En Siete días de mayo, la
película de 1964 de John Frankenheimer, un grupo de altos mandos militares
conspira para derrocar al presidente de Estados Unidos. El motivo es tan
norteamericano como el propio golpe: el presidente ha firmado un tratado de
desarme nuclear con la Unión Soviética, y los generales creen que eso equivale
a traición. La trama, tensa y cerebral, transcurre en despachos del Pentágono,
bases secretas y sótanos llenos de teléfonos. El golpe no se consuma, pero la
advertencia queda clara: el mayor peligro para la democracia americana no viene
del exterior, sino de sus propias entrañas.
Años después, Philip Roth imaginó
una amenaza más sutil e inquietante. En La conjura contra América
(2004), el héroe nacional Charles Lindbergh —aviador, patriota y simpatizante
del nazismo— gana las elecciones presidenciales de 1940 y conduce al país hacia
una forma sonriente de fascismo doméstico. Contada desde los ojos de un niño
judío en Newark, la novela es una parábola sobre lo fácil que resulta destruir
la democracia sin disparar un solo tiro. Solo hacen falta miedo, carisma y un
enemigo al que culpar.
Durante décadas, esas ficciones
parecieron advertencias remotas, hijas del trauma de la Guerra Fría. Hoy suenan
menos a advertencia y más a profecía. El intento de insurrección del 6 de enero
de 2021, cuando una multitud alentada por Trump asaltó el Capitolio, devolvió a
la memoria la sensación de que incluso en Estados Unidos —esa república
convencida de su inmunidad histórica— el golpe de Estado es posible. No un
golpe clásico, con tanques en las calles, sino algo más caótico y televisivo:
un golpe transmitido en directo.
Los conspiradores de la ficción
de Frankenheimer se mueven con disciplina militar; en 2021, el asalto fue una
mezcla de carnaval y tragedia protagonizado por ciudadanos convencidos de
defender la democracia mientras la destruían. Lo que Siete días de mayo
describía como un complot de élites, el siglo XXI lo convirtió en un
levantamiento de multitudes, amplificado por la tecnología y el ruido digital.
El siglo XX temía el
autoritarismo que venía de arriba; el presente teme el que brota de abajo. Las
pasiones que movilizaron a los patriotas del Tea Party, a los milicianos
armados y a los creyentes en teorías conspirativas son versiones modernas del
viejo excepcionalismo americano: la convicción de que la libertad individual
justifica cualquier desobediencia. En este nuevo guion, los conspiradores ya no
son generales ni espías, sino ciudadanos que se creen elegidos para salvar la
nación de su propio gobierno.
La historia de los intentos de
golpe en Estados Unidos es más rica de lo que sugiere su mito democrático. En
1933, apenas tres años después del crack del 29, un grupo de empresarios
y banqueros descontentos con el New Deal intentó reclutar al general Smedley Butler —héroe de guerra condecorado— para liderar un levantamiento contra
Franklin D. Roosevelt. El plan, conocido como el Business Plot o Wall Street
Putsch, buscaba instaurar una dictadura corporativa que detuviera el avance del
Estado social. Butler los denunció ante el Congreso y el golpe nunca se
materializó, pero la semilla de la sospecha germinó.
Décadas después, Eisenhower —el
general que había derrotado al nazismo— advirtió en su discurso de despedida
contra el “complejo militar-industrial”, esa alianza de intereses económicos,
políticos y bélicos que podía llegar a controlar el país desde dentro. No
hablaba de un golpe visible, sino de una toma de poder paulatina, disfrazada de
patriotismo y progreso tecnológico. En cierto modo, el verdadero golpe
americano ha sido siempre silencioso, burocrático y rentable.
Si Siete días de mayo
imaginaba el golpe como una cuestión de lealtad y disciplina, La conjura
contra América lo planteaba como un problema de fe colectiva. El fascismo
de Lindbergh no imponía la obediencia por la fuerza, sino por el deseo de
creer. Esa es quizá la mayor debilidad de la democracia estadounidense: su
tendencia a confundir el optimismo con la verdad. El mito de la libertad
individual —ese motor cultural que construyó el país— se vuelve contra él
cuando cada ciudadano cree que su libertad está por encima de la ley.
La televisión, como en todo
relato americano, tuvo un papel decisivo. Cuando Nixon perdió las elecciones de
1960 ante Kennedy, se dijo que la culpa fue de la cámara: el senador lucía
joven, lozano y confiado; el vicepresidente, pálido, sudoroso y sin afeitar. La
democracia moderna ya no se jugaba en los despachos, sino en los platós.
