Si uno quisiera escribir la
biografía de un animal injustamente infravalorado, bastaría con empezar por la
paloma. Cualquier paloma. Da igual que sea una mensajera entrenada o la que se
pasea por la terraza de una cafetería con el aire indiferente de quien no paga
impuestos. Durante siglos, la humanidad ha recurrido a ellas para llevar
mensajes, para estudiar la navegación animal e incluso —hay documentos que lo
confirman— para investigar técnicas primitivas de fotografía aérea. Y, sin
embargo, seguimos sin entender del todo cómo demonios encuentran su camino.
En 1882, el zoólogo Camille
Viguier especuló que las aves y otros vertebrados se orientaban gracias al
campo magnético terrestre, algo que ningún animal sabía hacer en aquel
entonces. Propuso que el campo induciría pequeñas corrientes eléctricas en el
líquido de sus oídos internos, revelando la dirección como la aguja de una
brújula. El trabajo de Viguier cayó en el olvido, pero resulta que estaba en lo
cierto.
En los años transcurridos desde
la muerte de Viguier, los investigadores han descubierto que algunos animales
pueden detectar el campo magnético terrestre —un proceso llamado
magnetorrecepción— y utilizarlo para orientarse. Sin embargo, otros mecanismos han
dominado las explicaciones de este misterioso sentido.
Ahora, un equipo ha encontrado
respaldo a la propuesta original de Viguier: el pasado 20 de noviembre, un artículo publicado
en Science ha añadido una nueva capa a este misterio, una capa tan
interesante como cuidadosamente descrita: un conjunto de células sensoriales en
el oído interno que podrían, solo podrían, ayudar a las palomas a detectar el
campo magnético de la Tierra. No es una confirmación definitiva, pero sí un
paso significativo en una cuestión que lleva inquietando a biólogos, físicos y
hasta a algún poeta desde finales del siglo XIX.
El problema es antiguo y, a la
vez, desconcertante en su sencillez: ¿Cómo logra un animal con cerebro del
tamaño de una nuez —y no de las grandes— volver a su refugio desde cientos de
kilómetros de distancia sin ningún mapa, sin GPS y sin leer señales de tráfico?
La teoría clásica afirmaba que
las palomas utilizaban el sol como guía y es verdad que lo hacen. Otras
investigaciones de finales del siglo XXdemostraron que también recurren al
olfato: detectan gradientes de olores regionales como si fuesen sabuesos con
alas. Pero ninguna de esas explicaciones, ni juntas ni por separado, era capaz
de explicar casos documentados de palomas que regresaban a casa desde lugares
completamente desconocidos o tras haber sido transportadas dentro de cajas
selladas.
De ahí la sospecha —muy
persistente— de que las aves poseen algún tipo de receptor magnético, una
brújula biológica que les permite orientarse con respecto al campo magnético
terrestre. El problema es que llevamos buscándolo medio siglo sin encontrarlo.
Hubo épocas de entusiasmo
desbordado. En los años 2000, una corriente de investigación defendía que la
clave estaba en el pico: pequeñas acumulaciones de magnetita, diminutas
partículas ferrosas que actuarían como agujas de brújula microscópicas. La idea
parecía brillante. Hasta que un grupo de investigadores demostró que las
famosas “células magnéticas” no eran neuronas, ni sensores, ni nada parecido:
eran macrófagos, células del sistema inmunitario dedicadas básicamente a
comerse cosas que no deben estar ahí. El misterio volvía a cero.
Otra hipótesis apuntaba a la
retina: un conjunto de moléculas sensibles a campos magnéticos que, en teoría,
permitirían a las aves “ver” el magnetismo como un patrón visual. El problema
era que nadie conseguía demostrar más allá de toda duda que aquello funcionara
fuera del laboratorio o que fuera lo bastante preciso como para guiar a una
paloma de Madrid a Barcelona. En ese contexto de teorías interrumpidas, aparece
el nuevo estudio publicado por Science.
