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domingo, 12 de mayo de 2013

Malos aires


En el siglo XVII, el químico flamenco Jan Baptist van Helmont observó que cuando se quema carbón en un recipiente cerrado, la masa resultante de la ceniza era mucho menor que la del carbón original. Su interpretación fue que el carbón se había transformado en una sustancia invisible a la que llamó "espíritu salvaje". Van Helmont descubrió así un gas que ha tenido varios nombres (óxido de carbono, gas carbónico y anhídrido carbónico) hasta que finalmente se impuso dióxido de carbono (C02).

En 1996, un grupo de investigadores liderados por el geofísico australiano D. M. Etheridge publicó un artículo en la revista Journal of Geophysical Research que, por primera vez, confirmó lo que ya se intuía: que las actividades humanas incrementaban la concentración de C02 en la atmósfera, un incremento que está contribuyendo a la aceleración del cambio global que experimentamos los dos últimos siglos. 

Los investigadores australianos habían analizado el aire encerrado en tres núcleos de hielo extraídos de Law Dome, en la Antártida. El registro analizado comprendía el aire almacenado entre los años 1006 a. C. y el año 1978 d. C. Por resumirlo brevemente, lo que encontraron fue que las concentraciones más bajas (entre 275-284 partes por millón o ppm) de C02 se registraron en la era preindustrial, es decir, antes de 1800, y que desde entonces las concentraciones atmosféricas del gas que más contribuye al calentamiento global no han cesado de aumentar. 

Gráfico de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre (azul) y la temperatura media global (rojo), en los últimos 1000 años.

Las mediciones más fiables e internacionalmente reconocidas de la concentración de gases en la atmósfera se llevan a cabo mediante sensores situados en la cima del Mauna Loa, el volcán de la isla más grande de Hawai, cuyo observatorio ha sido durante años el punto de referencia en el estudio de la evolución de estas emisiones. Los dispositivos de Hawai llevan medio siglo tomando muestras de aire limpio y fresco que ha circulado en el océano Pacífico a miles de kilómetros de la costa y de las grandes ciudades. La primera vez que se detectaron más de 400 ppm de C02 fue el año pasado, en el Ártico, cuando también se superó el nivel en lecturas realizadas cada hora en Mauna Loa, pero la lectura media todavía no había superado dicho nivel a lo largo de un día entero. Eso es justamente lo que ocurrió en la primera semana de mayo, cuando llegó a una media diaria superior a 400 y alcanzó niveles nunca vistos en la Tierra en millones de años, toda una demostración de que los esfuerzos para controlar las emisiones provocadas por la actividad humana han fallado estrepitosamente.

Sin el carbono (C) y sin su derivado químico el C02 no podríamos vivir. El carbono es un elemento notable por varias razones. Más allá de algunos datos paradójicos, como que se presenta en la naturaleza en forma de una de las sustancias más blandas (el grafito) y a la vez más duras (diamante), y como uno de los materiales más baratos (carbón) y a la vez más caros (diamante), lo más interesante del carbono es su capacidad de enlazarse químicamente con otros átomos pequeños, incluyendo otros átomos de carbono con los que puede formar largas cadenas. Así, con el oxígeno forma el dióxido de carbono, vital para el crecimiento de las plantas; combinado con oxígeno e hidrógeno forma gran variedad de compuestos orgánicos esenciales para la vida. La química de la vida, la bioquímica, es esencialmente la química del carbono.

Afortunadamente, carbono no nos falta. Antes de marearlos con las cifras, les diré que como unidad de medida utilizaré la gigatonelada (GT), que equivale a mil millones de toneladas. Los océanos contienen 37.400 GT de carbono en suspensión y la biomasa terrestre, lo que nos incluye a usted, lector, y a mí, entre 2.000-3.000 GT. En la atmósfera hay 750 GT de carbono, principalmente en forma C02  Por tanto, la atmósfera es el almacén de carbono más pequeño y, precisamente por eso, reacciona de forma más sensible a los cambios. Por el contrario, la atmósfera tiene el mayor porcentaje de intercambio de carbono a causa de procesos bioquímicos. El consumo de vegetación por animales y microbios libera a la atmósfera unas 220 GT de C02 al año. La respiración de las plantas terrestres emite unas 220 GT. Los océanos liberan unas 332 GT. En total, las actividades biológicas (entre otras las nuestras) suponen la liberación a la atmósfera de unas 800 GT de C02/año en números redondos.

Cuando les diga la aportación de las actividades humanas (excluidas las estrictamente naturales, como respirar) al contenido de C02 en la atmósfera, les parecerá ridícula. Nuestras emisiones “artificiales” de C02 proceden, principalmente, de la quema de combustibles fósiles, tanto en grandes unidades de combustión –por ejemplo, las utilizadas para la generación de energía eléctrica– como en fuentes menores, por ejemplo, los motores de los automóviles y las calefacciones. Las emisiones de C02 también se originan en ciertos procesos industriales, con la producción de cemento a la cabeza, y de extracción de recursos como petróleo, minería o refinerías, así como en la quema de bosques que todavía se lleva a cabo para el desmonte en algunos países en vías de desarrollo. Sumándolas todas a escala mundial, ascendieron a un total aproximado de 29 GT/año. La cifra, habitualmente (y maniqueamente) utilizada por los que dudan del cambio climático, que la consideran “despreciable” dado que las emisiones de origen humano son mucho menores que las emisiones naturales, es engañosa. 

Y es que los océanos, la tierra y la atmósfera intercambian C02 continuamente y, por eso, las emisiones naturales se compensan con los sumideros naturales (de nuevo por los océanos y la vegetación). Las plantas terrestres absorben al año unas 450 GT y el océano unas 338. El balance mantiene los niveles atmosféricos de C02 en un equilibro natural que descompensan por completo las emisiones artificiales humanas, aunque puedan parecernos increíblemente pequeñas. 

Alrededor del cuarenta por ciento de las emisiones humanas son absorbidas fundamentalmente por la vegetación y los océanos. El resto permanece en la atmósfera. Como consecuencia de ello, el C02 atmosférico está en su nivel más alto en los últimos quince a veinte millones de años. Las concentraciones atmosféricas de C02 oscilan de forma natural, pero mientras que un cambio natural de 100 ppm en las concentraciones atmosféricas normalmente requiere un período de entre 5.000 y 20.000 años, el reciente aumento de 100 ppm ha tenido lugar en tan sólo 120 años, porque un pequeño cambio en el balance entre océanos y aire provoca un aumento mucho más fuerte del que podríamos producir nosotros solos.

Una confirmación adicional de que el incremento se debe a la actividad humana procede del estudio de la relación entre los isótopos del carbono, que tienen un diferente número de neutrones. El C-12 posee seis neutrones y el C-13 siete. La proporción C13/C12 es menor en las plantas que en la atmósfera, de modo que si el aumento de C02 atmosférico procediera de los combustibles fósiles, el ratio C-13/C-12 debería estar disminuyendo. Cuando tenga este artículo entre sus manos, habrán pasado justamente diez años desde que el 20 de mayo 2003 los editores de la revista International Journal of Mass Spectrometry dieron luz verde a un artículo firmado por Prosenjit Ghosh y Willi A. Brand, investigadores alemanes del instituto Max-Planck de Biogeoquímica, que demostraba precisamente eso: que la relación C-13/C-12 estaba disminuyendo, una prueba más de nuestra desastrosa contribución al cambio global que nos amenaza.

Las dos palabras claves con respecto al C02 son fuente (emisiones) y sumidero (captación). Me ocuparé de ellas en otra entrada.