta palabra. Ni al cuerpo... ni al espíritu.
EL VIAJERO.- Más daño me hará la miseria.
ARTABÁN. a miseria no daña al que la sabe despreciar. Como a las mujeres le gusta abusar de los que se le rinden ¿Por qué te afanas tanto por el día de mañana?
EL VIAJERO.- ¿Acaso no debemos hacer como las hormigas?
ARTABÁN.- ¿Por qué? No todos los animales son como ellas y también viven. Cada día tras su afán y El que te creó cuidará de ti, si no equivocas el camino.
EL VIAJERO.- ¡Que extraña es tu doctrina, Rabí! Y ¿qué es preciso para no equivocarlo?
ARTABÁN.- Obedecer. Escrito está que ganarás el pan con tu sudor. Pero el trabajo no es una maldición. Es un mandato que cuando se cumple le hace a cualquiera sentir la alegría de ser hombre. Con él reuniste lo que esos malhechores te robaron ¿No es así?
EL VIAJERO.- No. ¡Eso aumenta mi dolor! Parte era prestado y si no lo devuelvo me someterán a tormento... ¡ay! ¡Ay! No lo resistiré.
ARTABÁN.- (Rebusca en su bolsa, extrae la cajita de marfil y de ella el diamante que entrega al viajero) ¿Podrás pagar con esto?
EL VIAJERO.- (Exclama con los ojos desorbitados por la admiración) ¿Un diamante?
ARTABÁN.- (Con ingenuidad) No es bastante ¿verdad?
EL VIAJERO.- ¡Sobra muchísimo, señor, muchísimo! ¡Es lo más hermoso que he visto en mi vida!
ARTABÁN.- Mejor. Así no tendrás que mendigar puesto que tanto te horroriza.
EL VIAJERO.- (Sorprendido) Pero... ¿es que tal vez no eres un hombre?
KÁRDER.- (Entra corriendo por el camino contrario al que trajo Artabán. Llamando) ¡Rabí!... ¡Rabí!
ARTABÁN.- Aquí estoy ¿Por qué vuelves y no sigues adelante?
KÁRDER.- Madre dice que es muy tarde y que si no aligeras llegaremos a destiempo al lugar de la cita.
ARTABÁN.- ¿En dónde está ella?
KÁRDER.- Ya estará llegando con la caravana a las ruinas. A juzgar por sus protestas creo que se le acaba la paciencia.
ARTABÁN.- Pues tendrá que administrar con más talento el resto que le quede, porque nosotros, antes de seguir, hemos de llevar a este hombre hasta la casa más próxima. Anda. Ayúdame.
KÁRDER.- Como mandéis. (Se acerca a ellos y cogiendo de un brazo al herido ayuda a su maestro a ponerlo en pié, lo que consiguen con no poco trabajo)
EL VIAJERO.- (Dando unos pasos vacilantes) Mis huesos se resisten a sostenerme, pero tus brazos, Rabí, mandan en ellos.
(Oscuro de mutación como el anterior. Durante él se baja el telón que representa las ruinas de Borsippa. Cheradja aparece sentada sobre una piedra, dando aparentes muestras de impaciencia. A poco se levanta y pasea de un lado para otro. La luz cambiante se fija en un tono rosado, precursor del amanecer. Se oye ruido de conversación y por el mismo lateral entran con paso ligero Artabán y Kárder)
CHERADJA.- (Increpando a Artabán) ¡Ya estarás contento! ¡Ya estarás contento!
ARTABÁN.- ¿De qué?
CHERADJA.- De no encontrar a los que buscas. Me hubiera extrañado que sucediera lo contrario ¿Cómo se puede llegar a tiempo a sitio alguno entreteniéndose con cualquier cosa?
ARTABÁN.- (Comprensivo y resignado) ¿A qué llamas tú cualquier cosa?
CHERADJA.- (Desafiante) A lo que nos desvía de los que queremos, sea lo que sea.
KÁRDER.- No disputéis. Os lo ruego. Tú me has enseñado, Rabí, que las disputas son inútiles.
ARTABÁN.- Y es cierto casi siempre. (A Cheradja) Pero escucha ¿Cómo sabes que no encontraremos a mis amigos? ¿Quién te ha dicho que no vendrán después.
CHERADJA.
Nadie. Pero como es tarde y no están aquí sobran las referencias.
ARTABÁN.- ¿Y las caballerías?
CHERADJA.- A la vuelta de esa esquina cuidan de ellas los mercaderes de la caravana, a quien has retrasado su marcha más de lo debido.
ARTABÁN.- ¿Pero al llegar a las ruinas no viste a nadie?
CHERADJA.- No. Nos has obligado a parar tantas veces para esperarte que hace poco que llegué.
