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martes, 2 de diciembre de 2025

FIEBRE PORCINA: UN ENEMIGO ANTIGUO QUE VUELVE POR LOS MÁRGENES DEL BOSQUE

 

Cuando los agentes rurales catalanes encontraron varios jabalíes muertos en el monte, la preocupación saltó de inmediato. No porque la fiebre porcina —frecuente sospechosa en estos casos— afecte a los humanos, que no lo hace en absoluto, sino porque el virus que la provoca es capaz de arrasar una cabaña porcina entera con la misma eficacia con la que un incendio devora un pajar seco. Los jabalíes son, en este escenario, el equivalente a mensajeros involuntarios que anuncian que algo serio se mueve en el ecosistema.

Un virus centenario con dos caras

La llamada “fiebre porcina” puede referirse a dos enfermedades distintas: la peste porcina clásica (PPC) y la peste porcina africana (PPA). Aunque comparten nombre, síntomas y consecuencias devastadoras, son virus completamente diferentes. A efectos prácticos, cuando en Europa se habla de brotes en jabalíes en el siglo XXI, se habla casi siempre de peste porcina africana, la más agresiva, resistente y difícil de erradicar.

Una micrografía electrónica de una partícula del virus de la peste porcina africana. Foto de Kati Franzke, Instituto Friedrich Loeffler

El virus de la peste porcina africana (PPA) fue descrito por primera vez en 1921 por el veterinario británico Robert Montgomery, que trabajaba en Kenia bajo la administración colonial. Allí observó una enfermedad fulminante que afectaba tanto a cerdos domésticos como a jabalíes africanos, aunque estos últimos, sorprendentemente, apenas mostraban síntomas. Era un virus nativo de la fauna salvaje africana y había evolucionado durante milenios sin causar estragos entre los suidos autóctonos. Los problemas empezaron cuando el cerdo europeo entró en escena: para él, sin defensas naturales, el virus era pura dinamita.

Mientras que la PPC se extendió por el mundo en el siglo XIX pudo controlarse gracias a vacunas eficaces, la PPA no tiene vacuna ni tratamiento específico. Es un virus ADN grande, extraordinariamente complejo, capaz de sobrevivir semanas en cadáveres, meses en jamones crudos o embutidos e incluso años en carne congelada. Su tenacidad es legendaria.

La expansión silenciosa

Durante décadas, el virus quedó confinado a África subsahariana, salvo un episodio inquietante en la Península Ibérica. En 1957, llegó a Portugal probablemente en restos de comida de aviones procedentes de Angola. En menos de un año saltó a España. Costó 36 años, innumerables sacrificios y un esfuerzo sanitario sin precedentes erradicarlo: España fue declarada libre de PPA en 1995.

Ese éxito, sin embargo, fue efímero en la escala global. En 2007, el virus reapareció a las puertas de la Unión Europea: un brote en Georgia, originado por restos de comida infectada desechada en el puerto de Poti, se extendió rápidamente por el Cáucaso, Rusia, Bielorrusia y Ucrania. En 2014 llegó a Polonia y los países bálticos, infectando poblaciones de jabalíes cada vez mayores. En 2018 dio un salto gigantesco hasta China, donde provocó la mayor crisis porcina documentada, con la pérdida de más del 40% del censo.

Descomposición típica de un cadáver de jabalí colocado en un bosque con suelo húmedo y dosel cerrado en el verano de 2020. Estado de descomposición tras el despliegue: (a) hinchado (7 días); (b) post-hinchado (14 días); (c) restos secos (42 días). Foto

Hoy, la PPA está presente en diversos puntos de Europa. España había logrado mantenerse libre, pero la aparición de jabalíes muertos en Cataluña obliga a reforzar la vigilancia. Basta un solo contagio en una explotación para que la normativa obligue a sacrificar a todos los animales y bloquear el comercio.

Cómo actúa el virus en los animales

La PPA es, ante todo, rápida y letal. Tras un periodo de incubación de 3 a 15 días, los cerdos infectados desarrollan: fiebre alta, apatía y pérdida de apetito, hemorragias en piel y órganos, problemas respiratorios, vómitos y diarrea sanguinolenta.

La mortalidad puede alcanzar el 100 % en las cepas más virulentas. En jabalíes, el proceso suele ser igual de fulminante. Su comportamiento natural —movimiento nocturno, amplios territorios, contacto con zonas agrícolas y basureros— facilita además que actúen como vehículo ecológico del virus. Allí donde muere un jabalí infectado, queda un foco persistente que puede contagiar a otros animales durante semanas.

Rutas de transmisión del virus de la PPA, incluyendo el contacto directo e indirecto con animales infecciosos, sus productos, excreciones/secreciones y/o sangre, canales, diversos fómites contaminados y vectores biológicos, Imagen.

En su forma más agresiva, la enfermedad avanza tan deprisa que a veces los animales aparecen muertos sin haber mostrado apenas síntomas externos.

¿Podemos contagiarnos los humanos?

No. Ninguno de los virus de la fiebre porcina —ni la clásica ni la africana— afecta a las personas. No se transmite por carne manipulada ni por contacto con animales enfermos. El problema es exclusivamente económico, ecológico y sanitario dentro del mundo porcino.

Un tratamiento imposible, una contención difícil. A falta de vacuna efectiva, la única “cura” es evitar que el virus llegue a los cerdos domésticos. Esto se articula en tres ejes:

1. Bioseguridad en las granjas

Las explotaciones deben funcionar casi como laboratorios con controles estrictos de entrada y salida, desinfección de vehículos, botas y utensilios, prohibición de restos de comida exterior, aislamiento de animales recién introducidos, ausencia total de contacto con fauna salvaje. Una sola grieta en estos controles puede ser fatal.

2. Control de poblaciones de jabalí

Los jabalíes europeos han aumentado notablemente en número y en presencia cerca de zonas urbanas y agrícolas. Controlar su población y reducir el contacto entre granjas y fauna silvestre es crucial. También lo es gestionar correctamente los cadáveres encontrados: deben recogerse, analizarse y eliminarse con rapidez para evitar contagios.

3. Vigilancia epidemiológica y sacrificio sanitario

Cuando se confirma un caso, se activa un protocolo duro pero necesario: declaración de zona infectada, inmovilización de animales, rastreo de movimientos y contactos, sacrificio de la explotación afectada y limpieza y desinfección intensiva. Estas medidas, dolorosas para los ganaderos, son la única manera probada de frenar la extensión.

