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lunes, 17 de noviembre de 2025

SELVAS EN MINIATURA: GUERRAS MICROSCÓPICAS, ESPIONAJE, SABOTAJES Y SEÑALES QUÍMICAS EN LA JUNGLA

 

La antigua pelea entre plantas e insectos herbívoros es, de algún modo, la versión natural del tira y afloja entre vecinos que no se soportan. Imagínate vivir anclado al suelo —sin posibilidad de correr, esconderte o fingir que no estás en casa— mientras hordas de criaturas hambrientas revolotean a tu alrededor como clientes impacientes ante un bufé libre.

Las plantas, a pesar de su fama de seres tranquilos y pacíficos, llevan millones de años defendiéndose de este acoso constante. Y lo hacen con una creatividad que haría palidecer a cualquier departamento de defensa que se precie: sustancias amargas que desaniman al primer mordisco, venenos capaces de arruinar el día —o la vida— de un intruso, e incluso moléculas que engañan, despistan o envenenan.

Pero los insectos, que son la personificación del entusiasmo por la comida, no se dan por vencidos. Necesitan a las plantas más que estas a ellos, y han ido evolucionando para resistir, esquivar o directamente ignorar esas barreras químicas. Algunos, muy astutos, incluso usan los venenos en su propio beneficio, como si fueran pequeños alquimistas capaces de convertir un intento de asesinato en un suplemento vitamínico. Esta carrera armamentística lleva en marcha unos 400 millones de años, así que no es de extrañar que cada cierto tiempo aparezca un episodio nuevo que nos deja con la boca abierta.

Un artículo publicado en 2025 en el número 21 de Biology Letters volvió a encender los focos sobre una de las batallas más fascinantes entre árboles tropicales y mariposas. Porque las plantas, cuando las armas químicas no bastan, se buscan aliados: avispas que acuden en su ayuda cuando perciben ciertos gases de alarma, u hormigas guerreras que actúan como guardaespaldas a cambio de un poco de comida. En las selvas asiáticas, este tipo de asociaciones se convierte en una auténtica telenovela natural: traiciones, pactos, engaños, sobornos y un elenco de personajes dignos de un culebrón.

En este escenario encontramos a Macaranga, un género de árboles tropicales emparentados, aunque no lo parezca, con la flor de Pascua que adorna tantos salones en Navidad. Algunos de estos árboles segregan gotitas de néctar en puntos estratégicos para atraer a hormigas dispuestas a defenderlos. Otros ofrecen cápsulas nutritivas como si fueran aperitivos permanentes, y los más sofisticados construyen auténticos apartamentos de lujo para que las hormigas instalen su colonia en el interior de sus tallos huecos. Las hormigas, a cambio, patrullan las hojas, expulsan visitantes no deseados y, en general, actúan como un servicio de seguridad algo irascible pero bastante eficaz.

Follaje y flores de Macaranga tanarius. Parque Nacional Mount Archer. Rockhampton, Queensland. Foto.

El problema es que todo guardián, por muy feroz que sea, tiene un punto débil. En el caso de las hormigas que protegen a los Macaranga, su perdición llega en forma de unas orugas sorprendentemente ingeniosas: las larvas de ciertas mariposas azules del género Arhopala. Estas pequeñas saboteadoras han desarrollado un órgano capaz de producir una sustancia dulzona que, para las hormigas, es poco menos que una golosina irresistible. Funciona como un soborno perfecto: una gota de ese licor mágico y las hormigas olvidan su misión, su honor y su contrato tácito con el árbol. Se convierten en comparsas de las orugas, que mientras tanto devoran tranquilamente las hojas de su anfitrión. Como sistema de seguridad, es el equivalente a convencer a un vigilante nocturno de que cierre los ojos durante un robo a cambio de una napolitana de chocolate.

Ante semejante escenario, cabría pensar que las plantas están condenadas al fracaso. Pero la evolución, que nunca se rinde, tenía preparada una sorpresa. Dentro del amplio club Macaranga existe una especie singular, Macaranga trachyphylla, originaria de la isla de Borneo. A diferencia de sus parientes, esta planta está cubierta de tricomas, unos diminutos pelos en forma de gancho que le dan una textura áspera al tacto. Los tricomas son una defensa vegetal clásica —una especie de muralla medieval hecha de espinas microscópicas—, pero los de esta especie eran tan peculiares que un grupo de investigadores de Brunéi y del Reino Unido decidió examinar de cerca su funcionamiento.

Vistas ampliadas de los tricomas ganchudos de Macaranga trachyphylla bajo un microscopio electrónico de barrido. Fotos de Chowdhury et al . (Biology Letters, 21; 2025).

Para ello se adentraron en las selvas húmedas de Brunéi en busca de orugas rebeldes. Las recogieron, las pusieron sobre tallos y pecíolos de M. trachyphylla, y esperaron a ver qué ocurría. Y lo que ocurrió fue, en términos científicos estrictos, una catástrofe para las orugas. Nada más intentar dar sus primeros pasos, los tricomas se comportaron como diminutas trampas de pinchos. Los cuerpos blandos de las larvas quedaban perforados, inmovilizados sin remedio. Muchas se desangraban en cuestión de minutos. No tenian forma de avanzar, ni siquiera de retroceder. Era como si la planta hubiera desplegado un ejército de soldados minúsculos especializados en detener intrusos.

La observación al microscopio reveló algo aún más curioso: las hojas de la planta tenían muchos menos tricomas letales que los tallos y los pecíolos. Es decir, las orugas podían moverse y alimentarse sobre las hojas sin demasiados problemas. El verdadero muro defensivo estaba en los “puentes” que conectan las hojas entre sí y con el resto del árbol. Así, cualquier oruga nacida en una hoja joven, tarde o temprano, tendría que cruzar un pecíolo para llegar a la siguiente. Y esa travesía equivalía a una sentencia de muerte. Los tricomas no protegían tanto la hoja como la ruta de escape.

Hasta aquí, todo parecía indicar que M. trachyphylla había dado con una estrategia infalible, un golpe maestro en su largo duelo con las mariposas Arhopala. Por fin, una planta parecía haber encontrado un modo de poner a raya a unos herbívoros particularmente insistentes. Pero la naturaleza nunca concede victorias fáciles.

Porque en medio del estudio, los investigadores hallaron algo desconcertante: una especie de oruga que vive habitualmente en M. trachyphylla y que parece moverse sobre los tricomas como un faquir que camina descalzo sobre una tabla de pinchos. Es decir, notan el terreno, se enredan de vez en cuando, pero no sufren heridas y consiguen liberarse con la misma calma con la que uno se sacude una pelusa del jersey. Su piel, por razones aún desconocidas, resiste las púas que atraviesan a otras orugas en segundos.

