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| En la esquina de la Quinta avenida con la calle 128, está el minúsculo parque dedicado a los hermanos Collyer que ocupa el solar en el que estuvo la casa familiar. |
Caminar desde Central Park hacia
Harlem es una experiencia que recuerda que Nueva York, por mucho que cambie,
sigue siendo una ciudad de contrastes. En la esquina de la 110, el verdor del
parque se acaba de golpe y el paisaje urbano se vuelve más áspero, más
vertical, más humano. Las ardillas dan paso a los puestos de frutas, y los
corredores con ropa guay se mezclan con ancianos que conversan en los bancos,
como si el parque fuera una frontera entre dos versiones del mismo país.
Sigo subiendo por la Quinta
Avenida, con el río Harlem insinuándose a la izquierda, y pienso en lo que
debió de ser este barrio cuando aún olía a campo y a casas bien ventiladas. A
comienzos del siglo XX Harlem era un barrio blanco y respetable, de esos donde
las damas tocaban el piano y los caballeros tenían bigote y una ligera
tendencia a la excentricidad. En una de sus esquinas, en la calle 128, se
levantaba entonces una mansión de arenisca roja, un brownstone elegante
que pertenecía a la familia Collyer.
Hoy, en ese mismo lugar, hay un
minúsculo triángulo de tierra cercado por una verja y presidido por unos pocos
sicomoros. Un cartel anuncia con cierta ironía poética: “Collyer Brothers
Park”. Es difícil imaginar que aquí, donde los vecinos pasean al perro, se
desarrolló una de las historias más extrañas de la mitología urbana
neoyorquina.
Los hermanos Collyer, Homer y
Langley, fueron en vida una especie de atracción de feria involuntaria. Sus
rarezas llenaron los tabloides mucho antes de que existiera el término síndrome
de Diógenes. Acumularon en su casa tal cantidad de objetos que, literalmente,
murieron sepultados por ellos. La mansión se convirtió en una tumba de papel,
chatarra y polvo. Y, como suele pasar en Nueva York, su ruina acabó convertida
en leyenda.
El parque actual es tan pequeño
que uno puede transitarlo en diez pasos. A su alrededor se alzan bloques de
vivienda pública, con ropa colgando en los balcones y olor a comida que se
escapa por las ventanas. Es un escenario improbable para una historia de
góticos victorianos, pero así es Nueva York: mezcla sin pudor lo sublime y lo
grotesco.
Todo empezó en 1909, cuando
Herman Collyer, un médico ginecólogo, y su esposa Susie, una cantante de ópera,
se instalaron en la nueva casa de Harlem. Él tenía la curiosa costumbre de ir a
trabajar en canoa, una rareza que ya entonces le granjeó fama de excéntrico.
Los vecinos lo veían caminar por la calle cargando la piragua invertida sobre
la cabeza, como un crustáceo desorientado.
El matrimonio aguantó en Harlem
apenas una década. Cuando la población afroamericana comenzó a instalarse en el
barrio, los blancos acomodados iniciaron un éxodo en dirección sur. Pero los
hijos, Homer y Langley, decidieron quedarse. Por entonces rondaban los veinte
años y ambos eran titulados universitarios: Homer, graduado en Derecho
marítimo; Langley, ingeniero, pianista y, según algunos, inventor de artefactos
que nunca funcionaron.
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| Las tres casas adosadas que aún se conservan fueron construidas por George J. Hamilton. La casa de enmedio permite hacerse una idea de cómo era la mansión Collyer. |
Durante un tiempo llevaron una
vida normal. Pero la normalidad en Nueva York tiene la costumbre de caducar. En
1932, Homer perdió la vista y empezó a replegarse en la casa. Langley se
convirtió en su enfermero y, como buen hermano menor con exceso de tiempo
libre, en su proveedor de ideas extravagantes. Ideó, por ejemplo, una dieta de
cien naranjas semanales para curarle la ceguera. También empezó a acumular
periódicos, con la intención —según dijo— de construir un archivo completo de
la historia contemporánea para que Homer pudiera leerla cuando recuperara la
vista.
