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sábado, 24 de julio de 2021

Breve historia del kétchup (1): la guerra de las píldoras de tomate



Hoy día, la idea de usar salsa de tomate para medicarse suena ridículo. No era así en la década de 1830, cuando la salsa de tomate tomó por asalto la industria de la salud estadounidense y, sin querer, abrió las puertas a la salsa más consumida del mundo.

Los tomates tienen su origen en Mesoamérica. Hay evidencias arqueológicas de que consumían en la cultura azteca ya en el año 700 d.C. A principios del siglo XVI, los expedicionarios españoles de Cortés fueron los primeros europeos en verlos. Alrededor de 1600 comenzaron a cultivarse tomates en Gran Bretaña, pero no se consideraban un producto alimenticio y se cultivaban exclusivamente con fines estéticos y ornamentales.

Convencido de sus propiedades afrodisiacas, John Parkinson (1567-1650), boticario de los reyes ingleses Jaime I y Carlos I, llamaba a los tomates “manzanas del amor”. Sin mayor conocimiento de causa, pontificaba que la gente de las tierras calientes comía esas manzanas para calmar la sed y enfriar el calor de sus vientres recalentados. Como los británicos no tenían esos problemas, siguieron cultivándolas como una novedad exótica.

A pesar de que los cocineros españoles del siglo XV comenzaron a emplearlo después de ver como lo usaban los aztecas, los europeos de la época pensaban que, como sucedía con las patatas, eran sucios porque nacían cerca del suelo. Los ingleses sabían perfectamente que españoles e italianos comían tomates y seguían tan campantes, pero aun así corrían muchos rumores.

Inmersos en la lucha imperial de los siglos XVI y XVII, los ingleses tenían poco interés en que cualquier producto comercial procedente de los dominios españoles tuviera éxito. Por eso, a finales de 1700, el tomate pasó de ser una manzana del amor a llamarse “manzana venenosa”. La cosa se complicó cuando corrió el rumor de algunos casos de personas que enfermaban e incluso morían después de comer las terribles manzanas venenosas.

En realidad, lo que sucedía no tenía nada que ver con la fruta: la culpable era la vajilla. Mientras que los ricos usaban vajillas de plata, quienes podían permitírselo usaba platos de peltre, una aleación con mucho plomo que se utilizaba para fabricar todo tipo de utensilios domésticos. El plomo es un veneno muy potente. Los tomates son tan ácidos y porosos que cuando se colocaban sobre esos platos absorbían el plomo, lo que a la larga acababa por envenenar a quienes se les iba la mano comiendo tomates. No era el tomate en sí lo que estaba causando que la gente enfermara, pero el fruto servía como chivo expiatorio.

En su libro The Tomato in America: Early History, Culture, and Cookery (El tomate en Estados Unidos, Historia temprana, cultura y cocina), Andrew F. Smith cuenta lo que estaba pasando en las colonias británicas de Norteamérica. La primera referencia al tomate en las colonias se publicó en 1710, en la Botanologia del herbolario William Salmon (1644-1713). Pero, navegando desde Europa, la repulsión al consumo de tomates llegó hasta allí. Muchos colonos sabían cómo cultivar tomates, pero no sabían qué hacer con ellos porque pensaban que eran venenosos.

Las cosas se complicaron más cuando un periódico, el Syracuse Standard, provocó un brote masivo de histeria cuando dio la noticia de que un tal doctor Fuller advertía sobre el peligro que representaba el gusano verde del tomate (Helicoverpa armígera), una oruga que apenas supera los tres centímetros y causa muchos daños en las tomateras. 


El temido (para los hortelanos) gusano del tomate verde es absolutamente inofensivo (salvo que uno sea un tomate), pero el tal Fuller se despachó diciendo que había encontrado en su jardín un ejemplar de casi quince centímetros; lo había capturado, metido en una botella y realizado con él algunos experimentos. Concluía, sin fundamento alguno, que el gusano era tan venenoso como una serpiente de cascabel y, por si eso fuera poco, el bicho escupía a distancia como hacen las cobras. Según
The Illustrated Annual Register of Rural Affairs and Cultivator Almanac (1867), un simple roce con un gusano así podría resultar mortal.

Por lo demás, la gente tenía unas ideas bastante consolidadas sobre el color correcto de los alimentos y el rojo no se consideraba el adecuado para ninguno. Cultivaban tomates porque eran de un color llamativo, pero lo hacían como si se tratara de flores. Nadie había pensado en comerlos hasta 1834, cuando se desató la pasión por consumirlos.

Ese año, el doctor John Cook Bennett (1804-1867), mormón y botánico aficionado, dio en proclamar allí donde querían oírlo que los tomates tenían propiedades medicinales. Sin que conste que alguna vez cruzara el Atlántico, decía que había visitado hospitales y universidades europeas y había visto a médicos que recomendaban comer tomates a los pacientes. Afirmaba que podían prevenir el cólera, tratar la diarrea y ayudar con los dolores de cabeza y la dispepsia. Al personal le encantaron esas buenas noticias. El problema es que el doctor Bennett era un perfecto charlatán.

