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domingo, 26 de octubre de 2025

EL HOMBRE QUE BRILLA BAJO TIERRA

 

Experimental Breeder Reactor No. 1 (EBR-I) Atomic Museum

En el desierto de Idaho, donde el viento parece arrastrar siglos de polvo y silencio, la historia del átomo tiene un santuario y una tumba. Lo primero está a pocos kilómetros de Arco, en un edificio bajo, grisáceo, que aún conserva el nombre pintado en letras metálicas: EBR-I, Experimental Breeder Reactor Number One. Allí, en diciembre de 1951, se encendieron cuatro bombillas con la electricidad nacida de la fisión nuclear. Fue un momento de júbilo científico: los técnicos se abrazaron, posaron sonrientes para una foto en blanco y negro, y los periódicos hablaron del amanecer de una nueva era.

Aquel episodio luminoso lo he recogido en otros capítulos de este blog: La luz que nació en el desierto, El submarino del desierto y Arco, Idaho: Pepinillos fritos y energía atómica. Pero toda luz proyecta una sombra. La del átomo, en Idaho, tiene nombre y sepultura. Su nombre es Richard Leroy McKinley, y su tumba está a tres mil kilómetros de Arco, en el Cementerio Nacional de Arlington, entre miles de lápidas blancas perfectamente alineadas. Solo que la suya no es como las demás. Nadie puede acercarse, no por respeto, sino por precaución. Bajo esa losa, el átomo sigue brillando.

El 3 de enero de 1961, una noche helada en el desierto, tres técnicos del Ejército trabajaban en un pequeño reactor experimental conocido como SL-1 (Stationary Low-Power Reactor Number One). Era un modelo destinado a generar electricidad para bases remotas, incluso para estaciones polares o submarinos. Nada heroico, nada grandioso: apenas un edificio bajo, de chapa ondulada, rodeado de nieve y de silencio.

El reactor había estado en mantenimiento durante semanas. Aquella noche, tres hombres —John Byrnes, Richard McKinley y Richard Legg— se disponían a volverlo a poner en marcha. El procedimiento era sencillo: tirar hacia arriba de una barra de control, apenas unos centímetros, para calibrar la potencia. Nadie sabrá nunca si fue un error, un accidente o un gesto impulsivo, pero la barra subió demasiado rápido. Bastó una fracción de segundo. La fisión se desató en un instante liberando una oleada de energía brutal. El vapor hirviente reventó las tuberías, arrancó la cubierta del reactor y arrojó la barra por el techo como una lanza.

Legg resultó empalado y quedó suspendido del techo. Byrnes cayó fulminado. McKinley murió minutos después. Fueron los tres desgraciados protagonistas de la primera —y hasta hoy única— explosión nuclear fatal en suelo estadounidense.

El equipo de rescate llegó horas más tarde,con trajes de plomo y máscaras aislantes. Lo que encontraron parecía una escena congelada en el tiempo: paredes ennegrecidas, instrumentos retorcidos, relojes parados. Los cuerpos emitían una radiación tan alta que nadie podía tocarlos. Hubo que sacarlos con pinzas telescópicas, envolverlos en capas de plástico y plomo, y trasladarlos en contenedores blindados.

Un informe posterior del Laboratorio Nacional de Idaho describió el ambiente como “una habitación que brilla en la oscuridad sin necesidad de bombillas”. La dosis recibida por los tres técnicos accidentados superaba los veinte mil rems, una cantidad que, más allá de las heridas mortales, habría matado a cualquier ser humano en segundos.

Durante las autopsias, los médicos trabajaron detrás de pantallas de vidrio plomado. Varios instrumentos quedaron tan contaminados que debieron ser enterrados junto a los restos. Los forenses, al terminar, fueron sometidos a chequeos médicos y a un seguimiento de por vida. Algunos de ellos nunca volvieron a trabajar en entornos radiactivos.

De los tres, McKinley recibió la mayor radiación. Su cuerpo absorbió tanto cesio-137 y cobalto-60 que, según los técnicos, “seguía siendo una fuente activa”. El problema ya no era solo ético o funerario, sino físico: ¿cómo enterrar un cuerpo que seguía emitiendo radiación? Los ingenieros del gobierno diseñaron un ataúd especial, una especie de cápsula blindada. Primero, un féretro interior de plomo y acero inoxidable; luego, capas de plástico, nylon y algodón tratado; después, otro ataúd exterior, también sellado al vacío. Todo el conjunto fue depositado a más de tres metros de profundidad dentro de una cámara metálica con paredes gruesas.

Así fue enterrado McKinley en Arlington. Ni flores ni banderas: solo una losa con su nombre, su rango y las fechas. Ningún visitante puede detenerse allí, aunque su historia aún vibra bajo la piedra. A veces, pienso que, en cierto modo, McKinley sigue cumpliendo su misión: vigilar el poder del átomo, incluso desde el silencio.

El accidente del SL-1 cambió los protocolos de la energía nuclear estadounidense. Desde entonces, ningún reactor permite la extracción manual de las barras de control. Los sistemas automáticos y los mecanismos de bloqueo nacieron del desastre de Idaho. El lugar del accidente fue sellado bajo toneladas de tierra y concreto. No queda nada: ni un edificio, ni una señal. Solo el viento y unas coordenadas prohibidas.

A pocos kilómetros de allí, el viejo EBR-I —el reactor que encendió aquellas primeras bombillas— sigue en pie, convertido en museo. Los visitantes se hacen fotos junto a una placa que dice “Aquí nació la energía nuclear pacífica”. Nadie menciona el SL-1. Pero el guía, si uno le pregunta, baja la voz y dice:

—Ah, sí... eso fue al norte. No se puede visitar.

Durante años, los habitantes de Arco vivieron entre esos dos símbolos: la promesa y la advertencia. A un lado, el orgullo de haber sido la primera ciudad iluminada por la energía nuclear. Al otro, el rumor de que, en algún punto del desierto, tres hombres quedaron reducidos a ceniza radiactiva. En los bares se hablaba poco del tema. Era más fácil brindar por los submarinos y los pepinillos fritos que por los fantasmas del SL-1.