¿Significa eso que estas orugas han desarrollado una defensa evolutiva especializada, una especie de blindaje cutáneo pensado para burlar el escudo peludo del árbol? Tal vez… o tal vez no. Los investigadores proponen una posibilidad aún más intrigante: puede que estas orugas ya poseyeran esa resistencia antes incluso de que la planta desarrollara sus tricomas ganchudos. Es decir, el ‘superpoder’ podría ser una casualidad evolutiva, algo que evolucionó con otra finalidad y que, por pura coincidencia, las hace inmunes a esa defensa vegetal. Sería una de esas horas tontas de la evolución, cuando dos líneas independientes terminan encajando como piezas de un rompecabezas por azar.

Lo realmente fascinante es que los tricomas de M. trachyphylla son únicos entre sus parientes. Esta especie ha apostado por una armadura especializada mientras otras Macaranga confían en la ayuda de las hormigas. Tal vez ambas estrategias convivan; tal vez compitan; tal vez la planta esté ensayando nuevas combinaciones defensivas mientras los herbívoros afinan sus trucos. En cualquier caso, observar este pulso —una carrera armamentística de millones de años comprimida en unos milímetros de tallo— es asomarse a un conflicto silencioso, tenaz y casi épico. 

Y lo mejor es que aún no sabemos quién va ganando. Pero, como en toda buena historia evolutiva, el suspense está garantizado. Hay pocas cosas tan asombrosas como ver cómo una guerra antigua y microscópica sigue desplegándose ante nosotros, hoja a hoja, tricoma a tricoma.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Microbios felices, gases honestos... y controlados

 

Si algo he aprendido viajando por este planeta lleno de criaturas maravillosas —desde ornitorrincos sin estómago hasta tomates que evolucionan en marcha atrás— es que la naturaleza nunca deja de regalarnos motivos para una reflexión profunda. Y pocas cosas invitan tanto a la reflexión como el humilde pedo.

Sí, lo sé. No es un tema que figure en las cenas elegantes ni en los coloquios científicos televisados, pero basta observar a cualquier familia humana después de un cocido para darse cuenta de que es una fuerza universal, democrática y revestida de un rigor físico incontestable. Es, en cierto modo, un pequeño recordatorio de que todos compartimos la misma arquitectura intestinal, por distinguidos que pretendamos parecer.

En condiciones normales, una persona bien alimentada expulsa —casi siempre sin darse cuenta— hasta litro y medio de gases al día, repartidos en unos diez o veinte gestos sonoros (o silenciosos) de liberación interna. A mí me parece prodigioso. Somos máquinas discretas de ventilación atmosférica, capaces de inflar un globo de cumpleaños y de arruinarlo en el mismo instante. Se necesita cierto talento para combinar eficiencia biológica con una comicidad tan inherente.

Lo más bonito del pedo —y hay belleza en todas partes si uno mira con cariño— es que está compuesto en un 99% por gases perfectamente nobles: nitrógeno, oxígeno, dióxido de carbono, hidrógeno y metano. Aire de primera calidad. Si uno pudiera embotellarlo y venderlo como mezcla respiratoria quizá ganaría una fortuna, hasta que los consumidores notaran ese indescriptible “toque personal” del 1% restante. Porque ese último uno por ciento, formado sobre todo por derivados del azufre como el sulfuro de hidrógeno, es el responsable de que los pedos no pasen desapercibidos en ascensores, cines, reuniones laborales o visitas al Museo del Prado.

Desde un punto de vista anatómico, la cosa es simple. Poseemos un tubo digestivo extraordinariamente fértil, repleto de miles de millones de bacterias que se comportan como un equipo de microobreros hiperactivos. Uno les pasa una zanahoria y, como si fuera materia prima recién llegada a una fábrica soviética, la transforman en nutrientes, energía y, por supuesto, gas. Mucho gas. Y, como cualquier turista que haya comido una fabada asturiana puede atestiguar, algunas materias primas producen más gas que otras.

Las crucíferas —brócoli, coles de Bruselas, rúcula, coliflor— suelen llevarse la mala fama, cuando en realidad no actúan solas. Las legumbres, por ejemplo, son especialistas en crear huracanes internos; pero también actúan en la sombra otros actores inesperados: las manzanas, los melocotones, las cebollas, las zanahorias y esos cereales integrales tan bienintencionados que parecen diseñados por un dietista con vocación de dinamitero. Y luego están los edulcorantes artificiales, esas moléculas de extraña anatomía que el intestino mira con aire de “yo eso no lo proceso”, y que las bacterias acogen como si se tratara de la noche de Año Nuevo.

El caso es que estos carbohidratos no digeribles descienden por el tubo digestivo como turistas desorientados hasta el colon, donde los microbios los reciben con entusiasmo. Cada molécula que rompen es un soplo de vida… y un soplo calentito a secas. En definitiva: los pedos son el precio que pagamos por tener un microbioma sano, un pequeño tributo gaseoso por mantener contentas a las bacterias que nos mantienen vivos. Y, siendo honestos, dadas todas las cosas que podrían salir mal en la vida, pagar en pedos no parece un precio demasiado alto.

Para los que disfrutan de las legumbres, pero no de los efectos secundarios, la cocina actúa como una especie de filtro químico: calentar las verduras y remojar las judías ayuda a descomponer parte de esos carbohidratos rebeldes. Y, por favor, ni se os ocurra comer legumbres crudas: contienen lectinas, moléculas capaces de mandar al traste cualquier trato cordial entre intestino y ser humano, y de convertir una cena inocente en un incidente diplomático.

A estas alturas, y ya que hablamos sin pudor de cuestiones humanas tan universales, es buen momento para recordar que Francisco de Quevedo escribió un poema entero dedicado al pedo, que quizá sea la pieza literaria más honesta del Siglo de Oro. Lo que me impresiona no es tanto su contenido —que también— sino la certeza de que podía recitarlo en público sin perder el prestigio. Hoy uno intenta bromear sobre flatulencias en un acto académico y corre el riesgo de perder la cátedra, los amigos y la herencia familiar. Quevedo, en cambio, hacía carrera literaria con ello.

Pero dejemos a los clásicos y a Quevedo en su glorieta y avancemos al siglo XX, a un momento que marcó a toda una generación: la aparición del señor Creosota en El sentido de la vida de los Monty Python. Si lo has visto, lo recuerdas. Si no, imagínate a un hombre tan hinchado que parece un globo aerostático con licencia de almacén de ultramarinos. Tras devorar todos los platos imaginables, el maître —John Cleese en su máxima expresión de flema británica— le ofrece “una fina oblea de menta”. Una galletita mínima, una hoja simbólica. El hombre acepta. Y entonces, por supuesto, explota como una supernova gastrointestinal.

