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sábado, 1 de noviembre de 2025

SEPULTADOS POR LA BASURA

 

En la esquina de la Quinta avenida con la calle 128, está el minúsculo parque dedicado a los hermanos Collyer que ocupa el solar en el que estuvo la casa familiar.

Caminar desde Central Park hacia Harlem es una experiencia que recuerda que Nueva York, por mucho que cambie, sigue siendo una ciudad de contrastes. En la esquina de la 110, el verdor del parque se acaba de golpe y el paisaje urbano se vuelve más áspero, más vertical, más humano. Las ardillas dan paso a los puestos de frutas, y los corredores con ropa guay se mezclan con ancianos que conversan en los bancos, como si el parque fuera una frontera entre dos versiones del mismo país.

Sigo subiendo por la Quinta Avenida, con el río Harlem insinuándose a la izquierda, y pienso en lo que debió de ser este barrio cuando aún olía a campo y a casas bien ventiladas. A comienzos del siglo XX Harlem era un barrio blanco y respetable, de esos donde las damas tocaban el piano y los caballeros tenían bigote y una ligera tendencia a la excentricidad. En una de sus esquinas, en la calle 128, se levantaba entonces una mansión de arenisca roja, un brownstone elegante que pertenecía a la familia Collyer.

Hoy, en ese mismo lugar, hay un minúsculo triángulo de tierra cercado por una verja y presidido por unos pocos sicomoros. Un cartel anuncia con cierta ironía poética: “Collyer Brothers Park”. Es difícil imaginar que aquí, donde los vecinos pasean al perro, se desarrolló una de las historias más extrañas de la mitología urbana neoyorquina.

Los hermanos Collyer, Homer y Langley, fueron en vida una especie de atracción de feria involuntaria. Sus rarezas llenaron los tabloides mucho antes de que existiera el término síndrome de Diógenes. Acumularon en su casa tal cantidad de objetos que, literalmente, murieron sepultados por ellos. La mansión se convirtió en una tumba de papel, chatarra y polvo. Y, como suele pasar en Nueva York, su ruina acabó convertida en leyenda.

El parque actual es tan pequeño que uno puede transitarlo en diez pasos. A su alrededor se alzan bloques de vivienda pública, con ropa colgando en los balcones y olor a comida que se escapa por las ventanas. Es un escenario improbable para una historia de góticos victorianos, pero así es Nueva York: mezcla sin pudor lo sublime y lo grotesco.

Todo empezó en 1909, cuando Herman Collyer, un médico ginecólogo, y su esposa Susie, una cantante de ópera, se instalaron en la nueva casa de Harlem. Él tenía la curiosa costumbre de ir a trabajar en canoa, una rareza que ya entonces le granjeó fama de excéntrico. Los vecinos lo veían caminar por la calle cargando la piragua invertida sobre la cabeza, como un crustáceo desorientado.

El matrimonio aguantó en Harlem apenas una década. Cuando la población afroamericana comenzó a instalarse en el barrio, los blancos acomodados iniciaron un éxodo en dirección sur. Pero los hijos, Homer y Langley, decidieron quedarse. Por entonces rondaban los veinte años y ambos eran titulados universitarios: Homer, graduado en Derecho marítimo; Langley, ingeniero, pianista y, según algunos, inventor de artefactos que nunca funcionaron.

Las tres casas adosadas que aún se conservan fueron construidas por George J. Hamilton. La casa de enmedio permite hacerse una idea de cómo era la mansión Collyer.


Durante un tiempo llevaron una vida normal. Pero la normalidad en Nueva York tiene la costumbre de caducar. En 1932, Homer perdió la vista y empezó a replegarse en la casa. Langley se convirtió en su enfermero y, como buen hermano menor con exceso de tiempo libre, en su proveedor de ideas extravagantes. Ideó, por ejemplo, una dieta de cien naranjas semanales para curarle la ceguera. También empezó a acumular periódicos, con la intención —según dijo— de construir un archivo completo de la historia contemporánea para que Homer pudiera leerla cuando recuperara la vista.

