La antigua pelea entre plantas e
insectos herbívoros es, de algún modo, la versión natural del tira y afloja
entre vecinos que no se soportan. Imagínate vivir anclado al suelo —sin
posibilidad de correr, esconderte o fingir que no estás en casa— mientras
hordas de criaturas hambrientas revolotean a tu alrededor como clientes
impacientes ante un bufé libre.
Las plantas, a pesar de su fama
de seres tranquilos y pacíficos, llevan millones de años defendiéndose de este
acoso constante. Y lo hacen con una creatividad que haría palidecer a cualquier
departamento de defensa que se precie: sustancias amargas que desaniman al
primer mordisco, venenos capaces de arruinar el día —o la vida— de un intruso,
e incluso moléculas que engañan, despistan o envenenan.
Pero los insectos, que son la
personificación del entusiasmo por la comida, no se dan por vencidos. Necesitan
a las plantas más que estas a ellos, y han ido evolucionando para resistir,
esquivar o directamente ignorar esas barreras químicas. Algunos, muy astutos, incluso
usan los venenos en su propio beneficio, como si fueran pequeños
alquimistas capaces de convertir un intento de asesinato en un suplemento
vitamínico. Esta carrera armamentística lleva en marcha unos 400 millones de
años, así que no es de extrañar que cada cierto tiempo aparezca un episodio nuevo
que nos deja con la boca abierta.
Un artículo publicado en 2025 en
el número 21 de Biology
Letters volvió a encender los focos sobre una de las batallas más
fascinantes entre árboles tropicales y mariposas. Porque las plantas, cuando
las armas químicas no bastan, se buscan aliados: avispas que acuden en su ayuda
cuando perciben ciertos gases de alarma, u hormigas
guerreras que actúan como guardaespaldas a cambio de un poco de comida. En
las selvas asiáticas, este tipo de asociaciones se convierte en una auténtica
telenovela natural: traiciones, pactos, engaños, sobornos y un elenco de
personajes dignos de un culebrón.
En este escenario encontramos a Macaranga,
un género de
árboles tropicales emparentados, aunque no lo parezca, con
la flor de Pascua que adorna tantos salones en Navidad. Algunos de estos
árboles segregan gotitas de néctar en puntos estratégicos para atraer a
hormigas dispuestas a defenderlos. Otros ofrecen cápsulas nutritivas como si
fueran aperitivos permanentes, y los más sofisticados construyen auténticos
apartamentos de lujo para que las hormigas instalen su colonia en el interior
de sus tallos huecos. Las hormigas, a cambio, patrullan las hojas, expulsan
visitantes no deseados y, en general, actúan como un servicio de seguridad algo
irascible pero bastante eficaz.
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| Follaje y flores de Macaranga tanarius. Parque Nacional Mount Archer. Rockhampton, Queensland. Foto. |
El problema es que todo guardián,
por muy feroz que sea, tiene un punto débil. En el caso de las hormigas que
protegen a los Macaranga, su perdición llega en forma de unas orugas
sorprendentemente ingeniosas: las larvas de ciertas mariposas azules del género
Arhopala. Estas pequeñas saboteadoras han desarrollado un órgano capaz
de producir una sustancia dulzona que, para
las hormigas, es poco menos que una golosina irresistible. Funciona como un
soborno perfecto: una gota de ese licor mágico y las hormigas olvidan su
misión, su honor y su contrato tácito con el árbol. Se convierten en comparsas
de las orugas, que mientras tanto devoran tranquilamente las hojas de su
anfitrión. Como sistema de seguridad, es el equivalente a convencer a un
vigilante nocturno de que cierre los ojos durante un robo a cambio de una
napolitana de chocolate.
Ante semejante escenario, cabría
pensar que las plantas están condenadas al fracaso. Pero la evolución, que
nunca se rinde, tenía preparada una sorpresa. Dentro del amplio club Macaranga
existe una especie singular, Macaranga trachyphylla, originaria de la
isla de Borneo. A diferencia de sus parientes, esta planta está cubierta de tricomas,
unos diminutos pelos en forma de gancho que le dan una textura áspera al tacto.