La escena es repugnante, brillante y científicamente reveladora, porque las mentas después de las comidas no son un capricho culinario. Son, en esencia, pequeñas herramientas diplomáticas del aparato digestivo. Una especie de Naciones Unidas del intestino, un clarinete del sistema digestivo.

La menta contiene mentol, un compuesto con propiedades carminativas. En español llano: ayuda a expulsar gases sin montar un espectáculo. Relaja suavemente el esfínter, de manera que el aire sale como una melodía discreta y no como artillería pesada. En términos musicales, convierte el intestino en un clarinete en vez de un saxofón. Es una transformación notable, como si un oso apareciera de pronto tocando un violín.

No es de extrañar que civilizaciones enteras la adoptaran como aliada digestiva: los griegos la tomaban tras las comidas, los árabes la mezclaban con té, los monjes medievales la cultivaban junto al romero y la salvia como quien cría instrumentos de cuerda. La humanidad ha depositado en la menta más esperanzas digestivas que en buena parte de la farmacopea histórica.

Mentha aquatica en el Jardín de Medicinales del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.

En la vida real, por suerte, nadie estalla tras una oblea de menta, aunque más de uno haya estado cerca en bodas, bautizos y cenas navideñas. Una infusión de menta, un paseo corto o evitar tumbarse justo después de comer suelen bastar para que el gas se reorganice y abandone tu cuerpo por vía diplomática. Cuando lo piensas, es un mecanismo extraordinario: un sistema de ventilación interna que se autorregula con un poco de ejercicio y una hoja aromática.

Y aquí es donde uno llega inevitablemente a una conclusión sencilla y reconfortante: llevar un intestino lleno de microbios felices significa producir gases. Y producir gases significa estar vivo. Es una ley natural, tan firme como la gravedad y tan inevitable como el pago de impuestos o con vestir pijama cuando se teletrabaja.

Así que brindemos por el pedo: compañero de viajes, señal de buena salud digestiva y protagonista anónimo de tantos momentos cotidianos. Y, ya que estamos, brindemos también por la menta, que evita que esos momentos se conviertan en una recreación no autorizada del señor Creosota. Porque, con todos mis respetos, no creo que el mundo esté preparado para más explosiones en bares, mesones y restaurantes.

*Para mis lectores asiduos, una versión menos jocosa de este texto fue publicada en sendos artículos anteriores de este blog: El innombrable efecto de algunas verduras y la oda al pedo,La menta, el señor Creosota y la ciencia de los pedos. 

LOS ANTICONCEPTIVOS QUE INVENTARON NUESTROS ANCESTROS

 

Si uno mira la estantería de una farmacia moderna —preservativos de colores, píldoras con nombres futuristas y dispositivos intrauterinos que parecen arte minimalista— pensaría que la anticoncepción es un invento reciente, fruto de laboratorios con bata, microscopio y aire acondicionado. Pero basta abrir unos cuantos papiros polvorientos o ciertos tratados médicos antiguos para descubrir algo que desconcierta y divierte a partes iguales: la humanidad lleva miles de años intentando evitar embarazos y lo ha hecho con una creatividad que cualquier farmacéutica moderna envidiaría en secreto.

En realidad, la idea de controlar la reproducción es casi tan antigua como el propio sexo. Los griegos, los egipcios y los romanos —que sabían vivir, guerrear y filosofar con una soltura insultante— también sabían que el acto amatorio, tan placentero él, traía consecuencias logísticas que convenía gestionar. Y, aunque no tenían látex, hormonas sintéticas ni prospectos llenos de advertencias desconcertantes, sí tenían imaginación, a veces peligrosa, a veces brillante, casi siempre sorprendente.

El método más viejo de todos es también el más intuitivo: el coitus interruptus. El propio nombre en latín delata su popularidad en Roma. Uno de sus defensores más visibles fue Sorano de Éfeso, médico del siglo II y hoy considerado padre de la ginecología. Sorano, que sabía mucho de anatomía, pero quizá menos de sincronización, recomendaba este método dejando claro que la responsabilidad de retirarse a tiempo —un acto que exige la precisión de un concertista— debía recaer en la mujer. Su propuesta añadía un detalle coreográfico inolvidable: después del coito, la mujer debía ponerse en cuclillas y provocarse un estornudo para expulsar cualquier resto de “semillita masculina”. La eficacia de tan pintoresca maniobra es discutible; su aportación cómica, innegable.

Los romanos, sin embargo, no se conformaban con confiarlo todo a reflejos rápidos y estornudos. También fabricaban sus propios ungüentos anticonceptivos. Sorano describe una receta compuesta por aceite de oliva, miel y resina de cedro. Vista la mezcla, parece más apropiada para un desayuno campestre, pero en realidad aspiraba a impedir embarazos. El aceite probablemente aportaba poco más que lubricación —que nunca viene mal—, pero la miel y la resina sí podían afectar a la movilidad de los espermatozoides. Además, las mujeres bebían infusiones de plantas como la ruda, el mirto o la mirra, conocidas desde la Antigüedad por alterar el ciclo menstrual o provocar contracciones. No era ciencia moderna, pero sí un conocimiento empírico bastante fino: una farmacología primaria sin microscopios, nacida de la observación y la necesidad.

Pero si Roma tenía imaginación, Egipto tenía un máster. El famoso Papiro Ebers, uno de los textos médicos más antiguos conservados, describe un método anticonceptivo supuestamente eficaz durante tres años. Tres años sin embarazo en pleno siglo XVI antes de Cristo es una afirmación lo bastante audaz como para levantar una ceja moderna. Su secreto consistía en impregnar un tampón con una mezcla de puntas de acacia, dátiles y miel. Puede sonar arbitrario, incluso bucólico, pero resulta que la acacia contiene goma arábiga, que al fermentar produce ácido láctico, un auténtico espermicida natural. Sin saberlo, habían creado el equivalente a un gel anticonceptivo miles de años antes de que existieran los laboratorios europeos.

Otros papiros, como el de Lahun, proponen soluciones mucho más extremas. Una de las recetas más citadas incluye leche agria, miel y excremento de cocodrilo. Sí, excremento de cocodrilo, como lo oye. A estas alturas cualquier persona sensata estaría ya bastante decidida a preferir el embarazo antes que tal brebaje, pero en su defensa conviene decir que los excrementos tienen un pH alcalino que podría interferir con la viabilidad del semen. Sumado a la viscosidad de la miel y a la acidez de la leche agria, la mezcla tenía cierta lógica química primitiva, aunque hoy no supere ninguna prueba sanitaria. Es uno de esos hallazgos históricos que se leen con fascinación… y con una resolución firme de no reproducirlos jamás.

