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domingo, 24 de marzo de 2024

Vitamina C, cereales y lobotomías

 


Hace unas semanas escribí sobre la vitamina D. Animado por el número de lectores que se han tomado la molestia en leerlo, vuelvo al ataque con otra letra.

Las funciones metabólicas de la vitamina C son tantas y tan beneficiosas que no dispongo de espacio para enumerarlas. La mayoría de los mamíferos sintetizan de forma natural en el hígado la vitamina C, o vitamina antiescorbútica. Para los primates, las cobayas y algunos murciélagos, que carecemos del mecanismo para su síntesis, debe ser ingerida con la dieta, lo que conseguimos comiendo verduras y frutas.

¿Puede la vitamina C curar el resfriado común? La creencia popular es que puede curarlo. Sin embargo, no hay evidencia científica sólida que sostenga tal cosa. La idea de que puede curar los resfriados proviene de la misma fuente de la que proceden las aplicaciones terapéuticas de los cereales y las lobotomías: la eminencia.

Linus Pauling y el poder de la eminencia

El norteamericano Linus Pauling fue un químico eminente y una de las pocas personas que ganó dos veces el premio Nobel. Fue uno de los primeros químicos cuánticos y recibió el premio Nobel de Química en 1954 por su enorme contribución al conocimiento de los enlaces químicos. Publicó la increíble cantidad de 1.200 artículos y libros, incluido un libro de texto sobre enlaces químicos utilizado por estudiantes de todo el mundo. En 1962 recibió el premio Nobel de la Paz por su campaña contra las pruebas nucleares terrestres y en 1969 el premio Lenin de la Paz por su activismo en defensa de los Derechos Humanos.

Hasta ahí todo bien. El que lo traiga a colación en un artículo sobre la vitamina C me sirve de introducción a la diferencia entre la ciencia basada en eminencias y la ciencia basada en evidencias. Las opiniones o consejos que provienen de un científico o médico con una reputación establecida y a menudo estelar, pero que carecen de evidencia, están “basados en eminencias”. Contrastan con la ciencia “basada en evidencias”, es decir, la respaldada por estudios adecuados. En el caso de cuestiones de salud, lo ideal es que sean ensayos aleatorios controlados con placebo.

Todos y cada uno de los descubrimientos y todos y cada uno de los artículos científicos que publicó Pauling estaban basados en la aplicación estricta del método científico, es decir, en evidencias empíricas que cualquier otro científico cualificado podía repetir para ratificarlas o refutarlas.

Curiosamente, ese eminente científico que había publicado cientos de artículos revisados por pares en las principales revistas científicas del mundo, publicó en 1970 un libro, La vitamina C y el resfriado común, en el que afirmaba que el resfriado común se puede curar a base de ingerir vitamina C. Escribió que él mismo predicaba con el ejemplo, pues tomaba varios gramos al día para prevenir los resfriados.

Increíblemente, Pauling, científico respetabilísimo, no ofrecía ninguna evidencia que sostuviera tal cosa salvo su propia experiencia personal y la de su esposa. Pero como Pauling era aclamado como uno de los científicos más importantes del mundo, la prensa aplaudió entusiasmada la historia de la vitamina C y los suplementos de la vitamina volaron de los estantes. Poco después, los laboratorios farmacéuticos de todo el mundo añadieron a sus fármacos el marchamo “Contiene vitamina C”. La evidencia había sido superada por la eminencia.

Aunque el desvío de Pauling hacia los consejos de salud basados en la eminencia pueda resultarnos sorprendente, el hecho es que hasta el siglo XX, cuando comenzaron a surgir los ensayos clínicos, desde la época de Hipócrates la medicina se basaba esencialmente en la eminencia, como probaron, entre otros muchos vendehumos, los doctores Kellogg y Freeman.

Corn flakes y chorros de agua: los remedios absurdos de John Kellogg

John Harvey Kellogg, ¡sí el Kellogg de los cereales!, alcanzó fama universal afirmando que curaba diversas enfermedades con dietas vegetarianas, ejercicio, baños y yogur. Era un excelente comunicador que se hizo famoso entreteniendo a los pacientes de su balneario en Battle Creek, Michigan, con un “experimento” que consistía en arrojar un chuletón y un plátano a un chimpancé.



El simio ignoraba el bistec y se zampaba el plátano en un santiamén, lo que servía para que Kellogg proclamara a la audiencia que incluso esa criatura primitiva sabía que la carne no es buena como alimento. Kellogg creía que comer carne era “sexualmente inflamatorio” y sostenía que las personas que comían beicon en el desayuno estaban condenadas a masturbarse, una actividad que las llevaría a la pudrición del cerebro y a la locura.

Según Kellogg, los copos de maíz, sus corn flakes, eran el alimento antiafrodisíaco del desayuno. En Rational Hydrotherapy, un libro de más de mil páginas que publicó en 1900 y vendió como churros, afirmaba sin evidencia alguna que todas las enfermedades conocidas podían curarse mediante la aplicación de agua fría, caliente o tibia.

