Vistas de página en total

martes, 30 de septiembre de 2025

CÓMO ENAMORARSE DE UN HONGO VISCOSO (MANUAL DEL KOMBUCHERO MODERNO)

 

La kombucha es, probablemente, el único brebaje en la historia que consigue que la gente pague cinco euros por lo que básicamente es té olvidado en la encimera hasta que se ha puesto raro. Se la publicita como bebida detox, fuente de probióticos, chispa energética y, por supuesto, como algo “ancestral” (porque todo lo que es ancestral vende mejor que lo moderno).

El resultado es que medio mundo cool bebe kombucha convencido de que así vivirá más, tendrá una microbiota feliz y, de paso, quedará estupendo en Instagram.

El monstruo gelatinoso de la jarra

El secreto de la kombucha es el famoso SCOBY, acrónimo de “Symbiotic Culture Of Bacteria and Yeast”. Dicho de otro modo: una especie de posavasos gelatinoso, viscoso y francamente inquietante que flota en la superficie del té como un extraterrestre en miniatura.

Ese SCOBY es la comunidad microbiana que fermenta el té azucarado, produciendo ácidos, gases y un puntito de alcohol. Lo que antes sería un “té estropeado” ahora es una bebida cool que promete rejuvenecer hasta al más cascado.

En casa, criar un SCOBY es como adoptar una medusa doméstica. Hay que alimentarlo, vigilar que no se muera, y rezar para que no coja moho y convierta tu cocina en un episodio de Cazadores de Mitos.

El sabor de la inmortalidad (o del vinagre con gas)

Los entusiastas describen la kombucha como “refrescante, chispeante, con notas de fruta y un toque ácido”. Los escépticos, en cambio, suelen decir: “sabe como a vinagre con gas”. Ambas descripciones son correctas.

El sabor depende del tiempo de fermentación: cuanto más fermenta, más se acerca a la experiencia de beber vinagre balsámico con una rodaja de limón. Para suavizarlo, la industria añade sabores como mango, jengibre, frutos rojos o pepino con albahaca. Y, milagrosamente, lo vende en botellitas pequeñas a precio de champán.

El milagro embotellado (pero sin microbios vivos)

La kombucha industrial, la que encuentras en el supermercado, suele pasteurizarse para que no siga fermentando en la estantería. Es decir: se mata a los microbios que supuestamente la hacen mágica. El resultado es un refresco ácido, con marketing espiritual y con menos bichos vivos que un tetrabrik de leche. Pero da igual: el consumidor moderno no compra microbios, compra etiquetas.

La kombucha se elabora combinando té infusionado con un SCOBY (un cultivo simbiótico de bacterias y levaduras, a veces llamado "madre") y un poco de azúcar. El azúcar alimenta a las bacterias y la levadura, y la bebida fermenta y se convierte en una kombucha ácida y ligeramente efervescente. La levadura activa transforma el azúcar durante la fermentación bacteriana, por lo que la bebida contiene trazas de alcohol.

Como toda moda saludable que se precie, la kombucha viene acompañada de una historia con tintes místicos. Que si nació en China hace más de 2.000 años, que si era la bebida de los samuráis, que si Gengis Kan la llevaba en su cantimplora (dato probablemente falso, pero ¿quién va a discutirlo?).

La realidad es más prosaica: es té fermentado con azúcar. Pero claro, “té fermentado” suena menos sexy que “el elixir ancestral de la longevidad”.

El ritual del iniciado

Hacer kombucha en casa es relativamente sencillo, si no te asusta tener un ser gelatinoso creciendo en un tarro sobre la encimera. Mezclas té azucarado con el SCOBY, esperas unos días, cruzas los dedos y obtienes una bebida que, si todo va bien, no te mata.

La segunda fermentación —esa donde se añaden frutas, hierbas o especias— es el momento en que el aficionado se convierte en alquimista. Algunos producen sabores delicados. Otros acaban con una bomba gaseosa que explota al abrir la botella y redecora la cocina con un nuevo patrón de manchas ácidas.

La religión del vinagre cool

La kombucha ha alcanzado la categoría de religión hipster. No es solo bebida: es un estilo de vida. Si bebes kombucha, das a entender que haces yoga, que meditas, que reciclas compulsivamente y que probablemente sabes lo que es un “chakra”.

En festivales de música alternativa se vende kombucha a cinco euros el vaso, con nombres poéticos como “Amanecer de hibisco” o “Energía lunar de cúrcuma”. Al lado, la cerveza cuesta lo mismo, pero claro, la kombucha no tiene culpa de tu resaca.

La kombucha no es mala. Tiene bacterias y levaduras que, en teoría, pueden hacer cosas útiles en tu intestino. Es refrescante, diferente, menos azucarada que los refrescos tradicionales. El problema no es la kombucha en sí, sino la mitología que la rodea.

Al final, la kombucha es té azucarado convertido en vinagre espumoso gracias a una medusa bacteriana. Si te gusta, bébela. Si no, recuerda que la humanidad ha sobrevivido siglos con agua, vino y cerveza. Y ninguno de ellos venía con SCOBY.

KÉFIR: LECHE CADUCADA CON PEDIGRÍ

 

Hubo un tiempo en que el kéfir era un secreto caucásico custodiado por pastores que lo fermentaban en pellejos de cabra colgados de las puertas. Hoy, el kéfir está en todas partes: en los lineales del supermercado, en cuentas de Instagram con más filtros que bacterias, y en neveras urbanitas donde compite por espacio con el hummus, la kombucha y tres aguacates de oferta.

El kéfir, dicen, alarga la vida, cura el alma, da brillo al pelo y probablemente resucita a los muertos si se toma lo bastante frío. O al menos eso sugiere la publicidad encubierta. Porque, en la práctica, el kéfir es básicamente leche echada a perder con estilo.

Una especie de zoológico con burbujas

El secreto del kéfir son los gránulos de kéfir, unas bolitas gelatinosas que parecen coliflor en miniatura y que, si uno las mira demasiado, dan ganas de llamar a control de plagas. Esos gránulos son colonias vivas de levaduras y bacterias, los mismos microbios que en otras circunstancias nos obligarían a tirar el cartón de leche a la basura. Aquí, sin embargo, se les celebra como superhéroes digestivos.

Esos microbios transforman laboriosamente la leche en un líquido burbujeante, ácido, a ratos cremoso, a ratos sospechoso. Según los entusiastas, ese mejunje contiene probióticos milagrosos que reequilibran la flora intestinal, rejuvenecen la piel y devuelven la esperanza a Occidente. Según los escépticos, sabe como si alguien hubiera intentado hacer yogur en una lavadora.

El ritual del urbanita ilustrado

Cuidar kéfir en casa es parecido a tener un acuario, pero sin peces y con más olor a yogur agrio. Cada día hay que colar los gránulos, alimentarlos con leche fresca y devolverlos al tarro. Si se te olvida, los microbios se rebelan y producen un líquido más ácido que el humor británico.

Algunos aficionados incluso les ponen nombre a sus gránulos (“Kefirito”, “Burbu”), les hablan suavemente y suben fotos a redes sociales. Y es que, en el ecosistema hipster, nada es realmente tuyo hasta que lo documentas con un filtro vintage.

El kéfir industrial: cuando la rebeldía se envasa

Por supuesto, la industria no iba a dejar pasar la fiebre del kéfir. Hoy se puede comprar embotellado, pasteurizado y con sabores a mango, frutos rojos o “detox verde”. Lo único que le falta es burbujear de verdad, porque los microbios vivos desaparecen en el proceso de pasteurización. Pero da igual: el consumidor moderno compra la idea del kéfir tanto como el kéfir en sí. Un kéfir pasteurizado con sabor a fresa es un poco como un unicornio sin cuerno, pero al menos cabe en la mochila de yoga.

El márketing del milagro

Si creemos la retórica, el kéfir es el nuevo Santo Grial. Contiene probióticos que “equilibran la microbiota intestinal” (frase mágica que justifica cualquier precio), es bajo en lactosa (aunque te sienta como un tiro, la culpa será tuya, nunca del kéfir), y aporta calcio, proteínas y vitaminas que podrías conseguir perfectamente con un vaso de leche normal.

