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domingo, 23 de noviembre de 2025

LAS PALOMAS Y EL MAPA INVISIBLE


Si uno quisiera escribir la biografía de un animal injustamente infravalorado, bastaría con empezar por la paloma. Cualquier paloma. Da igual que sea una mensajera entrenada o la que se pasea por la terraza de una cafetería con el aire indiferente de quien no paga impuestos. Durante siglos, la humanidad ha recurrido a ellas para llevar mensajes, para estudiar la navegación animal e incluso —hay documentos que lo confirman— para investigar técnicas primitivas de fotografía aérea. Y, sin embargo, seguimos sin entender del todo cómo demonios encuentran su camino.

En 1882, el zoólogo Camille Viguier especuló que las aves y otros vertebrados se orientaban gracias al campo magnético terrestre, algo que ningún animal sabía hacer en aquel entonces. Propuso que el campo induciría pequeñas corrientes eléctricas en el líquido de sus oídos internos, revelando la dirección como la aguja de una brújula. El trabajo de Viguier cayó en el olvido, pero resulta que estaba en lo cierto.

En los años transcurridos desde la muerte de Viguier, los investigadores han descubierto que algunos animales pueden detectar el campo magnético terrestre —un proceso llamado magnetorrecepción— y utilizarlo para orientarse. Sin embargo, otros mecanismos han dominado las explicaciones de este misterioso sentido.

Ahora, un equipo ha encontrado respaldo a la propuesta original de Viguier: el pasado 20 de noviembre, un artículo publicado en Science ha añadido una nueva capa a este misterio, una capa tan interesante como cuidadosamente descrita: un conjunto de células sensoriales en el oído interno que podrían, solo podrían, ayudar a las palomas a detectar el campo magnético de la Tierra. No es una confirmación definitiva, pero sí un paso significativo en una cuestión que lleva inquietando a biólogos, físicos y hasta a algún poeta desde finales del siglo XIX.

El problema es antiguo y, a la vez, desconcertante en su sencillez: ¿Cómo logra un animal con cerebro del tamaño de una nuez —y no de las grandes— volver a su refugio desde cientos de kilómetros de distancia sin ningún mapa, sin GPS y sin leer señales de tráfico?

La teoría clásica afirmaba que las palomas utilizaban el sol como guía y es verdad que lo hacen. Otras investigaciones de finales del siglo XXdemostraron que también recurren al olfato: detectan gradientes de olores regionales como si fuesen sabuesos con alas. Pero ninguna de esas explicaciones, ni juntas ni por separado, era capaz de explicar casos documentados de palomas que regresaban a casa desde lugares completamente desconocidos o tras haber sido transportadas dentro de cajas selladas.

De ahí la sospecha —muy persistente— de que las aves poseen algún tipo de receptor magnético, una brújula biológica que les permite orientarse con respecto al campo magnético terrestre. El problema es que llevamos buscándolo medio siglo sin encontrarlo.

Hubo épocas de entusiasmo desbordado. En los años 2000, una corriente de investigación defendía que la clave estaba en el pico: pequeñas acumulaciones de magnetita, diminutas partículas ferrosas que actuarían como agujas de brújula microscópicas. La idea parecía brillante. Hasta que un grupo de investigadores demostró que las famosas “células magnéticas” no eran neuronas, ni sensores, ni nada parecido: eran macrófagos, células del sistema inmunitario dedicadas básicamente a comerse cosas que no deben estar ahí. El misterio volvía a cero.

Otra hipótesis apuntaba a la retina: un conjunto de moléculas sensibles a campos magnéticos que, en teoría, permitirían a las aves “ver” el magnetismo como un patrón visual. El problema era que nadie conseguía demostrar más allá de toda duda que aquello funcionara fuera del laboratorio o que fuera lo bastante preciso como para guiar a una paloma de Madrid a Barcelona. En ese contexto de teorías interrumpidas, aparece el nuevo estudio publicado por Science.