(Mientras Cheradja y Artabán sostienen el anterior diálogo, Kárder, que va de un lado para otro, descubre una hoja de papiro sujeta con una piedra entre las ruinas)
KÁRDER.- Aquí hay un papiro (lo coge y se lo ofrece a Artabán)
ARTABÁN.- (Rechazándolo) Lee. Lee pronto si es que esta débil luz del amanecer te lo permite.
KÁRDER.- (Leyendo) "Te hemos aguardado en vano hasta la media noche. Nuestra impaciencia por conocer al que ha nacido espolea de tal modo a los camellos que nos impide esperar más. Nos dirigimos hacia Occidente por la senda que al norte del desierto lleva a Bosra y Hosbón. De allí partiremos para cruzar el Jordán y entrar en la tierra de la Promesa. La luminaria que se ha encendido sobre Judea es guía tan segura que no puedes extraviarte. Oh, Artabán, primero entre los sabios, norte seguro de los que navega, que el ansia de ver clarear al Nuevo Día ponga alas en tus pies"
CHERADJA.- (Acercándose a Artabán) ¿Y qué dices ahora?
ARTABÁN.- Que a veces pienso si no eres más sabia que yo ¡Sabes vivir es aprender viviendo y amar es... morir. Los que se preocupan demasiado por el corazón prestan poca atención a la cabeza.
CHARADJA.- No sé lo que quieres decir.
ARTABÁN.- Nada. Nada importante. Sencillamente que... (Inclina la cabeza) he llegado tarde.
KÁRDER.- (Con pena) Entonces ¿volvemos a casa?
ARTABÁN.- ¿Por qué? ¿Acaso hemos salido de ella para regresar sin verle? ¡Vamos! Antes de que llegue el calor del día un gran trecho del desierto quedará atrás. Después acamparemos para seguir durante la noche y así sin tregua, con la mirada en esa luz que yo veo y a vosotros se os oculta iremos adelante hasta el sitio que le vio nacer.
CHERADJA.- ¡Que se cumplan tan buenos propósitos y no te tiente más el Enemigo!
KÁRDER.- ¿Otra vez madre vuelves a los reproches? El sabe más que tú.
CHERADJA.- Sí. El sabe más de las ciencias ocultas pero yo sé mejor lo que nos conviene. Son dos cosas muy distintas.
ARTABÁN.- (Sonriendo) ¿Y qué crees tú que nos conviene más ahora?
CHERADJA.- Callar y andar. Sobre todo andar que el camino es rémora para los que vuelven la cabeza y pluma para los que miran hacia delante.
(Oscuro de mutación como los anteriores que permite quitar el decorado de las ruinas y deja otra vez a la vista el camino. La noche sin Luna lo envuelve todo en semioscuridad. En primer término Cheradja y Kárder que se han detenido para esperar a Artabán. Este sentado en el suelo del fondo tiene una paloma entre las manos, a la que se esfuerza por entablillar un ala rota)
KÁRDER.- (Señalando al camino por el lado opuesto al que está Artabán) Han desaparecido tras aquél recodo. A este paso no llegaremos nunca.
CHERADJA.- Sí, hijo mío, sí. Pero es peligroso para mí insistir. No me atrevo. Ayer se enfadó tanto que tuve miedo de que me mandara volver. (En voz baja y con gran emoción) Y eso no. ¡No! Tan vieja y cansada ¿cómo podría sobrevivir a la pena de no besar las manos del Rey que ha nacido?
KÁRDER.- Pero ¿qué hace?
CHERADJA.- Di más bien, que deshace. (Ante el gesto de incomprensión de Kárder) Sí. No pongas esa cara. Deshace lo que hizo la flecha del arquero. (Señalando con el brazo hacia Artabán) ¿Es que no lo ves? Cura a una paloma que cayó con el ala rota. (Explicativa) Iba el último de la caravana ¡Como siempre! ¡Nunca tiene prisa! Y al pasar junto a la paloma se apeó del camello y corrió a recogerla en sus manos, con tanta ternura que más parecía acariciarla. Dijo no sé que del Espíritu de Dios y después nos mandó seguir. Los mercaderes y tú con ellos obedecisteis, pero yo... Yo no estoy dispuesta a que se quede rezagado en el desierto, en donde la muerte se agazapa tras de cada sombra de la noche.
KÁRDER.- Le quieres mucho... ¿verdad, madre?
CHERADJA.- Tanto como a ti que fuiste huésped de mis entrañas (Mirando hacia donde está Artabán que hace lo que indica) pero ¿es posible que derrame en el suelo el agua de su calabaza cuando apenas tenemos para dos jornadas y faltan tres para llegar al oasis? (Llamando) ¡Eh, Rabí! ¿Te olvidas de que en las arenas no nacen manantiales o es que quieres que los cuervos se ceben en nuestros cuerpos?