El kéfir, además, viene con una narrativa exótica: que si los monjes tibetanos, que si los pastores caucásicos de longevidad legendaria, que si los zares que lo veneraban. Casi se espera que en la etiqueta aparezca Rasputín recomendándolo para el cutis.

Kéfir, el hermano menor de la kombucha

En el mapa de las modas fermentadas, el kéfir ocupa el lugar intermedio: más sofisticado que un yogur de supermercado, menos intimidante que una kombucha con sabor a remolacha y jengibre. Es el fermentado que eliges cuando quieres parecer alternativo, pero no tanto como para beber algo que parece té mohoso.

Y, como la masa madre o el kimchi, el kéfir sirve de pasaporte cultural: consumirlo es demostrar que uno se preocupa por su microbiota, su karma y su huella de carbono. Aunque luego se vaya en SUV al gimnasio.

El kéfir es, en esencia, un experimento de biología doméstica que nos recuerda una verdad incómoda: gran parte de lo que comemos depende de bacterias y levaduras que trabajan gratis para nosotros. Lo demás es adorno.

Si usted disfruta del kéfir, enhorabuena: ha encontrado un modo de beber leche caducada con orgullo. Y si no, tampoco se preocupe: siempre podrá presumir de masa madre, que al menos no se bebe.

FERMENTADOS HIPSTERS: UNA TRILOGÍA BURBUJEANTE

 

Hubo un tiempo en que la fermentación era cosa seria. Pan, queso, vino, cerveza: pura supervivencia. Hoy, sin embargo, la fermentación se ha convertido en moda urbana, en fetiche gourmet y en pasaporte identitario. No basta con comer: hay que criar microbios, darles nombre, fotografiarlos con filtros vintage y vender el resultado como elixir de salud eterna.

En esta trilogía burbujeante exploraremos tres de los iconos modernos de la fermentación:

Pan hipster: la religión de la masa madre — donde un tarro de harina y agua se convierte en mascota espiritual y excusa para cobrar siete euros por una hogaza.

Kéfir: leche caducada con pedigrí — la bebida caucásica que huele a yogur agrio, se cuida como un tamagotchi y se presume como si fuera longevidad embotellada.

Cómo enamorarse de un hongo viscoso (manual del kombuchero moderno) — la historia de cómo un posavasos gelatinoso llamado SCOBY logró convertirse en bebida de moda a precio de champán.

Una trilogía de microbios, burbujas y exageraciones que demuestra que, en el fondo, seguimos siendo los mismos humanos de siempre: asustados de los gérmenes… salvo cuando nos los venden en botellita con etiqueta minimalista.

PAN HIPSTER: LA RELIGIÓN DE LA MASA MADRE

La masa madre está hasta en la sopa. Bueno, en la sopa no, porque se hundiría y haría un pegote marrón, pero ya me entienden. El caso es que el pan de masa madre se ha convertido en el nuevo tótem urbano. No hay calle sin una panadería con ladrillo visto, lámparas Edison y un panadero con barba de leñador que, entre hogaza y hogaza, te explica que su masa madre procede de una cepa del siglo XIX rescatada de un convento tibetano.

El mensaje es claro: si compras este pan, eres mejor persona. Te preocupas por tu salud, por el planeta y por el bienestar espiritual de las bacterias lácticas. Y si no lo compras, básicamente odias a tu cuerpo, a tu abuela y a Greta Thunberg.

El Frankenstein microbiano

Pero, en serio: ¿qué es la masa madre? Pues nada más (y nada menos) que un mejunje de harina y agua que, abandonado a su suerte, se convierte en un microcosmos bullicioso de levaduras y bacterias. Es como un tamagotchi: hay que alimentarlo, vigilarlo, hablarle cariñosamente, y si se te olvida durante una semana huele como un calcetín olvidado en el gimnasio.

Las levaduras (Saccharomyces cerevisiae y primas exóticas con nombre de mueble de IKEA como Kazachstania exigua) producen dióxido de carbono y alcohol. El gas hace que la masa suba; el alcohol se evapora. Nadie se emborracha con pan, por desgracia.

Las bacterias lácticas (Fructilactobacillus sanfranciscensis y compañía) generan ácidos que aportan acidez, sabor y un aura de superioridad moral. Y algunas bacterias acéticas aportan ácido acético, ideal para recordarte que tu cocina puede oler como un vinagrillo con patas. Todas juntas forman un ecosistema digno de un congreso de Naciones Unidas: conviven, colaboran, se reparten el trabajo. Una utopía socialista en miniatura.

Pan industrial: el primo cutre

Frente a este balé de fermentación lenta, está el pan industrial, que es como el primo cutre que aparece en Navidad con chándal y reguetón a todo volumen. Harina, agua, levadura de sobre y ¡zas!, al horno en un par de horas. Resultado: un pan que dura lo mismo que una promesa electoral y cuya miga se convierte en goma de borrar al día siguiente.

La masa madre es un tipo de levadura 100% natural. Es un fermento compuesto por harina de trigo u otro cereal y agua. No contiene levaduras comerciales. La misma mezcla de ambos ingredientes propicia la reproducción de microorganismos capaces de fermentar la masa. 

Comparado con eso, la masa madre parece la aristocracia del pan. Se conserva más, sacia más, se digiere mejor y, sobre todo, se vende mucho más cara. Porque, claro, la paciencia se paga, y los panaderos hipsters cobran cada minuto extra de fermentación como si fuera un tratamiento de spa.

Conseguir masa madre en casa es fácil en teoría: mezclas harina y agua y esperas. En la práctica, se convierte en un ritual de iniciación hipster. Cada día debes “alimentar” tu masa madre, observarla, acariciarla verbalmente. Algunos incluso le ponen nombre: “Manolita”, “Burbulina”, “Kefirina”. Y luego presumen de ella en Instagram, como si hubieran parido un segundo hijo que huele a vinagre.

El resultado, si tienes paciencia, es un tarro burbujeante que parece poseído. Y si lo olvidas en la nevera demasiado tiempo, tienes que decidir entre resucitarlo con varios “refrescos” o declararlo muerto y empezar otra vez. (Consejo: nunca lo entierres en el jardín. Los vecinos no lo entenderán).

En las panaderías, la masa madre se trata como una reliquia sagrada. “Nuestra masa madre lleva 120 años sin interrupción”, proclaman con solemnidad, como si fueran custodios del Santo Grial. Lo que no te dicen es que, en la práctica, cualquier masa madre bien cuidada puede durar lo mismo. Y que, de perderla, basta con empezar otra. La supuesta “continuidad histórica” de la masa madre es tan fiable como los árboles genealógicos medievales.

Eso sí: si no tienes paciencia para criar tu propia criatura burbujeante, siempre puedes comprarla. Hay empresas que liofilizan la masa madre, la reducen a polvo y te la venden en bolsitas. Es la versión “instantánea”: añade agua y obtén pan con pedigree. Eso sí, los bichitos están muertos. O sea, es como comprar un acuario con peces de plástico.

La granja invisible

Conviene recordar que la masa madre no es magia: es ganadería, pero microscópica. Igual que criamos vacas para obtener leche, aquí criamos levaduras y bacterias para inflar hogazas. Lo llevamos haciendo desde hace milenios, mucho antes de que hubiera baristas con tatuajes de espiga en el antebrazo.

Y sí: los panes de masa madre son nutritivos, digestivos, aromáticos. Pero también son el vehículo perfecto para una cierta pose social. Comer pan de masa madre se ha convertido en una declaración política: “Yo soy de lo artesano, lo local, lo auténtico”. Es como llevar tote bag de algodón orgánico o pedalear en fixie: más que una elección práctica, es una bandera identitaria.

Lo irónico es que, detrás de tanta estética de azulejo blanco y madera reciclada, la masa madre es pura ciencia aplicada. Un laboratorio natural que degrada gluten y ácidos molestos, produce vitaminas, y mantiene el pan fresco sin conservantes. Cada tostada de masa madre es un ensayo de bioquímica comestible.

