En el desierto de Idaho, donde el
viento parece arrastrar siglos de polvo y silencio, la historia del átomo tiene
un santuario y una tumba. Lo primero está a pocos kilómetros de Arco, en un
edificio bajo, grisáceo, que aún conserva el nombre pintado en letras
metálicas: EBR-I, Experimental Breeder Reactor Number One. Allí, en
diciembre de 1951, se encendieron cuatro bombillas con la electricidad nacida
de la fisión nuclear. Fue un momento de júbilo científico: los técnicos se
abrazaron, posaron sonrientes para una foto en blanco y negro, y los periódicos
hablaron del amanecer de una nueva era.
Aquel episodio luminoso lo he
recogido en otros capítulos de este blog: La luz que nació en el desierto, El submarino del desierto
y Arco, Idaho: Pepinillos fritos y energía atómica. Pero toda luz proyecta una
sombra. La del átomo, en Idaho, tiene nombre y sepultura. Su nombre es Richard
Leroy McKinley, y su tumba está a tres mil kilómetros de Arco, en el Cementerio
Nacional de Arlington, entre miles de lápidas blancas perfectamente alineadas.
Solo que la suya no es como las demás. Nadie puede acercarse, no por respeto,
sino por precaución. Bajo esa losa, el átomo sigue brillando.
El 3 de enero de 1961, una noche
helada en el desierto, tres técnicos del Ejército trabajaban en un pequeño
reactor experimental conocido como SL-1 (Stationary Low-Power Reactor Number
One). Era un modelo destinado a generar electricidad para bases remotas,
incluso para estaciones polares o submarinos. Nada heroico, nada grandioso:
apenas un edificio bajo, de chapa ondulada, rodeado de nieve y de silencio.
El reactor había estado en
mantenimiento durante semanas. Aquella noche, tres hombres —John Byrnes,
Richard McKinley y Richard Legg— se disponían a volverlo a poner en marcha. El
procedimiento era sencillo: tirar hacia arriba de una barra de control, apenas
unos centímetros, para calibrar la potencia. Nadie sabrá nunca si fue un error,
un accidente o un gesto impulsivo, pero la barra subió demasiado rápido. Bastó
una fracción de segundo. La fisión se desató en un instante liberando una
oleada de energía brutal. El vapor hirviente reventó las tuberías, arrancó la
cubierta del reactor y arrojó la barra por el techo como una lanza.
Legg resultó empalado y quedó
suspendido del techo. Byrnes cayó fulminado. McKinley murió minutos después.
Fueron los tres desgraciados protagonistas de la primera —y hasta hoy única—
explosión nuclear fatal en suelo estadounidense.
El equipo de rescate llegó horas
más tarde,con trajes de plomo y máscaras aislantes. Lo que encontraron parecía
una escena congelada en el tiempo: paredes ennegrecidas, instrumentos
retorcidos, relojes parados. Los cuerpos emitían una radiación tan alta que
nadie podía tocarlos. Hubo que sacarlos con pinzas telescópicas, envolverlos en
capas de plástico y plomo, y trasladarlos en contenedores blindados.
Un informe posterior del
Laboratorio Nacional de Idaho describió el ambiente como “una habitación que
brilla en la oscuridad sin necesidad de bombillas”. La dosis recibida por los tres
técnicos accidentados superaba los veinte mil rems, una cantidad que, más allá
de las heridas mortales, habría matado a cualquier ser humano en segundos.
Durante las autopsias, los
médicos trabajaron detrás de pantallas de vidrio plomado. Varios instrumentos
quedaron tan contaminados que debieron ser enterrados junto a los restos. Los
forenses, al terminar, fueron sometidos a chequeos médicos y a un seguimiento
de por vida. Algunos de ellos nunca volvieron a trabajar en entornos
radiactivos.