ARTABÁN.- (Desde lejos y en tono festivo) Ni olvido lo uno ni quiero lo otro. Es que no sólo nosotros tenemos sed.
CHERADJA.- ¿Quién entonces?
ARTABÁN.- (Levantándose y dirigiéndose hacia los otros llevando en sus manos la paloma) Espera y lo sabrás. No es muy agradable hablar a voces. (Al llegar a ellos) También los espinos necesitan agua.
CHERADJA.- (Extrañada) ¿Los espinos?
ARTABÁN.- Sí. No por ser tan insignificantes merecen la muerte. (Señalando) Ahí he visto uno que agonizaba calcinado por el sol. Una terrible agonía que el rocío de la noche sólo consigue prolongar.
CHERADJA.- (Con desprecio) ¡Es una mala yerba!
ARTABÁN.- (Dudoso) Según para quién. (Dando con cariñoso cuidado la paloma a Kárder) Toma y no la presiones demasiado. Sufre mucho. Ese jadeo tembloroso de su corazón asustado me hace daño en la mano.
CHERADJA.- En verdad no debieras salir nunca de tu casa. Allí, al menos, mientras piensas no ves el mundo. Hay en él demasiadas cosas y tus ojos acostumbrados a mirar siempre hacia arriba, se espantan si los diriges hacia abajo.
ARTABÁN.- Te equivocas. No me puede espantar nada de lo que existe porque lo comprendo. Es el hombre, el hombre y sus instintos lo que me preocupan. Es su fondo de ciénaga, su refinada crueldad, ese estúpido y soberbio afán de dominio que con tal fuerza le inculcó el Enemigo. Pero ¡tranquilízate! Ahora estoy alegre, ¡muy alegre!, porque mi infierno se ha abierto a la esperanza. El que buscamos arrancará de cuajo esa raíz. Más pronto o más tarde. Pasarán los siglos pero no su palabra y ésta hará el milagro ¿Qué son mil o dos mil años? El tiempo es otro invento de los hombres: El más despreciable y de menos valor. (En brusca transición y zarandeando por los hombros a Cheradja con jubilosa alegría) ¡Alégrate, mujer! El que buscamos arrancará de cuajo esa raíz. Por eso ardo en las brasas de mis deseos por conocerle.
KÁRDER.- ¿Seguimos? Los demás estarán muy distantes.
ARTABÁN.- Calma, muchacho y si quieres leer en las estrellas libérate de la angustia del tiempo ¡Déjalos ir! Antes se cansarán que nosotros y cuando se detengan para reponer fuerzas les alcanzaremos. En marcha. Ya para que esta no se haga pesada (A Cheradja) ¿Por qué no nos refieres, mi buena Cheradja, una de esas hermosas leyendas, dignas de ser cantadas con acompañamiento de salterio de diez cuerdas que tan bien sabes repentizar?
CHERADJA.- Las leyendas son para los niños. Sólo ellos las viven.
ARTABÁN.- Pues olvidémonos de que somos hombres y empieza...
CHERADJA.- (Recitando al mismo tiempo que los tres inician lentamente el mutis)
Por la llanura de Asur-ElHaj
van tres camellos
camino del mar...
¡Corre si los quieres alcanzar!
En el primero oro de Ofir.
-¡Alto!
De la maleza
¿por qué los cervatillos
quieren huir?
(Mientras que las luces se apagan, poco a poco, hasta llegar al Oscuro de mutación los tres se alejan y la voz de Cheradja cada vez más débil se liga con la música en crescendo. Al establo ruinoso en donde nació Jesús de Belén. Entra Artabán polvoriento y algo cansado, mira a un lado y a otro y después se vuelve hacia el sitio por donde ha venido)
ARTABÁN.- ¡Nadie! Y sin embargo no puede haber error... Es aquí... ¡Aquí! La luz que encendió en mí esta certidumbre brilló también en la frente de los otros tres...
(Entran Cheradja y Kárder. Aquella muy cansada y enferma se sostiene pasando un brazo por los hombros de su hijo)
CHERADJA.- (Quejándose y arrastrando los pies se detiene a la entrada del Portal) ¡Ay! ¡Ay! (A su hijo) No me dejes caer porque si caigo no me levantaré... (A Artabán) ¿Qué piensas encontrar en este miserable establo?
ARTABÁN.- (Acercándose a ella) ¡No le llames así al lugar en que nació!
KÁRDER.- ¿Quién?
ARTABÁN.- (Inclinado la cabeza) El que buscamos ¡Oleo derramado es su nombre!.
