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lunes, 8 de septiembre de 2025

LA MENTA, EL SEÑOR CREOSOTA Y LA CIENCIA DE LOS PEDOS

 

Hay escenas que se quedan grabadas en la memoria colectiva. Una de ellas pertenece a El sentido de la vida, la película de los Monty Python estrenada en 1983. En un restaurante lujoso, un cliente descomunal, el señor Creosota, devora platos y más platos ante la mirada horrorizada de los camareros. La montaña humana parece incapaz de detenerse hasta que, al final, el maître (John Cleese con su imperturbable acento) le ofrece algo pequeño, casi insignificante: “¿Una fina oblea de menta?” Creosota acepta. Grave error. Tras engullirla, explota en una orgía de vísceras cinematográficas.

La escena es grotesca, repugnante y, por supuesto, divertidísima. Y, como suele ocurrir con la comedia británica, hay en ella un destello de verdad fisiológica. Porque los restaurantes de verdad suelen ofrecer mentas a sus clientes después de comer. No con la intención de provocar catástrofes, sino como un gesto amable hacia el aparato digestivo.

Una acumulación inevitable

Después de una comida copiosa, el intestino se convierte en una pequeña fábrica de gases. Parte del aire entra al tragar; parte del dióxido de carbono se genera cuando el ácido del estómago se neutraliza con el bicarbonato natural del intestino; y parte surge de la incesante labor de las bacterias intestinales, que fermentan lo que nuestro organismo no ha sabido digerir. El resultado es una mezcla explosiva de hidrógeno, metano y CO₂.

Este gas acumulado tiene un destino inevitable: salir. La única duda es cómo. Puede hacerlo de manera discreta, casi musical, o con una violencia digna de artillería pesada. Aquí entra en juego la menta.

Mentha aquatica en el Jardín de Medicinales del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.

La menta como carminativo

La menta contiene aceites esenciales, especialmente el mentol, que actúan como carminativos. Es decir, sustancias que favorecen la expulsión de gases. Su mecanismo es sencillo y eficaz: ayudan a relajar los músculos del esfínter, lo que permite que los gases se liberen poco a poco, de forma constante y silenciosa, en lugar de acumulados y explosivos.

En otras palabras: la menta convierte al intestino en un clarinete en lugar de un cañón.

Por eso, tras los banquetes —y también en los restaurantes finos— ofrecer mentas no es solo una cuestión de cortesía aromática. Es un recurso ancestral de higiene social: ayuda a que los comensales salgan más ligeros y, sobre todo, más discretos.

Un remedio con historia

El uso medicinal de la menta se remonta a la Antigüedad. Los griegos la empleaban como digestivo; los árabes la mezclaban con té; en la Edad Media era planta de boticario, presente en los huertos monásticos. Su doble función —refrescar el aliento y calmar los intestinos— la convirtió en habitual en banquetes y celebraciones.

Hoy seguimos la costumbre casi sin pensar: caramelos de menta en los restaurantes, infusiones después de una cena pesada, chicles mentolados en el bolsillo. Sin saberlo, reproducimos un ritual que mezcla farmacología y urbanidad.

Ciencia y comedia

La ciencia de la menta explica en parte por qué la escena del señor Creosota resulta tan memorable. Ofrecerle una oblea de menta a un hombre que estaba ya a punto de reventar no era solo humor negro, era un guiño fisiológico: la última chispa que encendía la pólvora acumulada en su interior.

Afortunadamente, en la vida real el desenlace es menos escandaloso. Una infusión de menta o un caramelo mentolado suelen bastar para suavizar la digestión y evitar que el aire atrapado se convierta en un espectáculo sonoro. La comedia queda en el cine; la discreción, en la mesa.

Y quizá esa sea la enseñanza de esta crónica: la ciencia a veces se esconde en los gestos más triviales. Una hoja de menta, una pastilla después de comer, una costumbre aparentemente banal… todo ello guarda siglos de conocimiento acumulado sobre cómo lidiar con un problema tan universal como inevitable. 