Por extraordinario que parezca, la Antigüedad tampoco era ajena a la idea de introducir dispositivos físicos para evitar embarazos. Hipócrates —sí, el padre de la medicina, ese cuyo nombre aparece en juramentos solemnes— ya describía que colocar un objeto en el interior del útero podía evitar la concepción. No sabemos qué opinaban sus pacientes, pero el método funcionaba lo suficiente como para perpetuarse. En el mundo grecorromano se usaban bolas de lana empapadas en vino, miel, resinas u otros líquidos más o menos astringentes, colocadas de forma similar a un diafragma primitivo. Eran incómodas y probablemente poco higiénicas, pero marcaban el principio conceptual de lo que miles de años después llamaríamos un DIU o un pessarium.

Más aún: durante siglos, los pastores introdujeron pequeños objetos en el útero de camellas y ovejas para controlar su fertilidad durante largos trayectos. Nadie lo llamaba dispositivo intrauterino, pero era exactamente eso. La sorpresa no es que funcionara, sino que los humanos tardaran tanto en replicarlo de forma segura para su propia especie.

La anticoncepción no era solo un asunto íntimo: también tenía implicaciones políticas. El dictador romano Lucio Cornelio Sila, preocupado por la baja natalidad del siglo I a.C., prohibió ciertos métodos anticonceptivos y abortivos. Resulta irónico comprobar que dos mil años después seguimos debatiendo en parlamentos y tertulias exactamente las mismas cuestiones: quién decide, quién controla, quién legisla. La historia demuestra que ningún debate humano es verdaderamente nuevo, solo cambia de escenario.

Mirados desde la comodidad del siglo XXI, estos métodos antiguos parecen una mezcla de superstición, ciencia accidental y audacia temeraria. Pero lo sorprendente es cuántos de sus principios eran correctos. La acacia producía ácido láctico. Algunas hierbas tenían efectos hormonales. Las barreras físicas funcionaban entonces igual que ahora. Incluso los mejunjes más repugnantes tenían algún fundamento químico rudimentario, por débil que fuera.

Hay algo profundamente humano en todo ello. En ausencia de tecnología, nuestros antepasados recurrían a lo que tenían: plantas, animales, intuición, ensayo y error. Y aunque hoy nos parezcan extravagantes, muchos de estos métodos contienen los primeros destellos de lo que luego se convertiría en farmacología, ginecología y planificación familiar. En cierto modo, forman la prehistoria de nuestra ciencia reproductiva.

Quizá la mayor enseñanza sea que la anticoncepción no es una invención moderna sino una necesidad ancestral que cada cultura afrontó con las herramientas disponibles. Lo que hoy resolvemos con látex, hormonas o metal moldeado, hace tres mil años lo resolvían con miel, acacia y una determinación admirable. Y aunque a veces resulte tentador juzgar sus métodos desde nuestra perspectiva sanitaria, conviene recordar que gracias a ellos —y a su imaginación a prueba de cocodrilos— la humanidad aprendió poco a poco a regular algo tan fundamental como su propia capacidad de reproducirse.

A fin de cuentas, controlar la fertilidad ha sido siempre un acto de supervivencia y, en su forma más rudimentaria, también un acto de brillantez. La conexión entre una civilización que mezcla dátiles con resina y otra que desarrolla píldoras de última generación es más directa de lo que podría parecer. Lo único que ha cambiado, en realidad, es el repertorio de ingredientes. Gracias a todas las divinidades, ya no se usa excremento de cocodrilo.

SAN GENNARO Y SAN PANTALEÓN: DOS PRODIGIOSOS MILAGROS TIXOTRÓPICOS

 

Como casi todo el mundo ignora, (yo incluido) el proceso de transformación de gel a líquido por agitación se llama tixotropía. Sentada esta base fisicoquímica, vayamos al grano.

El pasado 19 de septiembre, sin falta, como de costumbre, se produjo el milagro. En la catedral de Nápoles, la sangre coagulada de San Gennaro repitió la milagrosa licuefacción que sucede otras dos veces al año desde 1389. En eso de cambiar de estado, la sangre del mártir italiano triplica la capacidad de San Pantaleón cuya hemoglobina, como un reloj suizo, transmuta su estado en Madrid cada 26 de julio desde hace 400 años.

San Gennaro y San Pantaleón siguieron trayectorias tan parecidas que algunos impíos sostienen que alguien dio gato por liebre a la cristiandad desdoblando un único individuo en dos santos. Dos por uno y me ahorro inventar una biografía para cada uno, debió pensar algún fraile allá por la Edad Media, cuando se disparó el comercio de las reliquias, un excelente negocio tratado por Juan Eslava Galán en su documentado y, pese a ello, desternillante El fraude de la sábana santa y las reliquias de Cristo.

La breve vida de San Pantaleón no es moco de pavo si creemos a sus turiferarios de Catholic.net, unos piadosos apologéticos que han inflado ad infinitum lo poco que sabemos de él: siendo generosos, apenas unas líneas en un manuscrito del siglo VI que (dicen) está en el Museo Británico aunque allí no les conste, circunstancia que no debe extrañarnos dada la animadversión, cuando no el odio, que los malévolos protestantes guardan al santoral católico.

Pero hagamos acto de fe y resumamos. Pantaleón, hijo de un pagano llamado Eubula y de una madre cristiana cuyo nombre se ignora, se hizo médico siguiendo las peritísimas enseñanzas de Euphrosino, al parecer un insigne médico de la época del que nada más se sabe. Sin necesidad de realizar MIR alguno, la simpar destreza de nuestro joven Pantaleón lo introdujo en la sanidad pública, en la que llegó a ser destacado componente del equipo médico habitual del tetrarca Galerio Maximiano.

Más apegado a la facción paterna que a la materna, el joven Pantaleón conoció la fe cristiana antes de dejarse llevar por el mundo pagano en el que vivía. Sucumbió ante las tentaciones que empiezan con unas minucias, pero debilitan a poquitos la voluntad hasta terminar aniquilando las virtudes, lo que le llevó a la apostasía y a las puertas del infierno.

Pero como Dios escribe derecho con renglones torcidos, un buen cristiano llamado Hermolaos, que Dios guarde, le abrió los ojos y, exhortándole con rara habilidad dialéctica y una capacidad de convicción que para si quisieran los de la teletienda, le llevó al seno de la Iglesia verdadera que vaya usted a saber cuál era a finales del siglo II, cuando las sectas cristianas se contaban por decenas. Vuelto al redil, nuestro joven doctor dejó las aburridas orgías paganas y montó una consulta en la que atendía a sus pacientes en nombre del Señor… y por la patilla. Esto último le abrió las puertas de la fama.