El proyecto se le fue de las manos. Las paredes se cubrieron de pilas de periódicos atados con cuerdas; los pasillos se convirtieron en túneles y la casa, en una especie de fortaleza de papel. Langley recogía de la basura todo lo que encontraba: pianos, bicicletas, maniquíes, incluso un viejo Ford T que instaló en el salón para usarlo como generador eléctrico. Cuando les cortaron el agua y la luz, se abastecía por las noches de un parque cercano.

A medida que el aislamiento crecía, también lo hacía la leyenda. Se decía que los Collyer escondían tesoros, que dormían sobre montañas de billetes y que habían convertido su casa en una cueva de Alí Babá. Los periodistas acechaban en la puerta; los niños lanzaban piedras; los curiosos tocaban el timbre para ver si alguien contestaba. Ellos respondieron atrincherándose: tapiaron las ventanas, desconectaron el teléfono y colocaron trampas con alambres en los pasillos.

Marzo, 21, 1947. La multitud se concentra delante de la casa de los Collyer mientras la policía y los bomberos proceden a ocupar la casa.


Como era previsible, todo terminó en tragedia. El 21 de marzo de 1947, la policía recibió una llamada anónima: un fuerte olor putrefacto surgía del número 2078 de la Quinta Avenida. Cuando los agentes llegaron, se encontraron con una multitud agolpada frente a la casa. El hedor era insoportable. Los bomberos intentaron entrar por la puerta, pero un muro de objetos lo impedía. Tardaron horas en abrir un hueco. Dentro, el aire era tan espeso que tuvieron que trabajar con máscaras.

El primer cuerpo que hallaron fue el de Homer, sentado en una silla, muerto de inanición. Los periódicos del día siguiente llenaron las portadas con su historia. Pero el cuerpo de Langley no apareció hasta una semana después: había quedado atrapado por una de sus propias trampas, sepultado bajo toneladas de papel. Murió aplastado, apenas a dos metros de su hermano, mientras intentaba llevarle la cena.

El inventario final rozó lo surrealista: más de cien toneladas de objetos fueron retiradas de la casa. Entre ellas, 25 000 libros, catorce pianos, una quijada de caballo, una piragua, una capota de coche de época, bustos, tapices, frascos con órganos humanos, trenes de juguete, una máquina de rayos X y una montaña de periódicos que bien podía haber contado toda la historia del siglo XX si alguien hubiera tenido el valor de leerla.

Un policía indaga en el interior de una de las habitaciones de la casa Collyer

El Ayuntamiento, superado por la magnitud del desastre, decidió demoler el edificio. En su lugar, años más tarde, plantó un pequeño parque con sicomoros. Algunos vecinos se indignaron cuando el consistorio quiso llamarlo “Parque de los Hermanos Collyer”. Les parecía un homenaje inmerecido. Pero Nueva York tiene una extraña costumbre: convierte en monumento incluso lo que la avergüenza.

Mientras contemplo el solar, pienso que los Collyer fueron, en el fondo, un espejo grotesco de la ciudad. Si Manhattan tuviera alma, estaría hecha de esa misma mezcla de deseo, miedo y acumulación. Cada apartamento es una versión ordenada de aquella mansión perdida: guardamos cosas “por si acaso”, cerramos las persianas, construimos pequeños refugios que con el tiempo se llenan de papeles, recuerdos, de todo lo que creemos indispensable.

En su novela Homer & Langley, E. L. Doctorow imaginó que los hermanos seguían vivos, eternos, prisioneros de su propio museo del tiempo. Quizás no iba tan desencaminado. De algún modo, la historia se repite cada día en algún rincón de la ciudad, donde alguien guarda un periódico viejo convencido de que aún puede servir para algo.

Camino de regreso hacia Central Park, me cruzo con un camión de basura. El operario arroja bolsas dentro y el contenedor emite un sonido metálico que parece un rugido satisfecho. Nueva York devora su pasado todas las noches y cada mañana amanece como nueva. Pero bajo las torres, entre los sicomoros del parque de los hermanos Collyer, sigue latiendo esa otra ciudad hecha de papeles y polvo. La que nunca tira nada.