Sesenta años después, el campo de
batalla se trasladó a los teléfonos. Las redes sociales, que prometían una
revolución democrática, se convirtieron en fábricas de fe, donde cada grupo
fabrica su propia realidad y su propio enemigo. En ese contexto, el golpe del
siglo XXI no necesita generales ni tanques: basta con deslegitimar la verdad.
El golpe, en realidad, ya ha
ocurrido muchas veces. Ocurre cada vez que un candidato pone en duda el
resultado electoral sin pruebas, cada vez que una turba amenaza a un
funcionario público, cada vez que un periodista recibe amenazas por informar.
El poder ya no se toma por la fuerza, sino por erosión. Los nuevos golpistas no
quieren controlar el Estado, sino vaciarlo: saturar el espacio público con
mentiras hasta que la verdad se vuelva irrelevante. En ese sentido, La
conjura contra América fue profética: el autoritarismo ya no necesita
censurar; le basta con confundir.
Quizás el rasgo más paradójico
del sistema estadounidense sea su mezcla de rigidez institucional y fragilidad
moral. El mismo país que redactó la Constitución más longeva del mundo vive
pendiente de titulares y encuestas. Cada crisis política se interpreta como una
lucha final por el alma de la nación. Los debates ya no giran en torno a
políticas, sino a símbolos: la bandera, la religión, la identidad, el recuerdo
de un pasado idealizado. En ese clima emocional, un golpe puede parecer,
incluso, un acto de patriotismo.
El historiador Richard Hofstadter
lo llamó «the
paranoid style in American politics»: una tendencia a ver conspiraciones
en todas partes, a sospechar que el país está siempre al borde de ser
traicionado. Es la ansiedad de una nación que se sabe poderosa, pero teme dejar
de serlo. Cada generación americana parece convencida de vivir el fin de su
república. Y, sin embargo, el país sigue en pie, como si su caos fuera una
forma de estabilidad.
Cuando uno sobrevuela Washington,
las avenidas forman una geometría perfecta: ejes, diagonales, círculos
concéntricos. Es el mapa de una república racional, diseñada para evitar el
despotismo. Pero más allá del anillo del Capitolio comienza la otra América: la
de las autopistas infinitas, los suburbios idénticos, las iglesias improvisadas
y las radios que nunca se apagan. Esa es la América que teme perderse, la que
busca redención en líderes que prometen restaurar una pureza que nunca existió.
El verdadero golpe de Estado
americano, si llega, no será un asalto al poder, sino una renuncia colectiva a
la duda. Una América cansada de pensar puede aceptar cualquier salvador que le
devuelva la sensación de certeza. La historia demuestra que los golpes no
necesitan triunfar para dejar huella: basta con que la democracia empiece a
justificarlos.
Philip Roth, en una entrevista de
sus últimos años, dijo algo que hoy suena profético: «Todo lo que antes era
impensable se ha vuelto cotidiano». Quizá esa sea la definición más
precisa de nuestro tiempo. No vivimos el día después del golpe, sino el día en
que lo imposible dejó de parecernos extraño.
El cine y la literatura lo entendieron antes que nadie. De Siete días de mayo a House of Cards, de Doctor Strangelove a The Man in the High Castle, América lleva un siglo soñando su propio derrumbe. Cada generación reescribe el mismo argumento: el miedo a que el poder caiga en manos equivocadas. Pero lo perturbador no es que esas historias puedan hacerse realidad, sino que cada vez se parezcan más a la realidad diaria.
La serie de televisión estadounidense The Man in the High
Castle basada parcialmente en la novela homónima de 1962 de Philip K.
Dick, transcurre en 1962 y se sitúa en un mundo distópico en el que las
Potencias del Eje ganaron la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos ha sido
dividido en tres partes: los Estados del Pacífico en la costa oeste, el Gran
Reich en la costa este, y la zona neutral en las Montañas Rocosas.
El golpe que nunca ocurrió tal vez no necesite ocurrir del todo. Tal vez baste con que millones de personas crean que ya ocurrió, o que podría ocurrir mañana. En ese umbral entre la ficción y la paranoia vive la política contemporánea estadounidense: una nación que no ha sido derrocada, pero que lleva décadas imaginando su propio final.