De la mala fama, cabría decir, porque eso de que ejerciera de balde no era muy del agrado del ilustrísimo (y pesetero) colegio de médicos romano. Para mantener el caché profesional y conservar la clientela, sus colegas lo delataron traicioneramente a las autoridades judiciales, por entonces empeñadas en cubrir los objetivos de la persecución decretada por el malvado Diocleciano.

En colleras, como los rejoneadores y sus respectivas cuadrillas, Pantaleón fue arrestado junto con el didacta Hermolaos y con otros colegas cristianos, que algo debían haber hecho, aunque sólo fuera cumplir los inescrutables designios divinos. Por razones que se nos escapan, el cruel emperador quería salvarlo, por lo que le conminó a la apostasía. Pantaleón no solo se negó, sino que, para demostrar la fortaleza de su fe, procedió a curar milagrosamente a un paralítico que, con mucha chamba y no poca precisión, pasaba ad hoc por las mazmorras imperiales sin que conste por qué ni para qué. Ni con esas. Pantaleón y sus amigos fueron condenados a la decapitación.

Aunque las referencias escritas a San Pantaleón cabrían (de existir) en un papel de fumar, hete aquí que, para chincha de los historiadores laicos, la bienintencionada peña de Catholic.net dice poseer las actas de su martirio, las cuales, como no podía ser menos, son pródigas en hechos milagrosos.

A pesar de la sentencia judicial tajante (nunca mejor dicho) de decapitación, sus pérfidos verdugos no debían tener nada mejor para entretenerse e intentaron ajusticiarlo de seis maneras diferentes: con fuego, con plomo fundido, ahogándolo, torturándolo en el potro, atravesándolo a estocadas y, para rematar una faena que no surtía efectos, acabaron por arrojarlo a las fieras.

Estas, probablemente procedentes de la misma ganadería que le soltaron a San Gennaro con la misma disposición (la sumisión), a su misma edad (29 primaveras), el mismo año (305 dC), en idéntica plaza (Constantinopla) y con permiso de la misma autoridad (Diocleciano), resultaron igualmente mansas y se refugiaron en tablas. A la vista del éxito, los atónitos (es de suponer) verdugos procedieron diligentemente a decapitarlo sin más trámites y sin mayor tropiezo que contemplar estupefactos (es otro suponer) cómo de la yugular del mártir surgía leche en lugar de la sangre a la que su contundente profesión los tenía acostumbrados.

En este punto quizá convendría que alguien solventara una cuestión que puede desorientar a la grey cristiana: ¿Si el sistema circulatorio pantaleonil contenía de verdad leche, cómo diantres se conservan ampollas con su sangre en Madrid, Constantinopla y Ravello, localidad italiana esta última donde, para no quedarse cortos, la ampolla es casi una bombona?

Más allá de elaboradas disputas teológicas para las que no estamos preparados quienes practicamos la fe del carbonero, la cuestión es importante porque, para pasmo de hematólogos y bioquímicos, esa sangre se descuelga en Madrid cada año con el prodigio de su licuefacción ante los miles de enfervorizados devotos que a fecha fija, como las cigüeñas por San Blas, acuden puntualmente al Real Monasterio de la Encarnación para observar arrobados tan peregrino acontecimiento.

La ampolla madrileña procede de una extracción de la frasca que se guarda en la catedral de Ravello donde, como nadie la toca, está siempre coagulada. Fue donada al monasterio madrileño junto con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. Dotada sin duda de un calendario interior gregoriano, cada 365 días (366 los bisiestos), la sangre se licua la víspera del aniversario del martirio y «sin intervención humana» según cuentan los textos monacales.

Contradiciendo por una vez aquello de que siempre supera a la ficción, la realidad es más prosaica y lo que sucede es lo mismo que en Nápoles: antes de exponerla ante los fieles, un ladino oficiante toma el relicario por sus extremos y de cuando en cuando lo voltea astutamente hacia abajo para advertir cualquier movimiento en la masa oscura de la ampolla. Después de un intervalo de duración variable, se observa que la masa gradualmente se separa de los lados de la ampolla, se vuelve líquida y de un color carmesí al tiempo que aumenta su volumen. Entonces, el oficiante anuncia el cumplimiento del milagro, se canta un Te Deum y el relicario es llevado al altar mayor donde los arrobados beatos pueden venerarlo.

Salvo tener un altar mayor, nada sucede que usted no pueda repetir en su casa con menos boato. Suponga que saca un frasco de kétchup de la nevera. Tras varios intentos fallidos de extraer el fluido enfriado, lo frota entre sus manos y lo agita. Haciéndolo, logrará subir un poco la temperatura, deshacer el gel coagulado y lograr un líquido que, ahora sí, sale con la presión producida por el cambio de estado. Algo similar hacíamos con las minas de los bolis Bic en las frías escuelas de los cincuenta: echarles el aliento calentito, frotarlos fuertemente entre las palmas de las manos y, una vez calentada la tinta, comenzar a escribir al dictado.

Como nunca faltan tiquismiquis ajenos al insuperable «Creo porque es absurdo» de Tertuliano, unos descreídos incapaces de captar lo inasible que plantean escrúpulos o reparos vanos a los designios sobrenaturales desde una lógica materialista (que casualmente coincide con el sentido común), un equipo de químicos italianos de la Universidad de Pavía publicó en la prestigiosa revista Nature un artículo en el que demuestran que el comportamiento de la supuesta sangre (supuesta, porque los científicos sospechan que es un fluido falsificado con ciertas arcillas coloidales del Vesubio) es habitual en fluidos denominados no-newtonianos, que se comportan como sólidos cuando están en reposo y se vuelven más fluidos cuando se someten a algún tipo de agitación o vibración. Vamos, como el kétchup, la tinta de los bolis o la mayonesa sin ir más lejos.

Con menos soporte científico, pero con no poca intuición, algún jacobino descreído y tal vez cegado por la fobia antirreligiosa de la Ilustración ya había demostrado que la sangre se licua a voluntad de sus custodios. En 1799, durante la ocupación napoleónica, el milagro no se produjo en la fecha debía. Ante el temor de que el retraso fuera una maniobra del clero para provocar una revuelta popular, el impío general francés Championnet amenazó al oficiante con fusilarlo. La sangre del santo se licuó inmediatamente y el sacerdote salvó el pellejo. ¡Qué cosas!

sábado, 15 de noviembre de 2025

EL DÍA EN QUE LA POLÍTICA ESTADOUNIDENSE APESTÓ A QUESO

 

Hay capítulos de la historia de Estados Unidos que uno imagina escritos con solemnidad, plumas de ganso y música de cámara al fondo. Y luego están los capítulos que, francamente, huelen a queso. No en sentido metafórico, sino literal. Uno de los más inolvidables tiene como protagonista a Andrew Jackson, un presidente con fama de duro, impulsivo y populista, y a un queso cheddar de más de seiscientos kilos que un ciudadano devoto decidió enviar a la Casa Blanca. Visto desde hoy, el chusco episodio parece sacado de una novela de Mark Twain reescrita por un bromista con acceso a un establo.

