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lunes, 8 de diciembre de 2025

¿QUÉ LLEVA UNA VACA POR DENTRO? SPOILER: UN IMÁN

 

Hay inventos cuya existencia revela algo profundo —y a veces perturbador— sobre la humanidad. La fregona, por ejemplo, o el mando a distancia. Pero ninguno me produce tanta admiración como el imán que se introduce dentro de las vacas. Sé que suena a chiste malo contado por un veterinario en una boda rural, pero es real: millones de vacas en el mundo llevan un imán en el estómago. Y no para orientarse hacia el norte, ni para captar satélites, ni para transformarse en algún tipo de Pokémon bovino, sino para algo bastante más prosaico: evitar morir por culpa de nuestra desastrosa gestión de la chatarra.

Las vacas, a diferencia de los seres humanos, no inspeccionan su comida. No la huelen, no la examinan, no se preguntan si ese trozo de alambre conviene dejarlo aparte. Las vacas pastan a la manera de un paciente de dentista bajo anestesia general: abriendo la boca y confiando en que el universo sea benévolo. Para su desgracia, el universo rara vez lo es. El campo moderno está lleno de alambres de espino rotos, clavos perdidos, grapas suicidas, tornillos y otros restos de maquinaria agrícola que han decidido retirarse de la vida activa. Todo eso termina, tarde o temprano, en los morros de una vaca.


Una vez dentro, el metal atraviesa un recorrido que haría palidecer a Dédalo. Los rumiantes tienen un sistema digestivo con más compartimentos que una maleta de marca: rumen, retículo, omaso y abomaso. Para el fragmento metálico, el más problemático es el retículo, que tiene la mala costumbre de contraerse con fuerza. Imagine usted una lata de sardinas que se cierra sobre un clavo. Ahora imagínelo dentro de una vaca. No es agradable.

El resultado suele ser la temida “reticulitis traumática”, que básicamente consiste en una vaca agujereada por dentro como consecuencia de haberse tragado el equivalente a la ferretería de un pueblo pequeño. Esto, como podrá imaginar, arruina el día de cualquier vaca y de su ganadero.

Y aquí es cuando entra nuestro héroe: el imán ruminal. El nombre suena a profesor de filosofía medieval, pero es simplemente un cilindro metálico potente que se administra a la vaca por la boca mediante un instrumento que recuerda sospechosamente a un lanzador de cohetes. Una vez dentro, el imán se acomoda en el retículo y espera pacientemente a que el universo deje caer sobre él clavos, tornillos y limaduras. Lo hace sin quejarse, sin pedir vacaciones, sin exigir un convenio. Un héroe silencioso.

Los primeros imanes de este tipo se hacían de Alnico, una aleación de aluminio, níquel y cobalto, que a menudo incluye hierro, cobre y titanio, utilizada principalmente para fabricar imanes permanentes; era un artefacto magnético muy digno en el que confiaba medio planeta durante la Guerra Fría. Hoy se fabrican también de ferrita o neodimio, pero recubiertos de materiales resistentes para soportar un entorno más corrosivo que un consejo de administración de Ribera Salud. El dispositivo permanece en el interior de la vaca durante toda su vida, convertido para siempre en una especie de electroimán de bolsillo. Excepto que el bolsillo es su estómago.

Cuando, por razones científicas, veterinarias o morbosas, se examina uno de esos imanes recuperados, el efecto es espectacular. Donde usted esperaba ver un cilindro limpio, aparece una especie de erizo metálico compuesto por clavos torcidos, tornillos mellados, fragmentos de valla, restos de grapas y, ocasionalmente, algún objeto que plantea preguntas que es mejor no formular. Es como encontrar un pequeño museo de los horrores agrícolas. Y, sin embargo, allí está, salvando vacas y preservando granjas de pérdidas inasumibles.

Alambres y metales capturados por imán en un animal sacrificado

Lo más sorprendente es que este invento ha sido aceptado en el mundo rural con la naturalidad con la que uno acepta que las ovejas den lana o que los tractores nunca funcionen a la primera. Los veterinarios lo prescriben sin pestañear, y no es raro que los ganaderos llamen a empresas de imanes industriales preguntando si “de casualidad” tienen imanes para vacas, como quien pide pilas AAA. Imagino la cara del comercial del otro lado del teléfono tratando de seguir la conversación sin preguntar, por ejemplo, si el imán viene con manual de instrucciones para rumiantes.

Resulta tentador pensar que esto es una excentricidad moderna, pero en realidad es un fenómeno global. En Estados Unidos, Canadá, Australia y buena parte de Europa los imanes ruminales son tan comunes como los rotuladores permanentes en las oficinas. Y su eficacia es indiscutible: gracias a ellos, cientos de miles de vacas evitan cada año convertirse en protagonistas involuntarias de tragedias veterinarias.

Lo mejor del asunto es que la idea es tan simple que parece sacada de un libro de física para niños: cuando un objeto metálico se mueve hacia un imán, el imán gana. No hay algoritmos, ni inteligencia artificial, ni sensores, ni apps móviles para comprobar cuánta chatarra ha ingerido la vaca hoy. Solo magnetismo puro y duro. Muy duro.

En un mundo obsesionado con soluciones tecnológicas complejas, reconforta pensar que a veces basta con volver a lo básico. Que un simple imán pueda rescatar a millones de bovinos de una muerte absurda es una buena noticia para las vacas… y una pequeña lección para nosotros: quizá, solo quizá, la física elemental sigue sabiendo más que toda la ingeniería reunida.

Y así, mientras discutimos sobre inteligencia artificial, coches autónomos y colonias en Marte, millones de vacas siguen ahí fuera, rumiando pacíficamente con un imán en el estómago, funcionando mejor que muchos electrodomésticos modernos. La próxima vez que vea una vaca mirándole fijamente desde un prado, recuerde que quizá esté pensando en algo muy simple: «Ojalá este humano no pierda ningún tornillo… porque me lo voy a tragar yo».