El problema es que nadie te lo vende así. En lugar de explicarte que las bacterias producen ácidos orgánicos que ralentizan el crecimiento de mohos, el panadero hipster te suelta que “este pan respira”. Y claro, tú asientes con reverencia mientras pagas siete euros por una hogaza que pesa como un ladrillo y tiene la corteza más afilada que una navaja suiza.

La masa madre es maravillosa, sí, pero no es brujería ni la cura del cáncer. Es harina, agua y tiempo, habitados por un ejército microscópico que lleva milenios trabajando gratis para nosotros. Cada burbuja es un acto de cooperación bacteriana; cada hogaza, un homenaje a lo invisible.

Que hoy se venda envuelta en retórica hipster es casi anecdótico. Lo importante es que funciona. Y, si lo piensas bien, es uno de los pocos seres vivos que puedes criar, trocear, hornear y comer con mantequilla... o con aguacate.

ALREDEDOR DE UNA FLOR: LOS DOS BARES PRIVADOS QUE MANTIENEN VIVA A UNA LIANA BRASILEÑA

 

Amphilophium mansoanum. Foto de Kew Garden

Si alguna vez has pensado en las flores solo como bonitas decoraciones de jardín o como escenarios de citas para abejas, conviene que ajustes el enfoque. Porque, en realidad, una flor se parece más a un restaurante muy sofisticado: hay una carta, un horario de apertura, un personal de cocina microscópico y, sobre todo, una clientela exigente.

En la selva brasileña, una trepadora llamada Amphilophium mansoanum lleva este concepto a un nivel de virtuosismo que haría palidecer a cualquier restaurador de moda.

Una bebida que mueve el mundo

El néctar, esa palabra que suena a mito griego, es mucho más que un dulzor pegajoso. Es la gasolina líquida de la polinización. Las plantas lo fabrican como pago —o soborno, si se quiere— para conseguir que insectos, aves o murciélagos hagan el trabajo sucio de trasladar polen de un sitio a otro.

Pero el néctar no es un refresco uniforme. Varía en el tipo de azúcar, en la concentración, en el bouquet de proteínas, aceites y compuestos aromáticos. Lo mismo que no todos los vinos saben igual, no todos los néctares atraen al mismo público. Y como la producción de esa bebida exige un gasto considerable de energía, cada planta se convierte en una estratega consumada: calcula cuánta cantidad ofrecer, en qué momento exacto y en qué parte del cuerpo floral.

El doble restaurante de Amphilophium mansoanum

Aquí entra en escena nuestra liana protagonista. Esta pariente de las bignonias ha optado por una fórmula audaz: cada flor presenta dos tipos de nectarios distintos. Los primeros, llamados nupciales, son los anfitriones del gran banquete de la polinización. Se esconden en la base interior de la flor, como un club privado, y ofrecen a las abejas una mezcla rica en sacarosa y aminoácidos especiales. Los segundos, los extranupciales, se sitúan en el exterior, en el cáliz, y cumplen una misión menos romántica pero igual de vital: atraen hormigas y otros insectos que, a cambio de esa merienda gratuita, vigilan la planta contra herbívoros y posibles intrusos.

La analogía con un local de restauración es casi perfecta: dentro, un salón selecto que abre solo durante el momento clave del cortejo; fuera, una barra abierta todo el día para los clientes habituales que hacen de porteros.

Flores y botones florales activos en secreción en Amphilophium mansoanum (Bignoniaceae). (A–C) Abejas buscando néctar nupcial acumulado en la cámara nectarífera. (A) Centris scopipes posada en los lóbulos inferiores de la corola, comienza a entrar en una flor de manera ortodoxa. (B) Epicharis flava visita ortodoxamente una flor; nótese la porción dorsal del cuerpo de la abeja tocando las anteras (flecha). (C) Oxaea flavescens roba néctar perforando externamente la base de la corola. (D) Musca domestica recolectando néctar acumulado en la superficie del cáliz de una flor; nótese la gota de néctar en su aparato bucal (flecha). (E, F) Hormigas buscando néctar extranupcial en botones florales. (E) Crematogaster sp. recoge en nectarios extraflorales; nótense los puntos en la superficie del cáliz que corresponden a las glándulas en forma de volcán. (F) Camponotus cf. sericeiventris visitando nectarios extranupciales. (G) Botón floral de aproximadamente 40 mm que muestra dos grandes gotas de néctar en la porción superior derecha del cáliz y pequeñas gotas de néctar que comenzaron a acumularse en la porción izquierda (detalle), las cuales posteriormente formarán una gota grande. (H) Flores funcionales que muestran gotas de néctar alrededor de los márgenes del cáliz, como un collar de perlas. Barras de escala: (A) = 30 mm; (B, C) = 15 mm; (D, F) = 5 mm; (E) = 1 mm; (G) = 10 mm, detalle = 500 µm; (H) = 20 mm. Foto: Balduino et al. 2023.

De la química a la arquitectura

Hasta hace poco, los botánicos sabían bastante de las recetas que se servían en estos dos bares. Los análisis habían mostrado, por ejemplo, que el néctar nupcial es una especie de cóctel de lujo —más azúcar, aminoácidos finos— mientras que el extranupcial es más rústico, con predominio de azúcares simples como las hexosas. Lo que faltaba era entender cómo la maquinaria física de cada nectario producía y liberaba esas mezclas en el momento exacto.

Ahí es donde entra la investigación reciente de Hannelise Balduino y su equipo, quienes decidieron mirar no solo lo que gotea del nectario, sino el propio nectario como si fuera una fábrica en miniatura. Armados con microscopios capaces de revelar tejidos enteros y orgánulos invisibles al ojo humano, siguieron el proceso desde que el capullo floral es apenas un brote verde hasta que la flor se abre en todo su esplendor.

El club privado: nectarios nupciales

El resultado es una pequeña obra de ingeniería celular. Los nectarios nupciales forman un discreto disco de tejido justo debajo del ovario. Incluso antes de que la flor se abra, ya están en marcha: sus células acumulan almidón, aceites, proteínas y compuestos fenólicos, como si prepararan el catering de una boda.

En el momento en que los pétalos se despliegan, se produce una transformación vertiginosa. El almidón se descompone en azúcares más simples; las vacuolas —esas bolsas acuosas dentro de las células— se expanden; el citoplasma se llena de proteínas y aceites.

El efecto es un estallido de néctar rico en azúcar, justo cuando las abejas comienzan sus rondas matutinas. Es el equivalente floral a abrir la barra libre en el instante en que llegan los invitados más importantes.

Este ritmo frenético tiene sentido: la polinización es una carrera contra el reloj. Si el néctar se ofreciera demasiado pronto, se perdería; si llegara tarde, la flor correría el riesgo de no ser fecundada. Las células del nectario nupcial actúan como un equipo perfectamente coordinado, ajustando su metabolismo para ese momento crítico.

Micrografías de A. mansoanum. (a) Aspecto del disco de nectarios (disco nectarífero) en yemas preflorales, visto con estereomicroscopio. (b–f) Micrografías al microscopìo electrónico SEM. (b) Estomas distribuidos irregularmente en la superficie del disco nectarífero. (c) Detalle que muestra estomas comunes junto con estomas grandes y prominentes con poros amplios. Obsérvense las células oclusivas con rebordes cuticulares. (d) Estoma elevado gigante. (e) Flor del primer día; disco nectarífero cubierto con residuos de secreción floculante. (f) Estoma elevado con un poro circular ancho lleno de residuos de secreción. Foto de Balduino et al. 2025.

El bar de barrio: nectarios extranupciales

En cambio, los nectarios extranupciales son el ejemplo de la paciencia. Situados en el cáliz, fuera de la flor, comienzan a trabajar desde que el brote es joven y siguen produciendo néctar de manera constante durante varios días.

Su estructura en tres partes —cabeza, pedúnculo y pie— les permite un flujo lento y seguro. Y su néctar, más rico en lípidos y compuestos aromáticos, tiene ventajas muy concretas: resiste mejor la desecación, frena la proliferación de microbios y seduce a una clientela variada, desde hormigas hasta pequeños insectos oportunistas.