La historia comienza en 1835, cuando un admirador de Jackson llamado Thomas S. Meacham, granjero de calzones recios y convicciones aún más recias, decidió rendir homenaje al presidente con un gesto patriótico: fabricar el queso más grande jamás visto en el hemisferio occidental. No era simplemente un obsequio; era una declaración. Un monumento comestible. Un queso-bandera. Según los cronistas de la época, el cilindro medía casi un metro y medio de altura y pesaba lo que un buey bien criado. Meacham añadió una corteza con estrellas, pintó la superficie con símbolos patrióticos y lo envió a Washington con la misma gravedad con la que otros envían estatuas.

Cuando el regalo llegó, la Casa Blanca tuvo que improvisar una especie de operación militar para introducirlo. Las puertas no se llevaban bien con los cilindros gigantes, así que hubo que desmontar paneles, mover muebles y hacer rodar aquella masa monumental sobre tablones como si fuera parte del equipaje de una expedición polar. Jackson, por su parte, lo recibió con la seriedad de quien entiende la intención política del gesto —o al menos hace como que la entiende—, y ordenó colocarlo en un salón donde, a partir de ese día, comenzó a madurar con paciencia institucional.

La Casa Blanca, que en aquella época no era un palacio de mármol sino una mansión algo húmeda y con tendencia a acumular aromas, empezó a impregnarse de un perfume difícil de describir sin recurrir a metáforas escatológicas por decirlo educadamente. Algunos visitantes tocapelotas hablaban de “la fragancia de la democracia”; otros, menos poéticos, aseguraban que entrar en aquel salón equivalía a recibir un abrazo íntimo de una vaca en celo. Jackson, hombre acostumbrado a los efluvios de los campamentos militares, no parecía inmutarse. Van Buren, su sucesor, un político de salónno tuvo esa suerte.

A finales de su segundo mandato, quizá cansado de mirar aquel cilindro que parecía observarlo con reproche, Jackson decidió poner fin al asunto de la mejor manera que se le ocurrió: abrir el queso al pueblo. Dicho y hecho. El 22 de febrero de 1837, Jackson anunció una recepción pública en la Casa Blanca a la que cualquiera podía acudir, desde senadores a vecinos curiosos que pasaran por allí. El mensaje era sencillo: «Vengan, ciudadanos, y tomen un pedazo de democracia».

La noticia corrió como corre la noticia de que hay comida gratis. Aquel día, los jardines se llenaron de un gentío que parecía haberse multiplicado. Entraron familias enteras, veteranos, curiosos, estudiantes, granjeros de paso, incluso visitantes que ni sabían muy bien por qué estaban allí. El queso los esperaba en mitad del salón, imponente como un tótem lácteo.

Entonces, según cuentan los periódicos, la multitud se abalanzó sobre el queso con entusiasmo feroz. Cuchillos, cucharones, navajas de bolsillo y utensilios difíciles de identificar se hundieron en la enorme masa amarillenta. Literalmente se formaron colas para cortar pedazos. Se dice que algunos se llevaron rebanadas del tamaño de ladrillos; otros, más finos, pedían “solo un mordisco”, pero acababan saliendo con el bolsillo lleno de envoltorios improvisados.

En cuestión de horas, lo que había sido un monumento colosal quedó reducido a migajas y despojos malolientes. El salón, como era de esperar, terminó convertido en un campo de batalla alimentario: mesas volcadas, alfombras untadas, paredes manchadas y un aroma tan poderoso que incluso los empleados que ya habían sobrevivido a la inauguración tumultuosa de 1829 confesaron que esto habido sido peor. Mucho peor. Pésima.

Jackson, encantado de haber regalado al pueblo una merienda histórica, saludó a todos, se despidió con su habitual mezcla de seriedad y teatralidad y dejó la presidencia con la satisfacción personal del deber cumplido y la Casa Blanca oliendo a bodega quesera. Martin Van Buren, su sucesor, entró semanas después y, según las malas lenguas —y algunos diplomáticos con buena memoria—, el olor persistía como si el Espíritu Santo del queso cheddar hubiera decidido instalar una delegación permanente en la residencia presidencial.

Los historiadores llaman a este episodio “The Big Cheese Day”, quizá porque no encontraron una forma más digna de referirse a una jornada que combinó política, populismo, fermentación y caos. Hay quien asegura que aquella jornada fue la inspiración remota del “Día del Gran Queso” que aparece en uno de los episodios de la serie El ala oeste de la Casa Blanca, en el que los asesores presidenciales reciben a ciudadanos con causas extravagantes en una tradición ficticia basada en un hecho real, aunque bastante más apestoso.

Lo cierto es que el episodio del Gran Queso resume de forma magistral algo profundamente estadounidense: la mezcla de solemnidad e informalidad, la convicción de que lo público pertenece al pueblo y la capacidad casi heroica de convertir un gesto simbólico en un festival gastronómico imprudente. También demuestra que, en política, un regalo nunca es solo un regalo: puede ser una maniobra populista, una metáfora de poder… o un problema de olores de larga duración.

Nadie ha vuelto a enviar un queso semejante a la Casa Blanca, quizá por miedo a la logística o quizá porque el Servicio Secreto no ve con buenos ojos la entrada de masas cilíndricas de origen desconocido. Pero si algún día vuelve a suceder, espero que alguien tome notas: la política estadounidense necesita de vez en cuando este tipo de episodios para recordarnos que, tras la épica constitucional, siempre late un país capaz de reírse de sí mismo… y de comerse un queso gigante a mordiscos.

viernes, 14 de noviembre de 2025

LA GRIPE AVIAR Y EL ECO DE LOS ELEFANTES MARINOS

La reciente aparición de un devastador brote de gripe aviar altamente patógena (HPAI, por sus siglas en inglés) —y más concretamente de la cepa Influenza aviar A(H5N1) del subtipo 2.3.4.4b— que está causando estragos en poblaciones de mamíferos marinos en la remota isla de Georgia del Sur, en el Atlántico Sur, pone en relieve una cuestión doblemente inquietante: por un lado, el importante impacto en la biodiversidad y los ecosistemas marinos; por otro, la persistente —aunque por ahora limitada— amenaza para la salud humana.

He redactado una visión divulgativa sobre qué es la gripe aviar, cómo se contagia y qué riesgos plantea para las personas.

