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sábado, 1 de noviembre de 2025

EL GOLPE DE ESTADO QUE ESTÁ POR LLEGAR

 

En Siete días de mayo, la película de 1964 de John Frankenheimer, un grupo de altos mandos militares conspira para derrocar al presidente de Estados Unidos. El motivo es tan norteamericano como el propio golpe: el presidente ha firmado un tratado de desarme nuclear con la Unión Soviética, y los generales creen que eso equivale a traición. La trama, tensa y cerebral, transcurre en despachos del Pentágono, bases secretas y sótanos llenos de teléfonos. El golpe no se consuma, pero la advertencia queda clara: el mayor peligro para la democracia americana no viene del exterior, sino de sus propias entrañas.

Años después, Philip Roth imaginó una amenaza más sutil e inquietante. En La conjura contra América (2004), el héroe nacional Charles Lindbergh —aviador, patriota y simpatizante del nazismo— gana las elecciones presidenciales de 1940 y conduce al país hacia una forma sonriente de fascismo doméstico. Contada desde los ojos de un niño judío en Newark, la novela es una parábola sobre lo fácil que resulta destruir la democracia sin disparar un solo tiro. Solo hacen falta miedo, carisma y un enemigo al que culpar.

Durante décadas, esas ficciones parecieron advertencias remotas, hijas del trauma de la Guerra Fría. Hoy suenan menos a advertencia y más a profecía. El intento de insurrección del 6 de enero de 2021, cuando una multitud alentada por Trump asaltó el Capitolio, devolvió a la memoria la sensación de que incluso en Estados Unidos —esa república convencida de su inmunidad histórica— el golpe de Estado es posible. No un golpe clásico, con tanques en las calles, sino algo más caótico y televisivo: un golpe transmitido en directo.

Los conspiradores de la ficción de Frankenheimer se mueven con disciplina militar; en 2021, el asalto fue una mezcla de carnaval y tragedia protagonizado por ciudadanos convencidos de defender la democracia mientras la destruían. Lo que Siete días de mayo describía como un complot de élites, el siglo XXI lo convirtió en un levantamiento de multitudes, amplificado por la tecnología y el ruido digital.

El siglo XX temía el autoritarismo que venía de arriba; el presente teme el que brota de abajo. Las pasiones que movilizaron a los patriotas del Tea Party, a los milicianos armados y a los creyentes en teorías conspirativas son versiones modernas del viejo excepcionalismo americano: la convicción de que la libertad individual justifica cualquier desobediencia. En este nuevo guion, los conspiradores ya no son generales ni espías, sino ciudadanos que se creen elegidos para salvar la nación de su propio gobierno.

La historia de los intentos de golpe en Estados Unidos es más rica de lo que sugiere su mito democrático. En 1933, apenas tres años después del crack del 29, un grupo de empresarios y banqueros descontentos con el New Deal intentó reclutar al general Smedley Butler —héroe de guerra condecorado— para liderar un levantamiento contra Franklin D. Roosevelt. El plan, conocido como el Business Plot o Wall Street Putsch, buscaba instaurar una dictadura corporativa que detuviera el avance del Estado social. Butler los denunció ante el Congreso y el golpe nunca se materializó, pero la semilla de la sospecha germinó.

Décadas después, Eisenhower —el general que había derrotado al nazismo— advirtió en su discurso de despedida contra el “complejo militar-industrial”, esa alianza de intereses económicos, políticos y bélicos que podía llegar a controlar el país desde dentro. No hablaba de un golpe visible, sino de una toma de poder paulatina, disfrazada de patriotismo y progreso tecnológico. En cierto modo, el verdadero golpe americano ha sido siempre silencioso, burocrático y rentable.

Si Siete días de mayo imaginaba el golpe como una cuestión de lealtad y disciplina, La conjura contra América lo planteaba como un problema de fe colectiva. El fascismo de Lindbergh no imponía la obediencia por la fuerza, sino por el deseo de creer. Esa es quizá la mayor debilidad de la democracia estadounidense: su tendencia a confundir el optimismo con la verdad. El mito de la libertad individual —ese motor cultural que construyó el país— se vuelve contra él cuando cada ciudadano cree que su libertad está por encima de la ley.

