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viernes, 30 de agosto de 2019

La plaga que destruyó 4.000 millones de castaños americanos (1)

Castanea dentata. Hojas, acentos masculinos y calibios. Foto.
Antes de fuera aniquilado por el ataque de un hongo, el castaño americano era uno de los árboles dominantes en los bosques caducifolios orientales de Norteamérica. Entre tres mil y cuatro mil millones de castaños fueron destruidos en la primera mitad del siglo XX, en la que fue una de las peores plagas forestales conocidas. 
Un castaño americano maduro era una maravilla del bosque, un árbol que se distinguía de cualquier otro en todas las estaciones. En invierno, cuando estaban sin hojas, destacaban por su tamaño y por su inconfundible silueta marcada por un tronco columnar que se elevaba hacia el cielo hasta alcanzar muchas veces los treinta metros de altura, una talla que superaba la de casi todos los demás gigantes del bosque. En primavera brotaban sus características hojas, largas, agudas y nervudas, festoneadas con dientes puntiagudos en sus márgenes. El botánico estadounidense Humphry Marshal lo tuvo claro cuando le puso nombre a la especie: Castanea dentata.
C. dentata. Hojas. Foto.
En verano, a mediados de julio, mucho después de que lo hubieran hecho la mayoría de los árboles americanos, el castaño florecía en una brillante exhibición que daba un estallido de color amarillo verdoso al bosque caducifolio. Luego venía la mejor estación para la gente, el otoño, cuando las flores habían formado los frutos. Cada otoño, las ramas se inclinaban por el peso de cientos de esferas espinosas verdes, los calibios, dentro de los cuales, acariciadas por una especie de terciopelo dorado, dormitaban unas de las joyas del bosque, las castañas, cuyo sabor dulce era delicioso. Thoreau, al describir las castañas, escribió: «Son gruesas y tiernas. Me encanta cogerlas, aunque solo sea por la sensación de generosidad de la naturaleza que me ofrecen».
El castaño dominaba gran parte de los bosques orientales de Estados Unidos. Su área de distribución, que superaba los ochenta millones de hectáreas (más de una vez y media el tamaño de España), se extendía por todo el este de Estados Unidos, de norte a sur desde Maine hasta Alabama, y de este a oeste desde la costa atlántica hasta el Misisipi. Según algunas estimaciones, constituía el 20% de todos los árboles al este del Mississippi. Una leyenda (que probablemente les suene) decía que una ardilla podía saltar por el dosel de castaños desde Georgia hasta Nueva Inglaterra sin tocar el suelo.
La mejor región para las castañas era el sur de los Apalaches, donde los castaños alcanzaban tamaños gigantescos, a veces de cuarenta metros de alto y cuatro de diámetro. En una fotografía de Sidney V. Streator  publicada en 1910, se aprecian las dimensiones de estos árboles colosales, que algunos comparaban con los sequoias del Oeste. En algunas zonas de los Apalaches, los castaños crecían en rodales casi puros hasta donde alcanzaba la vista. La producción de castañas de esas zonas era prodigiosa: a finales de otoño, el manto de castañas caídas en el suelo podía tener casi medio metro de grosor. 
Ejemplares de Castanea dentata en los Apalaches de Carolina del Sur.  Compárese su tamaño con el de los leñadores al pie. Foto de Sidney V. Streator. 
Siguiendo el ejemplo de los indígenas, los primeros colonos europeos encontraron un paraíso natural en los castañares. La producción de castañas era tan copiosa que se recogían con palas. En otoño suponían una importante fuente de ingreso para las familias que subsistían en esas depauperadas y remotas zonas de montaña, que, además, cebaban con castañas a sus cerdos. Por si no era suficiente, la cosecha no fallaba ningún año, sin vecerías, como ocurría con las bellotas de los robles. La prodigalidad del castaño era también un recurso básico para la fauna; proporcionaba alimento a osos, ciervos, wapitís y a todo tipo de pequeños mamíferos y aves. Para la paloma migratoria (Ectopistes migratorius), que formaba bandadas de millones de individuos hasta que las escopetas acabaron con ellas, las castañas eran su dieta en otoño e invierno.
Pero los colonos también encontraron un valor especial en la madera del árbol. Aunque más débil y más blanda que la del roble, la madera de castaño era sin embargo ligera, resistente a la podredumbre, abundante y fácil de cortar, lo que la convertía en ideal para muchas tareas de construcción. El uso más extendido de la madera fue para el vallado, una característica omnipresente en todo el paisaje colonial, necesaria tanto para acotar la propiedad como para mantener a los animales silvestres fuera de la granja y lejos de los cultivos. Además, era utilizado en la fabricación de casas, cobertizos, postes, traviesas, muebles e instrumentos musicales.
La gran demanda de castaños solo aumentó su predominio en los bosques orientales, porque a diferencia de otros caducifolios, los castaños, como los pinos canarios, brotaban desde cepa. Tan pronto como se talaba un árbol maduro, surgían nuevos brotes del tocón que crecían rápida y vigorosamente. Los agricultores explotaron esa característica, convirtiendo los castañares en parcelas madereras que se podían cosechar periódicamente varias veces, una técnica conocida como “coppicing” (rebrotamiento).