Sin embargo, en el silencio del desierto —ese silencio tan característico de Idaho, tan absoluto que parece tener textura—, algo quedó suspendido. Los trabajadores del laboratorio dicen que en las noches frías, cuando el aire está quieto y las luces del complejo titilan a lo lejos, el suelo “respira”. Es solo vapor, claro, condensación. Pero a veces, a uno le gusta pensar que el desierto conserva memoria.

El optimismo atómico de los cincuenta prometía energía infinita, coches nucleares y tostadoras atómicas. En esos mismos años, Eisenhower hablaba de “Átomos para la paz”. El futuro iba a brillar. Y lo hizo. Solo que no siempre del modo que esperaban.

La historia de McKinley quedó literalmente sepultada bajo capas de acero y burocracia. Durante décadas su nombre fue apenas una línea en los archivos del Departamento de Energía. Luego, cuando los secretos de la Guerra Fría empezaron a desclasificarse, su tumba en Arlington se convirtió en una rareza que algunos curiosos intentaban visitar. No podían. Las normas siguen siendo las mismas: nadie debe acercarse.

En cierto modo, McKinley se transformó en una metáfora involuntaria: el hombre que llevó el átomo dentro de sí, que lo encarnó, que brilló más allá de la muerte. A veces me pregunto qué siente el suelo de Idaho. En menos de una década, vio nacer la promesa radiante del átomo y también su primera maldición. Unos hombres encendieron la luz; otros quedaron atrapados en ella.

El desierto, sin embargo, no juzga. Sigue ahí, igual que entonces: plano, inmenso, con ese silencio que parece hecho de siglos. Quizá bajo ese silencio siga latiendo algo. No solo radiación, sino memoria. McKinley no tiene flores sobre su tumba. Pero tiene una historia que sigue brillando, muy despacio, bajo tierra.

Porque el átomo —como la memoria— no perdona ni olvida.

THE TWO FACES OF AMERICA IN RANCHESTER, WYOMING

 Chronicle from the Divided Heart of the Nation


I arrive in Ranchester, Wyoming, on a windy summer afternoon, with the feeling of having crossed an invisible border. To the west lies Cody, birthplace of Buffalo Bill and sanctuary of patriotic kitsch: motels shaped like forts, signs with crossed rifles, and caravans heading toward Yellowstone. But once you take Highway US-14, the road climbs into the Big Horn Mountains—those ancient masses that seem to have aged along with the continent—and then plunges into a green valley where cows graze, blissfully unaware of history. There, tucked among the folds of the prairie, lies Ranchester.

It’s a tiny town of barely a thousand souls, with a gas station, a couple of restaurants, and a Western Motel that must have known more optimistic times. Nothing seems to move, except for the flags flapping in the wind. And yet, something stirs here: a fracture, a division that isn’t only political but spiritual.

Since Donald Trump’s victory in 2016, European culture has developed a kind of perverse fascination with white working-class Americans: the descendants of poor settlers, farmhands, and truck drivers who inhabit what they call the heartland. That America that looks upon government, journalists, intellectuals—and anyone who orders a cappuccino—with suspicion.

In the 1990s, Jim Goad published The Redneck Manifesto, a book that seemed like a fringe pamphlet and turned out to be prophetic. It denounced the classism with which urban elites treated poor whites—the white trash—a group that for centuries had been both a cultural pillar and a national scapegoat.

Twenty years later, his diagnosis came true at the polls. Resentment, wounded pride, religiosity, and nostalgia drove millions to vote for a billionaire who spoke their emotional language: the language of fury.

As I drive through Wyoming, I think of J.D. Vance, of the hillbillies in Hillbilly Elegy and the nomads in Nomadland, elderly Americans roaming the country in vans in search of seasonal work. The United States has always had a restless soul, but now it seems to be fleeing from itself. On the local radio, a preacher-like announcer declares with conviction that “God saved America once and can do it again.” Along the road, signs proclaim: “Trump 2024 – Make America Great Again.” They’re not campaign relics; they’re acts of faith.

The heart of Ranchester beats along a strip of asphalt that serves as its main street. On one side stands a bank with a Western-movie façade that seems to await the Howard brothers from Hell or High Water. Across the street, a taxidermist called Rahimi’s displays stuffed bears, deer with glassy eyes, and a cougar that looks like it’s wondering what on earth it’s doing there.

That night I have dinner at the Buckhorn Saloon, a place of amber light and elk heads on the walls. There are no pretensions here: the menu offers portions fit for an army and beer served in mugs the size of a baseball helmet. The patrons wear camouflage jackets, work boots, and America First caps. The atmosphere is masculine, dense, almost tribal. At the bar, a man with a biblical beard and a Harley-Davidson T-shirt insists that the press “lies like Satan” and that vaccines “change your DNA.” No one argues.

The waitresses are kind but brisk: “Other refill, hon?” The walls are covered with flags, antique rifles, and photographs of smiling hunters posing with dead bears. Outside, a giant stuffed grizzly guards the entrance to the liquor store. While I pick at a plate of beef-and-cheddar nachos the color of mustard, I feel like an undercover anthropologist. There’s no hostility, but there is distance. Distrust of the outside world hangs in the air, like cigarette smoke or the smell of grease.

The next morning, the light falls obliquely across the prairie, and the air smells of pot-brewed coffee. I decide to have breakfast at the Innominate, a newly opened café that looks like a direct export from Portland or Brooklyn.

The contrast with the Buckhorn Saloon is almost comical. Here everything is bright, clean, minimalist. Recycled wood tables, hanging plants, smoothies named after philosophers. A sign at the counter reads: “Local Oat Milk” and “Discount if you bring your own mug.” The customers are young, smiling, and polite. Some carry binoculars; others scroll through bird photos on their phones. They are birdwatchers, a growing urban species expanding into the nation’s interior.

No bacon or gravy here: just yogurt with granola, sourdough bread, and fair-trade coffee. On the walls hang photographs of Wyoming landscapes and portraits of bison with soulful eyes. The conversation drifts toward PBS documentaries, hiking trails, and the state’s new environmental policies. No one mentions Trump—but his presence floats invisibly in the room, like the hum of a distant generator.