CHERADJA.- (La indignación le hace recobrar las fuerzas. Se desprende con rapidez de su hijo e increpa a Artabán) ¿Es que quieres que te lapiden por blasfemo? (En voz baja) ¡Calla y que nadie te oiga! Me temo que el sol del desierto te ha reblandecido la cabeza.
ARTABÁN.- No. Es tan cierto como la existencia del Iris que selló el pacto con Yahvé.
CHERADJA.- (Enfurecida) ¿Cómo puedo creer que el Rey del pueblo, el que dominará a las naciones, el Prometido pueda nacer en un muladar? ¿Acaso los reyes no vienen al mundo en lechos de plumas, entre las más costosas telas perfumadas de Persia, bordadas de oro y piedras preciosas? (Agresiva) ¡Di que es falso antes de que me olvide que soy tu esclava!
ARTABÁN.- (Con humildad) Aunque no lo creas es así...
CHERADJA.- Pues ¿dónde está? ¿Dónde están los Magos que nos precedieron? Si para regresar a nuestra tierra partieron de aquí nos hubiéramos encontrado con ellos en el camino. Hemos traído el mismo.
ARTABÁN.- (Encogiéndose de hombros) Eso no lo sé.
(Kárder que mientras hablan los otros dos ha estado curioseando por todos los rincones del Portal, se acerca al pesebre que hay pintado en el telón y recoge del suelo un pequeño pebetero que estaba semioculto entre pajas)
KÁRDER.- (Mostrando el pebetero) ¿Qué es esto?
ARTABÁN.- (Corre a su encuentro, examina el objeto, aspira el aire y da muestra de la más ruidosa alegría) ¡La prueba! He aquí la prueba de lo que te he dicho ¡En este braserillo se ha quemado perfumes! ¿Cómo no lo habíamos notado antes? (A Cheradja) Anda. Acércate y aspira el aire.
CHERADJA.- (Haciendo lo que ha indicado y con gesto de asombro) ¡Huele a incienso y a mirra!
ARTABÁN.- Y a otro aroma tan sutil, tan raro que tus sentidos no pueden percibir y a mí me llena de alegría.
CHERADJA.- (Con desesperación) Pero si es así yo quiero besar sus pies, esos pies amasados con nieve y rosas que cuando pisen harán nacer la vida en su camino ¿Por qué no está aquí? ¿Por qué no lo veo?
ARTABÁN.- (Con profundo abatimiento) ¡Porque ahora también... he llegado tarde!
(Tras breve pausa irrumpe en la escena una mujer terriblemente asustada, con el traje y el pelo en desorden, que aprieta contra su pecho a un niño pequeño)
LA MUJER.- (Mirando hacia atrás con gesto de espanto como dirigiéndose a alguien que la persigue) ¡No! ¡¡No!!... ¡Por piedad! ¡Es mi hijo! ¡¡Mi hijo!!... ¿Qué mal hizo a nadie?
(Antes de pronunciar las últimas frases entra un soldado con una espada en la mano que se dirige corriendo a la mujer y forcejea con ella para arrebatarle al pequeño. La mujer se resiste y protege a su hijo cubriéndolo con el cuerpo)
EL SOLDADO.- ¡Vamos, gacela! No chilles ¡Dámelo y acabemos! (En un descuido del soldado la mujer le muerde en una mano) ¡Ay, maldita perra! ¡Te arrancaré esos dientes de loba! (Alza la espada con intención de descargar un golpe sobre la cabeza de la mujer. Artabán se adelanta rápido y sujeta el brazo del soldado)
ARTABÁN.- ¿Qué vas a hacer?
EL SOLDADO.- (Rechazándolo violentamente) Y ¿a ti que te importa?
ARTABÁN. a vida de un ser siempre es importante para todos ¿Por qué la persigues?
EL SOLDADO.- Cumplo órdenes.
ARTABÁN.- ¿Órdenes?
EL SOLDADO.- Sí. El Gran Herodes, mi señor, ¡Yahvé le proteja!, nos mandó acabar don todos los varones de dos años nacidos en Belén y tres miliares a la redonda.
ARTABÁN.- Y ¿desde cuándo el Rey de Jerusalén siente esa sed de sangre inocente?
EL SOLDADO.- Desde que unos Magos de Oriente le anunciaron el nacimiento de un nuevo Rey de Israel (Ríe groseramente) ¡Es muy celoso!
ARTABÁN.- Pues yo te juro por este sol que cuelga de mi cuello que este niño (Señala al de la mujer) no es el que buscáis.
EL SOLDADO.- (Impresionado por el juramente y reconociendo la categoría de Artabán) Te creo, Rabí, pero yo... Tengo que obedecer.