La importancia de detectar jabalíes muertos

Encontrar jabalíes muertos no es solo un detalle macabro del bosque: es el sistema de alarma de una enfermedad que, si entra en una granja, paraliza exportaciones, destruye el sustento de cientos de familias y puede tardar años en erradicarse.

En Cataluña —como ocurrió antes en Bélgica o Alemania— los servicios veterinarios actúan bajo el principio de “detección precoz = brote controlado”. Cuanto antes se localice un foco, menor es la zona afectada y más eficaz el cordón sanitario.

Una batalla de larga duración

La fiebre porcina africana viene a recordarnos que las enfermedades animales no entienden de fronteras, y de que la interacción entre fauna salvaje, ganadería intensiva y comercio global puede desencadenar crisis de alcance continental. Su historia comienza hace un siglo en los valles africanos, continúa hoy en los bosques europeos y se cuela en titulares cada vez que aparece un jabalí muerto en circunstancias sospechosas.

La ciencia trabaja en vacunas prometedoras, algunas ya en fase avanzada, pero el virus es complejo y escurridizo. Hasta que exista una solución definitiva, solo queda la prevención, la vigilancia y la rápida reacción.

Mientras tanto, el hallazgo de jabalíes muertos en Cataluña no debe desatar alarmismo entre la población general —no hay riesgo para las personas—, pero sí exige prudencia y seriedad en el manejo de animales y productos porcinos. Para la cabaña porcina española, una de las más importantes del mundo, el enemigo no es visible a simple vista, pero sus consecuencias sí pueden notarse durante años.

lunes, 1 de diciembre de 2025

LA DOBLE VIDA DE LA AUTORA DE MUJERCITAS

 

Supongo que conocen una de esas pequeñas maravillas de Roma, la llamada perspectiva de Borromini, en el palacio Spada. No les desvelo nada, pues hay que verla o no te lo crees, si les digo que es una galería de arcos que parece muy larga y que mide 35 metros, cuando en realidad no llega a los nueve. Es un trampantojo, una ilusión, cuyo mensaje es que no todo es lo que parece, que la vida es un juego, la realidad es un engaño, los bienes materiales no son tan grandes y cosas así. Bueno, pues apliquen esto a la doble perspectiva que, como escritora, guardó Louise May Alcott.

La casa de los Alcott en Concord es uno de esos lugares donde los escolares hacen cola para fotografiarse sonriendo, como si en el porche pudiera oírse todavía el eco de las risas de Meg, Jo, Beth y Amy. El guía turístico, que lo ha contado mil veces, explica que Mujercitas fue escrita en ese cuarto de arriba, en un escritorio diminuto, durante un verano caluroso y con más prisas que inspiración.

Los visitantes asienten, compran un imán de nevera, hojean una edición con ilustraciones victorianas y se van convencidos de que Louisa May Alcott fue una escritora amable, hogareña, casi maternal. Ninguna de esas cosas es del todo cierta. La Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue alguien que tuvo que pelearse con su época para que la dejaran ser escritora. Y cuando por fin la dejaron, hizo algo todavía más impropio: escribió lo que le dio la gana, incluso lo que nadie debía escribir.

Nació en 1832, hija de un filósofo trascendentalista que fracasó en casi todo excepto en producir frases altisonantes. Bronson Alcott era vegano, pacifista, visionario educativo, utopista profesional… y tan poco práctico que la familia vivió la mayor parte del tiempo en la precariedad más absoluta. La madre, Abigail, era el verdadero sostén de la casa: una mujer inteligente y combativa, activista abolicionista, que sacó adelante a cuatro hijas mientras su marido perseguía perfecciones abstractas.

Louisa tuvo que enfrentarse a una vida nómada (se mudaron treinta veces en treinta años) y, desde muy pequeña, tuvo que trabajar para poder mantener a su familia, quienes acababan en bancarrota tras cada idea revolucionaria del padre (como la Temple School o Fruitlands, una comunidad utópica). La muchacha creció entre charlas sobre moral universal y facturas sin pagar, un entorno ideal para aprender dos lecciones: que la bondad no alimenta a nadie y que escribir podía ser, con suerte, un trabajo.

Concord era por entonces un pequeño hervidero intelectual: Thoreau, Emerson, Hawthorne… un vecindario de celebridades literarias. La pequeña Louisa los observaba con mezcla de curiosidad y fastidio, consciente de que los grandes hombres hablaban mucho, pero solían dejar las tareas urgentes a las mujeres. Ella prefería salir a correr, trepar por los árboles, inventar historias de aventuras y hacer lo que más tarde definiría como “trabajos de chico”, una expresión que usaba sin ironía, como quien constata que la diversión siempre parece estar al otro lado de la frontera social.

La vida no fue amable con los Alcott y Louisa empezó temprano a ganarse el pan. Hizo de institutriz, costurera, criada, maestra… cualquier oficio que permitiera llevar algo de dinero a casa. En los ratos libres escribía cuentos, poemas, piezas teatrales, relatos sensacionalistas para revistas baratas. Firmaba lo que podía vender y escondía lo que sabía que no gustaba. A los treinta años tenía ya una doble vida literaria perfectamente establecida.

Bajo su nombre real escribía obras respetables y relatos morales. Bajo el seudónimo de A. M. Barnard, en cambio, se permitía una libertad casi escandalosa: pasiones ilícitas, venganzas femeninas, violencia doméstica, adulterios, incestos insinuados, heroínas manipuladoras y una visión del matrimonio como tranvía averiado que uno toma por necesidad, no por romanticismo. Para la época, aquello era dinamita. El hecho de que hoy casi nadie lo recuerde dice mucho de cómo se construyen las reputaciones literarias: a base de seleccionar la parte de una vida que encaja con la postal.

Durante la Guerra de Secesión, Louisa se ofreció como enfermera voluntaria en un hospital de Washington. En sus memorias de guerra —que pocos leen— describe jornadas agotadoras, infecciones, amputaciones y una epidemia de tifus que estuvo a punto de matarla. No murió, pero quedó con secuelas crónicas y con la convicción de que el heroísmo es un concepto sobrevalorado. A su regreso publicó Escenas de hospital, un libro breve y seco, sin sentimentalismos, que tuvo una recepción discreta. Nadie imaginaba que la misma mujer que describía con naturalidad la muerte y la miseria acabaría escribiendo una novela que sería lectura obligatoria en colegios, clubs de lectura y sociedades literarias de señoras.