El eco de los elefantes marinos

El viento en Georgia del Sur siempre ha soplado con un tono metálico, como si viniera desde un mundo más antiguo. Allí, entre glaciares y playas que crujen bajo el peso de miles de cuerpos, los elefantes marinos han reinado durante siglos. Son animales que parecen sacados de un cuento polar: enormes, ruidosos, seguros de su lugar en el mundo. Por eso el silencio que se ha extendido en los últimos meses resulta tan inquietante.

Una colonia de elefantes marinos en la isla de Georgia del Sur. Foto de EL PAÍS sobre la expedición española a comienzos de 2025.

La mitad de las hembras de la mayor colonia de elefantes marinos del mundo ha desaparecido. No por cazadores, ni por falta de alimento, ni por ninguna de las viejas amenazas conocidas. Ha sido un virus: la gripe aviar.

No era un invitado esperable. La Antártida y su periferia eran, hasta hace muy poco, la última frontera sin registrar infección por el virus de la gripe aviar, el H5N1. Pero los patógenos no respetan líneas imaginarias. Y las aves, que no entienden de geopolítica, llegaron un día con el virus en las alas. Lo demás fue cuestión de densidad, azar y biología.

Un viejo virus con habilidades nuevas

Para entender lo que está pasando conviene retroceder un paso. La gripe aviar no es ninguna recién llegada: los virus Influenza A llevan siglos viajando en el interior de las aves acuáticas. Son sus hospedadores naturales, animales que pueden portar el virus sin enfermar demasiado. Durante décadas, el H5N1 ha sido uno de los subtipos más problemáticos, pero se mantenía, más o menos, dentro de su “nicho”.

Todo empezó a cambiar en 2020, cuando emergió una nueva variante, el clado 2.3.4.4b: un linaje con ambiciones geográficas. Desde entonces ha aparecido en casi todos los continentes, saltando de país en país con una eficacia casi poética, si no fuera tan siniestra.

Fotografía al microscopio electrónico de un tejido infectado por el virus de la gripe aviar A H5N1. Dominio púlico 

Hasta hace unos años habríamos dicho que este virus pertenecía al reino de las aves. Pero últimamente parece empeñado en demostrar lo contrario. Zorros, visones, osos, focas, gatos domésticos, leones marinos… y ahora elefantes marinos. Una lista que crece como una sombra.

Cómo se contagia algo que viaja con el viento

El mecanismo puede sonar sencillo cuando se explica en frío:

Las aves acuáticas portan el virus y lo excretan por las heces.

Las aves domésticas o silvestres lo recogen del suelo, del agua o del aire.

Si entra en una granja, se extiende como pólvora.

Pero lo que ocurre en mamíferos es más misterioso. En el caso de los elefantes marinos, los científicos creen que hubo transmisión entre los propios animales, algo que antes hubiese parecido improbable. Miles de cuerpos juntos, respirando, tosiendo, intercambiando gotículas a corta distancia. Bastó con que un puñado de ellos se infectara para que la colonia entera estallara como una pradera en temporada seca.

El resultado ha sido devastador. Y mientras tanto, los humanos observamos desde la distancia, preguntándonos —con razón— si este virus, que avanza como un explorador testarudo, podría fijarse también en nosotros.

¿Y para las personas? ¿Cuánto hay que preocuparse?

Aquí la historia cambia de tono. Porque, si bien el virus ha saltado a varias especies, no está adaptado a los humanos. Los casos registrados hasta hoy han sido escasos y casi siempre vinculados a personas con una exposición directa e intensa: granjeros, veterinarios, trabajadores de fauna silvestre.

Para el resto del mundo, el riesgo sigue siendo bajo. No porque el virus sea amable, sino porque aún no ha encontrado la combinación genética que necesita para transmitirse de persona a persona. Aun así, conviene no caer en la complacencia. Los virus mutan con la insistencia de la lluvia: gota a gota, cambio a cambio. Cada salto entre especies es una oportunidad nueva para experimentar. Y esta variante, la 2.3.4.4b, ha demostrado ser un explorador intrépido.

El verdadero peligro no está en el presente, sino en el futuro

El mayor riesgo no es lo que estamos viendo hoy, sino lo que podría venir mañana si el virus encuentra un atajo evolutivo hacia la transmisión humana.

Para imaginarlo no hace falta dramatizar: basta recordar la pandemia de 1918 o la de 2009. Los virus de la gripe, cuando encuentran una puerta abierta, no necesitan una invitación.

Por ahora, repetimos, esa puerta sigue cerrada. Pero hay señales que obligan a vigilarla:

El virus ya se mueve con comodidad entre mamíferos.

Se ha extendido a regiones remotas, lo que multiplica los reservorios.

Ha infectado ganado bovino, algo nunca visto hasta 2024.

Ha demostrado que puede mantenerse meses enteros circulando sin descanso.

Son piezas de un rompecabezas que aún no forma una imagen clara, pero que merece atención.

El eco en los ecosistemas

Al margen de las preguntas de salud humana, lo que está ocurriendo en Georgia del Sur es una tragedia ecológica. La muerte de decenas de miles de elefantes marinos, en tan poco tiempo, altera toda la estructura del ecosistema: cambia la dinámica depredador-presa, altera la competencia por el espacio, afecta a las aves que se alimentan de carroña y a los depredadores superiores.

La naturaleza es un tejido: si tiras de un hilo, el resto se tensa. Y aquí el hilo ha sido un virus diminuto que apenas puede verse bajo el microscopio.

Qué podemos hacer nosotros

La respuesta, de momento, es más pragmática que épica.

Evitar el contacto con aves o mamíferos muertos.

Seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias.

Cocinar bien la carne de ave.

Dejar que los expertos vigilen el comportamiento del virus como quien observa una caldera en ebullición.

Para la mayoría de la población, la gripe aviar sigue siendo una amenaza lejana. Pero como ha demostrado Georgia del Sur, el mundo natural y el humano nunca han estado tan interconectados.

La historia sigue escribiéndose

Quizá dentro de unos años recordemos este brote como un episodio aislado. O quizá descubramos que fue el primer aviso serio de un virus que decidió probar nuevas rutas evolutivas.

De momento, lo único seguro es que las playas de Georgia del Sur han quedado marcadas. Y que cada elefante marino perdido es un recordatorio de que el planeta está lleno de fronteras invisibles: unas que se respetan, otras que se cruzan sin pedir permiso.

La gripe aviar, por desgracia, pertenece al segundo grupo.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

CARRETERA 66. NOSTALGIA DEL ASFALTO Y DEL GRAN LEBOWSKI

 

Alquilamos un coche y salimos de Chicago como se hacía en los años noventa, con el maletero lleno de mapas, un cuaderno y un propósito tan absurdo como hermoso: recorrer de punta a punta la vieja Ruta 66, el camino que alguna vez unió el Medio Oeste con el sueño del Pacífico. No hay prisa. Kerouac decía que lo importante era moverse, no llegar, y en eso confío. En la autopista moderna —la Interstate 55— los coches pasan como proyectiles; pero yo busco otra cosa, un rumor de pasado, el temblor de una época en que cruzar el país era una aventura y no un trámite.