ARTABÁN.- No hay obligación de hacerlo si lo que te mandan es el crimen.
EL SOLDADO.- (Impaciente) ¡Soy soldado! Perdonad su vida puede costarme la mía.
ARTABÁN.- (Con indiferencia pero muy persuasivo) ¿Para qué la quieres si la vas a manchar haciendo la voluntad de un tirano?
EL SOLDADO.- (Mirando a un lado y a otro con desconfianza) ¡Calla!
CHERADJA.- Cierra tus ojos, soldado. Nadie te obliga a tenerlos abiertos. Si lo haces no has visto a nadie.
ARTABÁN.- Al contrario. Ábrelos, ábrelos y mira lo que vas a hacer. Matar a un ser indefenso no permite dormir tranquilo después.
EL SOLDADO.- (Como si la luz se hiciera en su mente) ¿Cuál es tu poder, Rabí, que así desarma el brazo del guerrero?
ARTABÁN.- No es mío. Es la verdad que el que todo lo puede presta a mi boca. Y para que no olvides este día en que la conociste... (Saca la cajita de marfil, coge el rubí y se lo ofrece) ¡Toma!
EL SOLDADO.- (Admirando la belleza de la piedra) ¡Qué maravilla! (Dudoso) No sé si debo...
ARTABÁN.- Sí, hombre, sí. No lo dudes. Este rubí que te doy vale bastante menos que las blandas gemas que tenías dispuesto a llevarte en la punta de tu espada.
EL SOLDADO.- (Lo toma e inicia el mutis) ¡Que el Dios de nuestros padres bendiga tu mano generosa! (Sale)
LA MUJER.- (Corre presurosa hasta Artabán, hinca una rodilla y besa su vestido) Cuando mi hijo sea hombre no podrá pagarte la deuda de su vida, pero te buscará para ser tu esclavo.
ARTABÁN.- ¿Qué hizo él para merecer tal suerte, ni yo para que hables así? No, mujer. Sólo quiero de ti un favor.
LA MUJER.- Mándame.
ARTABÁN.- ¿Tú sabes algo de ese Rey de Israel de que habló el soldado? ¿Le has visto?
LA MUJER.- No. Pero cuando este hijo (Señala a su pequeño) comenzó a agitarse pidiendo libertad, ocurrieron en Belén cosas bien extrañas.
CHERADJA.- Cuenta, cuenta...
LA MUJER.- Vinieron muchas gentes de los más lejanos confines para cumplir la orden de empadronamiento que entonces dio el César. No había casa sin dobles moradores, ni cuarto vacío... Y una noche...
KÁRDER.- ¿Pero fue de noche?
LA MUJER.- No sé. Yo estaba postrada. Dicen que era una noche clara, quieta como el remanso de un río caudaloso, una noche cargada de presagios... Los pastores que dormían en las majadas se despertaron asustados, sus perros ladraron con esos ladridos jubilosos con que saludan la llegada del dueño... Una música lejana y nunca oída, unas voces que parecían venir de lo alto anunciaron la gloria de Dios y la promesa de la paz entre los hombres...
CHERADJA.- Sigue, sigue por lo que más quieras...
LA MUJER.- Y los pastores, toscos, e ignorantes, corrieron, corrieron guiados por una voz íntima hacia este lugar y aquí vieron a un niño, recién nacido, hijo de unos galileos, ante el cual se le doblaron las rodillas... ¡Nadie se explica el por qué!
ARTABÁN.- Yo si me lo explico, mujer. Me lo explico... ¿Sabes algo más? ¿Sabes qué ha sido de ese Niño?
LA MUJER.- ¡Ojalá pudiera decirte su paradero! Si quieres puedo preguntar. Mándame ¿Qué quieres que haga?
ARTABÁN.- Nada. Pon el cordero a buen recaudo que aún andan los lobos por el monte.
CHERADJA.- Sí, sí. Vete que otros soldados pueden llegar.
LA MUJER.- No temas. En estas ruinas hay huecos tan profundos que ocultándose en uno no nos encontrarán. (Se dispone a salir con su hijo)
KÁRDER.- ¡Espera! (Se acerca a un lateral y hace como que mira hacia el exterior) Puedes salir. No se ve a nadie. (La mujer sale)
ARTABÁN.- (Mirando al cielo) ¡Gracias, gracias por haberme ayudado! Manchar de sangre este lugar sería un insulto, el insulto más soez lanzado a la cara del que nos lo envía. Antes era un establo, un sucio establo en el que el vaho animal hacía el aire irrespirable y pesado...
CHERADJA.- Y ¿ahora?
ARTABÁN.- ¡Un santuario!