El encargo llegó casi por accidente. Su editor, convencido de que lo que vendía eran libros “para chicas”, le pidió algo así como una historia edificante para señoritas. Alcott puso mala cara; prefería escribir aventuras, sátiras, incluso melodramas sangrientos. Pero necesitaba dinero —su familia siempre necesitaba dinero— y aceptó. En unas semanas redactó Mujercitas. Lo hizo con prisa, sin esperar demasiado, modelando a las cuatro hermanas March a partir de ella misma y de sus tres hermanas. El libro fue un éxito inmediato. Las ventas se multiplicaron, las niñas americanas copiaban las frases de Jo, y Louisa se encontró atrapada en una ironía peligrosa: lo que había escrito por obligación se convirtió en su obra definitiva, mientras lo que escribía por placer quedaba relegado a cajones.

El éxito tuvo consecuencias. Llegaron las traducciones, las secuelas, las visitas de admiradoras, las opiniones morales sobre si Amy debía casarse con Laurie o no, las interpretaciones alegóricas, las versiones ilustradas. La Alcott sobrevivió como pudo. Daba entrevistas, posaba para fotógrafos, sonreía ante las cartas de niñas que la llamaban “tía Louisa”, mientras en privado seguía cultivando su vena más sombría. Tras la máscara o A Long Fatal Love Chase (Una larga y fatal persecución amorosa; no ha sido traducida oficialmente al español. Esa ausencia resulta llamativa, porque esta obra es considerada por muchos estudiosos una de las obras más atrevidas y subversivas de Alcott/Barnard, por lo que su invisibilidad en el mercado hispanohablante dice mucho sobre la historia de lo que se traduce y lo que no de las mujeres escritoras del siglo XIX) son hoy obras recuperadas y estudiadas, pero durante décadas flotaron en una especie de limbo editorial, como si la sociedad necesitara mantener a la autora dentro de un molde que ella nunca aceptó del todo.

Su compromiso político era otro aspecto que el canon prefería pasar por alto. Louisa se declaró abiertamente abolicionista, colaboró con círculos sufragistas, dio discursos sobre igualdad de derechos y fue la primera mujer que se registró para votar en Concord, en las elecciones escolares de 1880. Sabía que era un acto simbólico, casi un gesto, pero lo hizo con la misma determinación que ponía en sus historias de mujeres que toman decisiones audaces. Dejó constancia escrita de algo que todavía hoy suena moderno: que la independencia económica era el primer paso para cualquier libertad femenina.

La salud no la acompañó. Arrastró durante décadas los efectos del tifus contraído en la guerra —aunque algunos médicos modernos sospechan que pudo padecer intoxicación por mercurio, usado entonces en los tratamientos— y pasó sus últimos años cuidando de sus padres, escribiendo cuando podía y rechazando propuestas de matrimonio con una constancia que habría escandalizado a las damas más tradicionales. Murió en 1888, a los 55 años, dos días después de la muerte de su padre. La cronología parece escrita con una ironía trágica: Bronson se dedicó toda la vida a educar de forma ejemplar a sus hijas, pero fue Louisa quien sostuvo a la familia con su trabajo, su ingenio y sus libros.

Hoy, cuando se habla de ella, Mujercitas sigue ocupándolo todo, como un globo aerostático demasiado grande. Las versiones cinematográficas se suceden, cada década con su propia lectura moral; las jóvenes actrices declaran que Jo March cambió su vida; y miles de lectoras siguen encontrando en los afectos familiares un refugio atemporal. Pero basta rascar un poco para descubrir a otra Alcott: la que escribía bajo seudónimo historias feroces, la que aborrecía la domesticación literaria, la que no veía contradicción entre la ternura y la rabia.

En Concord, en esa casa convertida hoy en museo, la habitación donde escribió Mujercitas tiene un aire recogido, casi devoto. Pero si uno se fija bien, el pequeño escritorio inclinado parece más bien una mesa de campaña: una trinchera donde una mujer inteligente, impaciente y mal pagada tecleó lo que necesitaba para sobrevivir.

Y en las estanterías, entre ediciones florales del libro, a veces se cuela un volumen oscuro firmado por A. M. Barnard, como un guiño involuntario de quien nunca quiso ser solo la tía amable de la literatura juvenil. Louisa May Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue una narradora que entendió antes que nadie algo esencial: que las mujeres también tenían derecho a contar sus secretos, por íntimos que fueran.

domingo, 30 de noviembre de 2025

CUANDO HOLLYWOOD SE PUSO LA SOTANA (Y LA LITERATURA DECIDIÓ DIVERTIRSE)

 

Durante casi cuarenta años, Hollywood vivió bajo un extraño régimen teocrático que no necesitó sotanas ni incensarios, pero que olía a sacristía. Era el Código Hays, una colección de mandamientos morales redactados en 1930 que prohibían el adulterio demasiado alegre, los besos demasiado largos y, si era posible, las piernas demasiado visibles. También prohibía las insinuaciones entre personas del mismo sexo, las críticas al clero, los criminales simpáticos y las mujeres que parecían disfrutar del sexo, una categoría sorprendentemente amplia para los censores.

El cine, claro, obedeció. Nunca ha sido una industria famosa por su espíritu insumiso. Pero mientras en Hollywood se recortaban faldas y se medían besos con cronómetro, la literatura norteamericana asistía al espectáculo con una mezcla de incredulidad y una pizca de satisfacción maliciosa. Era como ver a un primo famoso meterse en un lío moralista ante millones de espectadores. La literatura, en cambio, seguía a lo suyo: fumando, bebiendo y hablando de cosas impropias.

De repente, y casi sin proponérselo, los escritores se encontraron con un territorio liberado. El Código Hays, que pretendía sanear el entretenimiento, acabó convirtiendo a la novela en el lugar donde se podía contar lo que todo el mundo sabía que ocurría. El sexo, la violencia, el racismo, la corrupción, incluso el aburrimiento conyugal: todas esas cosas que el cine escondía bajo alfombras de terciopelo encontraban en las páginas impresas un hogar confortable.

En los años treinta y cuarenta, mientras Humphrey Bogart resolvía crímenes sin despeinarse y las mujeres fatales se conformaban con ser sugerentes sin llegar a la tentación, novelistas como Faulkner, Steinbeck o Dos Passos escribían sobre pueblos hundidos, mujeres desesperadas, hombres sin épica y pecados sin redención. Era como si el cine se vistiera de domingo y la novela saliera en camiseta y con ojeras. Y, naturalmente, todos querían saber qué pasaba en la casa de los ojerosos.