En resumen: el señor Creosota explotó por ignorar lo que todo buen maître sabe. La menta es, en realidad, el antídoto contra la vergüenza social.

EL SECRETO GEOMÉTRICO DE LAS ABEJAS

 

Las abejas no escriben tratados de matemáticas ni publican en revistas científicas, pero hace miles de años resolvieron uno de los problemas más elegantes de la geometría. Sin pizarras, sin compases, sin calculadoras, sin teoremas y sin IA. Sus colmenas son auténticas catedrales de eficiencia: millones de celdas hexagonales, perfectas y repetidas, construidas con la exactitud de una ingeniera y la gracia de una artista.

El misterio no pasó desapercibido. Ya los griegos se preguntaban por qué estos insectos, de cerebro minúsculo, habían dado con un patrón que cualquier albañil envidiaría. El desafío matemático es sencillo de formular: ¿qué figura regular permite recubrir una superficie sin dejar huecos? Las candidatas son tres: el triángulo equilátero, el cuadrado y el hexágono. 

Los triángulos son eficientes, sí, pero resultan demasiado puntiagudos para una abeja cargada de néctar. Los cuadrados llenan el espacio, pero desperdician perímetro. El hexágono, en cambio, es el campeón indiscutible: encierra la mayor área posible con el menor gasto de borde. Dicho de otro modo: más miel, menos cera. Y dado que la cera es cara de producir —cada gramo exige que las abejas consuman más de ocho gramos de miel—, la naturaleza no podía permitirse derroches.

Aristóteles ya intuyó que allí había algo importante. Johannes Kepler, en el siglo XVII, escribió un tratado celebrando lo que llamó el mirabilis fabrica apium, la “admirable obra de las abejas”. El problema matemático, rebautizado siglos después como la Conjetura del Panal, atribuida a Pappus de Alejandría, no se demostró formalmente en teorema matemático hasta 2 300 años después cuando el matemático Thomas Callister Hales cerró el asunto en 1999 demostró que un teselado hexagonal (retícula en forma de panal de abeja) es la mejor manera de dividir una superficie en regiones de igual área y con el mínimo perímetro total. A los humanos nos costó dos milenios de elucubración; a las abejas, les bastó con evolucionar.

Ahora bien, no basta con la teoría: hay que poner ladrillos. O mejor dicho, cera. Las abejas cuentan con glándulas en su abdomen que segregan minúsculas escamas de cera, tan delicadas que parecen caspa brillante. Con las mandíbulas las recogen, las amasan y las mezclan con saliva y propóleos. Los propóleos son unas sustancias resinosas que las abejas recogen de las yemas y cortezas de los árboles para construir y proteger la colmena, sellando grietas y desinfectando el interior. Las abejas lo mezclan con sus propias secreciones, cera y polen, creando un material rico en flavonoides, aceites esenciales y minerales que se usa tradicionalmente en la medicina natural para aliviar resfriados, calmar la tos, tratar heridas y estimular el sistema inmunológico.

En la colmena, a unos acogedores 35 °C, una temperatura que las obreras se encargan de mantener, la cera se vuelve tan maleable como arcilla tibia. Al principio, las obreras no hacen hexágonos: forman celdas circulares. Pero cuando muchas de esas circunferencias blandas se aprietan unas contra otras, y el calor de los cuerpos de los laboriosos insectos las reblandece, ocurre la magia física: las celdas se deforman y se convierten en hexágonos perfectos. El panal es, en cierto modo, una escultura colectiva moldeada por biología, física y geometría trabajando en equipo.

Es difícil no sentir un escalofrío de admiración. Nosotros necesitamos ecuaciones, ordenadores y demostraciones formales para justificar el hexágono. Ellas lo hacen con instinto, paciencia y zumbidos. Y lo más curioso: lo hacen porque no tienen otra opción. La evolución, ese ingeniero ciego, las fue puliendo hasta que solo sobrevivieron las arquitectas más eficientes.

