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miércoles, 4 de enero de 2012

Rosell y el dómine Cabra

Como advertí en la entrada anterior, hace tiempo que movido por mis deseos de seguir las andanzas de Joan Rosell, ese empresario que no ha creado más puesto de trabajo que el suyo, amplié mis lecturas a la prensa catalana, circunstancia que me está deparando no pocas sorpresas. Repaso mis recortes de prensa y recupero sendos artículos, uno en El País, edición de Cataluña (“Funcionarios”, 17-06-09), y otro en El Periódico (“La cifra de funcionarios se acerca a la de empresarios”, 15-06-09), que guardaba para cuando la ocasión fuese propicia. 


Ahora lo es. Los rescato de donde habita el olvido porque Rosell los ha sacado a colación como argumento a favor de su campaña a favor de someter a una dieta de efectivos al Estado español que ríanse ustedes de la que sufrían los pupilos del dómine Cabra. Para el señor Rosell el caso español es “único e insostenible” porque -¡pásmense ustedes!- en España el número de lo que tales artículos definen como “funcionarios” es casi idéntico al número de empresarios y autónomos en España. Ambos artículos son representativos de una percepción bastante generalizada que prospera en las barras de los bares, donde toda ocurrencia es tolerable, pero que requiere alguna puntualización cuando se pone negro sobre blanco.


En primer lugar, procede negar la mayor. No hay excepción que valga: en todos los países desarrollados el porcentaje de la población activa dedicada a actividades en el sector público es mayor que el correspondiente a empresarios y autónomos. A mayor abundamiento, el caso español no sólo no es una excepción, sino que el nuestro es el país de la UE donde la balanza entre empresarios-autónomos y empleados públicos se decanta a favor de los primeros.


Dispongo únicamente de los datos de 2008, aunque presumiblemente cuando se actualicen no variarán sustancialmente, habida cuenta de que tanto la oferta de empleo público como la caída en el número de pequeños empresarios y autónomos han tenido una línea descendente muy parecida como consecuencia de la actual coyuntura económica. En 2008, el porcentaje de personas adultas que ejercían como empresarios y autónomos era mayor (10,6%) que el promedio de la UE-15 (9,78%), mientras que el porcentaje de las que trabajan para el sector público era sólo del 9%, uno de los más bajos de UE-15, cuyo promedio alcanzaba el 16%. En los países escandinavos el porcentaje es del 26% en Dinamarca, el 22% en Suecia y el 19% en Finlandia, tres países cuya economía es de las más más eficientes y emprendedoras de la OCDE, tal como señala el último informe sobre competitividad y eficiencia económica que publica el prestigioso Economic Policy Institute de Washington. 


La jeremiada se incrementa cuando la mesnada ultraliberal utiliza como argumento positivo a favor de los recortes salariales a los funcionarios el siguiente: “si los trabajadores de las empresas privadas asumen el coste de la crisis con el despido, los funcionarios deben aceptar una rebaja de su sueldo”. Al colectivo al que se define alegremente como “funcionarios” no es uniforme ni tiene garantizado un puesto de trabajo a perpetuidad. Las cifras que ofrecen corresponden al número de personas adultas que trabajan en los servicios públicos (administraciones central, autonómica y local), lo que incluye los servicios públicos del Estado del bienestar (sanidad, educación, servicios sociales, servicios domiciliarios, atención a los mayores y a los discapacitados, etc.), del Estado de derecho (judicatura, fiscalías, administración de justicia...) y los servicios generales (correos, transportes públicos, seguridad, entre otros). Estos empleados tienen en su mayoría varios tipos de contratos indefinidos como el de cualquier trabajador, mientras que solamente una minoría (28%) tiene la categoría de funcionario.


Y mientras, prietas las filas, las tropas rosellianas señalan con el dedo al colectivo de los servidores públicos con el loable propósito de marear la perdiz y alejar las miradas de sus particulares patios de Monipodio, los sectores afines se marchan de rositas haciendo mangas y capirotes de la fiscalidad nacional. El Informe de la Lucha contra el Fraude Fiscal en la Agencia Tributaria que han elaborado técnicos del Cuerpo Especial de Gestión de la Hacienda Pública (GESTHA) es rotundo: según las declaraciones de IRPF presentadas, los trabajadores y pensionistas ganan un 75% más que los empresarios. Por no buscar la viga en el ojo ajeno, los empresarios madrileños declaran haber ganado una media de 10.776 euros al año, es decir, ganan menos que asalariados y pensionistas. 


De manera que las cifras de ingresos declaradas por la mayoría de los que (supongo) apoyan al señor Rosell resultan rondar, de tragarnos sus fantasiosas declaraciones, el entorno del mileurismo y se sitúan, en la mayoría de las ocasiones, por debajo de ese límite, lo cual, en lugar de hacernos quedar por tontos, dice poco a favor de su inteligencia, porque si tales declaraciones fueran ciertas y las trabas para montar y mantener una empresa son comparables las de los trabajos de Hércules ¿cómo son tan necios para emprender unos negocios cuyos réditos están por debajo de los sufridos mileuristas? 


Y no es que se trate de una situación transitoria motivada por la crisis, no. Un estudio comparativo de las rentas declaradas desde 1993 pone de manifiesto que la brecha entre empresarios y asalariados ha ido creciendo año tras año, hasta alcanzar su máximo en las rentas referidas al año 2010. Esta es la prueba irrefutable –dice el informe GESTHA- de la existencia de un "fraude fiscal estructural y masivo" entre autónomos y empresarios.


De acuerdo con los que nos anunció el recién estrenado Presidente del Gobierno en su discurso de investidura, la cantidad que se debe recortar en los presupuestos generales del Estado de 2012 para alcanzar los objetivos de déficit para dicho ejercicio asciende a 16.500 millones de euros. Pues ya sabe dónde los tiene y quintuplicados: según los mencionados técnicos del Ministerio de Hacienda, el enorme fraude fiscal español alcanza la cifra de 88.617 millones de euros: a la Agencia Tributaria (58.676 millones) y a la Seguridad Social (29.941 millones). 


Y qué casualidad, los que detectan esos fraudes son, precisamente, los funcionarios que tanto molestan al señor Rosell, sumo sacerdorte de la burocracia empresarial.