El fenómeno tuvo un efecto secundario delicioso: las novelas que Hollywood no podía filmar se convirtieron en armas de prestigio. Ahí está Tobacco Road, de Erskine Caldwell, un libro tan descarnado que la adaptación cinematográfica acabó pareciendo un folleto turístico del Sur profundo. O las novelas de James M. Cain, donde la gente se mataba o se acostaba sin perder tiempo en alegorías. Hollywood las filmaba como podía, y lo que podía casi siempre era poco.

Ese contraste —el libro crudo y la película puritana— convirtió a la novela en un territorio donde reinaba algo parecido a la honestidad moral. Y ya se sabe: cuando una sociedad quiere saber la verdad, a veces termina leyendo. La ironía es que muchos escritores, conscientes de que Hollywood era la gran chequera nacional, empezaron a escribir con el ojo puesto en los estudios. Surgió entonces una especie de literatura esquizofrénica:

– por un lado, tramas adultas, llenas de esa mugre humana que hace interesante a la ficción;

– por otro, suficientemente ambiguas como para que los guionistas pudieran podarlas sin que el argumento se desmoronase por completo.

Raymond Chandler, siempre tan elegante, dominó esa técnica como un cirujano. Sus novelas eran laberintos llenos de sexo y violencia que Hollywood convertía en laberintos llenos de humo y diálogos ingeniosos. A veces las películas eran tan limpias que ya no se entendía quién mató a quién, pero eso tampoco parecía preocupar a nadie.

Y mientras en los cines se purificaban almas, en los quioscos proliferaban los pulp magazines: literatura barata, repleta de crímenes sudorosos, mujeres demasiado listas y hombres demasiado torpes. Muchos de esos relatos habrían sido ilegales en la pantalla, pero en la letra impresa encontraban una especie de exilio feliz. Fue un florecimiento literario por expulsión: todo lo que no cabía en el cine buscó refugio en páginas mal impresas y portadas estridentes.

Incluso las novelas queer —esas historias en las que nadie se atrevía a decir la palabra “amor” pero todos sabían que estaba ahí— se convirtieron en un mundo propio, gozoso y clandestino. Hollywood no podía tocarlas; la literatura, sí.

El resultado fue paradójico: el Código Hays, concebido para moralizar la cultura, terminó elevando la literatura a un papel inesperado. La convirtió, sin querer, en la voz adulta de un país que fingía ser más casto de lo que era. Hizo de la novela el lugar donde se hablaba de la vida tal cual es, con sus sombras y sus pecados, mientras el cine se refugiaba en sus atardeceres románticos y sus finales ejemplares.

Cuando el código cayó en los años sesenta —aplastado por la realidad, por el hartazgo y por el hecho de que ya nadie creía esas ficciones de moral victoriana—, Hollywood corrió a recuperar el tiempo perdido. Empezó a adaptar, casi con ansia, todas aquellas novelas que antes eran impensables: La naranja mecánica, A sangre fría, Alguien voló sobre el nido del cuco. De repente, la pantalla descubrió que el mundo era más grande, turbio e interesante de lo que sus antiguos guardianes habían permitido.

Hoy, cuando uno mira atrás, da la sensación de que el Código Hays no encogió la literatura, sino que la engrandeció. Obligó al cine a comportarse como un adulto que vive aún con sus padres y tiene que esconder sus revistas, mientras los escritores paseaban por la acera de enfrente con una libertad insolente.

No es la primera vez —ni será la última— que la censura genera efectos contrarios a los previstos. En aquel caso, la moral vino a salvar al cine de sus pecados, pero al final fue la literatura quien se llevó el botín: más lectores, más temas, más ambición y una saludable alergia al puritanismo. 

Y uno imagina a Faulkner o a Steinbeck, sentados en algún porche de madera, brindando por aquel reglamento absurdo que pretendió cerrarles la boca… y acabó regalándoles el micrófono.

martes, 25 de noviembre de 2025

SMEDLEY D. BUTLER, A REPENTANT GENERAL

 The flag follows the dollar, and the soldiers follow the flag—Major General Smedley D. Butler

Sometimes we are so confused that we no longer know where the truth of our dreams ends and the lies of our life begin. Smedley D. Butler’s case is not unique: he was one of those who dedicate their life to the military without disowning their past, but who later change course when they realize that ideas, like time itself, evolve.

On page 18 of a priceless book (Por el bien del Imperio, 2011), the historian Josep Fontana recalled one of the most lucid works ever written about the Cold War —Washington Rules: America’s Path to Permanent War (Metropolitan Books, 2010)— by Andrew Bacevich, a U.S. Army colonel who, after being stationed in Eastern Europe following the fall of the Berlin Wall and seeing for himself the miserable state of the “enemy” world against which he had fought, “began to wonder whether the truths he had accumulated over the previous twenty-three years as a professional soldier —especially truths about the Cold War and U.S. foreign policy— might not be entirely true.”

That reflection by Bacevich, which I rediscovered in a summer rereading of Fontana’s book, immediately brought to mind the most famous case of a soldier turned antimilitarist and pacifist leader: Smedley Darlington Butler, Major General of the U.S. Marine Corps. He was the youngest captain and the most decorated military officer in the nation’s history, one of only two Marines ever awarded two Medals of Honor for combat heroism. Until his death in 1940, he remained the most popular officer among the troops —a general with a farmer’s face and a preacher’s voice.

Butler took part in nearly every war that defined the American imperial century: in Cuba during the Spanish-American War; in the Philippines during the Philippine-American War; in China during the Boxer Rebellion; in the Banana Wars of Honduras and Nicaragua; in the seizure of Veracruz, Mexico, where he received his first Medal of Honor; in the occupation of Haiti, where he earned the second; in the First World War, and later again in China. Were there a list of the most distinguished American soldiers on the battlefield, Butler’s name would be near the top.

But he was also the first to pull the curtain aside. In Connecticut, on August 21, 1931, General Butler gave a startling speech denouncing the imperialist character of America’s foreign interventions. This was part of what he said:

“I spent thirty-three years and four months in active military service as a member of the most efficient fighting force in our nation —the Marine Corps. I served in all commissioned ranks from second lieutenant to major general... During that period I spent most of my time being a high-class muscle man for Big Business, for Wall Street, and for the bankers... In short, I was a racketeer, a gangster for capitalism [...] In 1924 I helped make Mexico, and especially Tampico, safe for American oil interests. I helped make Haiti and Cuba a decent place for the National City Bank boys to collect revenues. I helped in the raping of half a dozen Central American republics for Wall Street. [...] I was rewarded with honors, medals, and promotions. But when I look back on it, I feel I could have given Al Capone a few hints. He operated his racket in three districts of one city. I operated on three continents. The flag follows the dollar, and the soldiers follow the flag.”