No es una respuesta definitiva
—la ciencia rara vez ofrece respuestas definitivas—, pero sí una pieza
adicional del rompecabezas: en el oído interno de las palomas existen células
ciliadas que reaccionan de manera medible a variaciones del campo magnético. De
todos los órganos posibles, el oído parecía el menos sospechoso. Uno piensa en
equilibrio, en vibraciones, en ruidos rituales, pero no en brújulas invisibles.
Y, sin embargo, ahí estan los resultados: células que, al exponerse a campos
magnéticos modificados, muestran cambios eléctricos y mecánicos, como si el
magnetismo activara una especie de resorte secreto.
Los científicos que firman el
estudio se apresuran a aclarar que este hallazgo no prueba que las palomas
“escuchen” el magnetismo. Solo demuestra que hay células con potencial
sensorial. En otras palabras: que el oído podría ser parte del sistema. Podría.
Es la clase de matiz que alguien celebraría con una carcajada pensando sobre la
manía humana de creer que cualquier descubrimiento recién publicado resuelve el
misterio entero.
Aun así, el descubrimiento es
importante. No porque resuelva la cuestión, sino porque descarta otra teoría
previa y añade un candidato plausible. La ciencia avanza así: descartando ideas
erróneas, refinando hipótesis mejores y celebrando cuando una pieza del
rompecabezas, aunque no encaje del todo, al menos pertenece al puzzle correcto.
Lo verdaderamente fascinante es
pensar en la historia evolutiva de este fenómeno. Millones de años antes de que
un científico alemán inventara el imán moderno, antes incluso de que la
humanidad comprendiera qué era un polo magnético, algunas criaturas ya
aprovechaban ese campo invisible para navegar.
Las tortugas lo hacen. Los
salmónidos también. Las ballenas, probablemente. Y ahí tenemos a la paloma,
modesta, cotidiana, caminando por las calles de cualquier ciudad como si no
guardara ningún secreto. Pero lo guarda. Vaya si lo guarda.
El hallazgo del oído interno como
posible receptor plantea preguntas nuevas: ¿De dónde proviene esta
sensibilidad? ¿Es un rasgo común a las aves o exclusivo de algunas especies? ¿Por
qué evolucionó en palomas, que no son migratorias de larga distancia como las
golondrinas o las águilas? ¿Forma parte de un sistema híbrido junto al olfato,
la visión solar y la memoria espacial?
Cada respuesta abre dos
incógnitas nuevas, lo cual es un buen indicio de que los científicos están en
el camino correcto. Del artículo emerge también una sensación de humildad
científica. Los autores reconocen que, aunque las células ciliadas muestran
sensibilidad magnética, todavía no saben cómo esa información llega al cerebro
ni cómo la interpreta el sistema nervioso. En otras palabras: sabemos que hay
un cable, pero no sabemos a dónde va. Sabemos que hay un mensaje, pero no
conocemos el idioma.
Es un hallazgo maravilloso,
porque abre una ventana más grande que la que cierra. En cierto modo, nos
recuerda que seguimos viviendo en un planeta lleno de mecanismos naturales que
no entendemos ni remotamente. Que los animales —incluso los que miramos por
encima del hombro— llevan millones de años haciendo cosas que nosotros somos incapaces
de replicar con toda nuestra tecnología reunida.
Hay una escena imaginaria que
resume muy bien esta historia. Un científico, de pie frente a una paloma, le
pregunta con todos los instrumentos modernos posibles:
“¿Cómo encuentras el camino?”
La paloma, sin moverse, lo mira
con el mismo gesto con que mira una miga de pan. Y no contesta, porque no lo
necesita. Ella simplemente vuelve a casa.
En última instancia, lo que el
artículo de Science nos recuerda es que la ciencia está llena de
descubrimientos modestos que brillan más por lo que insinúan que por lo que
afirman. La idea de que la orientación de las palomas esté vinculada a unas
células del oído no es una revelación definitiva, pero sí una invitación a
seguir buscando.
El misterio sigue vivo. La paloma
sigue orientándose. El ser humano sigue maravillado. Y en un mundo que a menudo
presume de haberlo cartografiado todo, resulta reconfortante descubrir que a
veces basta con mirar a la paloma del alféizar para recordar que todavía
vivimos rodeados de preguntas sin respuesta.