En cierto modo, las vacas nos han ganado. Esa capacidad de adaptación, esa serenidad ante el caos, esa mirada bovina que parece decir “sí, el mundo es absurdo, ¿y qué?” quizá sea la auténtica lección. Al final, uno sospecha que, si algún día llega el Apocalipsis, las únicas criaturas realmente preparadas serán las cucarachas… y las vacas con imán.

UN PODER DEPREDADOR, YA SIN MÁSCARAS

 

En Washington, cada cierto tiempo, alguien decide reescribir el mundo. Esta vez le ha tocado a la Administración Trump, que presenta una Estrategia de Seguridad Nacional concebida, según la nota de prensa, para “capitalizar el momento”. No es exactamente una sorpresa. Lo llamativo es la envoltura: un documento que promete un planeta “libre, abierto, seguro y próspero”, en palabras del secretario de Estado Antony J. Blinken, como si todavía hiciera falta sostener la ficción del idealismo.

Blinken, que escribe con la serenidad de quien cree que el público no lee más allá del primer párrafo, asegura que la visión no es solo estadounidense, sino compartida por todos los países amantes de la autodeterminación, la circulación libre de información y las oportunidades económicas globales. La retórica clásica del liderazgo benigno, pero con una novedad: se articula mientras la Casa Blanca practica un matonismo diplomático que ni siquiera intenta disimular.

Tras el preámbulo, Blinken recuerda que la fuerza de Estados Unidos sigue residiendo en su red “incomparable” de aliados. Acto seguido, la estrategia hace exactamente lo contrario de lo que esperaría cualquier aliado sensato: trata a Europa como si fuera un estorbo, un pariente político al que conviene propinar sermones, aranceles y empujones. En nombre de la seguridad internacional, Washington señala como amenaza no tanto a Rusia ni a China, sino a la propia Unión Europea, culpable —faltaría más— de tener criterio propio y apoyar a Ucrania frente a la invasión rusa.

Con esto, el trumpismo liquida sin complejos la doctrina que desde Roosevelt daba por sentado que una “Europa fuerte y libre” era un interés vital estadounidense. El nuevo guion prescinde del ropaje democrático y se alinea sin pudor con las derechas iliberales del planeta. No extraña que partidos como Vox, que quieren encajar en la geopolítica como un guante, hayan decidido declararse abiertamente trumpistas.

La estrategia refiere tres años de mandato por delante, aunque no falta quien sospecha que la intención es más duradera. En ese periodo, la Casa Blanca ya ha impuesto aranceles unilaterales, exigido aumentos de gasto militar en la OTAN y relegado a Europa en las negociaciones sobre Gaza y Ucrania. A estas alturas, el mensaje es transparente: Washington no quiere aliados, quiere vasallos. Ni siquiera los halagos del secretario general de la OTAN, Mark Rutte, o de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, han servido para suavizar el garrote.

El desprecio a Europa viene acompañado de un goteo constante de abandonos: la erosión del compromiso transatlántico, el desarme normativo exigido a la UE para beneficio de las tecnológicas estadounidenses y la paralización de la ampliación de la OTAN para complacer a Vladimir Putin. Todo ello, mientras se desempolva el viejo lema “América para los americanos”, que en Latinoamérica siempre significó “América para Estados Unidos”.

El documento estratégico lo dice sin rodeos: Washington quiere “restaurar la preeminencia” estadounidense en el hemisferio occidental. Para ello, se apoya en gobiernos afines, populistas o ultraliberales, según el caso. En Venezuela, la política adquiere un tono particularmente crudo. La Casa Blanca ha “cerrado” el espacio aéreo venezolano sin base legal, desplegado la mayor fuerza naval en el Caribe desde la crisis de los misiles y ejecutado operaciones letales en alta mar con el argumento del narcotráfico. Trump, que indulta a expresidentes corruptos condenados por narcotráfico como el de Honduras, busca precipitar la caída de Maduro y, si cae petróleo en el proceso, tanto mejor. El límite, por ahora, no existe.

La imagen televisiva de lanchas saltando por los aires resume bien la nueva diplomacia: una mezcla de obsesiones personales —drogas, migración, negocios— y mano dura sin supervisión. Y lo más preocupante: una comunidad internacional que, mientras no le toque a un aliado simpático, prefiere mirar hacia otro lado. Presionar diplomáticamente es una cosa; tolerar ejecuciones extrajudiciales y zonas de exclusión aérea improvisadas es otra. Sobre todo, cuando el mismo presidente exige amnistías generales para borrar los crímenes de guerra de Putin y Netanyahu, y persigue a los jueces de la Corte Penal Internacional.

La verdadera utilidad del documento quizá no sea práctica, sino histórica. Servirá para explicar un tiempo en que el trumpismo, cada vez más cómodo en el borde del fascismo, proclamó que Estados Unidos es «la nación más grande y exitosa de la historia de la humanidad y la patria de la libertad en la Tierra». Una frase que, escrita en un informe oficial, adquiere un tinte inquietante: dice más sobre la ansiedad del poder que sobre su fortaleza.

La estrategia revela un mundo que se reparte como botín entre depredadores. Los valores democráticos, que antes se mencionaban por convención, han dejado de figurar siquiera como coartada. Lo que cuenta ahora son los intereses económicos de las élites globales: multimillonarios rusos, árabes y norteamericanos que apoyan al presidente y esperan rendimientos acordes.

Todo ocurre a plena luz del día. Casi nadie comenta nada. El silencio puede tener explicación: las herramientas diplomáticas sirven de poco ante un poder que ya ni siquiera se molesta en disimular. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional no es solo un programa; es un espejo sin filtros. Y su reflejo debería inquietar especialmente a quienes, en Europa y en Latinoamérica, aún confían en que, como los niños que se esconden bajo las sábanas, basta con no mirar para que el peligro desaparezca. Pero un poder sin máscaras solo necesita una cosa para expandirse: que los demás sigamos fingiendo que no sabemos lo que sabemos.

domingo, 7 de diciembre de 2025

TRATAMIENTOS FACIALES DE ESPERMA Y PENE

 Ni son de esperma ni son de pene, pero sí aligeran la cartera.