It’s hard to believe the Buckhorn and the Innominate stand barely three hundred meters apart. They seem like two different worlds: the America of hunters and the America of birders; those who collect elk heads and those who collect hummingbird photos. The former believe the country belongs to them and is being stolen; the latter believe it never did and must be cared for. Some worship the flag; others recycle. Some pray; others meditate.

The divide isn’t just political—it’s aesthetic, moral, emotional. The same road that links them is, in truth, a line of separation. The resentment of the rednecks runs deep. For centuries, they were the poor whites, the crackers, the clay eaters, despised by both Northern and Southern elites. Their poverty was blamed on genetics, inbreeding, laziness; their culture mocked on television and turned into caricature.

And yet, much of the nation’s music, literature, and religious fervor came from them. Their answer to contempt has always been rebellion: clutching rifles, embracing conspiracy theories, voting for anyone who promises to blow up the system. In that sense, Trump was their prophet—the millionaire who convinced the dispossessed he was one of them.

Leaving Ranchester, I glance in the rearview mirror and see the two eateries lined up in the distance. One serves burgers with flags; the other, eco-conscious muffins. Two Americas having breakfast in parallel, speaking languages so different they can no longer hear each other.

The richest country on Earth seems to be living through a silent civil war—a cultural battle fought not with rifles but with hashtags, menus, and ways of seeing one’s neighbor. As the car rolls away along US-14, the Big Horn Mountains rise ahead, immense and indifferent. Perhaps that’s the only America still whole: the landscape, the wind, the endless road. Everything else—politics, flags, oat-milk lattes—feels like passing symptoms of a country that still hasn’t decided who it wants to be.

LAS DOS CARAS DE ESTADOS UNIDOS EN RANCHESTER, WYOMING

 Crónica desde el corazón dividido del país


Llego a Ranchester, Wyoming, una tarde ventosa de verano, con la sensación de haber cruzado una frontera invisible. Al oeste queda Cody, cuna de Búfalo Bill y santuario del kitsch patriótico: moteles con forma de fuerte, carteles con rifles cruzados y caravanas rumbo a Yellowstone. Pero al internarse por la US-14, la carretera trepa por las montañas Big Horn —esas moles antiguas que parecen haber envejecido junto con el continente— y luego se despeña en un valle verde donde pastan vacas que ignoran olímpicamente la historia. Allí, entre los pliegues de la pradera, aparece Ranchester.

Es un pueblo minúsculo de apenas mil almas, con una gasolinera, un par de restaurantes y un Western Motel que debió conocer tiempos más optimistas. Nada parece moverse, salvo las banderas que agita el viento. Y, sin embargo, algo late aquí: una grieta, una división que no es solo política, sino espiritual.

Desde que Donald Trump ganó las elecciones de 2016, la cultura europea ha desarrollado una especie de fascinación perversa por los estadounidenses blancos de clase trabajadora: los descendientes de colonos pobres, obreros agrícolas y camioneros que habitan lo que aquí llaman la heartland. Esa América que mira con desconfianza al gobierno, a los periodistas, a los intelectuales y a cualquiera que pida un capuchino.

En los años noventa, Jim Goad publicó The Redneck Manifesto, un libro que parecía un panfleto marginal y terminó siendo profético. Denunciaba el clasismo con que las élites urbanas trataban a los blancos pobres —los white trash, la “basura blanca”—, ese grupo que había sido, durante siglos, simultáneamente pilar cultural y chivo expiatorio nacional.

Veinte años después, su diagnóstico se volvió visible en las urnas. El resentimiento, el orgullo herido, la religiosidad y la nostalgia impulsaron a millones de personas a votar por un millonario que hablaba su idioma emocional: el de la furia.

Mientras conduzco por Wyoming, pienso en J.D. Vance, en los hillbillies de Hillbilly Elegy y en los nómadas de Nomadland, ancianos que recorren el país en caravanas buscando empleos temporales. Estados Unidos siempre ha tenido un alma errante, pero ahora parece estar huyendo de sí mismo. En la radio local, un locutor predica con entusiasmo que “Dios salvó a América una vez y puede hacerlo de nuevo”. A los lados de la carretera, las señales proclaman “Trump 2024 – Make America Great Again”. No son recuerdos de campaña: son votos de fe.

El corazón de Ranchester late en una recta de asfalto que hace las veces de calle principal. A un lado, un banco con fachada de película del Oeste que parece esperar a los hermanos Howard de Comanchería. Enfrente, Rahimi’s, un taxidermista al que no debe faltarle trabajo, exhibe osos disecados, ciervos con mirada perdida y un puma que parece preguntarse qué demonios hace allí.

Esa noche cenamos en el Buckhorn Saloon, un local de luces amarillas y cabezas de wapití en las paredes. Aquí no hay pretensiones: el menú ofrece porciones diseñadas para alimentar a un ejército y cerveza servida en jarras del tamaño de un casco de béisbol. Los clientes visten ropa de camuflaje, botas de trabajo y gorras con el eslogan America First. Hay una energía masculina, densa, casi tribal. En la barra, un tipo con barba bíblica y camiseta de Harley-Davidson explica que la prensa “miente como Satanás” y que las vacunas “cambian tu ADN”. Nadie discute.

Las camareras son amables pero expeditivas: “¿Other refill, hon?”. Las paredes están cubiertas de banderas, rifles antiguos y fotos de cazadores sonrientes posando junto a osos muertos. Afuera, un enorme grizzly disecado custodia la entrada de la licorería. Mientras pico en un plato de nachos con carne de res cubiertos de queso cheddar del color de la mostaza, me siento como un antropólogo infiltrado. No hay hostilidad, pero sí una distancia. Aquí la desconfianza hacia el mundo exterior se huele, como el humo del tabaco o el olor a grasa.

A la mañana siguiente, la luz cae oblicua sobre las praderas y el aire huele a café retostado de puchero. Decido desayunar en el Innominate, un local recién inaugurado que parece una exportación directa de Portland o Brooklyn.