El proyecto se le fue de las
manos. Las paredes se cubrieron de pilas de periódicos atados con cuerdas; los
pasillos se convirtieron en túneles y la casa, en una especie de fortaleza de
papel. Langley recogía de la basura todo lo que encontraba: pianos, bicicletas,
maniquíes, incluso un viejo Ford T que instaló en el salón para usarlo como
generador eléctrico. Cuando les cortaron el agua y la luz, se abastecía por las
noches de un parque cercano.
A medida que el aislamiento
crecía, también lo hacía la leyenda. Se decía que los Collyer escondían
tesoros, que dormían sobre montañas de billetes y que habían convertido su casa
en una cueva de Alí Babá. Los periodistas acechaban en la puerta; los niños
lanzaban piedras; los curiosos tocaban el timbre para ver si alguien
contestaba. Ellos respondieron atrincherándose: tapiaron las ventanas,
desconectaron el teléfono y colocaron trampas con alambres en los pasillos.
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| Marzo, 21, 1947. La multitud se concentra delante de la casa de los Collyer mientras la policía y los bomberos proceden a ocupar la casa. |
Como era previsible, todo terminó
en tragedia. El 21 de marzo de 1947, la policía recibió una llamada anónima: un fuerte olor putrefacto surgía del número 2078 de la Quinta Avenida. Cuando los agentes
llegaron, se encontraron con una multitud agolpada frente a la casa. El hedor
era insoportable. Los bomberos intentaron entrar por la puerta, pero un muro de
objetos lo impedía. Tardaron horas en abrir un hueco. Dentro, el aire era tan
espeso que tuvieron que trabajar con máscaras.
El primer cuerpo que hallaron fue
el de Homer, sentado en una silla, muerto de inanición. Los periódicos del día
siguiente llenaron las portadas con su historia. Pero el cuerpo de Langley no
apareció hasta una semana después: había quedado atrapado por una de sus
propias trampas, sepultado bajo toneladas de papel. Murió aplastado, apenas a
dos metros de su hermano, mientras intentaba llevarle la cena.
El inventario final rozó lo
surrealista: más de cien toneladas de objetos fueron retiradas de la casa.
Entre ellas, 25 000 libros, catorce pianos, una quijada de caballo, una
piragua, una capota de coche de época, bustos, tapices, frascos con órganos humanos,
trenes de juguete, una máquina de rayos X y una montaña de periódicos que bien
podía haber contado toda la historia del siglo XX si alguien hubiera tenido el
valor de leerla.
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| Un policía indaga en el interior de una de las habitaciones de la casa Collyer |
El Ayuntamiento, superado por la
magnitud del desastre, decidió demoler el edificio. En su lugar, años más
tarde, plantó un pequeño parque con sicomoros. Algunos vecinos se indignaron
cuando el consistorio quiso llamarlo “Parque de los Hermanos Collyer”. Les
parecía un homenaje inmerecido. Pero Nueva York tiene una extraña costumbre:
convierte en monumento incluso lo que la avergüenza.
Mientras contemplo el solar,
pienso que los Collyer fueron, en el fondo, un espejo grotesco de la ciudad. Si
Manhattan tuviera alma, estaría hecha de esa misma mezcla de deseo, miedo y
acumulación. Cada apartamento es una versión ordenada de aquella mansión
perdida: guardamos cosas “por si acaso”, cerramos las persianas, construimos
pequeños refugios que con el tiempo se llenan de papeles, recuerdos, de todo lo
que creemos indispensable.
En su novela Homer &
Langley, E. L. Doctorow imaginó que los hermanos seguían vivos, eternos,
prisioneros de su propio museo del tiempo. Quizás no iba tan desencaminado. De
algún modo, la historia se repite cada día en algún rincón de la ciudad, donde
alguien guarda un periódico viejo convencido de que aún puede servir para algo.
Camino de regreso hacia Central Park, me cruzo con un camión de basura. El operario arroja bolsas dentro y el contenedor emite un sonido metálico que parece un rugido satisfecho. Nueva York devora su pasado todas las noches y cada mañana amanece como nueva. Pero bajo las torres, entre los sicomoros del parque de los hermanos Collyer, sigue latiendo esa otra ciudad hecha de papeles y polvo. La que nunca tira nada.