Los (y las) influencers influyen de verdad. Cuando Kim Kardashian reveló que había probado un "tratamiento facial de esperma de salmón", los dermatólogos y las clínicas estilistas que lo ofrecen comprobaron un espectacular aumento de ventas. Lo mismo ocurrió cuando las actrices Sandra Bullock y Cate Blanchet elogiaron un “tratamiento facial de pene" que recibieron en una clínica dermatológica neoyorquina de alta gama dirigida por la estilista del famoseo Georgia Louise.

Comencemos con el tratamiento facial de esperma de salmón. Lo primero que hay que aclarar es que ni se unta ni se inyecta esperma de salmón en la cara. Los supuestos ingredientes rejuvenecedores de la piel son fragmentos descompuestos de ADN conocidos como "polidesoxirribonucleótidos (PDRN)". Estos fragmentos se producen al someter el ADN extraído del esperma de salmón a ciertas enzimas. En realidad, cualquier ADN sirve, ya que el ADN del salmón no tiene nada de especial salvo su fácil disponibilidad en la "milt", la gran glándula reproductora del salmón macho llena de esperma.

En lo que se llama aviesa e intencionadamente "tratamiento facial de esperma", lo que se inyecta en la piel con agujas diminutas es una mezcla de PDRN purificados. Pero "tratamiento facial de esperma" suena más exótico y natural que ”tratamiento con polidesoxirribonucleótidos”, que es un poco trabalenguas y suena demasiado "químico". Sin embargo, la pregunta clave no es cómo debería llamarse el tratamiento, sino si la imagen reflejada en el espejo después del mismo resulta más atractiva. Quizás sea así. Pero no será una experiencia novedosa.

Anatomía de un salmón macho

Los experimentos con PDRN datan de la década de 1980, cuando los científicos teorizaban que estos compuestos proporcionarían los componentes básicos para la síntesis de nuevo ADN según lo necesitaran las células a medida que se multiplican para sanar heridas. De hecho, se comprobó un efecto regenerador beneficioso en cicatrices y quemaduras traumáticas. Además, los investigadores también notaron una mejor hidratación de la piel, una reducción de la inflamación y un aumento de fibroblastos, las células que producen colágeno, la proteína que proporciona a la piel estructura, firmeza y elasticidad.

Esas observaciones estimularon los ensayos de PDRN para uso cosmético. Los resultados han sido mixtos. La aplicación tópica de polinucleótidos en la piel no es más efectiva que las cremas hidratantes estándar (y mucho más baratas), pero cuando se combina con microagujas, un procedimiento mínimamente invasivo que utiliza agujas extraordinariamente delgadas para hacer pequeños orificios en la piel, los polinucleótidos producen alguna leve y muchas veces casi imperceptible mejora inversamente proporcional a lo que cuesta.

Esta mejora se atribuye a dos factores. Las enzimas de la piel descomponen los PDRN en sus nucleótidos componentes, y luego en nucleósidos más simples que las células utilizan para construir el nuevo ADN necesario para la multiplicación celular. Sin embargo, uno de los nucleósidos, la adenosina, cumple otra función: estimula un receptor que activa una cascada de reacciones que conducen a la formación de nuevos vasos sanguíneos que aportan nutrición y oxígeno a la piel.

Por muy optimista que se sea, el resultado difícilmente puede describirse como espectacular, pero puede resultar satisfactorio, al menos para quien ha invertido una cantidad considerable en el tratamiento y no puede reconocer que le ha servido para poco… salvo para aligerarle el bolsillo. Cuando se realiza en una clínica, el "facial con esperma de salmón" parece estar libre de riesgos, ya que el extracto de esperma no contiene células vivas, se esteriliza y se elimina cualquier proteína potencialmente alergénica. Cabe destacar, sin embargo, que la microaguja por sí sola también puede mejorar el aspecto de la piel sin dejarse una pasta en el asalmonado intento.

Ahora, hablemos del "tratamiento facial de pene". Esta frase, que tanto llama la atención, fue utilizada por primera vez en broma por Sandra Bullock en el programa de Ellen DeGeneres. Aunque la descripción es absurda, existe una conexión con el pene, aunque el término más apropiado para el procedimiento sería "tratamiento facial con factor de crecimiento epidérmico (EGF)".

El EGF es una proteína que promueve el crecimiento celular y se encuentra en los fibroblastos, las células clave en el tejido conectivo, como la piel y los tendones, que actúan como "constructores" de la estructura corporal, porque secretan proteínas fundamentales como el colágeno y la elastina para dar soporte, firmeza y elasticidad a los tejidos. Al principio, los fibroblastos necesarios se aislaban del prepucio de bebés coreanos después de la circuncisión, y de ahí la conexión con el pene.

Estas células se clonaban y se establecían líneas celulares que podían cultivarse en un medio del que posteriormente se extraía el EGF. Como alternativa, el gen que codifica el EGF puede aislarse e insertarse en bacterias que luego producirán la proteína EGF. Este es el procedimiento que se emplea actualmente. En cualquier caso, el suero final utilizado para el facial no contiene células, es solo una solución proteica. La idea es que al inyectar el suero en la pielcon microagujas se impulse la renovación celular, aumente la producción de colágeno y mejore la textura y la firmeza de la piel.

Aunque los tratamientos faciales con esperma de salmón y pene pueden resultar atractivos por su novedad y los testimonios de famosos, la evidencia indica que sus efectos, en el mejor de los casos, son modestos y se quedan atrás de las inyecciones de ácido hialurónico y la terapia tópica con retinoides.

El ácido hialurónico rellena la piel y mejora los surcos de expresión, lo que acarrea como resultado una apariencia facial más suave. Los retinoides como el retinol y la tretinoína son aún más efectivos porque modifican la expresión genética y aumentan la síntesis de colágeno. El resultado con estos tratamientos puede describirse legítimamente como "con efectos antienvejecimiento clínicamente probados con el uso regular".