El contraste con el Buckhorn Saloon es casi paródico. Aquí todo es claro, limpio, minimalista. Las mesas de madera reciclada, las plantas colgantes, los smoothies con nombres de filósofos. En la barra, un cartel anuncia “Leche de avena local” y “Descuento si traes tu propia taza”. Los clientes son jóvenes, sonrientes y educados. Algunos llevan prismáticos; otros revisan fotos de aves en sus teléfonos. Son los birdwatchers, los observadores de aves, especie urbana en plena expansión hacia el interior del país.

Nada de bacon ni gravy: hay yogur con granola, pan de masa madre y café de comercio justo. En las paredes, fotografías de paisajes de Wyoming y retratos de bisontes con mirada melancólica. La conversación gira en torno a documentales de la PBS, rutas de senderismo y la nueva política ambiental del estado. Aquí nadie habla de Trump. Pero su sombra flota en el aire, invisible y omnipresente, como el ruido de un generador lejano.

Es difícil imaginar que el Buckshot y el Innominate estén separados por apenas trescientos metros. Parecen dos mundos distintos: la América de los cazadores y la América de los ornitólogos; los que coleccionan cabezas de alce y los que coleccionan fotos de colibríes. Los primeros creen que el país les pertenece y se lo están robando; los segundos creen que el país nunca les perteneció y que deben cuidarlo. Unos veneran la bandera; otros reciclan. Unos oran; otros meditan.

Esa fractura no es solo política: es estética, moral, emocional. La misma carretera que los une es, en realidad, una línea de separación. El resentimiento de los rednecks tiene raíces hondas. Durante siglos fueron los blancos pobres, los crackers, los clay eaters, despreciados tanto por los ricos del Norte como por las élites del Sur. Su pobreza fue atribuida a la genética, a la endogamia, a la pereza; su cultura, ridiculizada en televisión y convertida en caricatura.

Y, sin embargo, de ellos surgió buena parte de la música, la literatura y la religiosidad que definieron el país. Su respuesta al desprecio ha sido, como tantas veces, la rebelión: empuñar rifles, abrazar teorías conspirativas, votar a quien promete dinamitar el sistema. En eso, Trump fue su profeta: el millonario que convenció a los desposeídos de que él también era uno de ellos.

Al salir de Ranchester, miro por el espejo retrovisor y veo los dos restaurantes alineados a la distancia. Uno ofrece hamburguesas con bandera; el otro, muffins con conciencia ecológica. Dos Américas que desayunan en paralelo y que, a fuerza de no escucharse, hablan idiomas distintos. 

El país más rico del mundo parece vivir una guerra civil silenciosa, una batalla cultural que no se libra con fusiles sino con hashtags, menús y maneras de mirar al prójimo. Mientras el coche se aleja por la US-14, las montañas Big Horn se alzan al fondo, indiferentes, inmensas. Pienso que quizá esa sea la única América que sigue unida: la del paisaje, la del viento y la carretera interminable. Todo lo demás —la política, las banderas, los cafés con leche de avena— son apenas síntomas pasajeros de un país que todavía no ha decidido quién quiere ser.

viernes, 24 de octubre de 2025

LA CUEVA DE LOS MUERTOS CHIQUITOS

 


En el norte de México, entre las colinas secas de Durango, hay una cavidad con un nombre que no admite metáforas: La Cueva de los Muertos Chiquitos. El valle donde se abre —el del río Zape— no tiene nada de tétrico. Es un paisaje áspero y luminoso, salpicado de mezquites, donde las sombras duran poco. Pero la cueva guarda un silencio diferente, un aire de intemperie detenida. Allí, hace más de mil años, hombres y mujeres del grupo cultural conocido como Loma San Gabriel enterraban a sus hijos.

El nombre, que a un oído moderno suena casi indecente por su crudeza, es fiel a lo que los arqueólogos encontraron: restos de niños, algunos recién nacidos, otros de pocos años. Nadie sabe con certeza si murieron de enfermedad, de hambre o si la cueva fue escenario de algún tipo de ritual. No hay pruebas de sacrificio. Lo que hay es una certeza más triste y humana: que la mortalidad infantil era altísima, y que esas pequeñas tumbas eran, probablemente, todo lo que una comunidad podía hacer por sus muertos.

Hasta hace poco, la historia de ese lugar era tan silenciosa como las rocas que la encierran. Pero en octubre de 2025, un grupo de investigadores decidió mirar no a los huesos, sino a loque los cuerpos dejaron atrás: sus excrementos.

Sí, excrementos. Los arqueólogos los llaman paleoheces, una palabra casi elegante para algo que en el fondo sigue siendo lo mismo. Y, sin embargo, en esa materia fosilizada se esconde una información preciosa. Diez pequeñas muestras de heces, datadas entre los siglos VIII y X, han revelado una radiografía de la salud —y de las miserias— de aquella gente del Zape.

Material fecal desecado de la Cueva de los Muertos Chiquitos. Imagen: Johnica Winter; CC-BY 4.0.

El hallazgo se ha difundido con titulares llamativos: “Excrementos de 1.300 años revelan los patógenos que azotaban a los pueblos prehistóricos de México”. Detrás del brillo periodístico hay una historia más íntima y vasta: la de los cuerpos que sufren y enferman mucho antes de que alguien inventara la palabra “epidemia”.

Los análisis genéticos identificaron en las muestras una auténtica tropa de microbios y parásitos: Blastocystis, Escherichia coli, Giardia, Shigella, huevos de oxiuro. Un catálogo de padecimientos intestinales que haría palidecer cualquier prospecto farmacéutico. Los investigadores no pudieron determinar a quién pertenecían exactamente aquellas heces —quizá a niños, quizá a adultos—, pero sí concluyeron que la comunidad padecía una carga infecciosa considerable. Dicho de otro modo: que estaban enfermos, probablemente muy enfermos, de lo mismo que seguimos sufriendo hoy cuando el agua no es potable.