Durante el siglo XIX, las tecnologías de la Revolución Industrial trajeron otros usos para el castaño americano. La expansión de la red de ferrocarriles exigió millones de traviesas y la abundancia y durabilidad del castaño hicieron de él una de las maderas más utilizadas en todo el Este. En la década de 1840, la llegada del telégrafo creó una nueva demanda de postes: los rectos fustes de los castaños también cumplieron ese papel, especialmente al este del río Misisipi: la cantidad de castaños utilizadas para postes y traviesas aumentó con la introducción del teléfono, la electricidad y los tranvías. Pero, además, su madera contenía altas concentraciones de tanino, un ingrediente esencial en la producción de cuero (era también el compuesto que los hacía tan resistentes a la podredumbre).
Una valla típica de madera de castaño utilizada en el siglo XIX. Conner Prairie Museum, Fishers, Indiana.
P. L. Buttrick, un ingeniero forestal y profesor de principios del siglo XX que escribió sobre el uso industrial de los árboles, concluyó que el castaño tenía «una mayor variedad de usos que casi cualquier otra madera dura estadounidense»[1]. Eso era precisamente lo que le preocupaba a Thoreau, quien, poco antes de su muerte en 1862 advirtió en The dispersion of seeds que la explotación del castaño no era sostenible: «la madera de castaño ha desaparecido rápidamente en los últimos quince años, utilizada intensamente para traviesas, cercados, tableros y otros fines, de modo que actualmente es comparativamente escasa y cara; y existe el peligro, si no tenemos un cuidado especial, de que este árbol se extinga» [2] .
El impacto del castaño en el sistema industrial estadounidense era solo una parte de la historia. El árbol también resultaba indispensable en la vida doméstica. La madera de castaño, además de ser duradera, lucía muy bien cuando se le daba un acabado natural y aguantaba bien la pintura. Los decoradores la eligieron para las casas de clase media y alta: adornos, revestimientos, paneles, techos, casi cualquier cosa que no fuera el suelo, porque el castaño era demasiado blando para soportar el desgaste excesivo. 
Pocas maderas jugaron un papel tan importante en la fabricación de muebles estadounidenses, especialmente desde principios del siglo XIX, después de que los bosques hubieran sido despojados de especies muy apreciadas como el nogal negro y el roble blanco. Los muebles más asequibles se construían enteramente de castaño, mientras que los más caros se usaban como soporte sobre el cual se pegaban chapas de maderas más elegantes: nogal negro, cerezo negro, roble blanco, arce rizado, olmo burl, caoba y palo de rosa.
Hojas, frutos y calibios de Castanea dentata. Foto.
En el sur de los Apalaches, los castaños asumieron una función más. El corazón del territorio del castaño era una de las partes económicamente más subdesarrolladas del país durante todo el siglo XIX. Muchos habitantes continuaban viviendo en cabañas de troncos de castaño mucho después de que en el resto del país se construyeran casas más modernas y confortables. 
Aunque la región albergaba una próspera industria maderera, no ya la riqueza, ni siquiera una mediana prosperidad, alcanzaba a los montañeses de los Apalaches. La mayoría eran pobres, aislados del mundo exterior y dependientes de sus árboles. La cosecha anual de castañas proporcionaba no solo una fuente abundante de alimentos para las familias y sus animales, sino también ingresos: cada otoño, los residentes de los Apalaches cosechaban miles de castañas y las llevaban al comerciante local, que les abría un apunte contable y luego se las vendía a los mayoristas. Para los apalachienses, las castañas eran como el maná para los israelitas.
El uso aparentemente infinito del castaño lo convirtió en la especie arbórea más importante de Estados Unidos a principios del siglo XX. La industria maderera cortaba más de quinientos millones de pies cúbicos de madera de castaño al año, más cantidad que la de cualquier otro árbol de madera dura. Los estadounidenses viajaban en trenes forrados con paneles de castaño que circulaban sobre traviesas de castaño para llegar a sus trabajos detrás de escritorios de castaño en los que recibían mensajes telegráficos o telefónicos transmitidos gracias a los postes de castaño. Cenaban con purés y aves rellenas de castañas sobre mesas de castaño y vestían ropas de cuero curtidas con castaños. Buttrick escribió: «Finalmente, cuando el árbol ya no puede servirnos de ninguna otra manera, sirve de madera básica sobre la cual se enchapan el roble y otras maderas para elaborar nuestros ataúdes». 

Desde la cuna hasta la tumba, el castaño estaba en todas las fases de la vida. Si algo le sucedía a esa especie incomparable, Estados Unidos quedaría afectado para siempre. Eso fue justamente lo que pasó. © Manuel Peinado Lorca @mpeinadolorca.

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[1] P. L. Buttrick. Commercial Uses of the Chestnut. American Forestry 21 (1915).
[2] Cita tomada del ensayo «The dispersion of seeds» editado y publicado en 1993 por Bradley P. Dean con el título Faith in a seed. The dispersion of seeds and other late Natural History writings, Island Press, pág. 126.