Por supuesto, el ácido hialurónico y los retinoides pueden combinarse con tratamientos faciales con polinucleótidos o EGF con la esperanza de que los efectos aditivos de unos con otros logren un brillo juvenil. Es posible. Aun así, la mejor manera de prevenir el envejecimiento de la piel no es sumando, sino restando. Lo que hay que restar es la exposición solar. Son los rayos ultravioleta solares los que causan el "fotoenvejecimiento".

Si necesita pruebas, compare la piel de su rostro con la de su trasero. No tendrás problemas para determinar cuál está menos arrugada, aunque es posible que tengas que obtener esta opinión visual de un prójimo de confianza.

sábado, 6 de diciembre de 2025

LA TORRE QUE NO DEBÍA CAER

 

Vista del Citicorp en 1977, por entonces el octavo rascacielos más alto del mundo

En 1977, Nueva York vivía con la electricidad a flor de piel. Eran los años del apagón, del pánico económico, de los asesinos en serie y de los Mets perdiendo como si fuera un mandato bíblico. En medio de esa vorágine, y contra toda previsión razonable, se inauguró el edificio arquitectónicamente más improbable de Manhattan: el Citicorp Center, una torre de acero y cristal levantada sobre unos “zancos” metálicos que parecían las patas de un insecto futurista. Los neoyorquinos lo miraban con la misma mezcla de fascinación y desconfianza con que se mira a un equilibrista al que nadie había invitado.

La idea no había sido un capricho arquitectónico, sino una concesión eclesiástica. En la esquina de Lexington Avenue con la calle 53 se alzaba una pequeña iglesia luterana que se negó a desaparecer bajo el peso del progreso. Los promotores aceptaron el desafío y levantaron la torre sobre cuatro gigantescas columnas colocadas no en las esquinas, como dicta la cordura, sino en el centro de cada lateral. Aquello convertía el edificio en un cubo apoyado en cuatro zancos. Un experimento. Un truco de magia. Una invitación al desastre, dirían más tarde algunos.

El responsable del milagro era Bill LeMessurier, un ingeniero estructural con aspecto de profesor de física que ha visto demasiadas tormentas y demasiado pocos reconocimientos. En los planos, la torre parecía desafiar todo lo que la arquitectura moderna consideraba sensato. Pero LeMessurier confiaba en sus cálculos. Había ajustado cada detalle como quien afina un Stradivarius: diagonales, vigas, un sistema de amortiguación interna que hacía bailar al rascacielos con los vientos sin despeinarse. En aquellos años, cuando ser ingeniero en Nueva York equivalía a jugar al ajedrez con la naturaleza, la torre se convirtió en su pieza favorita.

Y entonces llegó la llamada.

Era una tarde anodina, de esas en que Manhattan parece contener la respiración. Una estudiante de doctorado en ingeniería estructural, que preparaba un trabajo académico sobre edificios poco convencionales, se atrevió a telefonear al mismísimo LeMessurier. Había detectado un problema. Nada grave, suponía ella. Quizá un matiz, una duda razonable, una de esas preguntas que los profesores responden con sonrisas condescendientes. Pero LeMessurier, por pura cortesía, escuchó. Y lo que escuchó fue una grieta en la realidad.

La estudiante sostenía que el edificio podía ser vulnerable a los vientos diagonales, esos que golpean desde los ángulos, no desde los puntos cardinales que suelen preocupar a los ingenieros. En circunstancias normales, las columnas de una torre se colocan en las esquinas para resistir justo ese tipo de embestidas. Pero el Citicorp Center, con sus columnas desplazadas hacia el centro, era cualquier cosa menos normal.

LeMessurier colgó el teléfono con una sensación incómoda que podría describirse como una sombra en la nuca. Volvió a sus cálculos, esos mismos cálculos que seis años antes habían sellado el destino de la torre. Revisó números, fórmulas, diagramas estructurales. Sudó un poco. Bebió más café del aconsejable. Y entonces lo vio. La maldita estudiante tenía razón.

No es frecuente que un hombre inteligente detecte el momento exacto en que su vida profesional podría derrumbarse como… bueno, como un rascacielos mal calculado. La primera reacción de LeMessurier fue la que todos tendríamos: negarlo. No puede ser. No soy yo. Es imposible. Pero las matemáticas, como los meteorólogos, no suelen tener sentido del humor. El ingeniero descubrió que el edificio resistía sin problemas el viento frontal, pero bajo ciertas condiciones de viento diagonal podría sufrir un fallo estructural catastrófico. Y catastrófico, en una ciudad como Nueva York, significa convertir varias manzanas en un poema apocalíptico de acero retorcido.

Para complicarlo todo, la ciudad se preparaba para la llegada de una tormenta veraniega de las que cambian de color el cielo, ponen nerviosos a los perros y erizan el pelo de los gatos. LeMessurier comprendió que no tenía tiempo. Y comprendió también que debía hacer lo impensable: admitir el error. En la ingeniería moderna, confesar un fallo es como declarar que uno ha fabricado un avión sin alas. Un gesto suicida. Sin embargo, la alternativa era peor. Mucho peor.

Convocó a los responsables del edificio en una reunión urgente donde, según algunos testigos, entró con la serenidad de un monje zen y la expresión de quien está a punto de admitir un pecado mortal. Explicó la situación con voz firme, como si hablara del proyecto de otro. Desgranó cada cálculo, cada escenario meteorológico, cada posibilidad. Dejó claro que la torre, en su estado actual, podría venirse abajo. Hubo silencio. Hubo incredulidad. Hubo, sobre todo, un consenso inmediato: había que actuar ya.

La siluesta bitriangular de la iglesia evangélica luterana de San Pedro se ve a la izquierda, debajo del rascacielos. La ubicación de la iglesia exigió la extrañadisposición de columnas en el centro de cada fachada, en lugar de en las esquinas.

Durante las semanas siguientes, mientras en la superficie de la ciudad la gente seguía con su vida —comprando bagels, cogiendo taxis, escuchando discos de Billy Joel—, bajo la piel del Citicorp Center se desarrollaba una operación clandestina que habría hecho palidecer a cualquier trama de espionaje. Equipos de soldadores entraban de noche, como comandos estructurales, y reforzaban las juntas del edificio con placas de acero. Nadie debía saberlo. No por conspiración, sino por evitar el pánico. Si los neoyorquinos supieran que un rascacielos recién inaugurado podía caer como un castillo de naipes, dormirían peor que durante los días oscuros del apagón.