Esta estrategia convierte a las hormigas en una especie de ejército de seguridad. A cambio del suministro continuo, merodean por la flor y ahuyentan a herbívoros y larvas hambrientas. Es como tener un grupo de porteros gratis que nunca se toman un descanso.

Dos personalidades, una sola flor

La comparación entre ambos sistemas es casi de manual de psicología. Los nupciales son impulsivos, de acción rápida, con una misión clara: atraer polinizadores en un breve periodo de tiempo. Los extranupciales, en cambio, son pacientes y persistentes, orientados a las relaciones largas y a la protección continua.

Y, sin embargo, trabajan en armonía. Mientras unos aseguran la reproducción sexual de la planta, los otros garantizan su supervivencia física frente a amenazas externas.

En términos energéticos, esto supone una auténtica coreografía. Producir néctar cuesta recursos, así que la planta ajusta cada menú con una precisión admirable. Nada de derrochar glucosa porque sí: todo responde a una agenda biológica que equilibra inversión y recompensa.

La vida secreta de los nectarios

Lo que Balduino y sus colegas dejan claro es que los nectarios no son simples caños que gotean jarabe. Son sistemas dinámicos y altamente especializados. Almacenan energía en forma de almidón, fabrican enzimas, coordinan la liberación de azúcares, lípidos y proteínas, y modulan su actividad según el momento de la floración. Son fábricas microscópicas que trabajan con una precisión que haría envidiar a cualquier laboratorio de biotecnología.

Este nivel de detalle ayuda a entender mejor la intrincada red de interacciones ecológicas que sostienen un ecosistema. Cada abeja que se posa, cada hormiga que patrulla, cada gota de néctar que se evapora forma parte de un engranaje mayor que asegura la continuidad de la especie y, en última instancia, de la selva misma.

Lo más llamativo, quizás, es que todo esto sucede sin que nadie lo perciba. A simple vista, una flor de A. mansoanum es solo una flor. Pero dentro se libra una microhistoria de química, arquitectura celular y estrategia evolutiva. En el fondo, cada sorbo de néctar que toma una abeja es la culminación de millones de años de ajustes genéticos, una danza de moléculas que permite a la planta seducir a sus colaboradores y defenderse de sus enemigos.

Quizá la próxima vez que veamos una abeja inclinarse sobre una corola, convenga pensar que no está solo bebiendo un líquido azucarado. Está participando, sin saberlo, en una obra de ingeniería natural que combina gastronomía, seguridad y biología avanzada.

Un bar de alta cocina dentro de un pétalo. Un contrato social firmado en gotas almibaradas.

lunes, 29 de septiembre de 2025

MI SOMBRERO NUNCA PISÓ PANAMÁ

 

Por primera vez en mi vida, hace un par de veranos decidí comprar un sombrero, un “buen sombrero”, diría yo. En una sombrerería especializada de Dénia, donde paso el verano, adquirí un “sombrero panamá”. Venía acompañado de una cumplida etiqueta en la que aprendí algunas cosas que despertaron mi interés. Les cuento.

Para empezar, un sombrero “panamá” nunca ha visto Panamá. Ni falta que le hace. Su vida empieza muy lejos de las esclusas del canal, en la costa ecuatoriana, donde el aire huele a sal y a hojas de toquilla recién cortadas. Allí, en pueblos como Montecristi o Jipijapa, manos pacientes, generalmente femeninas, tejen una prenda que puede tardar semanas, incluso meses, en nacer.

La planta de toquilla, Carludovica palmata, que parece una pequeña palmera pero que en realidad es una pariente tropical del jengibre, fue descrita por los botánicos españoles Ruiz y Pavón en 1798, que tuvieron a bien dedicar el nombre genérico Carludovica en honor de Carlos IV de España y su esposa María Luisa de Parma.

Aspectos botánicos de Cardoluvica palmata. 1: porte general de la planta, una herbácea de 1,5 a 2,5 m de altura. 2: las inflorescencias nacen en la axila de una bráctea foliácea. 3: inflorescencia femenina. 4: sección longitudinal de la inflorescencia. 5: infrutescencia mostrando flores femeninas transformadas en frutos rojos.

Una vez cosechada en los campos de cultivo, la planta se cuece, se seca y se blanquea. De esas hebras finísimas surge una tela flexible y fresca que unas buenas manos artesanas pueden apretar hasta que un sombrero entero pase por el aro de un anillo. Para hacer un solo sombrero de paja toquilla – que es como se conoce en Ecuador-, se necesitan como mínimo tres artesanos: el toquillero, que es el que recoge la paja, la seca y le hace un tratamiento con azufre hasta que la fibra pierde todo verdor y adopta ese color pajizo tradicional que lo hace único. El que lo teje que, dependiendo de cuántos nudos tenga puede llegar a tardar hasta ocho meses en su elaboración. Y el que lo pule, le hace los terminados a los bordes y lo plancha.

Mientras los tejedores trabajan a la sombra, los nombres viajan a su aire. En el siglo XIX, Ecuador enviaba su mercancía al mundo a través de los puertos panameños. Por allí pasaban buscadores de oro rumbo a California, comerciantes ingleses, aventureros de medio pelo. Todos querían un sombrero ligero para cruzar el istmo abrasador. El sombrero se convirtió en parte del paisaje panameño sin ser panameño, como esos turistas que se quedan a vivir en Lisboa y acaban diciendo, como Antonio Tabucchi, que son más lisboetas que Pessoa.

La confusión se consolidó con una fotografía. En 1906, Theodore Roosevelt viajó a Panamá para supervisar las obras del canal, uno de esos proyectos que mezclaban épica, ingeniería y malaria. Se dejó retratar con un sombrero de toquilla, elegante y blanco, mientras observaba las excavadoras. La prensa estadounidense no preguntó de dónde venía la pieza: la llamó “Panama hat” y asunto resuelto. Desde entonces, el nombre quedó pegado como una etiqueta mal puesta.

Vagón de tren en el que Theodore Roosevelt (en el centro con un sobretodo blanco) recorrió las obras del canal de Panamá.

A Roosevelt quizá le habría divertido saber que cada sombrero es una novela en miniatura. Los hay de Cuenca, de Jipijapa, de Montecristi. Los hay de ala ancha, estrecha, con pliegue central, con hendiduras a los lados. Un Montecristi superfino —el Rolls Royce del ramo— puede costar varios miles de dólares y parecer más una tela que una paja. En 2012, la UNESCO lo declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, lo que suena solemne pero no evita que la mayoría del mundo siga creyendo que nació en Panamá.

Aún hoy, si uno pasea por las plazas de Cuenca, Ecuador (no se confunda), ve a las tejedoras, casi siempre mujeres, con las manos en un vaivén hipnótico. No tienen prisa: saben que la prisa es enemiga de la perfección. Lo que sale de allí no es solo un sombrero, sino una resistencia silenciosa a la velocidad del mercado.

El “panamá” es, en el fondo, un ecuatoriano con pasaporte falso. Como muchos expatriados involuntarios, ha vivido mejor gracias a la confusión: le permitió conquistar las cabezas de Hollywood, de otro presidente Roosevelt, Franklin Delano, de los mafiosos de La Habana, de hombres elegantes como Frank Sinatra y Paul Newman, que los inmortalizaron, y de los dandis de la Costa Azul… y de la mía. Pocos objetos llevan con tanta elegancia un malentendido de más de un siglo.

Quizá por eso, cada vez que alguien se ajusta un panamá antes de un paseo veraniego, convendría recordar que esa sombra fresca sobre la frente no es panameña, sino ecuatoriana, y que debajo del ala se esconde una historia de viajes, fotografías y equívocos. Una de esas historias que empiezan en un rincón pequeño del mundo y acaban en todas partes.


domingo, 28 de septiembre de 2025

DOS IMPOSTORES EN EL HIELO: LA FALSA CONQUISTA DEL POLO NORTE

 


En La batalla por el Polo Norte (Interfolio, 2009), se cuenta que en septiembre de 1909, cuando Nueva York latía al ritmo de los rascacielos y los periódicos competían a dentelladas por el titular más audaz, dos exploradores norteamericanos reivindicaron la misma hazaña: ser el primero en alcanzar el Polo Norte. Frederick Albert Cook, médico, aventurero y conferenciante nato, anunció que lo había logrado en abril de 1908. Robert Edwin Peary, ingeniero de la Marina, replicó que él había llegado un año después, en abril de 1909.