No es una respuesta definitiva —la ciencia rara vez ofrece respuestas definitivas—, pero sí una pieza adicional del rompecabezas: en el oído interno de las palomas existen células ciliadas que reaccionan de manera medible a variaciones del campo magnético. De todos los órganos posibles, el oído parecía el menos sospechoso. Uno piensa en equilibrio, en vibraciones, en ruidos rituales, pero no en brújulas invisibles. Y, sin embargo, ahí estan los resultados: células que, al exponerse a campos magnéticos modificados, muestran cambios eléctricos y mecánicos, como si el magnetismo activara una especie de resorte secreto.

Los científicos que firman el estudio se apresuran a aclarar que este hallazgo no prueba que las palomas “escuchen” el magnetismo. Solo demuestra que hay células con potencial sensorial. En otras palabras: que el oído podría ser parte del sistema. Podría. Es la clase de matiz que alguien celebraría con una carcajada pensando sobre la manía humana de creer que cualquier descubrimiento recién publicado resuelve el misterio entero.

Aun así, el descubrimiento es importante. No porque resuelva la cuestión, sino porque descarta otra teoría previa y añade un candidato plausible. La ciencia avanza así: descartando ideas erróneas, refinando hipótesis mejores y celebrando cuando una pieza del rompecabezas, aunque no encaje del todo, al menos pertenece al puzzle correcto.

Lo verdaderamente fascinante es pensar en la historia evolutiva de este fenómeno. Millones de años antes de que un científico alemán inventara el imán moderno, antes incluso de que la humanidad comprendiera qué era un polo magnético, algunas criaturas ya aprovechaban ese campo invisible para navegar.

Las tortugas lo hacen. Los salmónidos también. Las ballenas, probablemente. Y ahí tenemos a la paloma, modesta, cotidiana, caminando por las calles de cualquier ciudad como si no guardara ningún secreto. Pero lo guarda. Vaya si lo guarda.

El hallazgo del oído interno como posible receptor plantea preguntas nuevas: ¿De dónde proviene esta sensibilidad? ¿Es un rasgo común a las aves o exclusivo de algunas especies? ¿Por qué evolucionó en palomas, que no son migratorias de larga distancia como las golondrinas o las águilas? ¿Forma parte de un sistema híbrido junto al olfato, la visión solar y la memoria espacial?

Cada respuesta abre dos incógnitas nuevas, lo cual es un buen indicio de que los científicos están en el camino correcto. Del artículo emerge también una sensación de humildad científica. Los autores reconocen que, aunque las células ciliadas muestran sensibilidad magnética, todavía no saben cómo esa información llega al cerebro ni cómo la interpreta el sistema nervioso. En otras palabras: sabemos que hay un cable, pero no sabemos a dónde va. Sabemos que hay un mensaje, pero no conocemos el idioma.

Es un hallazgo maravilloso, porque abre una ventana más grande que la que cierra. En cierto modo, nos recuerda que seguimos viviendo en un planeta lleno de mecanismos naturales que no entendemos ni remotamente. Que los animales —incluso los que miramos por encima del hombro— llevan millones de años haciendo cosas que nosotros somos incapaces de replicar con toda nuestra tecnología reunida.

Hay una escena imaginaria que resume muy bien esta historia. Un científico, de pie frente a una paloma, le pregunta con todos los instrumentos modernos posibles:

“¿Cómo encuentras el camino?”

La paloma, sin moverse, lo mira con el mismo gesto con que mira una miga de pan. Y no contesta, porque no lo necesita. Ella simplemente vuelve a casa.

En última instancia, lo que el artículo de Science nos recuerda es que la ciencia está llena de descubrimientos modestos que brillan más por lo que insinúan que por lo que afirman. La idea de que la orientación de las palomas esté vinculada a unas células del oído no es una revelación definitiva, pero sí una invitación a seguir buscando.

El misterio sigue vivo. La paloma sigue orientándose. El ser humano sigue maravillado. Y en un mundo que a menudo presume de haberlo cartografiado todo, resulta reconfortante descubrir que a veces basta con mirar a la paloma del alféizar para recordar que todavía vivimos rodeados de preguntas sin respuesta.