Cada madrugada, los operarios trabajaban a contrarreloj mientras la ciudad, ajena a su propio destino, roncaba. LeMessurier vivía pendiente del parte meteorológico. Cada mención a una tormenta le encogía el estómago. El viento, ese enemigo invisible que tantas veces había intentado domar, se había convertido en su juez. Uno malo.

La obra secreta duró tres meses. Tres meses de nervios clandestinos, de cálculos revisados mil veces, de silencios tensos y de cafés fríos. Hasta que, por fin, el edificio quedó reforzado. El Citicorp Center, ese monstruo elegante con un techo inclinado que parecía diseñado por un arquitecto aficionado al origami, había sobrevivido a su propio nacimiento.

La historia no salió a la luz hasta décadas después, cuando ya nadie corría peligro y la torre se había convertido en uno de esos rascacielos que ves desde Queens y piensas: “Qué bien queda ahí”. Fue entonces cuando el mundo descubrió que uno de los edificios más emblemáticos de Nueva York estuvo, durante un tiempo, peligrosamente cerca de protagonizar un capítulo oscuro en la historia de la ciudad. Y que un ingeniero con más ética que orgullo había evitado una catástrofe con la ayuda involuntaria de una estudiante anónima que, probablemente, todavía no se lo cree.

Hoy, el Citicorp Center —rebautizado hace años, porque a los rascacielos neoyorquinos les cambian el nombre como a los estadios— parece un gigante tranquilo. Sus columnas laterales siguen ahí, haciendo equilibrios como un bailarín que desafía a la gravedad. Y cada vez que el viento sopla fuerte en Manhattan, uno podría imaginar a Bill LeMessurier asintiendo en algún rincón del firmamento, satisfecho de haber domado a la bestia.

El mito de los veinticuatro dólares nos enseñó que Nueva York nació de un malentendido. El mito del Citicorp Center nos recuerda que la ciudad sigue en pie gracias a personas que, en momentos de duda extrema, deciden hacer lo correcto. A veces, por puro pánico; otras, por responsabilidad; a menudo, por ambas cosas. Y quizá esa combinación —miedo y decencia— sea lo más parecido a un cimiento sólido en una ciudad que vive suspendida sobre su propio vértigo.

LA ISLA DE LOS VEINTICUATRO DÓLARES

 


En 2026, Nueva York celebrará el cuarto centenario de su fundación neerlandesa, un aniversario que ha desatado un programa oficial de actos, exposiciones y conmemoraciones bajo el nombre de NY400. La ciudad quiere aprovechar la efeméride para revisar sus orígenes —la célebre “compra” de Manhattan, el asentamiento de Nueva Ámsterdam, el encuentro desigual entre europeos y pueblos lenape— y, al mismo tiempo, festejar la diversidad que la define hoy. Más que una celebración nostálgica, se presenta como una invitación a mirar con ojos contemporáneos un episodio cargado de mitos, equívocos y símbolos. La que sigue, es una breve historia, de una “compra” que no lo fue.

En 1626, cuando Pierre Minuit, un francés que trabajaba para los neerlandeses, bajó del Nueva Holanda y puso un pie en la punta sur de la isla, Manhattan no era todavía una palabra cargada de rascacielos ni de brillos financieros. Era un lugar húmedo, verde, áspero: una península de robles, marismas y corrientes salobres donde los mosquitos trabajaban a destajo. El viento, cuando soplaba, parecía llegar desde todas las orillas a la vez. En aquel paisaje primordial, Minuit debió de sentir una especie de alivio: por fin un sitio donde poner orden, abrir libros de cuentas y hacer que la recién creada Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales pudiera presumir de progreso ante los accionistas.

Con ese pragmatismo que se atribuye a los pueblos protestantes y comerciantes, Minuit, un hugonote de tomo y lomo, decidió que lo primero era comprar la isla. El gesto, mirado desde hoy, tiene algo de humor involuntario. Comprar una isla a quienes no entendían el concepto de venderla, registrar un acto jurídico en un lugar donde la palabra “propiedad” era desconocida, y convertir esa ausencia en un mito de proporciones cósmicas… No está mal como comienzo para una ciudad como Nueva York, que siempre ha sido más amiga del relato que de la precisión.

La historia oficial de los manuales dice que Minuit pagó 24 dólares en cuentas de vidrio. Es un cuento repetido con la misma soltura con la que los guías turísticos señalan la Estatua de la Libertad. Pero nadie pudo mencionar dólares en 1626: la cifra surge de una conversión decimonónica de 60 florines holandeses que se entregaron en forma de telas, cuchillos, herramientas, probablemente abalorios y otros bienes que los europeos consideraban irresistibles. El mito eligió las cuentas de vidrio porque brillan mejor en las anécdotas. Ningún periodista del XIX iba a titular: “Una isla por 60 florines en bienes mixtos”. Demasiado realista, demasiado aburrido. En cambio, los abalorios evocan la fábula eterna de los europeos astutos y los indígenas ingenuos.

Pero la realidad, como suele ocurrir, es más difusa. Para empezar, no está claro a quién se pagó. Los nativos lenape vivían en la isla desde antes de que nadie pensara en dividir el mundo en parcelas, pero sus nociones de territorio y propiedad eran colectivas y flexibles. En algunos relatos, los receptores del pago ni siquiera vivían en Manhattan, lo que equivaldría a comprar una finca en Galicia a un señor de Extremadura que pasaba por allí. Para los lenape, aquello no importaba. Para los europeos, acostumbrados a sellar el mundo a golpe de papel timbrado, era fundamental. Y de esa diferencia de perspectivas nació la gran confusión: los holandeses creyeron haber adquirido Manhattan; los lenape creyeron haber establecido un permiso de usufructo.