A simple vista era la típica carrera de héroes. En realidad, era una doble impostura. Más de un siglo después, con diarios de viaje analizados al milímetro y coordenadas sometidas a escrutinio científico, casi nadie duda de que ninguno de los dos puso un pie en el punto cero del planeta.

Lo fascinante es que, incluso sabiendo que mentían —o que se engañaban a sí mismos—, sus relatos conservan el imán de las grandes aventuras. Quizá porque condensan algo profundamente humano: la tentación de alterar la realidad para no perder la gloria.

Dos hombres de la expedición Cook extienden la bandera estadounidense en el supuesto Polo Norte. Foto: Biblioteca del Congreso.

La guerra de las portadas

En 1909 el Ártico era mucho más que un desierto helado: era el último trofeo de un mundo que ya había trazado las cumbres del Himalaya y la cartografía de África. La prensa olfateaba negocio. El New York Times se convirtió en el cuartel general de Peary; el Herald Tribune, en el de Cook. Cada diario defendía a su candidato con una ferocidad de guerra civil.

Los titulares parecían boletines de una contienda: «¡Cook conquista el Polo!», «¡Peary, verdadero descubridor!». Lo importante no era la precisión de las mediciones, sino la velocidad de la primicia. En una época sin verificación satelital ni GPS, las crónicas se basaban en cuadernos de viaje, fotografías borrosas y, sobre todo, en la palabra del explorador.

Cook jugó su baza primero. De regreso de Groenlandia, contó una historia redonda: había partido con dos cazadores inuits, había soportado tormentas y fracturas de hielo y, tras un viaje épico, había plantado su bandera en el Polo el 21 de abril de 1908. Pero las pruebas eran endebles. Las fotos eran escasas, las coordenadas imprecisas, y los supuestos documentos científicos quedaron guardados en un depósito de Annoatok, en la costa de Groenlandia. Cuando una comisión independiente quiso examinarlos, habían desaparecido.

Peary, que por entonces navegaba rumbo al sur con sus propios titulares bajo el brazo, olfateó la debilidad del rival. Con el prestigio de su rango naval y una maquinaria de propaganda más profesional, contraatacó. Afirmó haber llegado al Polo el 6 de abril de 1909, acompañado por su ayudante Matthew Henson y cuatro inuits. Sus mediciones, presentadas como impecables, resultaron con el tiempo tan inconsistentes como las de Cook. Pero la campaña mediática fue más eficaz: el Times lo coronó héroe nacional y Washington le ofreció honores y recepciones.

Robert Peary y sus hombres en el supuesto Polo Norte. Foto de National Geographic

La última oportunidad

Peary tenía entonces 53 años y seis intentos fallidos en su historial. Sabía que era ahora o nunca. Tal vez por eso, cuando creyó estar cerca del objetivo, tomó una decisión extraña: envió de regreso a casi todos los miembros de su equipo con formación suficiente para certificar las mediciones. Continuó el avance únicamente con Henson —a quien la sociedad racista de la época desestimaba por su color de piel— y con cuatro cazadores inuits analfabetos.

Era un movimiento calculado. Sin testigos cualificados, nadie podría cuestionar sus anotaciones. Más tarde, ante las comisiones de investigación, Peary siempre sostuvo que su palabra, la de un almirante, bastaba.

Cook, por su parte, representaba otro tipo de ambigüedad. Su biografía estaba llena de giros. Había acompañado a Peary en expediciones anteriores, había escalado el McKinley (hoy Denali) y acumulaba un currículo de aventuras que lo convertía en conferenciante de éxito. Es probable que creyera sinceramente haber llegado al Polo, o que, en medio de la monotonía blanca, perdiera la referencia real y confundiera su posición. También es posible que, como Peary, entendiera que la frontera entre la certeza y la épica podía difuminarse sin que el público lo notara.

De la gloria al descrédito

El enfrentamiento entre ambos fue tan violento como novelesco. Hubo insultos públicos, denuncias cruzadas y una guerra de comunicados que mantuvo al público en vilo durante meses. Pero la verdad, esa incómoda huésped, se fue deshaciendo como un témpano al sol.

Presionada por el New York Times, la prestigiosa National Geographic Society avaló a Peary, aunque con reservas que hoy resultan casi una confesión: las pruebas «no permiten dudar razonablemente». Con el tiempo, geógrafos y astrónomos revisaron los cálculos y hallaron inconsistencias flagrantes. La comunidad científica, más lenta que la prensa, acabó inclinándose hacia el veredicto final: ninguno de los dos había alcanzado el Polo Norte.

El desenlace personal de Cook añadió un matiz casi literario. En 1930 fue encarcelado por un fraude petrolero en Texas, lo que reforzó su imagen de impostor profesional. Murió en 1940, prácticamente olvidado. Peary falleció en 1920, antes de ver cómo la tecnología —aviones, dirigibles, geolocalización— desmentía sus cifras.

Amundsen junto a varios de sus perros durante su travesía a pie hacia el Polo Sur, que culminó en 1911. Foto: Cordon Press

El héroe que no lo supo

Mientras Cook y Peary luchaban por un título huero, un noruego preparaba en silencio una hazaña de verdad. Roald Amundsen, que en 1911 se convirtió en el primer hombre en alcanzar el Polo Sur, sobrevoló el Polo Norte en 1926 a bordo del dirigible Norge.

Sin proponérselo, Amundsen se convirtió en el único explorador de su tiempo que vio ambos extremos del planeta, y lo hizo sin guerras de portadas ni pruebas dudosas. Paradójicamente, fue el auténtico vencedor de una carrera a la que nunca se apuntó.

Entre la mentira y la épica

Cabe preguntarse qué eran exactamente Cook y Peary. ¿Unos falsarios sin más? ¿O hombres de una época que premiaba la audacia por encima de la exactitud? El cambio de perspectiva ayuda. A principios del siglo XX, la exploración era un espectáculo nacional. Se trataba de conquistar para la patria, para la ciencia… y para los patrocinadores.

En ese contexto, un fracaso documentado valía menos que una victoria envuelta en incertidumbre. Los héroes no se medían con sextantes, sino con titulares. Cook y Peary supieron leer el guion: mejor una verdad discutida que una derrota verificable.

El propio viaje de ambos, aun sin llegar al Polo, fue extraordinario. Sobrevivieron a temperaturas de 40 grados bajo cero, a grietas de hielo que se tragaban trineos, a la amenaza constante del escorbuto. Atravesaron un mundo que, para la mentalidad de su tiempo, equivalía a otro planeta. Su fraude fue, en cierto modo, una proeza: convirtieron el fracaso en mito y el mito en carrera nacional.

La supuesta conquista del Polo Norte en 1908-1909 fue, más que una historia de llegada, una lección sobre la fragilidad de la verdad cuando se enfrenta a la ambición. La realidad —dos hombres enfrentados al hielo, al tiempo y a su propia vanidad— resultó más interesante que la leyenda.

Hoy sabemos que el Polo Norte no fue cruzado hasta 1926, cuando Amundsen lo sobrevoló, y que el primer viaje confirmado por superficie lo logró el estadounidense Ralph Plaisted en 1968 en motonieve. Sin embargo, la fascinación persiste. Tal vez porque la aventura, incluso cuando se basa en una mentira, sigue hablando de nuestra necesidad de creer que hay horizontes capaces de justificar el riesgo, el sacrificio y, si es preciso, el engaño.

Cook y Peary buscaban el punto más inaccesible de la Tierra. Lo que encontraron, sin saberlo, fue un espejo. En él seguimos viéndonos: seres humanos dispuestos a desafiar lo imposible, aunque el precio sea confundir la gloria con el hielo de una verdad que nunca existió.