Sin encomendarse a dios ni al diablo, describió cómo los chorros de agua dirigidos a diversas partes del cuerpo eran curativos y que las plantas de los pies están conectadas por nervios con los intestinos, los genitales y el cerebro. No había pruebas de nada de esto, claro está, pero Kellogg, al que hoy llamaríamos gurú o influencer, era un médico destacado cuyas afirmaciones, por insensatas que fueran, no eran cuestionadas.

Walter Freeman, el “doctor picahielos”

Los tratamientos de Kellogg eran pan comido comparados con los de Walter Freeman, el “doctor picahielos”, un ejemplo dramático de lo que les ocurre a los pacientes que ponen su fe en la eminencia en lugar de en la evidencia.

Freeman se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Pensilvania y posteriormente obtuvo un doctorado en Neuropatología. Llegó a creer que las enfermedades mentales se podían tratar quirúrgicamente e inventó la “lobotomía transorbital”, un procedimiento que implicaba penetrar el cerebro con un instrumento parecido a un picahielos a través de la cuenca del ojo para cortar la conexión de los lóbulos frontales con el hipotálamo.

Para Freeman la nueva técnica era tan simple y sencilla de explicar que en veinte minutos podía enseñar a cualquier tonto a llevar a cabo una lobotomía, incluso a un psiquiatra, especialidad médica que un neurólogo organicista como Freeman tenía en muy baja estima.

Convencido de su éxito, Freeman hizo que le fabricaran el macabro Lobotomovil, una furgoneta en cuya parte posterior se adaptó un quirófano con el que recorrió Estados Unidos dedicado a lobotomizar a casi tres mil quinientas personas. Primero se la aplicó a esquizofrénicos severos, luego amplió el rango a otras enfermedades psiquiátricas, a las depresiones, las obsesiones, la agresividad y la homosexualidad, hasta llegar a las "personas normales", vendiéndolo como "rejuvenecedor de la personalidad" e incluyéndolo, también, como tratamiento del retardo mental ligero por problemas en el parto.

Izquierda: dibujo del libro de Freeman Psicocirugía en el tratamiento de los trastornos mentales y el dolor intratable, muestra su instrumento de lobotomía transorbital inspirado en un picahielos. Derecha: Freeman, “el mayor defensor y pionero de la lobotomía en el mundo”, practicando una lobotomía.


Freeman administraba dos o tres choques eléctricos rápidamente, para dejar inconsciente al paciente. Inmediatamente, le introducía un picahielo bajo el párpado y utilizaba un mazo para darle un golpe seco con el que atravesaba la órbita para acceder a los lóbulos frontales por la vía lacrimal.

Hábil, lo que se dice hábil, sí lo era. Demostró que podía realizar, en el Lobotomovil, más de una docena de lobotomías en una tarde. Eso explica que en 1953 eran ya 20.000 los estadounidenses que tenían destruidos para siempre sus lóbulos frontales gracias a las técnicas de Freeman y sus seguidores. Afortunadamente, en la década de los años 50 apareció la química, que empezó a ser un recurso para los neurólogos y pronto desplazó a la psicocirugía, pero fueron también los primeros años de la epidemia de adicción a los opioides que sufre hoy Estados Unidos.

La eminencia de Freeman se debió en gran parte a haber lobotomizado a Rosemary Kennedy, hermana del futuro presidente. Su padre, el mafioso Joseph P. Kennedy, consideró que los erráticos cambios de humor, las dificultades de aprendizaje y el comportamiento agresivo de Rosemary, que había nacido en un parto complicado, no eran apropiados para un Kennedy. Freeman la lobotomizó. Pasó el resto de sus sesenta años de vida sin poder caminar ni hablar correctamente, con incontinencia absoluta y la edad mental de una niña de dos años.

Desde 1936 en adelante se realizaron decenas de miles de lobotomías en Estados Unidos y Freeman continuó operando durante décadas. El inventor de la lobotomía, el neurólogo portugués Egas Moniz, recibió el Premio Nobel de Medicina en 1949. Los principales centros médicos de Estados Unidos (Harvard, Yale, Columbia y la Universidad de Pensilvania) realizaron regularmente variaciones de la operación básica hasta bien entrado la década de 1950.

Freeman no tenía pruebas de que el procedimiento fuera un tratamiento eficaz para las enfermedades mentales, pero increíblemente y gracias a su labia, a su autopromoción y al aplauso de los medios, logró realizar cientos de lobotomías antes de que se le prohibiera realizar el procedimiento debido a la alarmante tasa de complicaciones.

Hoy hay toda una nueva tropa de médicos cuya eminencia se debe más a su exposición en los medios y a la publicidad engañosa que a sus logros científicos. Mira a tu alrededor y seguro que se te ocurre algún doctor convertido en megainfluencer que utiliza continuamente su fatua “eminencia” para poner palos en la rueda del lento pero seguro carro de la evidencia.

Cuídate de ellos y toma vitamina C si te peta, que nunca está de más siempre que no superes la dosis médica recomendada, unos 100 mg diarios, que se incorporan a nuestro organismo en cualquier dieta equilibrada que contenga frutas y verduras. Lo demás es vicio, inane, pero vicio.