La Ruta 66 ya no existe oficialmente. Fue descatalogada en 1985, engullida por autopistas más rápidas y aburridas. Pero aún palpita bajo el asfalto nuevo, como una cicatriz que se resiste a borrarse. En los pueblos que sobreviven a su vera, uno encuentra carteles oxidados que proclaman con orgullo: Get your kicks on Route 66, el verso inmortal de la canción de Bobby Troup. El viajero siente que entra en una reliquia viva, una exposición de sí misma, donde cada gasolinera es un museo y cada motel una cápsula del tiempo.

Los moteles son, de hecho, lo primero que llama la atención. Edificios bajos, con fachadas de colores desteñidos y rótulos de neón que parpadean como luciérnagas cansadas. En algunos aún se ofrece “TV y aire acondicionado”, como si fuera un lujo de otro siglo. La mayoría están atendidos por matrimonios mayores que vieron pasar la gloria y la decadencia de la carretera. Me hospedo en uno cerca de Springfield, Illinois. En el cuarto, el ventilador zumba como un recuerdo y la colcha de flores repite un patrón que seguramente era moderno cuando Eisenhower era presidente. Por la ventana, el estacionamiento vacío refleja la luna.

Al avanzar hacia Misuri y Kansas, la 66 serpentea entre campos, viejas estaciones de servicio y cafés que aún sirven cherry pie y café aguado. En los muros, los carteles de “Historic Route 66” se alternan con señales de “Antiques” o “Trading Post”. Algunos de esos comercios venden lo que uno imagina: matrículas viejas, llaveros con el logo de la carretera, postales amarillentas, figuritas de Elvis y botellas de Coca-Cola con la etiqueta original. Son templos de la nostalgia, administrados por personas que saben que venden más que objetos: venden pertenencia a un mito.

En Oklahoma el paisaje se abre como un mar de trigo. Aquí uno puede detenerse en pueblos que parecen decorados del cine de los cincuenta. Las uvas de la ira, la novela de Steinbeck, se vuelve casi palpable: las familias okies que huyeron del polvo y la ruina por este mismo camino rumbo a California. Steinbeck fue quien bautizó la 66 como The Mother Road, la carretera madre, y no hay nombre mejor. Cada curva parece contener las huellas de aquellos migrantes, y también las de Dean Moriarty y Sal Paradise, los héroes de On the Road, que Kerouac imaginó devorando millas y noches en busca de libertad o de sí mismos.

En Nuevo México, el horizonte empieza a oler a desierto. Los neones de Albuquerque me reciben como un espejismo eléctrico. Duermo en otro motel, este con forma de tipi gigante: Wigwam Motel, dice el cartel. Las habitaciones son pequeñas, pero en el interior hay camas redondas y televisores de tubo. Me siento dentro de una película de los años cincuenta. Afuera, el aire caliente huele a gasolina y a historia. En la fachada, un cartel anuncia: “Have you slept in a wigwam lately?” No, y probablemente no volveré a hacerlo, pensé antes de dormir.

Más al oeste, la carretera se convierte en un rosario de fantasmas: estaciones abandonadas, cines cerrados, carteles que se desmoronan. En Arizona, paso por Seligman, donde un barbero octogenario jura haber sido el modelo del personaje de Cars, la película de Pixar que devolvió la 66 a la imaginación de una nueva generación. Disney la convirtió en un parque temático, pero aquí, en la realidad, el óxido y el polvo son más elocuentes.

Wigwam Motel, Holbrook, Arizona. Originalmente hubo siete moteles Wigwam. Los falsos tipis indios tienen un marco de acero cubierto de madera, fieltro y lona debajo de una capa de estuco de cemento. Foto de Carol M. Highsmith. Biblioteca del Congreso. Dominio público.

El Gran Cañón queda al norte, y el viajero, con Thelma y Louise en la mente, debe resistir la tentación de desviarse. El camino sigue hacia California, bajando por las montañas de San Bernardino. Allí, en los últimos tramos, el aire se espesa con el olor a eucalipto y a asfalto caliente. Los Ángeles aparece de pronto, inmensa, infinita, como el final de una novela que uno no quiere acabar. La 66 muere frente al Pacífico, en Santa Monica Boulevard, junto a un cartel que proclama: End of the Trail.

Me bajo del coche y miro el océano. No hay música, ni epifanía, ni coro de ángeles beatniks. Solo el rumor del tráfico y las olas. Pero siento que he recorrido algo más que una carretera: un país entero condensado en 3.900 kilómetros de nostalgia. La 66 es una metáfora de América —su juventud, su fe en el movimiento, su melancolía por todo lo que deja atrás—. Mientras miro al mar, me acuerdo de la que quizás sea la escena más genial del Gran Lebowski.

Es una de esas escenas en las que el absurdo y la ternura se abrazan sin pedir permiso. El Nota y Walter suben a un acantilado con una lata de café Folgers que hace las veces de urna funeraria de las cenizas de su amigo Donny. Detrás de ellos, el Pacífico brilla con esa indiferencia majestuosa de los océanos, mientras el viento sopla caprichoso, levantando la arena y los cabellos. Walter, solemne como un sacerdote improvisado, pronuncia un discurso inflamado sobre la amistad, Vietnam y el destino, mientras el Nota lo observa con la resignación del que sabe que nada va a salir bien.

Cuando por fin abre la lata y lanza las cenizas al aire, el viento, travieso y cruel, cambia de dirección y las devuelve de inmediato. Una nube gris los envuelve y el Nota queda cubierto con su amigo muerto: en la barba, en las gafas, en la chaqueta. Por un segundo, todo se detiene; luego, el Nota se queda quieto, tosiendo suavemente, mientras Walter continúa su arenga sin notar el desastre.

Es un momento ridículo y conmovedor, casi sagrado en su torpeza. Los dos hombres miran el horizonte, manchados de polvo y silencio, y uno siente que allí, en ese fracaso tan humano, está contenida toda la poesía del Gran Lebowski: la de quienes, aun cubiertos de cenizas y errores, siguen mirando hacia el mar. 

Al final, comprendo que lo que mueve a quienes aún la recorremos no es el deseo de llegar a ninguna parte, sino la necesidad de seguir rodando por una memoria que, como la del Nota en el Gran Lebowski, no queremos perder. Como escribió Kerouac: «Nada detrás de mí, todo delante de mí, como siempre en la carretera».