Podría pensarse que las abejas saben geometría. En realidad, no la saben: son la geometría. Sus panales son como una tesis doctoral escrita con alas y aguijones. Y nos ofrecen, de paso, una lección incómoda: la naturaleza a menudo resuelve con elegancia lo que a nosotros nos lleva siglos de debates, pizarras y ordenadores.

Quizás por eso las abejas despiertan tanta fascinación. Son diminutas, pero sus obras tienen escala cósmica. Donde nosotros erigimos pirámides y catedrales, ellas construyen panales. Y a diferencia de los arquitectos humanos, que suelen arruinarse o morir antes de ver terminadas sus obras, las abejas nunca se equivocan: cada hexágono encaja, cada celda funciona, cada colmena prospera.

Al final, el secreto geométrico de las abejas no es un secreto en absoluto. Es la evidencia de que la biología, la física de los materiales y la matemática de la optimización pueden convivir en perfecta armonía dentro de un insecto de apenas un gramo. Y, para nuestra humillación, sin pizarras, sin ecuaciones y sin demostraciones como la que publicó Thomas Callister Hales en Annals of Mathematics.

domingo, 7 de septiembre de 2025

PULQUE, EL OLOR DE LOS DIOSES... Y DE LOS ARQUEÓLOGOS

 

El agave es más famoso por lo que la gente cree que es —un cactus— que por lo que realmente es: un primo botánico del espárrago, al que acompaña como uno más de los componentes del orden botánico de los Asparagales. Entre sus parientes, además de los espárragos, se cuentan los bulbosos jacintos (Hyacinthus), las cebollas albarranas (Scilla), los majestuosos dragos (Dracaena) y las yucas (Yucca y Nolina) del desierto, lo cual lo hace aún más desconcertante. Tampoco es cierto que florezca cada cien años: muchos ejemplares lo hacen en una década, aunque “planta del siglo” suene más poético que “planta de la década”.

De ese tallo único y efímero nacerían las bebidas mexicanas más célebres. El tequila, el mezcal… y mucho antes que ellos, el pulque, una fermentación modesta de la savia de agave, el llamado aguamiel.

Una bebida de dioses y conejos

Hace dos mil años, en Cholula, ya se pintaban murales con gente bebiendo pulque. En el códice azteca Fejérváry-Mayer aparece la diosa Mayahuel, madre del agave, amamantando a sus cuatrocientos hijos, los Centzon Totochtin, conejos borrachos y divinos. El pulque era sagrado: alimento, rito y licencia para la embriaguez ritual.

En la época prehispánica se creía que cuando alguien tomaba pulque era poseído por uno de los 400 conejos y por eso su personalidad cambiaba.

El arqueólogo de nariz delicada

La prueba más extraña de esta antigüedad vino en los años cincuenta, cuando el botánico canadiense Eric Callen decidió estudiar coprolitos: heces humanas fosilizadas halladas en las excavaciones arqueológicas. Sus colegas se burlaban de él por dedicarse a una especialidad tan rara, pero hizo unos descubrimientos asombrosos sobre la dieta de los pueblos antiguos. Callen aseguraba que podía confirmar la presencia de «cerveza de maguey» (este es el nombre popular de los agaves) en unas heces de hace dos mil años sólo por el olor que desprendían las muestras rehidratadas en el laboratorio. Es difícil saber qué admirar más: su olfato o la intensidad aromática de un pulque añejo.

Ese olor no era invención de Callen. El cronista del siglo XVI Francisco López de Gómara lo dejó claro: «No hay perro muerto ni bomba que pueda despejar tan bien un camino como el olor del pulque». Lo describió como un hedor penetrante, capaz de abrir paso en una calle atestada. Y aún hoy, para los no iniciados, el primer sorbo puede resultar un reto.

Existen variantes llamadas pulques curados, aromatizados con frutas o frutos secos, que suavizan la aspereza. Pero en su estado natural el pulque conserva algo de agreste, como la propia planta que lo engendra.