EL GOLPE DE ESTADO QUE ESTÁ POR LLEGAR

 

En Siete días de mayo, la película de 1964 de John Frankenheimer, un grupo de altos mandos militares conspira para derrocar al presidente de Estados Unidos. El motivo es tan norteamericano como el propio golpe: el presidente ha firmado un tratado de desarme nuclear con la Unión Soviética, y los generales creen que eso equivale a traición. La trama, tensa y cerebral, transcurre en despachos del Pentágono, bases secretas y sótanos llenos de teléfonos. El golpe no se consuma, pero la advertencia queda clara: el mayor peligro para la democracia americana no viene del exterior, sino de sus propias entrañas.

Años después, Philip Roth imaginó una amenaza más sutil e inquietante. En La conjura contra América (2004), el héroe nacional Charles Lindbergh —aviador, patriota y simpatizante del nazismo— gana las elecciones presidenciales de 1940 y conduce al país hacia una forma sonriente de fascismo doméstico. Contada desde los ojos de un niño judío en Newark, la novela es una parábola sobre lo fácil que resulta destruir la democracia sin disparar un solo tiro. Solo hacen falta miedo, carisma y un enemigo al que culpar.

Durante décadas, esas ficciones parecieron advertencias remotas, hijas del trauma de la Guerra Fría. Hoy suenan menos a advertencia y más a profecía. El intento de insurrección del 6 de enero de 2021, cuando una multitud alentada por Trump asaltó el Capitolio, devolvió a la memoria la sensación de que incluso en Estados Unidos —esa república convencida de su inmunidad histórica— el golpe de Estado es posible. No un golpe clásico, con tanques en las calles, sino algo más caótico y televisivo: un golpe transmitido en directo.

Los conspiradores de la ficción de Frankenheimer se mueven con disciplina militar; en 2021, el asalto fue una mezcla de carnaval y tragedia protagonizado por ciudadanos convencidos de defender la democracia mientras la destruían. Lo que Siete días de mayo describía como un complot de élites, el siglo XXI lo convirtió en un levantamiento de multitudes, amplificado por la tecnología y el ruido digital.

El siglo XX temía el autoritarismo que venía de arriba; el presente teme el que brota de abajo. Las pasiones que movilizaron a los patriotas del Tea Party, a los milicianos armados y a los creyentes en teorías conspirativas son versiones modernas del viejo excepcionalismo americano: la convicción de que la libertad individual justifica cualquier desobediencia. En este nuevo guion, los conspiradores ya no son generales ni espías, sino ciudadanos que se creen elegidos para salvar la nación de su propio gobierno.

La historia de los intentos de golpe en Estados Unidos es más rica de lo que sugiere su mito democrático. En 1933, apenas tres años después del crack del 29, un grupo de empresarios y banqueros descontentos con el New Deal intentó reclutar al general Smedley Butler —héroe de guerra condecorado— para liderar un levantamiento contra Franklin D. Roosevelt. El plan, conocido como el Business Plot o Wall Street Putsch, buscaba instaurar una dictadura corporativa que detuviera el avance del Estado social. Butler los denunció ante el Congreso y el golpe nunca se materializó, pero la semilla de la sospecha germinó.

Décadas después, Eisenhower —el general que había derrotado al nazismo— advirtió en su discurso de despedida contra el “complejo militar-industrial”, esa alianza de intereses económicos, políticos y bélicos que podía llegar a controlar el país desde dentro. No hablaba de un golpe visible, sino de una toma de poder paulatina, disfrazada de patriotismo y progreso tecnológico. En cierto modo, el verdadero golpe americano ha sido siempre silencioso, burocrático y rentable.

Si Siete días de mayo imaginaba el golpe como una cuestión de lealtad y disciplina, La conjura contra América lo planteaba como un problema de fe colectiva. El fascismo de Lindbergh no imponía la obediencia por la fuerza, sino por el deseo de creer. Esa es quizá la mayor debilidad de la democracia estadounidense: su tendencia a confundir el optimismo con la verdad. El mito de la libertad individual —ese motor cultural que construyó el país— se vuelve contra él cuando cada ciudadano cree que su libertad está por encima de la ley.

La televisión, como en todo relato americano, tuvo un papel decisivo. Cuando Nixon perdió las elecciones de 1960 ante Kennedy, se dijo que la culpa fue de la cámara: el senador lucía joven, lozano y confiado; el vicepresidente, pálido, sudoroso y sin afeitar. La democracia moderna ya no se jugaba en los despachos, sino en los platós.