Es tentador pensar que aquellos campesinos antiguos vivían en armonía con la naturaleza, bebiendo de arroyos cristalinos y alimentándose de maíz sin pesticidas. La realidad, como siempre, es menos bucólica. Las sociedades agrícolas tempranas solían ser un paraíso para los parásitos. El agua compartida con los animales, los desechos arrojados cerca de las viviendas, el suelo contaminado, todo formaba un circuito perfecto para las infecciones. En ese mundo sin jabón ni vacunas, la diarrea podía ser una sentencia de muerte.

Y es aquí donde la arqueología del excremento —esa disciplina tan complicada como reveladora— nos devuelve una imagen más completa de lo que fuimos. La historia humana no solo está escrita en piedra y cerámica, sino también en la biología de lo cotidiano. Lo que comíamos, lo que digeríamos mal, lo que enfermaba a nuestros hijos. La Cueva de los Muertos Chiquitos no solo guarda huesos; guarda el rastro microscópico de nuestras derrotas frente a lo invisible.

Hay una ironía en todo esto: el lugar que mejor conserva la memoria de aquellos campesinos es también el que acumula su basura. La historia de la humanidad podría resumirse así: lo que tiramos, perdura; lo que amamos, desaparece.

Los investigadores tomaron muestras de 10 paleoheces diferentes en busca de evidencia de enfermedades. Imagen: Johnica Winter; CC-BY 4.0.

Los investigadores creen que las condiciones del entorno —árido, estable, con poca humedad— permitieron la conservación de los excrementos durante más de un milenio. Cada muestra, al ser analizada, se comporta como una cápsula del tiempo biológica: en ella se encuentran restos de plantas, bacterias, hongos, minerales, trazas de ADN humano. De esa mezcla se pueden deducir dietas, enfermedades, incluso relaciones sociales. Si alguien quisiera, podría reconstruir qué comió una persona un martes del siglo IX, y qué microbio le arruinó la digestión.

Pero hay algo más. En esa cueva donde los arqueólogos recogen heces con pinzas de titanio y guantes estériles, resuena una lección incómoda sobre lo que llamamos “progreso”. Los mismos patógenos hallados allí siguen siendo responsables de millones de casos de diarrea infantil cada año en el planeta. La diferencia es que ahora los combatimos con antibióticos y campañas de saneamiento. En cierto modo, seguimos habitando la misma cueva.

Uno podría mirar el hallazgo como una curiosidad científica —una nota simpática de prensa sobre “poop archaeology”—, pero en el fondo es un espejo. Nos muestra que la civilización, esa palabra que tanto orgullo nos inspira, es apenas una capa delgada de higiene sobre un cuerpo vulnerable. Que bajo el mármol de nuestras ciudades todavía late el barro original.

El equipo que realizó el estudio, consciente del valor simbólico del sitio, ha sido cuidadoso en su interpretación. No hay pruebas de sacrificio ni de violencia ritual. Solo de enfermedad y de muerte temprana. Lo cual, visto desde aquí, resulta casi más trágico. La idea romántica del sacrificio nos ofrece al menos una narración; la diarrea no.

Y sin embargo, en su modestia, este hallazgo tiene algo profundamente humano. Es un recordatorio de que la arqueología no trata solo de tumbas y templos, sino también de intestinos y desechos. De que la historia no siempre se mide en batallas o reinados, sino en lo que el cuerpo aguanta.

Quizá por eso la Cueva de los Muertos Chiquitos conmueve más que muchas ruinas monumentales. No habla de imperios, sino de fragilidad. No celebra la grandeza, sino la persistencia. En esos excrementos antiguos hay una lección sobre la supervivencia que trasciende cualquier cronología: incluso cuando todo parece perdido, el cuerpo sigue haciendo lo que puede para seguir vivo.

El nombre mismo del lugar —tan brutal, tan literal— nos recuerda que el lenguaje a veces no necesita poesía para ser devastador. Cueva de los Muertos Chiquitos. Uno imagina a los padres entrando en la penumbra con una manta en brazos, dejando a su hijo junto a otros pequeños cuerpos. Afuera, el sol abrasaba las piedras. Dentro, el silencio debía de ser total. Quizá no sabían que, mil años después, otros humanos —nosotros— vendríamos a buscar respuestas en sus restos, a leer su historia no en inscripciones ni en cerámica, sino en lo más elemental que produce la vida.

No es casual que la noticia haya fascinado a tantos. En un tiempo obsesionado con la inteligencia artificial y los futuros digitales, la idea de mirar dentro de una cueva para analizar heces milenarias tiene algo de justicia poética. Nos recuerda de dónde venimos: de un mundo sin filtros, sin algoritmos, donde lo más humano era también lo más perecedero.

En el fondo, toda arqueología es una forma de necromancia discreta. Hurgamos en la tierra para que los muertos nos digan quiénes somos. Y los de la Cueva de los Muertos Chiquitos, desde su silencio mineral, parecen susurrar una verdad tan simple como incómoda: que el cuerpo no miente, que la enfermedad es una forma de memoria, y que incluso la mierda —perdón por la palabra— puede ser testimonio de lo que fuimos.

miércoles, 22 de octubre de 2025

LOS MINEROS QUE SUBIERON AL MCKINLEY PALO EN RISTRE

 

Monte McKinley, el pico más alto de Norteamérica, es la montaña más alta del mundo desde la base hasta la cima (5.500 m), el tercer pico más prominente y el tercero más aislado de la Tierra, después del Monte Everest y el Aconcagua. El pueblo koyukon , que habita la zona que rodea la montaña, la ha llamado "Denali" durante siglos. En 1896, un buscador de oro la bautizó como "Monte McKinley" en apoyo al entonces candidato presidencial William McKinley, quien posteriormente se convirtió en el vigésimo quinto presidente.

El nombre de McKinley fue el nombre oficial reconocido por el gobierno federal de Estados Unidos desde 1917 hasta 2015. En agosto de 2015, el Departamento del Interior bajo la administración de Obama restituyó el nombre federal oficial de la montaña a Denali. En enero de 2025, el Departamento del Interior, bajo la administración de Trump, revirtió el nombre federal oficial de la montaña a Monte McKinley.