TRUMP CONTRA EL PARACETAMOL

 (o cómo arruinar una rueda de prensa con ciencia de barra de bar)


El 22 de septiembre de 2025, en una Casa Blanca repleta de cámaras y con Robert F. Kennedy Jr., secretario de Salud, a su lado, Donald Trump se lanzó a lo que solo puede describirse como un ataque de creatividad tóxica. En un tono que mezclaba convicción con desinformación de barra de bar, recomendó a las mujeres embarazadas no usar Tylenol —el humilde paracetamol de toda la vida— salvo en casos “estrictamente necesarios”.

Sin el menor rubor, aseguró que su uso podía aumentar el riesgo de autismo infantil. También pidió revisar etiquetas y prospectos, cambiar recomendaciones médicas e incluso mencionó terapias experimentales como la leucovorina. Todo sin aportar un solo dato sólido. Ni uno.

Las declaraciones fueron rotundamente rechazadas por expertos. La Organización Mundial de la Salud recordó que no hay evidencia consistente que vincule paracetamol y autismo. El American College of Obstetricians and Gynecologists calificó las palabras de “irresponsables”, advirtiendo que asustar a la embarazadas podría causar más daño que una píldora de 500 mg. Y la neuróloga Audrey Brumback, especialista en autismo, fue tajante: “Nada de lo dicho por el presidente se sostiene científicamente”.

Barack Obama, siempre dispuesto a medir las palabras, habló de “ataque contra la verdad”. En suma: lo de Trump no fue un exabrupto casual, sino un movimiento político con consecuencias sanitarias. Cuestionar un analgésico de uso global, pedir cambios normativos y alimentar una teoría sin base científica es, como mínimo, jugar con fuego… o con fiebre.

Una serendipia más: breve historia del paracetamol

El nombre comercial Tylenol es una abreviatura de laboratorio: aceTYLaminophENOL, que en Norteamérica se llama acetaminofén y en el resto del planeta, paracetamol. El compuesto está presente en unos seiscientos productos distintos: jarabes, cápsulas, pastillas y efervescentes. Así que, cuando Trump apuntó al Tylenol, en realidad estaba atacando a medio botiquín del mundo. Trump simplificó su arenga porque, como puede verse en los vídeos, no sabía pronunciar ni "acetaminofén", ni “paracetamol”, ni ningún otro vocablo médico contenido en el discurso escrito que le pasaron.

Ahora, una pequeña lección de historia. Lo curioso es que el paracetamol nació de un accidente digno de novela. En 1884, dos médicos alemanes, Arnold Cahn y Paul Hepp, intentaban tratar a un paciente con lombrices y fiebre. Siguiendo el consejo de su maestro el célebre Adolf Kussmaul, le dieron naftalina (sí, la del olor a armario). No funcionó con las lombrices, pero la fiebre desapareció como por arte de magia.

Intrigados, Cahn y Hepp se preguntaron si la naftalina que compraron podría contener también alguna otra sustancia. Al rastrear lel origen, descubrieron que la farmacia se había equivocado y había suministrado acetanilida en lugar de naftalina. En aquella época, las farmacias no solo dispensaban medicamentos, sino que también almacenaban productos químicos utilizados en laboratorios de investigación.

Uno de ellos era la acetanilida, un derivado de la anilina, un compuesto que se había aislado recientemente del alquitrán de hulla y se utilizaba en la producción de los novedosos tintessintéticos que estaban de moda. Entonces, a Cahn y Hepp se les ocurrió que la acetanilida podría ser un útil reductor de fiebre. Por casualidad, el hermano de Hepp trabajaba como químico en la farmacéutica Kalle, que estaba dispuesta a investigar el compuesto. Al descubrir que efectivamente reducía la fiebre, Kalle comercializó la acetanilida con un nombre de cine mudo: “Antifebrina”.

Desgraciadamente, no pasó mucho tiempo antes de que surgiera un problema nada trivial: la piel de algunos pacientes adquiría un tono azul Smurf, un síntoma que pronto se identificó como metahemoglobinemia, una enfermedad en la que se altera el transporte de oxígeno por la hemoglobina. Esto estimuló la búsqueda de alternativas más seguras. Como sigue siendo común hoy en día, dicha búsqueda implica realizar alteraciones en la estructura molecular de un compuesto, con la esperanza de eliminar los efectos secundarios y mantener su potencial terapéutico.

Ese mismo año, un médico llamado Joseph von Mering ensayó con otro derivado, el acetaminofén, sintetizado por Harmon Morse en el Johns Hopkins. Funcionaba muy bien, pero von Mering pensó (erróneamente) que provocaba también metahemoglobinemia. Resultado: el acetaminofén quedó aparcado en los sótanos de la ciencia.

Décadas después, en 1947, alguien (cuyo nombre no preservó la historia) reparó en un detalle crucial: tanto la acetanilida como la fenacetina (un fármaco introducido en 1887 que se empleó como analgésico y antipirético en medicina humana y veterinaria durante muchos años) se convertían en acetaminofén dentro del cuerpo. Y, sorpresa, ni siquiera dosis altas producían el temido efecto azul. La molécula olvidada era, en realidad, la joya de la corona. Además, von Mering se había equivocado: ni siquiera dosis altas de acetaminofén causaban metahemoglobinemia en ratas.

Mientras la fenacetina se ganaba una mala fama por problemas renales y la aspirina irritaba estómagos (y, en niños, podía causar el síndrome de Reye), el acetaminofén resurgió. En 1955 se lanzó como Tylenol, con la promesa de ser el analgésico seguro que todos esperaban.

El fármaco que salvó cabezas… y cambió envases

Como genérico, el paracetamol o acetaminofén es hoy un analgésico y antipirético de cabecera en muchos medicamentos de diferentes nombres comerciales. Fiable y barato, siempre que se respeten las dosis (máximo 4 gramos diarios en adultos, o unas ocho pastillas de 500 mg). Pero su metabolito tóxico, la N-acetil-p-benzoquinonaimina, puede provocar un fallo hepático fulminante si se abusa. De hecho, es la principal causa de insuficiencia hepática aguda en países industrializados.

Normalmente, el metabolito tóxico  es absorbido por el glutatión, uno de los principales agentes desintoxicantes del cuerpo, pero no puede tolerar una sobredosis. La buena noticia frente a los casos de insuficiencia hepática: existe un antídoto, la N-acetilcisteína (NAC), que repone el glutatión, el guardián químico que neutraliza toxinas. Gracias a ella, la mayoría de los miles de visitas anuales a urgencias por sobredosis de paracetamol no terminan en tragedia.

En 1982, el Tylenol vivió otro sobresalto, esta vez de novela negra: un desconocido envenenó frascos con cianuro, provocando siete muertes. Johnson & Johnson retiró 31 millones de envases y rediseñó por completo los cierres de seguridad. Desde entonces, la industria farmacéutica entera cambió la forma de sellar sus productos.

Hoy, el mercado global del acetaminofén mueve unos 9.500 millones de dólares anuales. Y lo hace, en gran parte, porque no irrita el estómago como la aspirina ni inflama el debate médico… salvo cuando un expresidente decide usarlo como munición política.

Si tiene un dolor de cabeza común, un Tylenol o su primo genérico, el paracetamol, es una opción segura. Lo que no cura, por desgracia, es el dolor de cabeza que provoca escuchar a un expresidente lanzar una diatriba pseudocientífica contra uno de los analgésicos más estudiados del planeta.

No aceptes consejos médicos del hombre naranja de la Casa Blanca. Hay resacas que no se combaten ni con dosis pantagruélicas de glutatión.

sábado, 27 de septiembre de 2025

BREVE HISTORIA DEL CUBITO DE CALDO (ROMPIENDO UNA LANZA A FAVOR DEL AVECREM)

 

Tiene narices que tenga que venir yo, para quien la cocina es lo que el Arca Perdida para Indiana Jones, a romper una lanza por el Avecrem, monarca indiscutible de las pastillas ultraprocesadas de caldo instantáneo. Pero así son las cosas.

Este verano, en el tedio de la playa, con más tiempo libre que Viernes y Robinson en Más a Tierra, un amigo “cocinillas” me enseñó en el teléfono un vídeo de TikTok: un dietista polifacético de nombre contundente, Miodrag Borges, afirmaba que los cubitos de Avecrem que se aburren desde hace años en mi despensa son “uno de los peores productos jamás creados en el sector de la alimentación”. Mi amigo, que tiene por costumbre poner siempre una miaja de pastilla en la sopa, se preguntaba si debía sentirse culpable de envenenarse a poquitos durante años.