Para ellos, sencillamente, ni el aire, ni el agua, ni la tierra podían venderse. Si aquello tipos de rostro pálido eran tan tontos como para dar algo a cambio de usar la tierra, ¿qué problema había? Con un poco de suerte, pronto podrían cobrarles por tomar agua y, por qué no, hasta por respirar.

Una de las ironías más finas de la historia es que este malentendido, en su modestia burocrática, acabaría engendrando la ciudad más cara y teatral de Occidente. El primer Manhattan holandés era poco más que una aldea en la que convivían un fuerte rudimentario, unas cabañas, un puñado de colonos y un paisaje lleno de castores. Los colonos plantaban huertas, discutían sobre religión y comerciaban con las pieles de un animal que pronto aprenderían a valorar más que a respetar. Para los holandeses, el éxito de la colonia dependía del castor; para el castor, el éxito de la colonia era una pésima noticia.

Durante años, la relación con los lenape osciló entre la cordialidad y la desconfianza. Ambos bandos se necesitaban, pero hablaban idiomas diferentes: unos hablaban neerlandés; los otros, naturaleza. Los tropezones culturales dieron paso a enfados, los enfados a choques, y algún choque acabó en incendio, literal o metafórico. La Compañía Neerlandesa, disciplinada para los números y desastrosa para la diplomacia, consiguió enemistarse con más rapidez que eficacia. Aun así, el asentamiento creció. Llegaron nuevos colonos, nuevas disputas, nuevas casas. Nueva Ámsterdam empezaba a perfilarse como un proyecto interesante para quien tuviera paciencia y no demasiado apego a la vida civilizada.

Nueva Ámsterdam, centrada en lo que con el tiempo se convertiría en el Bajo Manhattan, en 1664, el año en que Inglaterra tomó el control y la rebautizó como Nueva York. Fuente.


En 1664, los ingleses se apoderaron de la colonia casi sin despeinarse. Renombraron Nueva Ámsterdam como Nueva York, en homenaje a un duque con buena genealogía y poca imaginación. En aquel instante, la compra de Minuit pasó a ser un detalle administrativo, un párrafo olvidado en un informe que nadie releía. Pero los mitos funcionan como los vinos: maduran con los años. Y cuando en el siglo XIX Nueva York ya era una ciudad llena de humo, fábricas y ambición, la historia de los 24 dólares adquirió un sabor irresistible. Era el relato perfecto para explicar cómo una ciudad podía nacer con una ganga y convertirse en la metrópolis que, desde Wall Street, el lugar donde estuvo el muro defensivo del asentamiento original, dictaba el precio del mundo.

La anécdota mínima, distorsionada por generaciones de cronistas, se volvió moralina: mira qué listos fueron nuestros antepasados; mira qué ingenuos aquellos indios. El mito sirvió como espejo complaciente para un país que prosperaba rápido y necesitaba épicas sencillas para no complicar demasiado el pasado. Lo curioso es que ninguno de sus protagonistas habría reconocido la versión moderna de la historia. Ni Minuit, que simplemente cumplía órdenes; ni los lenape, que jamás firmaron nada; ni los castores, que pagaron con su piel el entusiasmo comercial de los holandeses.

Hoy, si uno pasea por Battery Park, donde Minuit habría negociado su intercambio, no queda nada del paisaje original. El lugar se ha convertido en una puerta turística hacia Staten Island; los robledales han desaparecido; los castores son un recuerdo y los mosquitos, por suerte, una especie deportada. A cambio, los rascacielos proyectan sombras que parecen geografías nuevas, y los ferris cortan el agua con la misma naturalidad con que las antiguos canoas lenape surcaban la bahía. Nueva York ha aprendido a tragarse sus mitos y reciclarlos en mercancía cultural. Pierre Minuit tiene una plaza; los lenape, un reconocimiento ambiguo; y el relato de los 24 dólares, una inmortalidad que nadie pidió.

Pero lo importante no es la cifra, ni los abalorios, ni el cálculo inflacionario. Lo importante es lo que la historia revela: aquella “compra” fue un diálogo fallido entre dos mundos que comprendían la tierra de modos opuestos. Para los europeos, la propiedad era un documento; para los lenape, una relación. Para los europeos, Manhattan era un recurso; para los lenape, parte de una red vital. Entre ambos extremos surgió un espacio que acabaría transformándose en la ciudad más simbólica del planeta.

Quizá por eso, cuando uno piensa en la escena fundacional, imagina a Minuit y a los líderes lenape rodeados de árboles, intercambiando objetos que ninguno comprendía del todo. Si la historia tuviera un narrador omnisciente, seguramente diría algo así: nada de lo que hacen estos hombres se parece a lo que creen que están haciendo. Y de ese equívoco nació Nueva York, con toda su arrogancia, su energía y su corazón contradictorio.

La moraleja no es que Manhattan se compró por una miseria. La moraleja es que la ciudad nació de un malentendido cultural convertido, con el tiempo, en un chiste recurrente. Lo fascinante es que ese chiste, cuatro siglos después, siga funcionando como mito originario de una isla donde ya no caben ni los mitos. Y sin embargo, cada vez que alguien repite lo de los 24 dólares, la ciudad se ríe por lo bajo, como si reconociera en esa cifra absurda el precio de su propia leyenda.

miércoles, 3 de diciembre de 2025

EL MUÉRDAGO: UNA ESFERA VERDE EN MITAD DEL INVIERNO

 

En los inviernos del norte, cuando los árboles se quedan desnudos y las ramas parecen los huesos de un gigante abandonado por los dioses, hay algo que llama la atención del caminante: unas bolas verdes, redondas, casi perfectas, que cuelgan de los álamos o de los manzanos como si fueran nidos extraterrestres. No tienen derecho a estar ahí, tan vivas cuando todo a su alrededor parece resignado al sueño. Y sin embargo, ahí está el muérdago, el viejo Viscum, haciendo su vida a costa de otra, como un huésped que se instala en la casa ajena para pasar el invierno y termina convirtiéndose en parte del mobiliario.

