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lunes, 11 de julio de 2016

El asesinato del presidente Garfield o de cómo un colchón engañó a Alexander Graham Bell

Mientras lloraba desconsoladamente arrodillada en el sucio vestíbulo de la estación de ferrocarril, Sarah White era por primera vez protagonista de la Historia. La mujer, que había pasado toda su existencia malviviendo, había encontrado su primer empleo estable como encargada de los lavabos de señoras de la flamante estación Baltimore & Potomac, en Washington. En esos momentos, la cabeza de James A. Garfield descansaba sobre su regazo mientras la multitud se arremolinaba alrededor del cuerpo yaciente del vigésimo Presidente de Estados Unidos.

James A. Garfield (1831-1881) fue uno de los hombres más extraordinarios jamás elegido presidente. Nacido en la pobreza extrema y huérfano a los dieciocho meses de edad, fue un niño prodigio, un profesional de éxito -primero como profesor de lenguas clásicas y luego como abogado-, un héroe de la Guerra de Secesión, en la que alcanzó el generalato. Gracias a su postura anti-esclavista y a su prestigio militar y académico, ganó un escaño en la Cámara de Representantes en 1863, donde ejerció como un legislador reformista reconocido y admirado. Nominado para presidente por el partido Republicano tras una elección que requirió 35 votaciones, una vez en la Casa Blanca se involucró en una feroz batalla contra la clase política corrupta. 

Para su desgracia, cuando un trastornado le disparó por la espalda el 2 de julio de 1881, Garfield se convirtió en el segundo presidente asesinado en los Estados Unidos, después de que dieciséis años antes el fundador del partido Republicano, Abraham Lincoln, hubiera sufrido la misma fatalidad, también en el ejercicio del cargo. La presidencia de James A. Garfield es la segunda más corta en la historia de Estados Unidos, tras la de William Henry Harrison. Su asesinato interrumpió su mandato tras permanecer solo seis meses y quince días en el cargo.

En la mañana del 2 de Julio de 1881, Garfield sin escolta alguna y sin más acompañantes que su amigo el Secretario de Estado James G. Blaine y sus dos hijos pequeños, se disponía a tomar el tren para encontrarse con su mujer, Lucretia, que pasaba unos días en su casa familiar. Cuando se dirigía confiado hacia su vagón, un perturbado, el abogado Charles Jules Guiteau, que estaba desengañado porque Garfield no le había concedido un puesto consular que había solicitado alegando su militancia republicana, le descerrajó dos tiros de pistola. Uno de ellos atravesó el brazo y la chaqueta del presidente y fue a incrustarse en la caja de herramientas de un aterrorizado empleado del ferrocarril. El siguiente, disparado como el primero a unos tres pasos del presidente, le entró por la espalda y fue a incrustarse detrás del páncreas unos diez centímetros a la derecha de la espina dorsal.

La herida no era en absoluto mortal. La bala no había afectado ningún órgano vital y el lugar en el que se había alojado era ideal para que el cuerpo la encapsulara mediante la proliferación del tejido circundante. Miles de soldados que habían luchado en la Guerra de Secesión seguían viviendo tranquilamente casi veinte años después con proyectiles y metrallas embutidos en el cuerpo. Pero, a diferencia de Garfield, aquellos veteranos gozaron de una gran ventaja: no fueron atendidos por unos médicos más preocupados por su fama que de curar a sus pacientes. Garfield fue victima de lo que hoy llamaríamos el “síndrome del recomendado”.

Durante la hora que permaneció herido en una dependencia de la estación, tendido sobre una sucia litera de paja y pelo de caballo, salpicado por la sangre y sus propios vómitos, hasta diez médicos ejercieron sobre él unas prácticas arcaicas: en una búsqueda infructuosa del proyectil justamente por el lado contrario de donde había penetrado, hurgaron en su herida con instrumentos quirúrgicos sin desinfectar o directamente con sus dedos sucios, hasta convertir una herida limpia de bala en un cráter sanguinolento infectado de gérmenes patógenos.

Luego, en una ambulancia tirada por caballos que traqueteaba por las mal pavimentadas calles de Washington convirtiendo cada bache en un suplicio, Garfield fue llevado hasta la Casa Blanca, rodeada por aquel entonces por las ciénagas del Potomac que convertían la residencia presidencial en uno de los lugares más insanos de la capital. Allí, en una improvisada sala, adormecido con inyecciones de morfina, pero siempre consciente, el presidente sufrió una lenta y cruel agonía que le provocó un médico insensato, D. Willard Bliss, que continuó escarbando con sus dedos en las entrañas del atribulado presidente.