La televisión, como en todo relato americano, tuvo un papel decisivo. Cuando Nixon perdió las elecciones de 1960 ante Kennedy, se dijo que la culpa fue de la cámara: el senador lucía joven, lozano y confiado; el vicepresidente, pálido, sudoroso y sin afeitar. La democracia moderna ya no se jugaba en los despachos, sino en los platós.

Sesenta años después, el campo de batalla se trasladó a los teléfonos. Las redes sociales, que prometían una revolución democrática, se convirtieron en fábricas de fe, donde cada grupo fabrica su propia realidad y su propio enemigo. En ese contexto, el golpe del siglo XXI no necesita generales ni tanques: basta con deslegitimar la verdad.

El golpe, en realidad, ya ha ocurrido muchas veces. Ocurre cada vez que un candidato pone en duda el resultado electoral sin pruebas, cada vez que una turba amenaza a un funcionario público, cada vez que un periodista recibe amenazas por informar. El poder ya no se toma por la fuerza, sino por erosión. Los nuevos golpistas no quieren controlar el Estado, sino vaciarlo: saturar el espacio público con mentiras hasta que la verdad se vuelva irrelevante. En ese sentido, La conjura contra América fue profética: el autoritarismo ya no necesita censurar; le basta con confundir.

Quizás el rasgo más paradójico del sistema estadounidense sea su mezcla de rigidez institucional y fragilidad moral. El mismo país que redactó la Constitución más longeva del mundo vive pendiente de titulares y encuestas. Cada crisis política se interpreta como una lucha final por el alma de la nación. Los debates ya no giran en torno a políticas, sino a símbolos: la bandera, la religión, la identidad, el recuerdo de un pasado idealizado. En ese clima emocional, un golpe puede parecer, incluso, un acto de patriotismo.

El historiador Richard Hofstadter lo llamó «the paranoid style in American politics»: una tendencia a ver conspiraciones en todas partes, a sospechar que el país está siempre al borde de ser traicionado. Es la ansiedad de una nación que se sabe poderosa, pero teme dejar de serlo. Cada generación americana parece convencida de vivir el fin de su república. Y, sin embargo, el país sigue en pie, como si su caos fuera una forma de estabilidad.

Cuando uno sobrevuela Washington, las avenidas forman una geometría perfecta: ejes, diagonales, círculos concéntricos. Es el mapa de una república racional, diseñada para evitar el despotismo. Pero más allá del anillo del Capitolio comienza la otra América: la de las autopistas infinitas, los suburbios idénticos, las iglesias improvisadas y las radios que nunca se apagan. Esa es la América que teme perderse, la que busca redención en líderes que prometen restaurar una pureza que nunca existió.

El verdadero golpe de Estado americano, si llega, no será un asalto al poder, sino una renuncia colectiva a la duda. Una América cansada de pensar puede aceptar cualquier salvador que le devuelva la sensación de certeza. La historia demuestra que los golpes no necesitan triunfar para dejar huella: basta con que la democracia empiece a justificarlos.

Philip Roth, en una entrevista de sus últimos años, dijo algo que hoy suena profético: «Todo lo que antes era impensable se ha vuelto cotidiano». Quizá esa sea la definición más precisa de nuestro tiempo. No vivimos el día después del golpe, sino el día en que lo imposible dejó de parecernos extraño.

El cine y la literatura lo entendieron antes que nadie. De Siete días de mayo a House of Cards, de Doctor Strangelove a The Man in the High Castle, América lleva un siglo soñando su propio derrumbe. Cada generación reescribe el mismo argumento: el miedo a que el poder caiga en manos equivocadas. Pero lo perturbador no es que esas historias puedan hacerse realidad, sino que cada vez se parezcan más a la realidad diaria. 

La serie de televisión estadounidense The Man in the High Castle basada parcialmente en la novela homónima de 1962 de Philip K. Dick, transcurre en 1962 y se sitúa en un mundo distópico en el que las Potencias del Eje ganaron la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos ha sido dividido en tres partes: los Estados del Pacífico en la costa oeste, el Gran Reich en la costa este, y la zona neutral en las Montañas Rocosas.

El golpe que nunca ocurrió tal vez no necesite ocurrir del todo. Tal vez baste con que millones de personas crean que ya ocurrió, o que podría ocurrir mañana. En ese umbral entre la ficción y la paranoia vive la política contemporánea estadounidense: una nación que no ha sido derrocada, pero que lleva décadas imaginando su propio final.