After examining his own military career, Butler denounced the enrichment of the arms suppliers —a theme that President Eisenhower would later echo when warning of the military-industrial complex. Butler became a champion of the pacifist movement and spent years touring the country, giving speeches to veterans and civic groups.

In 1935, Round Table Press published War Is a Racket, the book in which Butler condensed his self-criticism with disarming lucidity. He exposed the plunder that the government inflicted on its own soldiers, the profits of the munitions makers who sold to both sides during World War I, and proposed that U.S. armed forces should be used solely for the defense of national territory. He suggested restricting naval operations to 200 miles and air operations to 500 miles off the American coast and requiring any offensive war to be approved through a plebiscite limited to those eligible for the draft.

It was a naïve proposal, yes —but also a brave one: an attempt to return the decision of war to those who would fight it, not to those who would profit from it.

Yet the episode that sealed his legend did not unfold on the battlefield or in a lecture hall, but in the corridors of Congress. In 1933, a group of powerful businessmen —including figures connected to J.P. Morgan, DuPont, and General Motors— approached Butler to offer him command of a private army of half a million veterans. The plan, later known as the Business Plot or Wall Street Putsch, aimed to overthrow President Franklin D. Roosevelt and install a corporate regime modeled on Mussolini’s Italy.

They wanted a patriotic dictator, a military hero with popular appeal who could halt the New Deal and return the country to the hands of big business. Believing Butler to be a man they could control, they misjudged him completely. He listened, feigned interest, and then turned them in.

Butler testified before the McCormack–Dickstein Committee of the House of Representatives, describing the details of the conspiracy with names and numbers. The committee confirmed that contacts and plans had indeed existed, though the matter was quietly buried. The coup never materialized, but the seed of suspicion took root: that patriotism in America could serve both to free nations and to enslave them; both to defend democracy and to strangle it.

Butler was called paranoid, a communist, a traitor. He answered with the calm of a man who no longer had anything to lose:

“I would rather be called a traitor to my class than a traitor to my country.”

He continued writing and lecturing until his death in 1940, at his home in Pennsylvania, with his uniform hanging in the closet and his conscience finally at rest. He had been the most decorated soldier in the nation and ended up as its most inconvenient conscience.

Some say Butler repented too late. But perhaps, as Bacevich suggests, the truth lies not in repentance but in revelation. Butler discovered that the enemy was not always across the ocean. Sometimes, he was right at home —smiling from the boardroom.

SMEDLEY D. BUTLER, UN GENERAL ARREPENTIDO

 

"La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera". El Mayor General Smedley D. Butler, autor de la frase entrecomillada, animando en un partido de fútbol entre excombatientes y marines, en 1930.

A veces ocurre que estamos tan confundidos que no sabemos muy bien dónde termina la verdad de nuestros sueños y comienzan las mentiras de nuestra vida. El de Smedley D. Butler no es el único caso en el que alguien que ha dedicado su vida a la milicia no abomina de su pasado, pero rectifica cuando se da cuenta de que las ideas, como el tiempo, mutan.

En la página 18 de un libro impagable (Por el bien del Imperio, Pasado & Presente, 2011), el historiador Josep Fontana recordaba uno de los libros más lúcidos acerca de la Guerra Fría —Washington Rules. America’s Path to Permanent War (Metropolitan Books, 2010)—, escrito por Andrew Bacevich, un coronel de los Estados Unidos que, cuando pasó a la zona oriental tras la caída del muro de Berlín y vio con sus propios ojos cuál era el lamentable estado del mundo enemigo contra el que había luchado: «comenzó a pensar en la posibilidad de que las verdades que había ido acumulando durante los veintitrés años anteriores como soldado profesional —especialmente verdades sobre la Guerra Fría y la política exterior de Estados Unidos— podían no ser del todo verdaderas».

La cita de Bacevich, obtenida en la relectura veraniega del libro de Fontana, la he asociado inmediatamente con el caso más sonado de militar devenido en antimilitarista y líder pacifista: el de Smedley Darlington Butler, Mayor General del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos. Fue el capitán más joven y el militar más condecorado en la historia del país, uno de los dos únicos marines en recibir por heroísmo en combate dos Medallas de Honor del Congreso. Hasta su muerte, en 1940, fue también el oficial más querido por las tropas, un general con rostro de granjero y verbo de predicador.


Butler participó en casi todas las guerras que definieron la expansión imperial de Estados Unidos: en Cuba durante la guerra contra España; en las Filipinas, durante la guerra Filipino-estadounidense; en China, sofocando la rebelión de los bóxers; en las guerras bananeras en Honduras y Nicaragua; en la toma de Veracruz, México, donde obtuvo su primera Medalla de Honor; en la ocupación de Haití, donde obtuvo la segunda; en la Primera Guerra Mundial y, más tarde, otra vez en China. Si se elaborara una lista de los militares estadounidenses más distinguidos en los campos de batalla, Butler ocuparía uno de los primeros lugares.

Pero también sería el primero en tirar de la manta. En Connecticut, el 21 de agosto de 1931, el general Butler pronunció un sorprendente discurso en el que denunció el carácter imperialista de las intervenciones en el extranjero de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Esta fue parte de su alocución:

«Pasé treinta y tres años y cuatro meses en el servicio activo como miembro de la fuerza militar más eficaz de nuestra nación, la Infantería de Marina. Presté mis servicios en todos los rangos de la oficialidad, desde subteniente hasta mayor general… Durante ese periodo dediqué la mayor parte de mi tiempo a ser un gánster de primera categoría al servicio de las grandes empresas, de Wall Street y de los banqueros… En pocas palabras, fui un chantajista, un matón, un pistolero a las órdenes del capitalismo…

En 1924 ayudé a hacer que México, y especialmente Tampico, quedaran asegurados para los intereses petroleros estadounidenses. Colaboré a hacer de Haití y Cuba lugares apropiados para que los muchachos del National City Bank pudieran obtener sus ingresos. Ayudé a violar a media docena de repúblicas centroamericanas en beneficio de Wall Street. [...]