Los tricomas son una defensa vegetal clásica —una especie de muralla medieval
hecha de espinas microscópicas—, pero los de esta especie eran tan peculiares
que un grupo de investigadores de Brunéi y del Reino Unido decidió examinar de
cerca su funcionamiento.
Vistas ampliadas de los tricomas ganchudos de Macaranga trachyphylla bajo un microscopio electrónico de barrido. Fotos de Chowdhury et al . (Biology Letters, 21; 2025).
Para ello se adentraron en las
selvas húmedas de Brunéi en busca de orugas rebeldes. Las recogieron, las
pusieron sobre tallos y pecíolos de M. trachyphylla, y esperaron a ver
qué ocurría. Y lo que ocurrió fue, en términos científicos estrictos, una
catástrofe para las orugas. Nada más intentar dar sus primeros pasos, los
tricomas se comportaron como diminutas trampas de pinchos. Los cuerpos blandos
de las larvas quedaban perforados, inmovilizados sin remedio. Muchas se
desangraban en cuestión de minutos. No tenian forma de avanzar, ni siquiera de
retroceder. Era como si la planta hubiera desplegado un ejército de soldados
minúsculos especializados en detener intrusos.
La observación al microscopio
reveló algo aún más curioso: las hojas de la planta tenían muchos menos
tricomas letales que los tallos y los pecíolos. Es decir, las orugas podían
moverse y alimentarse sobre las hojas sin demasiados problemas. El verdadero
muro defensivo estaba en los “puentes” que conectan las hojas entre sí y con el
resto del árbol. Así, cualquier oruga nacida en una hoja joven, tarde o
temprano, tendría que cruzar un pecíolo para llegar a la siguiente. Y esa
travesía equivalía a una sentencia de muerte. Los tricomas no protegían tanto
la hoja como la ruta de escape.
Hasta aquí, todo parecía indicar que M. trachyphylla había dado con una estrategia infalible, un golpe maestro en su largo duelo con las mariposas Arhopala. Por fin, una planta parecía haber encontrado un modo de poner a raya a unos herbívoros particularmente insistentes. Pero la naturaleza nunca concede victorias fáciles.
Porque en medio del estudio, los
investigadores hallaron algo desconcertante: una especie de oruga que vive
habitualmente en M. trachyphylla y que parece moverse sobre los tricomas
como un faquir que camina descalzo sobre una tabla de pinchos. Es decir, notan
el terreno, se enredan de vez en cuando, pero no sufren heridas y consiguen
liberarse con la misma calma con la que uno se sacude una pelusa del jersey. Su
piel, por razones aún desconocidas, resiste las púas que atraviesan a otras
orugas en segundos.
¿Significa eso que estas orugas
han desarrollado una defensa evolutiva especializada, una especie de blindaje
cutáneo pensado para burlar el escudo peludo del árbol? Tal vez… o tal vez no.
Los investigadores proponen una posibilidad aún más intrigante: puede que estas
orugas ya poseyeran esa resistencia antes incluso de que la planta desarrollara
sus tricomas ganchudos. Es decir, el ‘superpoder’ podría ser una casualidad
evolutiva, algo que evolucionó con otra finalidad y que, por pura coincidencia,
las hace inmunes a esa defensa vegetal. Sería una de esas horas tontas de la
evolución, cuando dos líneas independientes terminan encajando como piezas de
un rompecabezas por azar.
Lo realmente fascinante es que los tricomas de M. trachyphylla son únicos entre sus parientes. Esta especie ha apostado por una armadura especializada mientras otras Macaranga confían en la ayuda de las hormigas. Tal vez ambas estrategias convivan; tal vez compitan; tal vez la planta esté ensayando nuevas combinaciones defensivas mientras los herbívoros afinan sus trucos. En cualquier caso, observar este pulso —una carrera armamentística de millones de años comprimida en unos milímetros de tallo— es asomarse a un conflicto silencioso, tenaz y casi épico.
Y lo mejor es que aún no sabemos quién va ganando. Pero, como en toda buena historia evolutiva, el suspense está garantizado. Hay pocas cosas tan asombrosas como ver cómo una guerra antigua y microscópica sigue desplegándose ante nosotros, hoja a hoja, tricoma a tricoma.