En el bar de Talkeetna, Alaska, entre un alce disecado con mirada ausente y una colección de matrículas oxidadas, hay unas fotografías que parecen la prueba de un milagro o de una borrachera particularmente ambiciosa. Muestran a cuatro hombres vestidos con gruesas chaquetas de lana y sombreros de ala caída arrastrando un poste por un glaciar. En una de las imágenes sonríen: o están a punto de conquistar la montaña más alta de Norteamérica, o de morir en el intento.

El camarero, un tipo de barba de oso y sonrisa de leñador, me explicó que aquellos hombres eran mineros. “Los Sourdoughs”, dijo, como si el nombre bastara para resumirlo todo. «Fueron los primeros en subir al McKinley, allá por 1910. Cargaron ese mástil hasta la cima». Detrás de la barra colgaban recortes de prensa amarillentos, con titulares heroicos: Miners Conquer Mount McKinley!, Flag Raised Above Alaska!

En ese instante tuve claro que había encontrado el tipo de historia que me fascina: una mezcla de épica, imprudencia y cerveza, mucha cerveza.

Un grupo de hombres frente al Hotel Sourdough en Dexter, Alaska, a principios del siglo XX. Otto Daniel Goetze/Dominio público

La historia oficial dice que la primera ascensión completa al McKinley (su pico sur, el más alto, mide 6 190 m) la lograron en 1913 Hudson Stuck, un arcediano anglicano; Harry Karstens, un guía curtido; el joven Walter Harper y Robert Tatum, que además de alpinista era seminarista. Subieron con cuerdas, crampones y disciplina británica, lo que suena mucho menos divertido que cuatro mineros con un palo.

Esta foto muestra a los miembros de la expedición de 1913 (excepto Hudson Stuck, que debió tomar la imagen). Los cinco hombres están de pie frente a una tienda de campaña, con árboles al fondo. A la izquierda se ven unas raquetas de nieve. Karstens (centro) empuña un rifle. La foto es una copia tomada del libro de Hudson Stuck de 1914, The Ascent of Denali (Mount McKinley).

Los Sourdoughs —Tom Lloyd, Pete Anderson, Billy Taylor y Charlie McGonagall— eran buscadores de oro en la zona de Fairbanks. En el invierno de 1909, según cuenta la leyenda, estaban en un bar cuando alguien comentó que nadie había logrado coronar el Denali. Lloyd, quizá después de trasegar el tercer güisqui y varias jarras de cerveza, apostó que él y sus compañeros lo harían. Nadie le tomó en serio, así que tuvieron que hacerlo.

Los miembros de la Expedición Sourdoughs de 1909-1910 fueron (de izquierda a derecha): Charley McGonagall, Pete Anderson, Tom Lloyd (sentado) y Billy Taylor. Colección Francis P. Farquhar, UAF.


Su equipo era digno de un manual de supervivencia escrito por un optimista: raquetas de nieve, mochilas de lona, algo de tocino, una cafetera y un tronco de abeto de más de cuatro metros que pensaban plantar en la cumbre “para que se viera desde Fairbanks”. El peso del mástil era tal que el propio Tom Lloyd prefirió quedarse en el campamento base “para coordinar la operación”, lo que en lenguaje minero probablemente significa “para vigilar la botella”.

Los tres restantes emprendieron la marcha en pleno invierno. No llevaban crampones ni cuerdas y su ropa era la misma que usaban para picar mineral. En los tramos más escarpados arrastraban el poste como si fuera un compañero caído. Tras semanas de penurias, aseguraron haber alcanzado la cumbre norte del Denali (—no la más alta, pero muy respetable— y haber erigido allí su mástil.

Cuando regresaron, medio congelados y con barba de profeta, la gente de Fairbanks los recibió como héroes, aunque muchos pensaban que su relato era una fanfarronada de taberna. No existían fotografías de la cima ni testigos, y durante un siglo la hazaña quedó en el limbo entre la gloria y el cuento.

Fotografía a 4 400 m en el glaciar Harper. Las sombras de la cabeza de un escalador y de un bastón en la esquina derecha indican que eran aproximadamente las 16 horas. la foto está mal etiquetada en 1911. Foto: Intsituto Geofísico de Alaska.

Hasta hace poco. En 2022, unos investigadores de la Universidad de Alaska encontraron un puñado de fotografías inéditas de la expedición. En ellas se ve a los mineros posando frente a un paisaje de hielo infinito, y sí, con su inseparable poste. Los estudios topográficos sugieren que pudieron llegar a la cumbre norte, lo que, en justicia, los convierte en los primeros hombres en subir “una parte significativa” del McKinley. No es poca cosa para cuatro tipos sin crampones ni patrocinadores.

Los geólogos actuales, con esa precisión que mata el romance, señalan que el mástil jamás habría sido visible desde Fairbanks. Pero a mí me gusta imaginar que, durante unos días de 1910, entre el hielo y el cielo, hubo un trozo de abeto al que el viento se aferraba como a un improbable estandarte.

Quizá la verdad no importe tanto. En Alaska, las historias suelen ser más grandes que los hechos: osos de cinco metros, mineros que suben montañas imposibles, hombres que desaparecen en la nieve para volverse leyenda. El McKinley sigue allí, majestuoso e indiferente, pero en un bar de Fairbanks todavía se brindan cervezas por aquellos cuatro locos que decidieron enfrentarse al techo del continente con un tronco y una apuesta.

Y uno no puede evitar pensar que, si los Sourdoughs vivieran hoy, serían influencers de montaña con patrocinio de ropa térmica y un dron para las fotos. Pero prefiero la versión antigua: la del bar, el güisqui y el poste de abeto que subió hasta el cielo.

martes, 21 de octubre de 2025

LA FLOR QUE PREDICABA SIN HABLAR

 

Passiflora vitifolia. Foto

Cuando los primeros misioneros europeos llegaron a América, descubrieron que el Nuevo Mundo tenía más colores de los que cabían en sus Biblias. Había árboles que lloraban goma, pájaros que parecían incendios y frutas que estallaban de perfume. Pero lo que más los desconcertó fue una flor. Una flor tan rara, tan meticulosa y simétrica, que debía de tener un propósito divino.