CHERADJA.- Pero vacío... ¡Ya no le veremos!
ARTABÁN.- Sí. Seguiremos buscándole sin descanso hasta las cuatro columnas de la tierra, por todas partes... En alguna estará. (Cheradja baja la cabeza muy entristecida y Artabán la mira) ¿Qué te pasa?
CHERADJA.- Te olvidas de mis años, de esta angustia que me ahoga... pronto su débil soplo apagaría la llama... y entonces me tendrías que sepultar bajo un montón de piedras... lejos de la morada en donde los nuestros esperan la hora del Gran Juicio.
ARTABÁN.- ¿Qué más da un sitio que otro? Ahora tampoco estás muy cerca de casa y si te quedaras aquí nunca me perdonaría el haberte dejado sola.
KÁRDER.- Si quieres yo puedo llevarla a Borsippa. Después te buscaría...
ARTABÁN.- (Apoyando una mano en su hombro) ¡Eres un excelente muchacho! Sí, ve con ella, pero no intentes seguirme ¿Cómo sabrías encontrar mis huellas en la ancha tierra? Porque yo no descansaré harta encontrarle. No habrá montaña que sirva de valla, ni río que corte mi camino, ni bosque oscuro que me asuste, ni fieras, ni hombres que me detengan. Yo no descansaré hasta encontrarle porque ¡tengo que pedirle perdón!
CHERADJA.- El justo no lo necesita y tú lo sabes.
ARTABÁN.- (Con insistencia y emoción) ¡Tengo que pedirle perdón!
CHERADJA.- ¿Por qué?
ARTABÁN.- (En voz baja) Por... ¡haber llegado tarde!
CHERADJA.- Pero eso significa que ahora, en este instante nos hemos de separar ¿Te das cuenta?
ARTABÁN.- Sí. Pero algo mío os llevareis para vuestro consuelo (Los dos mira interrogantes) (A Charadja) No. No pienses en el oro ni en nada de valor. No es posible dar lo que no se tiene. Lo que te ofrezco no se da en mano.
CHERADJA.- No quiero otra cosa que no sea tu imagen y esa sólo la muerte borrará de mis ojos. Que tú no olvides a la que te vio llegar al mundo para ser una de sus antorchas.
ARTABÁN.- (Abrazándola) Algún día nos volveremos a encontrar y será para siempre. (Abrazando a Kárder) Mi casa será la vuestra. Sé para ello hijo y señor, padre y esclavo y que cuando nos veamos lleves sobre el pecho el sol de la Sabiduría.
KÁRDER.- Que el que buscas aumente la tuya.
(Sale Artabán sin volver la cara para mirarlos, temeroso de no poder contener su emoción. Cheradja y Kárder le ven partir con profundo gesto de dolor en los rostros)
KÁRDER.- Si ya has descansado, también nosotros debemos partir.
CHERADJA.- Déjame un poco más ¡Te lo suplico! Vine tan cargada de cosas que decirle que con ellas a cuestas no podría regresar nunca... Y estoy enferma, deshecha... Antes de salir de este sitio me troncharía como un tallo reseco. Déjame junto a Él.
KÁRDER.- Pero ¡si no está!
CHERADJA.- (Como trastornada por la emoción) ¿Qué dices? Yo lo veo aquí, entre nosotros. Lo ha dejado todo lleno de Él. Se respira en el aire... ¡Se le oye llorar! ¡¡Escucha!! (Medio llorosa) Su voz me llega y la mía responderá... (A su hijo) ¿Cómo podría permitir que una pobre vieja se fuera tan triste? (Andando lentamente hacia el pesebre)
Lejos, lejos de mí
te sentí llorar...
Por los arenales,
serpiente y chacal...
Por el río,
¡Ay agua salada del Jordán!
mis pies, llaga viva
de tanto buscar.
El eco es un ansia
registrando el valle
y la azul montaña...
El eco: ¿dónde estás?
Y el viento lo lleva por el olivar.
(Accionando junto al pesebre y como si hablara con Jesús)
¡Te siento tan cerca!
(En voz baja)
El eco se calla
y la mano tiembla
(Con pena)
¡Qué tibio perfume y no veo el rosal!
(Llorando)
Dime: "¿Dónde estás?"...
(Kárder sugestionado por la voz de su madre se ha ido acercado al pesebre y la última frase la yo con una rodilla hincada en el suelo y la cabeza inclinada)
(Oscuro de mutación como los anteriores para mostrar medio telón que figura la esquina de una calle de Jerusalén. Al extremo una miserable casa que continúa por el lado opuesto un muro semiderruido coronado por varias piedras en difícil equilibrio. La escena sola una segundos)
(Por el lado opuesto al medio telón entra un sicario de la justicia herodiana que mira a todos lados para reconocer el lugar y después hacia el practicable por donde ha entrado)
EL SICARIO.- (A otra persona que se supone le sigue) ¡Eh, tú! ¡Es aquí?