Hoy sabemos que consumir tomates tiene algunos beneficios para la salud. Tienen un alto contenido en ciertas vitaminas y licopeno, la sustancia responsable del color rojo de las frutas y verduras. Es uno más de los numerosísimos pigmentos llamados carotenoides. Es un poderoso antioxidante que puede ayudar a proteger las células. Por esta razón hay un gran interés en investigar el papel del licopeno, si es que tiene alguno, en la prevención del cáncer. En definitiva, que como ocurre con otros tantos alimentos, comer tomates ni cura ni mata. Salvo por su sabor, se puede vivir perfectamente sin ellos.

Aun así, Bennett lo llevó demasiado lejos. Era una de esas personas de la era salvaje de la experimentación médica que Jürgen Thorwald narra magistralmente en El siglo de los cirujanos. Bennett obtuvo un título médico en 1825, circunstancia que aprovechó para comenzar a vender títulos médicos (falsos) por diez dólares desde una universidad mormona que dirigió antes de ser excomulgado ¡por adulterio! Al parecer a Bennett no le bastaba con la tolerancia poligámica mormona y yacía con las mujeres del pójimo.



Convertido en un apóstol tomatero, nuestro hombre redactó y distribuyó un panfleto con una conferencia sobre lo buenos que eran. Empezó a comercializar tomates primero como remedio medicinal; luego lo convirtió en un condimento y más, tarde, en una salsa. Ya puesto, contrató a alguien para convertirlo en una píldora. En 1837, se inventó recetas en las que decía que sus miríficas píldoras se podían freír con mantequilla, comerlas crudas o guisarlas como a cada uno le diera la gana.

Aquí es donde entran en juego las ambiciones de Bennett. Se unió a otro embaucador, Archibald Miles, y decidieron que este diera la cara por las pastillas de tomate. Se llamarían Miles´ Pills. Miles llenó la prensa de anuncios en los que se afirmaba que sus píldoras habían sido científicamente probadas y desarrolladas después de años de investigación para tratar cualquier cosa, desde un dolor de estómago hasta enfermedades de transmisión sexual como la sífilis. Nada de eso era verdad, por supuesto, pero cuando la gente vio los anuncios se mostró encantada y compró píldoras como si fueran rosquillas.

Cundió el ejemplo. Un tipo llamado doctor Phelps, un médico que según decía había estudiado en la universidad de Yale, comenzó a vender su propia versión. Las llamó píldoras de tomate y prometió los mismos resultados o mejores que las de su competidor, las afamadas Miles´ Pills.

Como cabía esperar, Miles se enfureció y comenzó la que podríamos llamar la guerra de la píldora tomatera. Un periódico de Nueva York publicó una carta anónima en la que se denunciaban las píldoras de Phelps como una imitación sin fundamento científico alguno. Es bien sabido -concluía el anónimo- que todos los médicos titulados son conscientes de que la única pastilla verdadera de tomate es la del doctor Miles.

Miles se valió de su influencia y de algunos sobornos para que el New York Journal of Commerce publicara un editorial, que él mismo escribió, en el que se decía básicamente que Phelps era un charlatán y un timador en el que no se podía confiar. Phelps respondió con otra diciendo que Miles tenía tanto derecho al título de médico como su caballo, y lo acusó de robarle la fórmula original de su píldora de tomate.

Por supuesto, Miles continuó la guerra. Durante dos años, los lectores de Estados Unidos y seguramente los editores de periódicos estaban encantados con la batalla mediática. Estaban haciendo lo contrario de lo que se supone que debe hacer el periodismo honesto. Publicaban cosas cada vez más fantásticas sobre el poder de la verdadera píldora de tomate, cualquiera que fuese; y en ellas estaban cuando se supo que ¡ninguna de las píldoras contenía tomates!

La batalla terminó en 1839. Todavía no se sabe por qué. Pero los historiadores piensan que Phelps y Miles firmaron la paz porque se dieron cuenta de que los ataques mutuos estaban hundiendo el negocio. Las pastillas de tomate todavía se vendían. Las campañas publicitarias de Phelps terminaron en primavera y las de Miles en el verano de ese año

Miles se convirtió en inversor de bienes raíces, aunque se seguía presentando como médico. Phelps fundó una compañía de seguros en Connecticut y continuó vendiendo sus píldoras hasta principios de la década de 1850. Aunque el zumbido sobre las pastillas de tomate comenzó a disminuir hasta desaparecer, mientras que Miles y Phelps estaban enzarzados se estaba fraguando lo que poco después acabaría por entronizar al tomate como un icono de la cocina popular: el kétchup. Lo contaré otro día. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.