Cómo se elabora el pulque

Para hacer pulque, se corta el tallo del agave en cuanto empieza a brotar el tallo florido. La planta espera toda su vida ese momento, acumulando azúcares durante una década o más, preparándose para el nacimiento de ese único apéndice del que brotarán primero las flores y, a partir de estas, los frutos y las semillas que asegurarán su descendencia.

Al cortarlo, se obliga a la base a expandirse, sin crecer en altura. En ese momento, se tapa la herida y se deja descansar unos meses para que se vaya acumulando la savia que la planta destinaba a su tallo florido. Luego se pincha otra vez, para que el núcleo central del tallo (el “corazón”, en la jerga de los cultivadores) se pudra.

A continuación, se extrae ese núcleo descompuesto y se rasca el interior de la cavidad varias veces, con el objeto de irritar a la planta y que fluya la savia. Una vez que empieza a fluir en abundancia, la savia se recoge cada día con un tubo de goma, que en la antigüedad era una pipeta, hecha con una calabaza, llamada «acocote», un trozo largo y delgado de Lagenaria vulgaris, la calabaza botella común que se usa también para elaborar cuencos e instrumentos musicales.

Un solo agave puede dar cuatro litros de savia al día a lo largo de varios meses, en total, más de novecientos litros, mucho más de lo que la planta podría contener en un momento dado. Al final, la savia se seca y el agave se marchita y muere. Los agaves son monocárpicos, es decir, sólo florecen una vez y luego mueren, de modo que la cosa no es tan trágica como podría parecer. La savia necesita menos de un día para fermentar y luego ya está lista para beber. Suele añadirse una pequeña porción del lote anterior, la «madre», para iniciar el proceso.

La savia fermenta rápidamente gracias a una bacteria que aparece de forma natural, la Zymomonas mobilis, que vive en el agave y en otras plantas tropicales con las que se hace alcohol, como la caña de azúcar, la palma y el cacao. Es el catalizador perfecto para convertir la savia de agave en pulque. Esa bacteria no trabaja sola: tiene un par de ayudantes. Saccharomyces cerevisiae, la levadura habitual para hacer cerveza, ayuda a la fermentación, igual que la bacteria Leuconostoc mesenteroides, que crece en las verduras y también fermenta los encurtidos y el chucrut. Estos y otros microorganismos producen una fermentación rápida, espumosa.

El pulque tiene poco alcohol, sólo alrededor de un cinco por ciento de graduación alcohólica volumétrica, y tiene un gusto ligeramente agrio, como las peras o los plátanos una vez pasado su punto de maduración óptimo. Es un sabor al que hay que acostumbrarse.

Una embriaguez ligera

La paradoja del pulque es que, pese a tanta carga simbólica y olorosa, apenas contiene alcohol: unos cinco grados, lo mismo que una cerveza ligera. Comparado con el tequila o el mezcal, que rondan el 40%, o con un buen güiqui o coñac, que pueden llegar a 45 grados, el pulque es una bebida benigna, más nutritiva que embriagadora.

De hecho, con sus vitaminas y minerales, llegó a considerarse alimento. Más un yogur alcohólico que un licor para valientes. El tequila enardece, el mezcal filosofea, el coñac inspira discursos; el pulque, en cambio, alimenta.

La vida breve del pulque

Como no se le añade ningún conservante, el pulque siempre debe servirse fresco. Sin conservantes, las bacterias y levaduras siguen trabajando en el vaso  y el sabor va cambiando con los días. Pueden encontrarse versiones envasadas y pasteurizadas, pero en ellas los microbios han muerto y el gusto se resiente. Al fin y al cabo, es la mezcla microbiana viva lo que asemeja al pulque con el yogur y la cerveza. Con su dosis de vitamina B, hierro y ácido ascórbico, el pulque se considera casi un alimento saludable.