(Entra el siervo de un rico saduceo que trae en la mano una tablilla de cera en la cual mira lo que hay escrito. Es un poco cargado de espaldas y en sus gestos y modales hipócritas recuerda siempre al judío de la más baja condición social de aquella época)
EL SIERVO.- Debe ser la primera casa a la vuelta de esa esquina. Mi señor espera que hagas las cosas bien. No quiere escándalos.
EL SICARIO.- (Irónico) Tu señor, a más de ser un rebelde al César, atesora mucha prudencia, pero esta de nada le servirá si no la reforzara con lo mucho que guarda en sus arcas bien repletas.
EL SIERVO.- Más te conviene callar y obrar, que las cerraduras de esos cofres no se abren con palabras ¿Voy contigo?
EL SICARIO.- Mejor es que esperes aquí porque (Irónico) como vea tu cara de rata será muy difícil que abra la puerta.
EL SIERVO.- Pues date prisa y... (En tono de amenaza) no olvides que las ratas también mueren.
EL SICARIO.- (Con risa sarcástica) ¡Muy fina tienes la piel para los tiempos que corremos! ¡Cómo se conoce que no has servido en las legiones! Los romanos tienen buenos remedios para los que son como tú y tu amo. Aguarda un momento. (Sale rápido doblando la esquina)
EL SIERVO.- (Amenazando con los puños hacia el sitio por donde el otro desaparece) ¡Yahvé os maldiga a ellos y a ti! ¡A ti a ese Rey extranjero a quién sirves, porque sois como perros que lamen la mano que les paga! (Con odio) pero no tardará el día de la venganza: Ojo por ojo, diente por diente! Así vuestros hijos aprenderán a no humillar al verdadero pueblo. (Amenazando otra vez con los puños y en voz baja pero llena de rabia) ¡Raza de hienas!
(Salen por detrás de la esquina el sicario que arrastra de los brazos a una joven de dieciocho años, descalza, despeinada y con el traje derrotado como consecuencia de la dura lucha que ha librado y libra con su apresor).
EL SICARIO.- (Al siervo) ¡Deja de rumiar maldiciones y ayúdame!
LA JOVEN.- (Debatiéndose con furia para escapar) ¡Suelta! ¡Suelta; miserable sayón!
EL SIERVO.- (Corre a ellos y sujeta también a la joven) ¡Quieres o no vendrás! Y ¡basta ya! No me obligues a que ponga mis manos sobre tu linda carne porque va a quedar señalada para toda la vida... y mi señor se enfadaría.
LA JOVEN.- ¡Antes me mataré que ser su esclava!
EL SICARIO.- ¡Anda! No digas tonterías. La muerte para ti no llegará ahora, aunque la llames (Ríe a carcajada) ¡Nosotros te defendemos de ella! (Empujándola) ¡De prisa!
LA JOVEN.- (Resistiéndose) ¡No iré! ¡Socorro!
ARTABÁN.- (Que entra por el lateral frente a la casa. Viene con el pelo y la barba totalmente encanecidos. El paso del tiempo ha curvado su espalda obligándole a sostenerse el cuerpo en su bordón de caminante) ¿Quién pide ayuda?
LA JOVEN.- (Gritando) Yo, señor ¡Libradme de estos sicarios de Baal!
ARTABÁN.- (A los otros) ¿Por qué la lleváis contra su voluntad?
EL SICARIO,- (Malhumorado) ¡Ha de pagar por su padre!
ARTABÁN.- Y ¿Qué hizo su padre?
EL SIERVO.- Debe a mi señor trescientos denarios y dice que no tiene ni uno. La ley manda que se venda todo lo suyo para que cobre el acreedor. Y como no tiene otra cosa que esta hija, ella quiera o no, será vendida como esclava. (Con gesto rufianesco) Mi señor en este caso, pujará con gusto en la subasta...
LA JOVEN.- (Suplicante) ¡No lo permitáis, señor! Antes me mataré; que ser del hombre más depravado de Jerusalén ¡Es un repugnante saduceo!
ARTABÁN.- (Registrando en su bolsa saca la cajita de marfil, la abre y le muestra el jaspe al sicario) ¿Trescientos denarios dices? Este jaspe vale más del doble (Le da la cajita con su contenido al sicario) ¡Soltadla!
EL SICARIO.- ¿Pero...?
EL SIERVO.- (Casi a la vez) ¡Mi señor tiene derecho a...!