El muérdago es una criatura ambigua. Ni completamente parásito ni del todo independiente, tiene esa elegancia de los seres que viven entre dos mundos. Posee hojas verdes que fabrican azúcar con la luz, pero se niega a buscar agua por sí mismo. En vez de raíces, perfora la corteza del árbol y le roba la savia con unas estructuras llamadas haustorios, que tienen nombre de monstruo marino y aspecto de garras microscópicas. No suele matar a su anfitrión, pero tampoco le hace favores: es el tipo de invitado que enciende la calefacción, usa las mejores toallas y alaba la comida sin ofrecerse jamás a fregar.

Quizá sea esa doble naturaleza la que ha fascinado a los humanos durante milenios. En pleno invierno, cuando la vida parece suspendida, el muérdago permanece verde, silencioso y firme, como si supiera algo que los demás ignoran. Las bayas que produce son pequeñas perlas blancas, viscosas, tan bonitas como peligrosas: en su interior guardan una química torcida, una especie de mal genio molecular. Contienen lectinas y viscotoxinas, nombres que suenan a personajes de novela gótica y que, en efecto, pueden provocar problemas serios si alguien decide comérselas. El muérdago no se anda con bromas: puede resultar tóxico, y aun así lo hemos convertido en símbolo de buena suerte. Cosas de la condición humana.

Antes de que la Navidad lo adoptara como adorno oficial, ya era objeto de reverencias mucho más antiguas. Los druidas galos, según escribió Plinio, lo consideraban una manifestación terrestre de lo sagrado. Para ellos, que una planta viviera suspendida en el aire, sin tocar la tierra, era un signo inequívoco de que los dioses habían puesto allí la mano. Lo cortaban con hoz de oro —el oro siempre añade solemnidad—, recogían la rama en un paño blanco y celebraban la escena como si hubieran capturado un rayo de luna.

Los mitos nórdicos lo convirtieron en arma. Balder, el dios que no podía morir, cayó abatido por una flecha de muérdago, pues Frigg, su madre, había pedido a todas las criaturas del mundo que prometieran no hacerle daño… excepto al muérdago, que le pareció demasiado pequeño e inofensivo como para incluirlo en la lista. En los mitos, como en la vida diaria, las omisiones suelen salir caras. Desde entonces, el muérdago lleva consigo una reputación extraña: por un lado, planta de amor y renacimiento; por otro, recordatorio de lo frágil que es la protección cuando uno confía en exceso.

Y, sin embargo, durante siglos se le atribuyeron virtudes medicinales. Los viejos herbarios lo recomendaban para casi todo: la tensión alta, la epilepsia, los nervios, la impotencia de espíritu. A veces funcionaba —por casualidad o por química— y a veces no. Pero en la Europa del siglo XX el muérdago volvió a los laboratorios como un actor inesperado: ciertos extractos parecían estimular el sistema inmune de pacientes con cáncer. No era la panacea, ni mucho menos, pero sí el eco moderno de aquella idea antigua de que el muérdago guarda un poder ambiguo, peligroso y a la vez prometedor.

¿Cómo llegó entonces a nuestras chimeneas, coronando las fiestas navideñas con esa rama verde bajo la que se besan los enamorados? La culpa, en parte, es de los victorianos, que tenían talento para rescatar tradiciones paganas y darles un aire respetable. Vieron en el muérdago un símbolo de vida persistente y de paz: si dos enemigos se encontraban bajo él, debían declarar una tregua. Un símbolo así encaja de maravilla entre villancicos y luces. Luego vino el romanticismo: cada beso bajo el muérdago, decían, debía corresponderse con una baya retirada. Cuando el racimo quedaba sin frutos, cesaban los besos. Había que racionar la pasión.

Hoy lo seguimos colgando en las puertas, aunque casi nadie sepa de lectinas, druidas o mitologías nórdicas. Lo hacemos por esa intuición antigua que perdura en lo cotidiano: la de que algunas plantas parecen saber más de la vida de lo que aparentan. El muérdago, con su esfera verde y su resistencia al frío, nos recuerda que incluso en mitad del invierno hay cosas que se empeñan en seguir vivas. Y que, por una vez, no está mal dejarse llevar por la superstición: si uno se encuentra bajo un muérdago y aparece alguien dispuesto a besarlo, lo sensato es no desafiar a los dioses.

LECHE DE VACA… SIN VACAS

 

Nuestros ancestros ​​ordeñaban ovejas, cabras y vacas mucho antes de que pudieran beber leche. No la bebían porque, si lo hacían, tenían asegurados diarrea, cólicos y problemas de distensión abdominal. Esos problemas se deben a que, tras el destete, se inactiva el gen que produce la lactasa, la enzima que descompone el azúcar indigeriblede la leche, la lactosa, en glucosa y galactosa. La lactosa ingerida con la leche pasa al colon, donde las bacterias la digieren y producen los gases que causan los síntomas de la intolerancia a la lactosa.

¿Por qué nuestros antepasados empezaron a domesticar animales para conseguir leche si no podían beberla? Porque, probablemente por casualidad, descubrieron que, en ciertas condiciones, la leche se convertía en queso, yogur o kéfir, tres productos fermentados que podían consumir sin problema. Ignoraban que esto se debía a que las enzimas que digieren la lactosa se habían introducido en la leche a partir de bacterias o del estómago de los terneros.

Pero, si nuestros antepasados no podían, ¿cómo es posible que nosotros sí podemos beber leche sin que nos altere el tracto digestivo? En realidad, no todos podemos. Setenta de cada cien asiáticos orientales no pueden beber leche sin sufrir efectos adversos; en cambio, gracias a una mutación fortuita en los europeos, ocurrida entre el 3000 y el 1500 a. e. c., que impidió la desactivación del gen productor de lactasa, solo cinco de cada cien personas de ascendencia europea son intolerantes a la lactosa.

Esa mutación no solo implicaba que la leche pudiera consumirse con seguridad, también proporcionaba una ventaja para la supervivencia de quienes podían consumirla dado que la leche es rica en nutrientes y, por lo general, era más segura para beber que el agua, que, antes de que se inventara la cloración, solía estar contaminada con bacterias patógenas.