El vídeo era efectista: un tarro de cristal y dentro, poco a poco, los ingredientes que figuran en la etiqueta. Primero un 54% de sal, luego un 10% de glutamato monosódico y almidón de maíz, después un 8% de aceite de palma, un 6% de pollo y, finalmente, ese 1% de perejil, puerro, tomate, apio y demás hortalizas.

Teniendo en cuenta nuestra habitual quimiofobia, el resultado parecía un atentado contra la salud pública. Pero la trampa estaba en el contexto: si pones a fuego lento un litro de caldo casero hasta evaporar toda el agua y luego pesas lo que quede, obtendrías proporciones sorprendentemente similares de sal, grasa y proteína. Las cifras son siempre más escandalosas que el sabor.

Una pastilla de Avecrem pesa diez gramos y está pensada para disolverse en medio litro de agua. Esa disolución da un caldo con 1,09% de sal: lo mismo que cualquier caldo casero, lo mismo que una sopa de sobre o una lata de consomé. El glutamato monosódico, ese acrónimo E-621 que suena a conjura química, no es más que la sal de un aminoácido presente en el jamón ibérico, el queso manchego, el tomate de huerto ecológico y las gambas de Dénia. Su pecado no es la toxicidad, sino el nombre difícil de pronunciar. La Organización Mundial de la Salud, la FDA estadounidense, la EFSA europea, Harvard y nuestro Ministerio de Sanidad coinciden: en dosis normales, es seguro. Ingerido a volquetes, mata, como te mataría cualquier otra cosa.

Lo que Borges omitía en su vídeo es la genealogía de esa humilde pastilla amarilla. El Avecrem —como el café soluble, la carne enlatada o el pan de molde— no fue concebido en el laboratorio del Doctor Mabuse ni en la guarida de Fu Manchú, sino como resultado de una investigación militar. La pregunta era simple: ¿cómo alimentar a un ejército de cientos de miles de hombres en campaña, sin que la comida se pudriera, sin que pesara demasiado, y garantizando un aporte nutritivo mínimo?

La respuesta comenzó a gestarse en la época napoleónica. Los ejércitos de Bonaparte se movían más rápido que sus convoyes de suministros y necesitaban soluciones. Un confitero parisino llamado Nicolas Appert inventó hacia 1810 un método de conservación de alimentos en tarros de cristal hervidos al baño maría: el primer antecedente de la comida enlatada. Aquello, que le sirvió al confitero para llevarse un premio de 12.000 francos, revolucionaría la logística militar.

Pocos años después, el químico alemán Justus von Liebig, uno de los mejores profesores de Química de todos los tiempos, propuso otra idea: concentrar el extracto de carne en forma pastosa. Lo patentó en 1840 y en 1865 nació en Uruguay la compañía Liebig Extract of Meat Company, que exportó millones de frascos a Europa.

La evolución natural de ese extracto fueron las pastillas compactas: los cubitos de carne Oxo cubes, comercializados en Inglaterra en 1910. Cada cubito podía transformarse en sopa con un poco de agua caliente. Los soldados británicos en la Primera Guerra Mundial se calentaban el estómago en las trincheras con ese milagro cuadrado. No había romanticismo culinario en ello, pero sí eficacia: la diferencia entre una marcha imposible y otra soportable.

A España, el invento llegó en circunstancias igualmente bélicas. En 1937, en plena Guerra Civil, la recién fundada empresa española Gallina Blanca lanzó el Avecrem. El país estaba dividido, hambriento, sin acceso a alimentos frescos, y la pastilla amarilla permitía improvisar una sopa con poco más que agua y pan duro. En la posguerra, cuando la escasez se volvió norma, el Avecrem se convirtió en un recurso de subsistencia: la “magia” de una olla capaz de alimentar a cinco con apenas huesos, mondas y medio cubito.

A partir de los años sesenta, el relato publicitario cambió. España empezaba a entrar en la modernidad y el Avecrem pasó de ser producto de supervivencia a símbolo de practicidad. Los anuncios mostraban a la “mujer moderna”, liberada de las cadenas del puchero de cuatro horas, capaz de preparar un caldo sabroso en minutos gracias a la ciencia. Era la época de la lavadora automática, de la cocina de gas, de la nevera eléctrica: el Avecrem se alineaba con la utopía doméstica del futuro. Y funcionó. Para varias generaciones, “pastilla de caldo” y “Avecrem” se volvieron sinónimos, como Kleenex con los pañuelos o Danone con los yogures.

El Avecrem es, en esencia, sal con cosas. Un condimento ultraconcentrado pensado para disolverse en agua o alegrar un guiso. No está diseñado para morderlo como si fuera chocolate. Como ocurre con tantos ingredientes, el abuso es peligroso, pero el uso moderado es inocuo. El verdadero peligro está en la ignorancia y en el alarmismo banal. Demonizar una pastilla sin entender su contexto es tan absurdo como prohibir el pan porque engorda.

El debate, claro, no es solo nutricional, sino cultural. La amada esposa de un servidor, que sabe mucho más de cocina que yo, es militante del caldo casero. Defiende que una olla llena de pollo, verduras y agua que hierve durante horas es insustituible: no solo por sabor, sino por sentido común. El caldo casero es una forma de aprovechar lo que de otro modo se tiraría —los verdes del puerro, las carcasas del pollo, las puntas de zanahoria— y de crear un sabor único, irrepetible, que depende de la mano y el día.

Si todos dejáramos de hacer caldo, dentro de cien años nadie sabría qué hacer con un hueso de pollo ni con las hojas verdes del puerro. Todos los caldos sabrían igual. Sería un mundo más uniforme y, en el fondo, más triste. El caldo casero es cultura. Pero eso no invalida el papel del cubito: es otra herramienta, útil en su terreno, con su propia historia de guerra, hambre y publicidad futurista.

Hoy el Avecrem sigue en las estanterías, aunque compite con caldos líquidos en tetrabrik y con la moda del “real fooding” que lo condena como ultraprocesado. Su lugar quizá ya no sea la olla diaria de las abuelas, pero resiste en la despensa como comodín: para salar discretamente un guiso, para improvisar una sopa de fideos en una noche de peli, para invocar una nostalgia amarilla y salada en medio de la rutina.

El Avecrem no es un veneno. Es un trozo de historia condensada en diez gramos: las guerras de Napoleón, la química de Liebig, las trincheras británicas, la posguerra española, los anuncios de los sesenta, y la cocina apresurada de hoy. Es un recordatorio de que hasta en lo más banal se esconde un relato de supervivencia y modernidad.

Así que mi amigo puede estar tranquilo no morirá por tomar sopa instantánea, a menos de que se ahogue en una piscina de caldo. Aunque conviene, de vez en cuando, sacar la olla grande y poner a hervir un par de huesos con verduras, para que las generaciones futuras sepan que un caldo puede oler a casa y no solo a supermercado. Entre el cubito y el puchero cabe toda una historia: la de cómo aprendimos a comer en tiempos de guerra y a cocinar en tiempos de paz.

LA FIEBRE QUE SALVABA: UNO DE LOS EPISODIOS MÁS INQUIETANTES DE LA HISTORIA DE LA MEDICINA

 Ocurrió de verdad y es uno de los episodios más inquietantes de la historia de la medicina.

A principios del siglo XX, Europa parecía caminar con paso firme hacia la modernidad. Los tranvías eléctricos chisporroteaban por las calles, el cine mudo llenaba las salas de asombro y las ciudades crecían en un bullicio de fábricas, cafés y periódicos. Sin embargo, bajo esa superficie de progreso seguían acechando viejos males. Entre ellos, la sífilis se llevaba un lugar de horror especial: era lenta, traicionera y prácticamente incurable.

La bacteria Treponema pallidum se transmitía sobre todo por vía sexual y, tras una primera fase de úlceras discretas, se ocultaba durante años para reaparecer con una ferocidad devastadora. En su forma tardía —la neurosífilis— atacaba el cerebro y el sistema nervioso, provocando parálisis, temblores, delirios y una demencia progresiva. Los enfermos, que habían llevado una vida normal, terminaban en manicomios o en la indigencia, sin memoria ni juicio, hasta morir lentamente.