ARTABÁN.- (Interrumpiéndoles) ¿No pretendéis cobrar? Pues ya lo habéis hecho ¡Ya, marchaos! o por quien soy (Enseña el medallón) te aseguro que iré a quejarme personalmente ante el Rey de vuestras podridas intenciones.
EL SICARIO.- No es preciso, Rabí, no es preciso... (Entre exageradas zalemas se retira por donde había entrado seguido del siervo que hace gestos de protesta)
LA JOVEN.- (Corre hacia Artabán y le besa con efusión las manos) ¡Gracias, señor! La Providencia te envió en el momento justo de evitar una infamia.
ARTABÁN. a Providencia es más sabia que los hombres... ¿Dónde vives?
LA JOVEN.- (Señalando la esquina) En la casa de la vuelta que es la tuya, pasa y descansa pues el polvo de tus sandalias me dice que traen un largo camino.
ARTABÁN.- Cierto, hija mía. Durante más de treinta años he ido persiguiendo los pasos de quien me robó el sueño para convertirlo en una ilusión única. Mis pies saben de las fértiles márgenes del Nilo, de las duras piedras del Sinaí, de las ardientes arenas de Arabia, de las escarpadas laderas del Líbano y del bullicio de los mercados en la Decápolis. En algunas partes le han visto... pero antes, antes de mi llegada. Parecía huir de mí como un espejismo inalcanzable en el desierto... Y ahora... No, no descansaré hasta encontrarle.
LA JOVEN.- ¿A quién buscas?
ARTABÁN.- A quien me han dicho que está en Jerusalén ¿Conoces a Jesús el Galileo?
LA JOVEN.- Sólo su fama de justo. Pero ya no le podrás ver.
ARTABÁN.- ¿Por qué?
LA JOVEN.- Porque hace poco pasó por aquí entre una turba de soldados y fariseos que lo llevan al Monte de la Calavera donde recibirá muerte de Cruz. El Sanedrín le ha condenado por blasfemo.
ARTABÁN.- (Con desesperación) ¡Cielos! ¡Cielos! ¡Ay, pobres de ellos y de mí!
LA JOVEN.- ¿De ti?
ARTABÁN.- No. Vete tú y no te preocupes por el abandono. El remordimiento por mi torpeza en encontrarle no me dejará solo...
(La joven se aleja hacia su casa. Artabán queda en primer término, al pié del muro derruido, con la cabeza baja y sumido en la más angustiosa meditación)
ARTABÁN.- (Como hablando consigo y en tono monótono de salmodia) ¡Te busqué y no te hallé! ¡Te llamé y no me respondiste! ¿Dónde te escondes que los que debieran verte no te han visto?
(En este momento se apagan las luces por completo y simultáneamente suena el redoble de un timbal que imita el ruido de un terremoto. Durante breves segundos se oyen golpes como si del muro de la decoración cayeran al suelo varios bloques de piedra. También se percibe el desplome del cuerpo de Artabán, que ha sido alcanzado en la cabeza por una de ellas. Enseguida se enciende un potente foco de luz que se proyecta sobre Artabán tendido en el suelo. Está emocionado y en su frente se ve la ancha herida ensangrentada que le produjo el golpe. Varias piedras, grandes y pequeñas, figuradas en cartón, rodean el cuero, que queda recortado por el caño de luz, mientras el resto de la escena permanece en la oscuridad. Del fondo de esta surge una sobra blanca, una figura vestida con larga túnica de anchas mangas que lleva caída sobre la mitad de la cara una larga melena que casi le oculta el rostro. Avanza lenta y solemnemente hacia el cuerpo de Artabán. Cuando está junto a él, hinca una rodilla en el suelo y sus manos llagadas y las bocamangas entran en el cono de luz en un gesto amoroso para levantar la cabeza del herido)
ARTABÁN.- (Abre los ojos y mira hacia la cara de Jesús difuminada por las sombras) ¿Quién eres? ¡No te conozco!
JESÚS.- (Con voz cálida y sin afectación) Cuando tuve sed me diste de beber, cuando padecía hambre tu pan la calmó, cuando andaba desnudo me vestiste. Tú curaste mis heridas y en la cárcel recibí tu visita.
ARTABÁN.- ¡Nunca hice eso contigo!
JESÚS.- ¡Lo que has hecho por el más pequeño de mis semejantes por Mí lo hiciste!
ARTABÁN.- (A punto de llorar) Pero, Señor ¿cómo es posible, si yo siempre... ¡¡he llegado tarde!!...
JESÚS.- (Acariciando su cabeza) No. Tú siempre has llegado el primero.
(Comienza a sonar el tema musical de la obra, a toda potencia, mientras se corre el

T E L Ó N