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sábado, 17 de junio de 2023

Crónicas americanas: Viva la menstruación mexicana o de cómo la Revolución degeneró en Gobierno


Con no poco esfuerzo termino la cansina lectura de Revolución, una novela previsible y folletinesca de Arturo Pérez Reverte, que al menos me ha servido para recordar un chusco suceso del que fui testigo en una cantina de Morelia el 20 de noviembre de 2010, cuando se cumplía el primer centenario de la Revolución mexicana.

En medio del bullicio propio del tugurio, resonó el grito de un parroquiano algo pasado de tequila:

«!Viva la menstruación mexicana!»

«Oiga, mi amigo, no es la menstruación, es la Revolución», le reconvino otro de los presentes.

«Es igual, la cuestión es que corra la sangre», contestó el entequilado.

Más allá de la historia oficial, empeñada en presentar a sus protagonistas como un grupo de personajes honestos, intachables e infalibles (los vencedores) que se enfrentaban a viles, terribles y despiadados enemigos (los perdedores), la Revolución que dio lugar al México moderno comenzó a revisarse hace unos años para presentarla como un catálogo de traiciones, un festín de sangre, un desahogo de rencores y una gesta de corruptelas que produjo un millón de muertos y forjó varias generaciones de políticos demagogos y millonarios que hicieron su carrera engrasándola con la sangre de personajes como Francisco Madero, Pancho Villa, Emiliano Zapata o Felipe Ángeles, que encarnaban los mejores ideales de la Revolución.

La meta original del movimiento revolucionario fue el derrocamiento del gobierno arcaico del general Porfirio Díaz que, de héroe nacional en la lucha contra la invasión francesa (1862-67), se convirtió en villano favorito en las postrimerías del siglo XIX y en los albores del XX, dada su obstinación a perpetuarse en el poder oprimiendo al común, arruinando el país, entregando los recursos nacionales a las empresas extranjeras y, de paso, llenando sus bolsillos y los de su camarilla.

Previsor sí que era. Dado lo avanzado de su edad, don Porfirio, como medida precautoria, había encargado el diseño de una silla presidencial de ruedas dispuesto a reelegirse fraudulentamente por sexta vez para el periodo 1910-16 cuando se atravesó en su ruta un pequeño burgués por partida doble (medía poco más de metro y medio y era un acomodado hacendado) de nombre Francisco I. Madero. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la enigmática "I" de su nombre: unos dicen que es la inicial de Ignacio y otros que es la de Indalecio. Los mal pensantes decían que el que fuera presidente Vicente Fox, tenido por algo inane, creía que Francisco “y” Madero habían formado la primera pareja presidencial mexicana.

Una alianza entre partidos lanzó la candidatura de Madero a la Presidencia. El porfirismo obstaculizó su candidatura hasta el punto de que en plena campaña Madero fue detenido acusado de ser un peligro nacional. Permaneció preso hasta que don Porfirio, sin despeinarse, ganó la reelección a la búlgara, triunfo que el domesticado Congreso ratificó en septiembre de 1910. Madero, libre bajo fianza, tomó las de Villadiego, una medida más que prudente habida cuenta la facilidad con que los adversarios de don Porfis acostumbraban a acumular plomo en sus cuerpos.

Del Porfirismo a la Revolución. Mural de David Alfaro Siqueiros . Museo Nacional de Historia, México DF.


Durante su exilio en San Antonio, Texas, Madero se dedicó a redactar el Plan de San Luis: una convocatoria animando al pueblo a levantarse en armas para desconocer la reelección de don Porfis. Hecho inaudito en la historia de las revoluciones, en el manifiesto se proclamaba que la fecha para iniciar el levantamiento armado sería el 20 de noviembre de 1910 a las 6 de la tarde. Únicamente le faltó añadir aquello de “con permiso de la autoridad y si el tiempo lo permite”.

Con tan inusual proclama, el señor Madero ponía sobre aviso a la policía de don Porfirio, le daba el santo y seña de la conspiración y le proporcionaba no sólo el día sino hasta la hora de la insurrección. Don Panchito Madero era un hombre bueno, ingenuo y bien intencionado, en el que pareció cumplirse lo que dice el refrán mexicano: «Caballo demasiado grande tira a penco, mujer demasiado coqueta a pelleja, y hombre demasiado bueno a pendejo».

No obstante su atolondrado inicio, como resultado del plan maderista que promulgaba la no reelección y ofrecía la restitución a los campesinos de las tierras que les habían arrebatado los hacendados (una tremenda bola como habría de demostrarse poco después), comenzaron a surgir levantamientos armados en el país, comandados por Pascual Orozco y Pancho Villa en el norte, y por Emiliano Zapata en el sur.