La encontraron en las selvas del actual Perú o quizás del Brasil —las crónicas discrepan— y la llamaron flos passionis Domini nostri Jesu Christi: la flor de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy la conocemos simplemente como flor de la pasión o, por su nombre científico, Passiflora.

El nombre, hay que decirlo, no tiene nada que ver con la pasión amorosa. Habla de otra pasión, más sangrienta y teológica: la Pasión de Cristo, con sus clavos, su corona de espinas y sus apóstoles confundidos.

Los misioneros, especialmente los jesuitas, estaban convencidos de que Dios había escondido un mensaje en aquella planta. Si los indígenas no entendían las palabras del Evangelio, tal vez entenderían las flores. Así que comenzaron a interpretarla con la minuciosidad de un entomólogo y la imaginación de un predicador.

El resultado fue una especie de manual botánico de la crucifixión. Cada parte de la flor representaba un elemento del drama sagrado:

Los cinco pétalos y cinco sépalos eran los diez apóstoles fieles (se excluían a Judas, el traidor, y a Pedro, que negó a Cristo).

Los cinco estambres simbolizaban las cinco llagas.

Los tres estilos con sus estigmas eran los tres clavos.

La corona de filamentos que rodea el centro se interpretó como la corona de espinas.

Los zarcillos, que la planta usa para trepar, recordaban los látigos de los soldados romanos.

Y las hojas lobuladas, afiladas, evocaban la lanza del centurión.

Era, decían, una flor que predicaba sin hablar. El relato encajaba de maravilla con el espíritu misionero de la época. El siglo XVI había convertido la botánica en una rama auxiliar de la teología: cada planta, cada raíz o pétalo podía ser una prueba del diseño divino. Que la flor más compleja del continente americano pareciera representar la Pasión de Cristo se consideró una señal del cielo.

Los pueblos indígenas, sin embargo, ya conocían la planta desde mucho antes de que llegaran los europeos. La usaban por razones más prácticas: sus frutos, los del maracuyá o granadilla, eran dulces y nutritivos; las hojas y raíces, sedantes y medicinales. En su mundo, la Passiflora no tenía nada de místico. Era una planta útil, no una metáfora del sufrimiento redentor.

Pero los europeos tenían un talento natural para la simbología retroactiva. Si algo en el Nuevo Mundo parecía hermoso o incomprensible, se le asignaba de inmediato un valor moral. La flor, por tanto, fue declarada prueba de la Providencia: Dios había plantado aquel emblema en América siglos antes para preparar el terreno a la fe cristiana.

Durante un tiempo, los misioneros la usaron como herramienta pedagógica. Mostraban la flor a los indígenas y explicaban, pétalo a pétalo, la historia de la crucifixión. La flor, decían, era un catecismo natural.

El nombre científico Passiflora lo fijó en el siglo XVII un grupo de naturalistas italianos, entre ellos Federico Cesi, fundador de la Accademia dei Lincei, y más tarde, en 1753, Linneo, que conservó el término en una clasificación que creó y que ha sido universalmente aceptada. Ninguno de ellos parecía dudar de la lectura simbólica. Europa, en el fondo, adoraba esas coincidencias entre botánica y religión: era una forma elegante de reconciliar el Jardín del Edén con el Herbario.

La ironía es que el mensaje que los misioneros vieron en la flor decía mucho más sobre ellos que sobre la planta. La Passiflora no representaba el sufrimiento, sino la exuberancia. Era una explosión de simetría y color en una naturaleza que se negaba a ser domesticada. Pero los europeos, que no sabían muy bien cómo interpretar aquella abundancia, la tradujeron en clave de culpa y redención. La flor se convirtió así en un espejo de dos mundos: para los americanos nativos era alimento y medicina; para los europeos, alegoría y sermón.

Aun así, el nombre sobrevivió, y con él la historia. La flor de la pasión sigue llamándose así en todos los idiomas del cristianismo. Pero con el paso del tiempo el sentido teológico se diluyó, y la palabra “pasión” recuperó su acepción más humana. En los jardines modernos, la Passiflora ya no recuerda a los clavos de Cristo, sino al calor de los trópicos. La flor que nació como símbolo de la crucifixión terminó convertida, por pura ironía, en emblema de la sensualidad.

Si uno la observa de cerca, entiende por qué. Sus filamentos son una geometría hipnótica de púrpuras y blancos, su estructura parece diseñada por un relojero místico, y su fruto, el maracuyá, tiene un aroma que no parece pertenecer a este planeta. Es como si la flor se hubiera burlado de siglos de interpretaciones piadosas y hubiera decidido seguir floreciendo por su cuenta, sin pedir permiso a nadie. 

Y sin embargo, algo de aquel viejo impulso misionero persiste. Cada vez que alguien pregunta por qué se llama “flor de la pasión”, repite —sin saberlo— una historia de evangelización, exotismo y asombro. Una historia en la que los europeos creyeron ver a Cristo en una flor americana, y los americanos vieron, simplemente, una flor.

lunes, 20 de octubre de 2025

EL CENTAURO Y EL PERFUMADO

 

Los generales Obregón (primero por la izquierda), Villa y Pershing se reúnen en El Paso, Texas. Inmediatamente detrás de Pershing, a su izquierda, se encuentra su ayudante, el entonces teniente George S. Patton.

En la primavera de 1915 México olía a tierra reseca, pólvora y cansancio. La Revolución llevaba ya cinco años mordiéndose la cola: los antiguos aliados se habían convertido en enemigos, los caudillos en presidentes, los presidentes en fugitivos. Era un país agotado y todavía furioso, lleno de trenes blindados, caballos famélicos y discursos sobre justicia social.

En medio de ese torbellino, dos hombres se dirigían a un encuentro que parecía inevitable: Pancho Villa, el Centauro del Norte, y Álvaro Obregón, el general de Sonora. Uno venía de las montañas y de la pobreza; el otro, de los valles cálidos y de la contabilidad. Se odiaban cordialmente. Y entre ambos, en el llano de Celaya, el destino preparaba su trampa.