La tradición de beber decayó frente a la cerveza industrial, pero en los últimos años las pulquerías vuelven a llenarse, y no solo en México. San Diego y otras ciudades fronterizas redescubren su encanto ancestral.

El pulque, con su olor inolvidable y su fuerza discreta, resume la ironía de las bebidas alcohólicas: no siempre gana la graduación más alta, a veces basta con un trago fermentado que une arqueólogos, cronistas, dioses conejo y bebedores urbanos en un mismo ritual. 

Ni tequila, ni güisqui, ni coñac pueden presumir de haber sido detectados en coprolitos. El pulque sí. Y eso lo hace, por decirlo suavemente, inolvidable.

sábado, 6 de septiembre de 2025

EL NÍSPERO AUTÉNTICO: EL EUROPEO (MESPILUS GERMANICA)

 

El pobre níspero europeo ha sufrido una de esas confusiones históricas que cambian el destino de un fruto. Durante siglos fue conocido como el níspero a secas, hasta que, en el siglo XIX, apareció en Europa un recién llegado desde Japón, Eryobotria japonica. Más llamativo, de hoja perenne y con frutos que maduran temprano, conquistó huertos y mercados. Hoy lo llamamos “níspero del Japón”, pero en la práctica todo el mundo lo conoce como el níspero. El auténtico, el original, el europeo, quedó relegado a la categoría de “¿y este qué es?” en los jardines botánicos.

Los frutos de Mespilus germanica son un ejercicio de paciencia. Recién cogidos, son duros como balines y saben como si alguien hubiera intentado concentrar el sabor de una aspirina en un fruto marrón. Durante siglos en Inglaterra se los llamó con un cariñoso apodo que hoy no pasaría un comité de ética: “open-arse” (“culo abierto”), en alusión a su peculiar anatomía cuando maduran. No es la mejor tarjeta de presentación. Y, sin embargo, tras las primeras heladas o después de pasar meses entre paja —como si fueran manjares en un spa rústico—, los nísperos se transforman: se ablandan, se vuelven dulces y toman un sabor que recuerda al moscatel con un toque de pasas viejas. Si alguna vez ha visto a alguien comer uno, notará la expresión de sorpresa: es la misma cara de quien muerde un pastel seco y descubre que dentro había chocolate derretido.

A: frutos del níspero japonés (Eriobotrya japonica). B-D: frutos del níspero europeo (Mespilus germanica). En las secciones longitudinales de un fruto (D) se aprecia como el proceso normal de maduración (sangrado) comienza en un lado del fruto. La carne manchada es marrón; la carne madura pero sin "sangrar" es blanca.

En los inviernos de la Europa premoderna, cuando las manzanas ya habían desaparecido de las despensas y los plátanos eran todavía un rumor tropical, el níspero era un héroe discreto. Junto con serbales y acerolas, proporcionaba vitamina C en los meses más grises. Y lo hacía sin prisa: bien almacenados, podían aguantar hasta la primavera. Hoy, en un mundo con cítricos de Chile en enero y arándanos de Perú en febrero, cuesta imaginar la importancia de un fruto que había que dejar “medio pudrirse” para que fuera comestible.

Cervantes lo sabía. En la Primera Parte, capítulo 59 de El Quijote, Don Quijote y Sancho Panza se tumban en el campo y se hartan de bellotas y nísperos. Es un picnic tan humilde como encantador: ni faisanes ni faisandé, solo frutos duros y dulzones recogidos en el camino. Un detalle literario que nos recuerda que, en la España del Siglo de Oro, el níspero no necesitaba explicación.

Nísperos representados en el Tacuinum Sanitatis, siglo XIV

La historia del níspero europeo se remonta mucho más atrás. Los romanos lo expandieron por todo el continente y lo llamaron Mespilus. Plinio el Viejo lo incluyó en su catálogo, seguramente con la misma pasión con la que hoy se describen nuevas apps. En castellano evolucionó a “níspero”, y los españoles lo llevaron al Cono Sur. Allí se convirtió en fósil lingüístico: en Chile, cuando algo es muy viejo, se dice que es “del año del níspero”. En el sur de Cataluña y en Valencia, nyespla acabó significando pedrada o puñetazo, una metáfora práctica para quien haya intentado hincarle el diente a uno antes de tiempo. Pocas frutas pueden presumir de haber dejado tal estela de refranes, insultos y expresiones coloquiales.