Sesenta años después, el campo de batalla se trasladó a los teléfonos. Las redes sociales, que prometían una revolución democrática, se convirtieron en fábricas de fe, donde cada grupo fabrica su propia realidad y su propio enemigo. En ese contexto, el golpe del siglo XXI no necesita generales ni tanques: basta con deslegitimar la verdad.

El golpe, en realidad, ya ha ocurrido muchas veces. Ocurre cada vez que un candidato pone en duda el resultado electoral sin pruebas, cada vez que una turba amenaza a un funcionario público, cada vez que un periodista recibe amenazas por informar. El poder ya no se toma por la fuerza, sino por erosión. Los nuevos golpistas no quieren controlar el Estado, sino vaciarlo: saturar el espacio público con mentiras hasta que la verdad se vuelva irrelevante. En ese sentido, La conjura contra América fue profética: el autoritarismo ya no necesita censurar; le basta con confundir.

Quizás el rasgo más paradójico del sistema estadounidense sea su mezcla de rigidez institucional y fragilidad moral. El mismo país que redactó la Constitución más longeva del mundo vive pendiente de titulares y encuestas. Cada crisis política se interpreta como una lucha final por el alma de la nación. Los debates ya no giran en torno a políticas, sino a símbolos: la bandera, la religión, la identidad, el recuerdo de un pasado idealizado. En ese clima emocional, un golpe puede parecer, incluso, un acto de patriotismo.

El historiador Richard Hofstadter lo llamó «the paranoid style in American politics»: una tendencia a ver conspiraciones en todas partes, a sospechar que el país está siempre al borde de ser traicionado. Es la ansiedad de una nación que se sabe poderosa, pero teme dejar de serlo. Cada generación americana parece convencida de vivir el fin de su república. Y, sin embargo, el país sigue en pie, como si su caos fuera una forma de estabilidad.

Cuando uno sobrevuela Washington, las avenidas forman una geometría perfecta: ejes, diagonales, círculos concéntricos. Es el mapa de una república racional, diseñada para evitar el despotismo. Pero más allá del anillo del Capitolio comienza la otra América: la de las autopistas infinitas, los suburbios idénticos, las iglesias improvisadas y las radios que nunca se apagan. Esa es la América que teme perderse, la que busca redención en líderes que prometen restaurar una pureza que nunca existió.

El verdadero golpe de Estado americano, si llega, no será un asalto al poder, sino una renuncia colectiva a la duda. Una América cansada de pensar puede aceptar cualquier salvador que le devuelva la sensación de certeza. La historia demuestra que los golpes no necesitan triunfar para dejar huella: basta con que la democracia empiece a justificarlos.

Philip Roth, en una entrevista de sus últimos años, dijo algo que hoy suena profético: «Todo lo que antes era impensable se ha vuelto cotidiano». Quizá esa sea la definición más precisa de nuestro tiempo. No vivimos el día después del golpe, sino el día en que lo imposible dejó de parecernos extraño.

El cine y la literatura lo entendieron antes que nadie. De Siete días de mayo a House of Cards, de Doctor Strangelove a The Man in the High Castle, América lleva un siglo soñando su propio derrumbe. Cada generación reescribe el mismo argumento: el miedo a que el poder caiga en manos equivocadas. Pero lo perturbador no es que esas historias puedan hacerse realidad, sino que cada vez se parezcan más a la realidad diaria. 

La serie de televisión estadounidense The Man in the High Castle basada parcialmente en la novela homónima de 1962 de Philip K. Dick, transcurre en 1962 y se sitúa en un mundo distópico en el que las Potencias del Eje ganaron la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos ha sido dividido en tres partes: los Estados del Pacífico en la costa oeste, el Gran Reich en la costa este, y la zona neutral en las Montañas Rocosas.

El golpe que nunca ocurrió tal vez no necesite ocurrir del todo. Tal vez baste con que millones de personas crean que ya ocurrió, o que podría ocurrir mañana. En ese umbral entre la ficción y la paranoia vive la política contemporánea estadounidense: una nación que no ha sido derrocada, pero que lleva décadas imaginando su propio final.