Fui premiado con honores, medallas y ascensos. Pero cuando miro hacia atrás considero que podría haber dado algunas sugerencias a Al Capone. Él, como gánster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como Marine, operé en tres continentes. La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera».

Tras analizar su propia experiencia militar, Butler denunció el enriquecimiento de los proveedores de las fuerzas armadas, tema que un cuarto de siglo después retomaría el presidente Eisenhower cuando, al final de su segundo mandato, alertó sobre el poder corrosivo del que llamó “complejo militar-industrial”. Butler se convirtió en un campeón del movimiento pacifista y recorrió el país dando conferencias.

En 1935, la editorial Round Table Press publicó War is a Racket (La guerra es una estafa), el libro en el que Butler resumió su autocrítica con una lucidez extraordinaria. Denunció el latrocinio que el Gobierno ejercía sobre sus propios soldados, el negocio de los fabricantes de municiones y equipos que vendían a ambos bandos durante la Primera Guerra Mundial, y propuso que las fuerzas armadas estadounidenses sólo pudieran intervenir en defensa del territorio nacional. Para ello sugería limitar la acción de la Marina a 200 millas y la de la Aviación a 500 millas desde la costa, y someter toda guerra ofensiva a un plebiscito en el que solo pudieran votar los llamados a empuñar las armas.

Fue una propuesta ingenua, sí, pero también heroica: un intento de devolver la guerra a quienes la sufren, y no a quienes la financian. Sin embargo, el episodio que consolidó su leyenda no se libró en los campos de batalla ni en los auditorios, sino en los pasillos del Congreso. En 1933, un grupo de poderosos empresarios —entre ellos figuras vinculadas a J.P. Morgan, DuPont y General Motors— contactó con Butler para ofrecerle el mando de una milicia privada de medio millón de veteranos. El plan, que pasaría a la historia como el Business Plot o Wall Street Putsch, pretendía derrocar al presidente Franklin D. Roosevelt e instaurar un régimen corporativo al estilo de Mussolini.

Querían un dictador patriota, un militar con carisma popular que contuviera el New Deal y devolviera el país a las manos de los grandes intereses. Butler, al que creían un hombre manipulable, los escuchó con aparente interés y luego los denunció. Compareció ante el Comité McCormack-Dickstein de la Cámara de Representantes y relató los detalles del complot con nombres y cifras.

El comité corroboró que los contactos existieron, aunque el asunto fue discretamente silenciado. El golpe nunca se materializó, pero la semilla de la sospecha germinó: que el patriotismo, en los Estados Unidos, podía servir tanto para liberar pueblos como para esclavizarlos; tanto para defender la democracia como para sofocarla.

A Butler lo llamaron paranoico, comunista, traidor. Él respondió con la serenidad de quien ya no tiene nada que perder: «Prefiero que me llamen traidor a mi clase antes que traidor a mi país».

Siguió escribiendo y dando conferencias hasta su muerte, en 1940, en su casa de Pensilvania, con el uniforme colgado en el armario y el alma en paz. Había sido el soldado más condecorado de su nación y terminó siendo su conciencia más incómoda.

Hay quienes creen que Butler se arrepintió tarde. Pero quizá, como sugiere Bacevich, la verdad no está tanto en el arrepentimiento como en el descubrimiento. Butler descubrió que el enemigo no estaba siempre al otro lado del mar. A veces estaba en casa, sonriendo desde un consejo de administración.

domingo, 23 de noviembre de 2025

EL NAVEGADOR INVISIBLE DE LAS PALOMAS


Si uno quisiera escribir la biografía de un animal injustamente infravalorado, bastaría con empezar por la paloma. Cualquier paloma. Da igual que sea una mensajera entrenada o la que se pasea por la terraza de una cafetería con el aire indiferente de quien no paga impuestos. Durante siglos, la humanidad ha recurrido a ellas para llevar mensajes, para estudiar la navegación animal e incluso —hay documentos que lo confirman— para investigar técnicas primitivas de fotografía aérea. Y, sin embargo, seguimos sin entender del todo cómo demonios encuentran su camino.

En 1882, el zoólogo Camille Viguier especuló que las aves y otros vertebrados se orientaban gracias al campo magnético terrestre, algo que ningún animal sabía hacer en aquel entonces. Propuso que el campo induciría pequeñas corrientes eléctricas en el líquido de sus oídos internos, revelando la dirección como la aguja de una brújula. El trabajo de Viguier cayó en el olvido, pero resulta que estaba en lo cierto.

En los años transcurridos desde la muerte de Viguier, los investigadores han descubierto que algunos animales pueden detectar el campo magnético terrestre —un proceso llamado magnetorrecepción— y utilizarlo para orientarse. Sin embargo, otros mecanismos han dominado las explicaciones de este misterioso sentido.

Ahora, un equipo ha encontrado respaldo a la propuesta original de Viguier: el pasado 20 de noviembre, un artículo publicado en Science ha añadido una nueva capa a este misterio, una capa tan interesante como cuidadosamente descrita: un conjunto de células sensoriales en el oído interno que podrían, solo podrían, ayudar a las palomas a detectar el campo magnético de la Tierra. No es una confirmación definitiva, pero sí un paso significativo en una cuestión que lleva inquietando a biólogos, físicos y hasta a algún poeta desde finales del siglo XIX.

El problema es antiguo y, a la vez, desconcertante en su sencillez: ¿Cómo logra un animal con cerebro del tamaño de una nuez —y no de las grandes— volver a su refugio desde cientos de kilómetros de distancia sin ningún mapa, sin GPS y sin leer señales de tráfico?

La teoría clásica afirmaba que las palomas utilizaban el sol como guía y es verdad que lo hacen. Otras investigaciones de finales del siglo XXdemostraron que también recurren al olfato: detectan gradientes de olores regionales como si fuesen sabuesos con alas. Pero ninguna de esas explicaciones, ni juntas ni por separado, era capaz de explicar casos documentados de palomas que regresaban a casa desde lugares completamente desconocidos o tras haber sido transportadas dentro de cajas selladas.

De ahí la sospecha —muy persistente— de que las aves poseen algún tipo de receptor magnético, una brújula biológica que les permite orientarse con respecto al campo magnético terrestre. El problema es que llevamos buscándolo medio siglo sin encontrarlo.