Botánicamente, el árbol tampoco busca protagonismo. Es un arbolillo caducifolio de porte modesto, con hojas ásperas y flores blancas en primavera. Los frutos, de tres a cinco centímetros, permanecen colgando en otoño como pequeñas bombas de vitamina esperando su momento. El proceso que los convierte en comestibles se llama bletting, término botánico que suena sofisticado pero que básicamente significa “esperar a que se pasen un poco”. Lo mismo que hacemos con los plátanos cuando los dejamos ennegrecer para hacer bizcocho.

En la cocina tradicional, los nísperos fueron tan versátiles como poco glamurosos. Se comían al natural, se cocían en compotas o se transformaban en mermeladas de sabor complejo, entre dulce y ácido, con notas de vino rancio. En Inglaterra se elaboraba un medlar cheese, una pasta parecida al dulce de membrillo, y también licores. Imagínese un licor de moda en un bar moderno de Londres llamado “Bletted Medlar Martini”: costaría 12 libras y los hipsters lo pedirían encantados, ignorando que es exactamente lo que bebían los campesinos europeos hace quinientos años.

Linneo, cuando lo clasificó, lo conoció en Alemania y cometió el error de llamarlo germanica. En realidad, es mediterráneo de pura cepa. Pero el nombre quedó, igual que la idea de que era un árbol de segunda fila. Hoy sobrevive en huertos patrimoniales, jardines curiosos y recetas recuperadas por cocineros que disfrutan resucitando sabores medievales. 

Comparado con su primo japonés, el europeo parece un hermano tímido: caducifolio, lento, que florece en primavera. El japonés, en cambio, es perenne, florece en otoño y prospera en inviernos suaves. Uno parece hecho para el turismo gastronómico, el otro para la arqueología culinaria. Pero ambos comparten algo: nos recuerdan que la fruta no siempre fue lo que encontramos hoy en el supermercado. A veces había que esperar, a veces había que conformarse, y a veces —como con el níspero europeo— había que confiar en que, debajo de esa corteza áspera, se escondía algo sorprendentemente dulce.

viernes, 5 de septiembre de 2025

LA ESPIRAL QUE LO EXPLICA (CASI) TODO

 

Si alguna vez te has quedado mirando un girasol, puede que hayas notado dos cosas. Primero, que es extraordinariamente difícil hacerlo sin parecer un poco bobo. Y segundo, que el centro del girasol no es un caos de semillas, sino una especie de mosaico en espiral, tan ordenado que casi da miedo.

Ese orden, por supuesto, no es casualidad. Las semillas del girasol siguen un patrón matemático que responde a algo llamado sucesión de Fibonacci. Ahora bien, si esto fuera un libro de matemáticas, aquí pondría una fórmula y te invitaría a resolver problemas con lápiz y papel. Pero como no lo es (y como nadie compra un café para que le hablen de álgebra a primera hora de la mañana), digamos simplemente que la sucesión de Fibonacci es una serie numérica muy simpática: cada número se obtiene sumando los dos anteriores. Así: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… y así hasta el infinito, o al menos hasta que a uno se le acabe la paciencia.

Lo asombroso es que esas cifras no solo sirven para que los matemáticos se entretengan: aparecen por todas partes en la naturaleza. Los girasoles, como decíamos, distribuyen sus semillas siguiendo espirales que suelen dar números de Fibonacci. Se cuentan 21 y 34, o 34 y 55. El resultado es un disco perfectamente relleno, sin huecos raros ni rincones desperdiciados. Es el equivalente botánico a un ingeniero obsesivo que se pasa la vida diseñando cajas donde nada sobra ni falta.