Los médicos de la época podían observar esa caída en cámara lenta, pero apenas podían hacer nada. No existían los antibióticos: la penicilina no llegaría hasta los años cuarenta. Los tratamientos disponibles —ungüentos de mercurio, fricciones con yodo, inyecciones de salvarsán— eran peligrosos y de eficacia limitada. La sífilis, decía un refrán, se curaba “con un año de tratamiento o con un entierro” y casi siempre se imponía lo segundo.

Un psiquiatra obstinado

En ese contexto aparece Julius Wagner-Jauregg, un psiquiatra vienés de maneras severas y pensamiento incansable. Había nacido en 1857 en Wels, una pequeña ciudad austríaca, y se formó en la Universidad de Viena, centro de una de las comunidades médicas más activas del continente. Su campo de trabajo no era la venereología, sino la psiquiatría. Dirigía el hospital de Steinhof, un enorme complejo para enfermos mentales a las afueras de la capital imperial, y su carrera giraba en torno a la observación minuciosa de los síntomas y a la búsqueda de causas biológicas para las enfermedades mentales.

Clínica de Neurología y Psiquiatría de la Universidad Julius Wagner-Jauregg, alrededor del verano de 1925. Wagner-Jauregg está en el centro de la primera fila. Imagen de la Historia de la Medicina, Biblioteca Nacional de Medicina de EE. UU., dominio público.

Fue precisamente esa mirada obstinada la que le hizo notar un fenómeno intrigante. De tanto en tanto, un paciente con psicosis o con neurosífilis caía enfermo de fiebres altas por alguna infección intercurrente: neumonía, tifus, erisipela. Y, contra toda lógica, algunos de esos pacientes mejoraban de sus trastornos mentales después de la fiebre. No era una recuperación milagrosa, pero sí un alivio inesperado.

Wagner-Jauregg no fue el primero en observarlo; ya en el siglo XIX circulaban anécdotas de “curas febriles”. Pero él fue quien se tomó el fenómeno con la seriedad de un investigador. Durante años registró los casos, comparó historiales, revisó la literatura médica y maduró una idea que a sus contemporáneos les parecería casi delirante: si la fiebre mejoraba ciertos cuadros, ¿por qué no provocarla de manera deliberada?

La apuesta por la fiebre

A comienzos del siglo XX, la “terapia de choque” no era un concepto extraño. En otros lugares se experimentaba con sueros, toxinas y vacunas rudimentarias. Aun así, la propuesta de Wagner-Jauregg resultaba escalofriante: infectar intencionalmente a pacientes con una enfermedad febril. En sus primeros intentos usó la bacteria de la erisipela y el tifus, pero las dificultades de control y la elevada mortalidad le hicieron buscar un agente más manejable.

La oportunidad llegó de un modo casi accidental. En 1917, en plena Primera Guerra Mundial, un soldado regresó de los Balcanes al hospital de Viena con malaria terciaria. A diferencia de otras infecciones, la malaria permitía una relativa previsibilidad: las fiebres llegaban en ciclos de varios días y, lo más importante, existía un tratamiento conocido, la quinina, que podía administrarse una vez cumplido el objetivo.

La idea, fría y lógica, era que las altísimas temperaturas —de 40 o 41 grados— dañarían o matarían la Treponema pallidum, el microorganismo de la sífilis. Y después, la malaria se podía combatir. Era, en cierto modo, usar un mal para destruir otro.

La malarioterapia

Así nació la malarioterapia, un procedimiento que hoy provoca escalofríos. Consistía en inyectar sangre de un enfermo de malaria a pacientes con neurosífilis. Tras la inoculación, los enfermos sufrían escalofríos violentos, sudores profusos y fiebres altísimas durante varios ciclos. Los médicos vigilaban cuidadosamente el número de ataques febriles, porque la temperatura debía mantenerse lo bastante elevada para actuar contra la sífilis, pero sin prolongarse hasta el riesgo de muerte.

Después de entre ocho y doce crisis, se administraba quinina para frenar la malaria. Si todo salía bien, el resultado era sorprendente: los pacientes, que antes se dirigían inexorablemente a la parálisis, la ceguera y la demencia, recuperaban funciones mentales, movilidad y esperanza de vida. En los años siguientes, hospitales de toda Europa y Estados Unidos adoptaron la práctica. Se estima que decenas de miles de personas fueron tratadas de esta manera.

Los números, para la época, eran impresionantes: alrededor del 30% de los pacientes experimentaban una mejora significativa y duradera, y otro porcentaje lograba al menos ralentizar la enfermedad. Frente a la alternativa —una muerte lenta y segura—, la malarioterapia parecía un avance casi milagroso.

Reconocimiento y polémica

En 1927, una década después de sus primeras inoculaciones, Julius Wagner-Jauregg recibió el Premio Nobel de Medicina. El jurado lo consideró un descubrimiento de alcance histórico: por primera vez se usaba de manera sistemática una infección para curar otra. La fiebre, ese viejo enemigo, se convertía en instrumento de la medicina.

Pero incluso en su tiempo no faltaron las críticas. Algunos colegas cuestionaban la ética de inocular deliberadamente un parásito mortal; otros temían la posibilidad de contagios descontrolados. Wagner-Jauregg se defendía recordando que los enfermos ya estaban desahuciados y que el consentimiento, aunque rudimentario según los estándares actuales, se solicitaba en la medida de lo posible.

El debate ético, hoy inevitable, era entonces distinto. Para muchos médicos y pacientes, la malarioterapia no era una crueldad, sino una oportunidad de supervivencia. De hecho, se convirtió en el tratamiento de referencia para la neurosífilis hasta la aparición de la penicilina en la década de 1940.

El final de una era

Cuando Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1928 y la producción masiva de antibióticos se generalizó durante la Segunda Guerra Mundial, la malarioterapia comenzó a parecer un artilugio de otra época. Los antibióticos curaban la sífilis de manera rápida, segura y sin las semanas de fiebres mortales. En pocos años, la práctica quedó arrinconada en los manuales de historia de la medicina.

Hoy, la figura de Wagner-Jauregg es vista con ambivalencia. Por un lado, se lo recuerda como un pionero que salvó miles de vidas y abrió el camino a la inmunoterapia y a tratamientos basados en la activación controlada del sistema inmune, ideas que se exploran todavía en la lucha contra el cáncer o en vacunas terapéuticas. Por otro, su legado se ve ensombrecido por su simpatía hacia el nacionalismo alemán y ciertas ideas eugenésicas, que la historia posterior ha juzgado con severidad.

Un legado incómodo y fascinante

La historia de la malarioterapia plantea preguntas que trascienden su época. ¿Hasta dónde se puede llegar en nombre de la curación? ¿Cuánto riesgo es aceptable cuando la alternativa es la muerte segura? En los años de Wagner-Jauregg, la balanza ética se inclinó hacia la audacia. En la nuestra, con antibióticos y controles éticos estrictos, nos resulta casi inconcebible.

Y, sin embargo, su intuición de que el cuerpo podía ser “estimulado” para luchar contra una enfermedad con la ayuda de otra no ha desaparecido. De algún modo, terapias actuales como la inmunoterapia oncológica —que despierta al sistema inmunitario para atacar tumores— beben de esa misma idea de utilizar los mecanismos de defensa naturales en beneficio del paciente.

Mirada con perspectiva, la fiebre que Wagner-Jauregg desató no solo fue un recurso desesperado. Fue también una apuesta por entender el cuerpo como un aliado capaz de curarse con el empujón adecuado. Que ese empujón proviniera de un parásito mortal es lo que hoy nos provoca escalofríos. Pero, en 1917, cuando la ciencia no tenía mejores cartas, aquella fiebre era la única jugada ganadora.

Miles de enfermos de neurosífilis que recuperaron su memoria, su movilidad o algunos años de vida no la recordaron como una amenaza, sino como la improbable salvación que la medicina —y un psiquiatra obstinado— pudieron ofrecerles.