Hubo épocas de entusiasmo desbordado. En los años 2000, una corriente de investigación defendía que la clave estaba en el pico: pequeñas acumulaciones de magnetita, diminutas partículas ferrosas que actuarían como agujas de brújula microscópicas. La idea parecía brillante. Hasta que un grupo de investigadores demostró que las famosas “células magnéticas” no eran neuronas, ni sensores, ni nada parecido: eran macrófagos, células del sistema inmunitario dedicadas básicamente a comerse cosas que no deben estar ahí. El misterio volvía a cero.

Otra hipótesis apuntaba a la retina: un conjunto de moléculas sensibles a campos magnéticos que, en teoría, permitirían a las aves “ver” el magnetismo como un patrón visual. El problema era que nadie conseguía demostrar más allá de toda duda que aquello funcionara fuera del laboratorio o que fuera lo bastante preciso como para guiar a una paloma de Madrid a Barcelona. En ese contexto de teorías interrumpidas, aparece el nuevo estudio publicado por Science.

No es una respuesta definitiva —la ciencia rara vez ofrece respuestas definitivas—, pero sí una pieza adicional del rompecabezas: en el oído interno de las palomas existen células ciliadas que reaccionan de manera medible a variaciones del campo magnético. De todos los órganos posibles, el oído parecía el menos sospechoso. Uno piensa en equilibrio, en vibraciones, en ruidos rituales, pero no en brújulas invisibles. Y, sin embargo, ahí estan los resultados: células que, al exponerse a campos magnéticos modificados, muestran cambios eléctricos y mecánicos, como si el magnetismo activara una especie de resorte secreto.

Los científicos que firman el estudio se apresuran a aclarar que este hallazgo no prueba que las palomas “escuchen” el magnetismo. Solo demuestra que hay células con potencial sensorial. En otras palabras: que el oído podría ser parte del sistema. Podría. Es la clase de matiz que alguien celebraría con una carcajada pensando sobre la manía humana de creer que cualquier descubrimiento recién publicado resuelve el misterio entero.

Aun así, el descubrimiento es importante. No porque resuelva la cuestión, sino porque descarta otra teoría previa y añade un candidato plausible. La ciencia avanza así: descartando ideas erróneas, refinando hipótesis mejores y celebrando cuando una pieza del rompecabezas, aunque no encaje del todo, al menos pertenece al puzzle correcto.

Lo verdaderamente fascinante es pensar en la historia evolutiva de este fenómeno. Millones de años antes de que un científico alemán inventara el imán moderno, antes incluso de que la humanidad comprendiera qué era un polo magnético, algunas criaturas ya aprovechaban ese campo invisible para navegar.

Las tortugas lo hacen. Los salmónidos también. Las ballenas, probablemente. Y ahí tenemos a la paloma, modesta, cotidiana, caminando por las calles de cualquier ciudad como si no guardara ningún secreto. Pero lo guarda. Vaya si lo guarda.

El hallazgo del oído interno como posible receptor plantea preguntas nuevas: ¿De dónde proviene esta sensibilidad? ¿Es un rasgo común a las aves o exclusivo de algunas especies? ¿Por qué evolucionó en palomas, que no son migratorias de larga distancia como las golondrinas o las águilas? ¿Forma parte de un sistema híbrido junto al olfato, la visión solar y la memoria espacial?

Cada respuesta abre dos incógnitas nuevas, lo cual es un buen indicio de que los científicos están en el camino correcto. Del artículo emerge también una sensación de humildad científica. Los autores reconocen que, aunque las células ciliadas muestran sensibilidad magnética, todavía no saben cómo esa información llega al cerebro ni cómo la interpreta el sistema nervioso. En otras palabras: sabemos que hay un cable, pero no sabemos a dónde va. Sabemos que hay un mensaje, pero no conocemos el idioma.

Es un hallazgo maravilloso, porque abre una ventana más grande que la que cierra. En cierto modo, nos recuerda que seguimos viviendo en un planeta lleno de mecanismos naturales que no entendemos ni remotamente. Que los animales —incluso los que miramos por encima del hombro— llevan millones de años haciendo cosas que nosotros somos incapaces de replicar con toda nuestra tecnología reunida.

Hay una escena imaginaria que resume muy bien esta historia. Un científico, de pie frente a una paloma, le pregunta con todos los instrumentos modernos posibles:

“¿Cómo encuentras el camino?”

La paloma, sin moverse, lo mira con el mismo gesto con que mira una miga de pan. Y no contesta, porque no lo necesita. Ella simplemente vuelve a casa.

En última instancia, lo que el artículo de Science nos recuerda es que la ciencia está llena de descubrimientos modestos que brillan más por lo que insinúan que por lo que afirman. La idea de que la orientación de las palomas esté vinculada a unas células del oído no es una revelación definitiva, pero sí una invitación a seguir buscando.

El misterio sigue vivo. La paloma sigue orientándose. El ser humano sigue maravillado. Y en un mundo que a menudo presume de haberlo cartografiado todo, resulta reconfortante descubrir que a veces basta con mirar a la paloma del alféizar para recordar que todavía vivimos rodeados de preguntas sin respuesta.


miércoles, 19 de noviembre de 2025

TODO LO QUE DEBERÍA SABER SOBRE EL HIPO

 

El hipo es una de esas molestias menores de la vida que, cuanto más se piensa en ellas, más absurdas parecen. Es una sacudida involuntaria, un espasmo del diafragma que produce un sonido tan característico como inútil. No mata a nadie, pero puede volver loco a cualquiera.

Y, sin embargo, este fenómeno aparentemente trivial ha desconcertado a la ciencia durante siglos. En algún punto entre lo cómico y lo fisiológico, el hipo ha inspirado miles de remedios caseros, desde beber agua al revés hasta dejarse asustar por un amigo, y ha dado pie a explicaciones tan diversas como la respiración de los anfibios y el sexo.

Un reflejo sin propósito claro

Todos lo hemos sentido: una contracción repentina, seguida de un sonido involuntario. El hipo es producto de un arco reflejo —un circuito automático del sistema nervioso— que conecta el diafragma con el cerebro. Cuando el diafragma se contrae sin aviso, el aire entra de golpe en los pulmones, la glotis se cierra y se produce el inconfundible “hip”.

Curiosamente, algunos científicos creen que el hipo tiene una función protectora. Sin ese reflejo, podríamos hiperventilar en determinadas circunstancias. Otros piensan que el cuerpo lo conserva simplemente porque no le molesta lo suficiente como para eliminarlo mediante la evolución, lo cual no dice mucho sobre nuestra eficiencia biológica.