Villa llegaba con su División del Norte, el ejército más formidable que había producido la Revolución. Sus hombres eran campesinos, arrieros, ex bandidos, mineros, antiguos soldados federales; una masa indisciplinada pero invencible, o eso creían todos. Villa no era un estratega, pero tenía el genio del movimiento. Entendía el campo de batalla como un caballo entiende el terreno.

En cambio, Obregón era metódico, paciente, un lector de manuales militares y de estadísticas. No creía en la inspiración, sino en la organización. Donde Villa veía la guerra como una tormenta, Obregón la veía como una ecuación.

Antes de Celaya, Villa había barrido todo a su paso. Había derrotado a Huerta, humillado a Carranza y ocupado la capital. Lo aclamaban en todas partes. Su nombre se cantaba en los corridos, su retrato se vendía en las plazas. Creía, hasta ese momento con razón, que era invencible. Y cuando escuchó que Carranza había enviado a Obregón contra él, soltó una carcajada:

—A ese perfumado, voy a enseñarle cómo pelean los hombres.

La palabra le salía con desprecio. Para Villa, Obregón representaba todo lo que él detestaba: la prudencia, el cálculo, la limpieza. Villa era sudor y polvo; Obregón, agua de colonia. Mientras uno recorría el campamento a caballo, gritando órdenes a voz en cuello, el otro pasaba las noches revisando croquis, estudiando informes, calculando distancias.

La primera batalla de Celaya comenzó el 6 de abril. El sol caía sobre la llanura sin piedad. Obregón había levantado un sistema de trincheras, protegido con alambradas y nidos de ametralladoras Maxim, traídas con dificultad desde Veracruz. Villa, confiado, ordenó el ataque frontal.

—¡A ellos, muchachos! ¡No hay quien nos detenga!

Pancho Villa. Foto.

Las columnas de caballería se lanzaron al galope. El suelo tembló bajo los cascos. Pero el estruendo de las ametralladoras detuvo el impulso. Los caballos se alzaban en el aire y caían atravesados por el plomo. Los jinetes se estrellaban contra el alambre y quedaban atrapados, convertidos en siluetas que se retorcían un instante antes de quedar inmóviles.

Los hombres que sobrevivieron contaron que el campo se volvió un hervidero de polvo, humo y gritos. El aire estaba tan cargado que apenas se veía el horizonte.

Obregón, mientras tanto, observaba desde su puesto de mando. Anotaba, corregía, mandaba mensajes por telégrafo. No levantaba la voz. Daba órdenes precisas, con una calma que irritaba a sus oficiales. Había aprendido en los periódicos europeos cómo peleaban los ejércitos modernos: trincheras, ametralladoras, fuego cruzado. «La valentía ya no basta», solía decir.

Villa no entendía eso. Volvió a atacar al día siguiente, y al otro. Cada carga era más desesperada que la anterior. Sus hombres gritaban “¡Viva Villa!” y caían antes de llegar a las líneas enemigas. Cuando por fin se retiró, el campo era un tapiz de cadáveres humanos y animales. Las moscas llegaron antes que los sepultureros. La primera batalla terminó en desastre.

Pero Villa no sabía rendirse. Una semana más tarde, el 13 de abril, regresó con todo lo que le quedaba. La segunda batalla de Celaya fue más larga y sangrienta. Obregón repitió su táctica. Esperó, midió, resistió. Cuando los villistas agotaron las municiones, envió la artillería. Los cañones convirtieron la llanura en un lodazal de fuego.

A los tres días, la División del Norte dejó de existir como fuerza organizada. Los sobrevivientes huyeron descalzos, dejando atrás armas, caballos y esperanzas. Obregón había ganado la guerra moderna. Su victoria fue metódica, impersonal, casi burocrática. En sus partes de guerra escribió con la sequedad de un actuario: «El enemigo ha sido completamente derrotado».

Carranza lo felicitó con un telegrama que comenzaba con la palabra “eficiencia”. Ninguno de los dos mencionó el olor. Pero Celaya olía a hierro, a sangre seca y a muerte reciente.

Villa, en su retirada, se negó a aceptar la derrota. Dijo que lo habían vencido las ametralladoras, no el perfumado. Pero en el fondo lo sabía. En Celaya había perdido algo más que una batalla: había perdido el siglo. Sus métodos, sus cargas gloriosas y su fe en el coraje pertenecían a un tiempo que se había terminado. En adelante, la Revolución tendría generales con relojes de bolsillo y oficinas con archivadores.

Obregón, el “perfumado”, emergió de Celaya convertido en figura nacional. Cinco años después sería presidente. Gobernó con pragmatismo y sin romanticismo. Su perfume, si es que lo usaba, era el del poder recién consolidado.

Villa, en cambio, se volvió leyenda. Se retiró al norte, a su hacienda en Canutillo, donde criaba caballos y recordaba viejas batallas. A veces recibía periodistas extranjeros, que le pedían que contara su versión. Les decía:

—Obregón me ganó porque pelea con el cerebro, y yo con los cojones.

Después sonreía, levantaba la copa y brindaba por los muertos de Celaya.

Aquel contraste —el del cerebro contra el coraje— se quedó grabado en la memoria de México. Obregón representaba el futuro racional, industrial, previsible. Villa, la pasión antigua, el México que aún creía en los héroes y en la palabra empeñada. Entre ambos se dibujó la frontera invisible que divide la leyenda de la administración.

Hoy, más de un siglo después, el campo de Celaya parece inofensivo. Los tractores arán la tierra donde cayeron los caballos. A veces, un campesino encuentra una bala oxidada o una herradura. El aire sigue siendo seco y, al atardecer, el viento levanta remolinos de polvo que parecen fantasmas.

Si uno se detiene un momento y escucha, puede oír todavía el eco de un galope, una ráfaga de ametralladora, una voz que grita “¡Adelante!”.

En las cantinas del norte aún se canta: «Obregón me ganó con mañas, / pero Villa ganó el corazón». Y tal vez sea verdad. Los hombres como Villa pierden las batallas, pero ganan las historias. Los hombres como Obregón ganan los gobiernos.

Y eso —visto desde lejos, o desde el polvo inmortal de Celaya— no siempre es el mejor perfume.