Al otro lado del Atlántico, en un hospital de Londres, un cuáquero, el doctor Joseph Lister, llevaba quince años demostrando que una sencilla asepsia, que consistía en lavarse las manos y limpiar el instrumental con algún desinfectante como el ácido carboxílico, había acabado con la muerte de miles de pacientes que antes fallecían víctimas de las septicemias que seguían invariablemente a sencillas operaciones quirúrgicas. Centenares de médicos rurales de todo el mundo y decenas de hospitales europeos aplicaban con éxito las elementales prácticas propugnadas por Lister: lavar y desinfectar.


Pero las eminencias médicas de Estados Unidos, de las que Bliss era un distinguido representante, despreciaban a Lister –a quien consideraban un inconsistente charlatán- y continuaban entrando en los quirófanos con sus levitas de calle y sus botas sucias de barro y excrementos de las caballerías, o, peor aún, revestidos con las batas cubiertas de sangre y pus procedentes de otras intervenciones quirúrgicas o de autopsias. Para aquellas engoladas celebridades, el que sus batas estuvieran cubiertas de los fluidos corporales de otros pacientes o de los cadáveres de la morgue era todo un signo de su éxito profesional. Torturado por Bliss, sudoroso y frío por la fiebre que le provocaba la infección, sometido a una dieta semilíquida que vomitaba de inmediato, preso de enormes dolores que sentía como las “garras de un tigre, que arañaba en su interior”, Garfield sufrió un calvario del que hubiera escapado apenas quince años después, cuando el empleo de los rayos X y de la asepsia en el tratamiento de heridas era la práctica habitual en las clínicas de todo el mundo civilizado.

El célebre inventor Alexander Graham Bell, que por entonces perfeccionaba su recién patentado (que no inventado) teléfono y daba los últimos toques al fonógrafo, creyó tener la solución. Entre los cientos de patentes de aquel infatigable inventor se contaba un prototipo de detector de metales. Acertadamente, Bell pensó que aquel artefacto podía ser útil para escudriñar en el interior del presidente y encontrar el proyectil que estaba causando la infección. Su enorme fama y el empuje de la prensa ayudaron a que el cancerbero Bliss y el entorno presidencial consintieran en realizar la prueba.

Bell se puso rápidamente manos a la obra. Preparó cuidadosamente la prueba experimentando con animales, Sus ayudantes dispararon sobre perros, ovejas y terneros teniendo buen cuidado en que las balas quedaran incrustadas en sus cuerpos; otros animales más afortunados fueron alimentados con piensos trufados de trozos de plomo. Invariablemente el dispositivo de Bell detectaba los cuerpos extraños y localizaba con precisión milimétrica los fragmentos de plomo. Aquel invento funcionaba muy bien. Bell y sus ayudantes estaban prestos a probarlo en el cuerpo presidencial.

El país estaba expectante; la prensa se encargaba de caldear el ambiente. Bell no podía fallar. Lo preparó todo cuidadosamente. Ordenó que el personal de la Casa Blanca sacara todos los objetos metálicos que hubiera en la sala donde iba a auscultar al paciente; el presidente, desnudo y cubierto únicamente con una sábana limpia, yacía directamente sobre su colchón. La cama y el somier habían sido sacados de la habitación.

Bell entró en la sala. Vio por primera vez al moribundo presidente, una imagen que no olvidaría jamás, se cercioró de que no hubiera objetos metálicos y comenzó a deslizar el artilugio sobre el cuerpo yacente. Funcionó…. demasiado bien. Bell y los escasos asistentes al experimento estaban estupefactos: cada centímetro del cuerpo de Garfield parecía estar relleno de plomo. El timbre telefónico conectado al detector no paraba de sonar y, como bien había comprobado Bell experimentando con animales, cada timbrazo era un pedazo de metal. Aquello no podía ser: Garfield había recibido un solo disparo y lo lógico era que el timbre hubiera sonado una sola vez. Luego, con una técnica parecida al sonar, Bell hubiera sido capaz de señalar el lugar y la profundidad exacta en la que se encontraba el proyectil. 

Bell no daba crédito: el experimento que había preparado minuciosamente había fallado. No era así: el invento había funcionado a la perfección. Lo que Bell ignoraba y los allegados a Garfield pasaron por alto fue que unas semanas antes un avispado fabricante había regalado al presidente el primer colchón de muelles fabricado en Estados Unidos. Sobre él sufriría sus semanas de agonía y sobre él sería amortajado el 19 de septiembre de 1881, casi ochenta días después de haberse desplomado herido en el vestíbulo de una estación.

Cuando se le practicó la autopsia, la cavidad corporal de Garfield estaba atravesada por las infectas galerías que le habían provocado las prácticas de Bliss, quien había buscado a casi 20 cm de distancia de donde se encontraba, perfectamente encapsulado e inofensivo, el proyectil disparado por Guiteau.

Siendo ecuánimes, fueron los médicos los que acabaron con Garfield, pero fue Guiteau el que fue ahorcado el 30 de junio de 1882. Así se escribe la Historia.