De los tres, McKinley recibió la
mayor radiación. Su cuerpo absorbió tanto cesio-137 y cobalto-60 que, según los
técnicos, “seguía siendo una fuente activa”. El problema ya no era solo ético o
funerario, sino físico: ¿cómo enterrar un cuerpo que seguía emitiendo
radiación? Los ingenieros del gobierno diseñaron un ataúd especial, una especie
de cápsula blindada. Primero, un féretro interior de plomo y acero inoxidable;
luego, capas de plástico, nylon y algodón tratado; después, otro ataúd
exterior, también sellado al vacío. Todo el conjunto fue depositado a más de
tres metros de profundidad dentro de una cámara metálica con paredes gruesas.
Así fue enterrado McKinley en
Arlington. Ni flores ni banderas: solo una losa con su nombre, su rango y las
fechas. Ningún visitante puede detenerse allí, aunque su historia aún vibra
bajo la piedra. A veces, pienso que, en cierto modo, McKinley sigue cumpliendo
su misión: vigilar el poder del átomo, incluso desde el silencio.
El accidente del SL-1 cambió los
protocolos de la energía nuclear estadounidense. Desde entonces, ningún reactor
permite la extracción manual de las barras de control. Los sistemas automáticos
y los mecanismos de bloqueo nacieron del desastre de Idaho. El lugar del
accidente fue sellado bajo toneladas de tierra y concreto. No queda nada: ni un
edificio, ni una señal. Solo el viento y unas coordenadas prohibidas.
A pocos kilómetros de allí, el
viejo EBR-I —el reactor que encendió aquellas primeras bombillas— sigue en pie,
convertido en museo. Los visitantes se hacen fotos junto a una placa que dice
“Aquí nació la energía nuclear pacífica”. Nadie menciona el SL-1. Pero el guía,
si uno le pregunta, baja la voz y dice:
—Ah, sí... eso fue al norte. No
se puede visitar.
Durante años, los habitantes de
Arco vivieron entre esos dos símbolos: la promesa y la advertencia. A un lado,
el orgullo de haber sido la primera ciudad iluminada por la energía nuclear. Al
otro, el rumor de que, en algún punto del desierto, tres hombres quedaron
reducidos a ceniza radiactiva. En los bares se hablaba poco del tema. Era más
fácil brindar por los submarinos y los pepinillos fritos que por los fantasmas
del SL-1.
Sin embargo, en el silencio del
desierto —ese silencio tan característico de Idaho, tan absoluto que parece
tener textura—, algo quedó suspendido. Los trabajadores del laboratorio dicen
que en las noches frías, cuando el aire está quieto y las luces del complejo
titilan a lo lejos, el suelo “respira”. Es solo vapor, claro, condensación.
Pero a veces, a uno le gusta pensar que el desierto conserva memoria.
El optimismo atómico de los
cincuenta prometía energía infinita, coches nucleares y tostadoras atómicas. En
esos mismos años, Eisenhower hablaba de “Átomos para la paz”. El futuro iba a
brillar. Y lo hizo. Solo que no siempre del modo que esperaban.
La historia de McKinley quedó literalmente
sepultada bajo capas de acero y burocracia. Durante décadas su nombre fue
apenas una línea en los archivos del Departamento de Energía. Luego, cuando los
secretos de la Guerra Fría empezaron a desclasificarse, su tumba en Arlington
se convirtió en una rareza que algunos curiosos intentaban visitar. No podían.
Las normas siguen siendo las mismas: nadie debe acercarse.
En cierto modo, McKinley se
transformó en una metáfora involuntaria: el hombre que llevó el átomo dentro de
sí, que lo encarnó, que brilló más allá de la muerte. A veces me pregunto qué
siente el suelo de Idaho. En menos de una década, vio nacer la promesa radiante
del átomo y también su primera maldición. Unos hombres encendieron la luz;
otros quedaron atrapados en ella.
El desierto, sin embargo, no
juzga. Sigue ahí, igual que entonces: plano, inmenso, con ese silencio que
parece hecho de siglos. Quizá bajo ese silencio siga latiendo algo. No solo
radiación, sino memoria. McKinley no tiene flores sobre su tumba. Pero tiene
una historia que sigue brillando, muy despacio, bajo tierra.
Porque el átomo —como la memoria— no perdona ni olvida.