Los triunfos militares de los insurrectos, sumados a la edad del dictador -80 años- produjeron que el 25 de mayo de 1911 don Porfirio, que ese día sufría un fuerte dolor de muelas, renunciara a su cargo. La mañana del 31 del mismo mes, acompañado de su familia y de una buena parte del tesoro nacional, zarpó rumbo a Francia en busca de un buen dentista. La Revolución frustró él sueño don Porfirio de morir con la banda presidencial como mortaja.

El gobierno interino del porfirista León de la Barca convocó elecciones y el 6 de noviembre de 1911 Madero fue aclamado presidente, lo que según cuentan las malas lenguas hizo que su hermano Gustavo dijera: «De todos los dieciséis hermanos Madero fueron a elegir presidente al más tonto», aunque, todo hay que decirlo, por aquel entonces no había nacido el actual senador panista Gustavo Enrique Madero, sobrino nieto de los Madero, de quien cuentan y no acaban.

En compañía del vicepresidente Pino Suárez, Madero gobernó ingenuamente durante casi dieciséis turbulentos meses: dejó intacto al Ejército federal, una corrupta creación de la dictadura, se hizo acompañar en su gabinete por notorios porfiristas chaqueteros y, sobre todo, se negó a admitir que el triunfo de la Revolución llevaba aparejado una serie de reivindicaciones sociales inevitables, entre ellas el reparto de tierras. Esto ocasionó que Orozco y Zapata, al grito de «Tierra y libertad» se levantaran en su contra.

La “Marcha de la lealtad”, con Francisco I. Madero en el centro. Retablo de la Revolución, de Juan O’Gorman. Museo Nacional de Historia, México DF.


Apenas ungido “Apóstol de la democracia”, Madero, fue víctima de las intrigas del dipsómano embajador gringo Lane Wilson, quien instigó a los generales Victoriano Huerta, Félix Díaz (sobrino de don Porfirio) y Aureliano Blanquet, así como al ministro maderista Pedro Lascurain para que lo traicionaran. Presionados por los antes mencionados y algunos miembros más del cuerpo diplomático, quienes les plantearon la conveniencia de su renuncia y les garantizaron poner a salvo sus vidas y las de sus familiares, Madero y Pino Suárez presentaron ingenuamente su renuncia el 19 de febrero de 1913.

El Congreso, en un nuevo arrebato democrático, las aceptó y designó, como establecía la ley, al ladino Lascurain como presidente interino, que duró en el cargo menos que un merengue en la puerta de un colegio: a las 10:24 tomó posesión; su primer y único acuerdo fue nombrar al felón Victoriano Huerta (el general borrachín que se había distinguido masacrando indígenas yaquis y mayas) ministro de Relaciones Exteriores; satisfecho del deber cumplido, a las 11:18 renunció al honroso cargo de Presidente de la República que había desempeñado durante 56 minutos, tiempo suficiente para que Huerta asumiera la Presidencia y consumiera una botella de coñac francés, décima parte de la dosis que –según sus allegados- consumía todos los días.

Por órdenes de Huerta, Madero y Pino Suárez fueron asesinados alevosamente la noche del 22 de febrero. El gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, quien ya canonizado es conocido como el “Varón de Cuatro Ciénagas”, pero de cuyo apellido se deriva el neologismo carrancear, sinónimo mexicano del verbo robar, fue el primero en desconocer al espurio Victoriano y, enarbolando la bandera del constitucionalismo, a la que se unieron un puñado de ilusos fieles maderistas y una caterva de oportunistas, desató el segundo periodo revolucionario: una guerra civil y una orgía de asesinatos.

Carranza, tras dar un golpe de Estado, mandó fusilar al hombre mejor preparado del Ejército –el general Felipe Ángeles- y ordenó asesinar a Emiliano Zapata. A su vez, Carranza fue asesinado por el “manco de Celaya”, el general Álvaro Obregón quien resultó elegido Presidente. Éste mandó matar a Pancho Villa y, de común acuerdo con su sucesor y compadre, Plutarco Elías Calles, dio la orden de asesinar a Arnulfo R. Gómez y a Francisco R. Serrano, candidatos presidenciales, en compañía de una docena de sus futuros ministros. De esta forma, el manco Obregón quedó como candidato único y, saltándose a la torera la norma constitucional que impedía repetir en la Presidencia de la República, resultó elegido por segunda vez.

Según todos los indicios, el presidente saliente Calles algo tuvo que ver con la muerte del presidente electo Obregón, asesinado por el cristero José León Toral, quien –desafiando toda lógica y vulnerando las precisas leyes de la balística y las estrictas reglas aritméticas- le metió a Obregón trece balazos de distintos calibres ¡con una pistolita de dos tiros! 

Con don Plutarco, la Revolución se institucionalizó en un prodigioso oxímoron: el Partido Revolucionario Institucional, o como le dijo el coronel Zataray a Renato Leduc: «La Revolución degeneró en gobierno». ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca