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lunes, 1 de noviembre de 2010

C = SN (d1) - Le-rTN (d1- α√T)

El mercado puede mantenerse irracional más tiempo 
de lo que uno puede mantenerse solvente.
John Maynard Keynes

Durante cientos de años, generación tras generación, decenas de alquimistas se afanaron en la inútil búsqueda de la piedra filosofal, sustancia quimérica que podría transmutar cualquier cosa en oro. La piedra filosofal de los modernos mercados sería capaz de transmutar el riesgo en certeza, de modo que su afortunado poseedor podría comprar activos o bienes a precios bajos para revenderlos a precios más altos sin riesgo alguno para su especulación. Legiones de economistas, de inversores y de especuladores están este mismo momento afanadas en su búsqueda. En 1972, dos economistas norteamericanos, Fisher Black y Myron Scholes, creyeron haberla encontrado en la fórmula que da título a esta Tribuna.


No tiene la elegancia de la E=mc2 de la relatividad, pero ha sido la ecuación más peligrosa desde que la teoría de Einstein condujese a Hiroshima y Nagasaki, porque la fórmula Black-Scholes tuvo el impacto de una bomba atómica en el mundo financiero. Contribuyó a los auges y crisis del mercado de valores, a una sucesión de crisis financieras y a recesiones económicas que condenaron a millones de personas a perder sus medios de subsistencia, sumiéndolas en la pobreza o en el subsidio social. En la fórmula Black-Scholes, y en el núcleo de su historia se encuentra una pregunta fundamental: ¿Pueden los seres humanos aprender de sus errores?

En esencia existen dos escuelas de pensamiento sobre el comportamiento de los mercados financieros. Una es que los seres humanos oscilan de un estado de miedo a uno de codicia y que los mercados pueden volverse obsesivos y, en circunstancias extremas, básicamente irracionales. Su conclusión es que estamos siempre condenados a transitar de una burbuja a otra. Ésta es la teoría de los ciclos de crédito que sostiene la escuela keynesiana. La otra es que los mercados se autocorrigen con el tiempo, benemérita evolución que gradualmente los hace más eficaces y menos propensos a las neurosis ciclotímicas, por lo que tarde o temprano llegará un momento idílico en el que las crisis y las contracciones se convertirán en cosa del pasado y las palabras depresión y deflación viajarán a donde habita el olvido. La ecuación filosofal diseñada por Black y Scholes sustentaba esa tesis.

Myron Scholes y Fischer Black

El modelo de ambos, corregido posteriormente por Robert Merton (a Merton y Scholes les fue concedido el Nobel de Economía de 1997; Black había fallecido en 1995) se sustenta en unos conceptos sencillos de establecer: el precio de la opción de la compra y el precio final de la acción dependen de la misma fuente de incertidumbre (una opción es un acuerdo que da a su poseedor el derecho, en lugar de la obligación, de comprar o vender una inversión a un precio particular en un día determinado). Se puede construir una cartera de valores formada por la opción y la acción eliminando la incertidumbre. La cartera estaría instantáneamente libre de riesgo y debería obtener la rentabilidad del activo libre de riesgo. Esos planteamientos se desarrollaban en un modelo complejo que a efectos exclusivamente periodísticos he resumido en la fórmula del encabezamiento.

Todo modelo es una representación de un fenómeno real. En particular, al modelar matemáticamente una situación real se pretende facilitar su análisis y disponer de un soporte que permita tomar decisiones racionales en torno a aquella. Por esta razón es ideal que el modelo represente tan fielmente como sea posible el fenómeno real. Pero la aproximación entre el modelo y la realidad tiene un precio: cuanta más fidelidad se pretenda, más complejo y más difícil resultará su aplicación. Por eso, en muchas situaciones reales han ocurrido desastres financieros al utilizar modelos matemáticos en situaciones en las que no se cumplen los supuestos, se asignan todas las decisiones trascendentes a una sola persona, el modelo no se conoce suficientemente o se confía sin recelo en algún modelo o software específico, ignorando sus limitaciones. No son las matemáticas o los modelos los que fallan, sino el uso indiscriminado de ellos.

En un libro que ahora recobra plena actualidad (El cisne negro: El impacto de lo altamente improbable; Paidós, 2008) Nassim Taleb explica mediante narraciones trufadas de anécdotas cómo los seres humanos creemos saber más de lo que realmente sabemos y de cómo nuestro cerebro está hecho para ver más orden del que realmente nos rodea. Nuestro software neuronal está programado para crear historias simples sobre fenómenos muy complejos y variados, de modo que siempre terminamos falseando la realidad, porque más que la crudeza de ésta a los seres humanos nos encanta lo tangible, la confirmación, lo explicable, lo estereotipado, lo teatral, lo romántico, lo litúrgico, la verborrea, los másteres MBA, el premio Nobel, marchar por la vereda conocida y, sobre todo, el poder de la ficción narrativa: que todo se nos explique en forma de fábula o cuento para que nuestro sistema crítico permanezca en el nirvana de lo habitual. De ahí el éxito de esos superventas bíblicos que eran las parábolas.

Como el ser humano es el protagonista activo de los mercados, somos incapaces de predecir cualquier anomalía estadística y, por tanto, de construir modelos predictivos que pretenden reducir la complejidad del mundo a unas simples fórmulas que en realidad jamás predicen casi nada, porque las decisiones están marcadas por los impredecibles “animal spirits” que caracterizan el comportamiento del Homo sapiens (véase se este respecto Animal Spirits: como la psicología humana dirige la economía, de Akerlof y Schiller; Ediciones Gestión, 2000).
La ecuación Black-Scholes hizo lo que parecía imposible. A primera vista era sencillamente un medio de calcular cómo debe valorarse una opción en los mercados de derivados financieros. Se trataba de una fórmula matemática que aparentemente eliminaba el riesgo de la inversión. Al seguir la ecuación, se decía, los inversores podían evitar perder millones vendiendo acciones en corto (en otras palabras, apostando por su inminente caída) cuando los precios se estaban hundiendo. La fórmula fue adoptada por prácticamente todos los inversores importantes del mundo. Por desgracia para ellos (y luego para todos), cuando las cosas se pusieron difíciles, no funcionó. En una situación en la que los precios estaban cayendo con tanta rapidez que no había compradores para un valor, acción o inversión particular, la ecuación se vino abajo con toda su lógica.

El problema de la fórmula (y lo mismo puede decirse acerca de todas teorías económicas) es que desde el amanecer de los tiempos los mercados se han comportado de forma irracional, al punto de que auges y las crisis parecen un componente inevitable del capitalismo de mercado gobernado por las pasiones y el azar. La ciencia económica, inmersa en un mundo de acciones brownianas aleatoriamente gobernado por la irracionalidad, está inútilmente empeñada en volverse una ciencia exacta basada en la modelización matemática, intentando hacer ecuaciones a partir de la naturaleza profundamente subjetiva de los comportamientos del Homo economicus. La actual crisis demuestra que había otros derroteros posibles, lo que podríamos denominar la vuelta a una economía de las pasiones humanas, una vuelta a los orígenes del pensamiento económico que desde Adam Smith situaba a la economía en un contexto antropológico.

En 2002, Daniel Kahneman se llevó el Nobel por recordar que los mortales comunes y que somos racionales pero no demasiado. Tal como somos, incautos, temerosos y bastante imprevisibles, es normal que, desregulados, pase lo que está pasando. Todo proceso económico es un proceso antropológico y, por tanto, muchas veces antropo-i-lógico. De ahí que los mejores expertos fueran incapaces de detectar los primeros síntomas de la crisis actual mientras que, como señalaba un economista americano, todos los taxistas neoyorquinos podían describir a sus clientes las características de la burbuja inmobiliaria que se empezó a formar apenas iniciada esta aciaga década.