Ahora bien, la leche cruda sin refrigerar se agria fácilmente a medida que las bacterias productoras de ácido láctico se multiplican descomponiendo la lactosa, lo que hace que la leche cruda pueda estar contaminada con bacterias que causan tuberculosis, difteria, brucelosis y fiebre tifoidea.

Sin embargo, a mediados del siglo XIX, estaba más que comprobado la leche era un alimento nutritivo, especialmente para los niños. Esto llevó a algunos productores a recurrir a diversos trucos para aumentar sus beneficios. Aguar la leche era una trampa sencilla, que se conseguía, en el mejor de los casos, añadiendo un poco de gelatina para espesar la mezcla. Otros más atrevidos utilizaban polvo de tiza o yeso para blanquear la leche diluida y se añadía puré de sesos de ternera para simular una nata espesa.

Como las granjas lecheras estaban alejadas de las ciudades, impedir que la leche fresca sin refrigerar se agriara era un gran problema. Una solución era añadir formaldehído, un compuesto químico que utilizaban como conservante los funerarios para embalsamar los cadáveres. Eso hacía que quienes criticaban el consumo de leche se pronunciaran contra la que llamaban "leche embalsamada". También abundaban las historias sobre gusanos en la leche cuando las lecherías diluían la leche con agua estancada, y otras no menos escalofriantes sobre la presencia en la leche de residuos de estiércol de vaca.

La ciudad de Nueva York fue testigo del famoso "escándalo de la leche desperdiciada" cuando aumentó la demanda de leche, pero el mal estado de las carreteras, las largas distancias y la falta de refrigeración dificultaron el suministro. Fue entonces cuando las destilerías de la ciudad descubrieron que las vacas podían criarse con el "puré" sobrante de la producción de güisqui y comenzaron a estabular vacas lecheras cerca de sus instalaciones. Casi todos estos animales estaban enfermos y, con frecuencia, era necesario levantarlos con cuerdas para que se mantuvieran en pie durante el ordeño. Su "leche desperdiciada", llena de pus y bacterias, provocó una epidemia de mortalidad infantil.

La solución al problema de la leche agriada fue la pasteurización, introducida en la década de 1890. Aunque recibió su nombre en su honor, Louis Pasteur nunca aplicó su proceso detratamiento térmico a la leche. Pasteur lo había descubierto investigando sobre el deterioro de los vinos franceses cuando se exportaban. Descubrió que calentando el vino entre 55 y 60 grados centígrados se eliminaban los microbios causantes de la descomposición sin estropear el sabor.

Fue el químico agrícola alemán Franz von Soxlet quien sugirió por primera vez la pasteurización de la leche en 1886. En 1890, el filántropo neoyorquino Nathan Straus había instalado estaciones de pasteurización de leche y promovía activamente el consumo de leche pasteurizada. Aunque las muertes infantiles por diarrea se redujeron rápidamente, la pasteurización también generó resistencia, porque quienes se oponían al consumo decían que «la leche calentada es leche muerta» y que «hervir la leche destruye las vitaminas».

Esas afirmaciones eran un disparate. Ni leche está “viva” ni la pasteurización implica hervirla. La pasteurización, junto con la desinfección del agua y la vacunación, se considera unas de las intervenciones de salud pública más importantes de la historia de la civilización. A pesar de ello y de las abrumadoras pruebas científicas, todavía hoy abundan los negacionistas que desconfían de la pasteurización y sostienen que es mucho mejor beber la leche cruda.

Quienes se oponen a los lácteos promocionan la idea de que la leche está relacionada con los cánceres de próstata y de mama. Es verdad que existe una asociación muy débil entre un ligero aumento del riesgo de cáncer de próstata con un consumo excesivo de leche y calcio, pero no así cuando el consumo es el normal. Cualquier asociación con el cáncer de mama es todavía más débil. Por otro lado, quienes dicen que si no se consumen todos los días tres porciones de lácteos los huesos se deshacen no están respaldadas por evidencias clínicas: las poblaciones que no consumen leche no presentan más fracturas óseas.

Donde los activistas antilácteos tienen una postura más firme es en el argumento de que la cría de ganado es perjudicial para el medio ambiente en términos de producción de gases de efecto invernadero, consumo de agua y resistencia a los antibióticos. Un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero de origen antrópico procede de la ganadería y, en concreto, del sistema digestivo de los 2.500 millones de cabezas de ganado que, entre vacas, ovejas y cabras, alimentan a media humanidad. Podría haber al menos una solución parcial a estos problemas con la introducción de leche etiquetada como "sin animales" o "hecha en laboratorio".

Existen dos tecnologías distintas disponibles para conseguir esa leche. En la "fermentación de precisión", los genes identificados como responsables de la producción de proteína láctea en mamíferos pueden construirse en el laboratorio e insertarse en el genoma de células de levadura. Cuando estas levaduras genéticamente modificadas se alimentan con una solución de azúcar y crecen en biorreactores producen unas proteínas lácteas específicas que pueden combinarse con grasas vegetales y carbohidratos para crear Remilk, un producto lácteo que ya se utiliza en la fabricación de helados, yogures y quesos para untar. No contiene lactosa, colesterol ni hormonas. Un producto lácteo líquido, llamado New Milk, publicitada como “leche sin vacas” se lanzará en Israel el próximo mes de enero.

Un segundo método consiste en el cultivo a gran escala en biorreactores de células mamarias de vaca para producir leche idéntica a la convencional. De hecho, es exactamente eso, ni más ni menos que leche vacuna, ya que se produce con las mismas células que producen leche en una vaca. Aún quedan detalles técnicos por resolver, pero la UnReal Milk, como se llamará, podría estar disponible en 2026.

Huelga decir que hay debate. Los productores lácteos argumentan que estos productos no deberían llamarse "leche" porque no son producidos por una vaca, y es probable que los activistas, en su estado más puro, generen miedo acerca de la "leche Frankenstein".

Por ética medioambiental no consumo leche ni carnes rojas desde hace años, pero si hay que beber leche no me importaría consumir UnReal Milk.