Lo fascinante es que, aunque el mecanismo se conoce, las razones por las que ocurre siguen siendo un misterio. Es, literalmente, un reflejo que se dispara porque sí.

De gases, tragos y estómagos rebeldes

Las causas del hipo son tan variadas como poco glamorosas. La más común es una distensión rápida del estómago: comer demasiado, beber con prisa, tragar aire mientras uno llora o reírse con una bebida gaseosa en la boca. El alcohol y los alimentos picantes también pueden irritar el diafragma. En resumen, todo lo que da placer en la vida parece aumentar el riesgo de hipo.

Afortunadamente, la mayoría de los episodios duran apenas unos minutos. Pero cuando el hipo persiste más de 24 horas, se le considera persistente; y si se prolonga más de 48, intratable. A partir de ahí, deja de ser un chiste y pasa a ser un asunto médico.

El hipo crónico puede estar asociado a enfermedades que van desde la diabetes hasta la tuberculosis, pasando por la malaria o el herpes. También puede ser efecto secundario de anestesias, intubaciones o fármacos como la dexametasona, el diazepam o ciertos agentes quimioterapéuticos. Incluso se ha descrito como síntoma atípico de la COVID-19, lo que hace pensar que el coronavirus quiso probar todos los recovecos posibles del cuerpo humano.

Los espasmos del diafragma que no se pueden controlar ocasionan hipo. El diafragma es el músculo que separa el pecho del área estomacal y tiene un papel importante en la respiración. Los nervios frénicos son nervios bilaterales que inervan el diafragma. El espasmo hace que las cuerdas vocales se cierren brevemente y produzcan el sonido “hip”.

Una pregunta sencilla y desconcertante: ¿por qué demonios los mamíferos tienen hipo?

Una teoría sugiere que es un vestigio evolutivo de nuestros antepasados anfibios. Las ranas, por ejemplo, respiran alternando movimientos de la glotis y el diafragma muy parecidos al patrón del hipo. Otra hipótesis apunta a los mamíferos lactantes: el hipo ayudaría a los bebés a liberar aire del estómago para hacer sitio a más leche. Una especie de eructo automático de serie.

Y luego está la teoría más poética: que el hipo sirve al cerebro fetal para “mapear” el cuerpo, entrenando la coordinación entre la respiración y la deglución antes del nacimiento. Si es así, todos empezamos la vida hipando, lo que explica muchas cosas de nuestra especie.

Cómo detener el hipo (o al menos fingir que podemos)

Aunque seguimos sin saber por qué lo tenemos, sabemos cómo interrumpirlo. O al menos creemos saberlo. La clave está en romper el arco reflejo del hipo, y para eso casi cualquier estímulo vale. Contener la respiración, beber agua, recibir un susto o incluso estornudar. Lo curioso es que la mayoría de estos métodos parecen funcionar… justo cuando el hipo ya iba a desaparecer solo. Es el efecto placebo más sonoro de la historia.

Los científicos, sin embargo, han intentado aportar rigor al asunto. Una revisión médica afirmaba que “la simple introducción de una sonda nasogástrica puede detener el hipo con éxito”. No parece un remedio casero muy popular, ni algo que uno haga entre risas en la sobremesa.

Un experimento más razonable demostró que el hipo cesa cuando el nivel de CO₂ en la sangre supera los 50 mmHg. Traducido: si uno respira dentro de una bolsa de plástico durante tres minutos, el exceso de dióxido de carbono puede calmar el diafragma. (Nota: no lo intente sin supervisión o podría resolver el hipo de forma permanente).

El intento más ingenioso de domesticar el hipo vino del neurólogo Ali Seifi, de la Universidad de Texas. Cansado de ver a pacientes desesperados, inventó una herramienta llamada HiccAway, registrada como “Herramienta de Succión y Deglución Inspiratoria Forzada”. El nombre no es muy comercial, pero la idea sí: una pajita gruesa con una válvula que obliga a sorber con fuerza. Esa succión intensa provoca la contracción del diafragma, seguida del cierre inmediato de la epiglotis. En teoría, esto activa simultáneamente los nervios frénico y vago, reiniciando el sistema y deteniendo el hipo.

El invento fue probado por 249 voluntarios en distintos países: el 92 % afirmó que su hipo se detuvo, y el 90 % lo prefirió a los remedios tradicionales. Los resultados, por supuesto, se recogieron mediante una encuesta en línea, lo que no es exactamente un ensayo clínico doble ciego, pero al menos nadie salió herido.

La ciencia (o el arte) de desesperarse

Sorprendentemente, existe muy poca literatura científica sobre cómo detener el hipo. La única intervención que se ha estudiado con cierta formalidad es la acupuntura, aunque los resultados son inconsistentes. Una revisión Cochrane de 2013 concluyó que la mayoría de los estudios eran metodológicamente dudosos, y una revisión de 2020 llegó a una conclusión parecida: “la evidencia disponible es limitada y de baja calidad”.

Así que, en resumen, sabemos casi tanto sobre curar el hipo como sobre curar la mala suerte.

Cuando el hipo no tiene gracia

En los casos graves, los médicos pueden recurrir a fármacos como el baclofeno, la metoclopramida, la gabapentina o la clorpromazina, que en conjunto suenan como una alineación de la Liga búlgara pero actúan sobre el sistema nervioso.

Y luego está el caso del paciente de 40 años que los superó a todos: tras días de hipo persistente y tratamientos fallidos, descubrió que este desaparecía durante el orgasmo. Según el informe clínico, el reflejo eyaculatorio “probablemente interrumpió el arco reflejo del hipo”. A efectos prácticos, fue la primera vez que un médico prescribió sexo como antídoto para un problema respiratorio.

El hipo, ese gesto torpe y universal, sigue siendo un enigma fisiológico y una fuente inagotable de anécdotas. No es mortal, pero puede durar días, incluso años (el récord lo ostenta un agricultor de Iowa que hipó durante 68 años).

Quizá el misterio del hipo sea una pequeña lección sobre la condición humana: podemos secuenciar genomas, mandar sondas a Marte y construir reactores de fusión, pero seguimos sin poder explicar por qué a veces nuestro diafragma decide comportarse como un resorte rebelde.

Hasta que la ciencia lo resuelva, seguiremos bebiendo agua al revés, conteniendo la respiración, consultando el Kamasutra o buscando compañía inspiradora. Porque si algo nos enseña el hipo, es que incluso los reflejos más inútiles pueden tener sus momentos brillantes.