Fibonacci, el viajero que trajo conejos

Antes de perderse en los pétalos del girasol, conviene hablar del personaje que da nombre a esta sucesión: Leonardo de Pisa, más conocido como Fibonacci. El nombre parece sacado de una ópera italiana, pero en realidad se trataba de un comerciante del siglo XIII. Hijo de un funcionario de aduanas, pasó su juventud en el norte de África, donde descubrió que los mercaderes árabes tenían un sistema numérico bastante más útil que los incómodos números romanos. (Imagina calcular el IVA con cifras como XXVII o CDXLIII: a cualquiera se le quitan las ganas de comerciar).

Fibonacci quedó fascinado y escribió un libro, el Liber Abaci (1202), para convencer a Europa de que adoptara los números “arábigos” y, de paso, el cero. Europa, que siempre ha tenido una relación complicada con las novedades, tardó siglos en hacerle caso. Pero al menos aquel tratado dejó una joya: el famoso problema de los conejos.

El enunciado era simple: ¿cuántos conejos se obtienen al cabo de un año si una pareja produce otra pareja cada mes, y cada nueva pareja comienza a reproducirse al cabo de dos meses? La respuesta, sorprendentemente, sigue la misma sucesión que las semillas del girasol. Aunque, para ser justos, la realidad biológica es menos matemática: los conejos reales tienen costumbres más caóticas y, además, tienden a escaparse.

¿Sabías que el girasol esconde un secreto matemático? La forma en que distribuye sus semillas no es al azar: sigue un patrón de espirales conocido como la sucesión de Fibonacci, una secuencia numérica en la que cada número es la suma de los dos anteriores (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13…). En el disco del girasol, las semillas se ordenan en espirales que giran en ambas direcciones. Al contarlas, aparecen series como 21 y 34, o 34 y 55, números consecutivos de Fibonacci. Este arreglo garantiza que las semillas ocupen el espacio de la manera más eficiente posible, evitando huecos y maximizando la cantidad de semillas en un área limitada. Además, esta distribución permite que cada semilla reciba la luz necesaria y aproveche mejor los nutrientes.

La obsesión del número áureo

Muy pronto, la sucesión se casó con otra idea matemática: la del número áureo. Ese número (1,618033…) aparece cuando dividimos un número de Fibonacci entre el anterior. Cuanto más avanzamos en la serie, más se aproxima al valor exacto. Los artistas y arquitectos del Renacimiento se obsesionaron con él: lo llamaban “proporción divina” y lo usaban para todo, desde iglesias hasta cuadros.

Aunque la mitad de esas aplicaciones son discutibles (nadie está muy seguro de que la Mona Lisa siga el número áureo, por ejemplo), la fascinación perdura. Incluso la Bolsa de Nueva York ha tenido su romance con Fibonacci: algunos analistas creen que los precios suben y bajan siguiendo proporciones relacionadas con la sucesión. (La realidad suele ser más prosaica: los precios suben cuando alguien compra mucho y bajan cuando alguien vende mucho. Pero hay quien se siente más seguro poniendo fórmulas al caos).

Naturaleza en espiral

Volvamos a la naturaleza. ¿Por qué tantos organismos usan la espiral de Fibonacci? Porque la vida tiende a ser eficiente. En el caso del girasol, se trata de empaquetar semillas en un espacio reducido. En las piñas y las alcachofas, el patrón organiza las escamas para que crezcan sin estorbarse. En las conchas marinas, la espiral permite que el animal amplíe su vivienda sin tener que mudarse cada semana.

Incluso las galaxias parecen haber encontrado consuelo en este diseño. La Vía Láctea es una galaxia espiral, y aunque su forma no responde exactamente a Fibonacci, se parece lo suficiente para que la comparación sea tentadora. Johannes Kepler, el astrónomo del siglo XVII, ya sospechaba que las espirales tenían algo de universal. Se pasó años buscando fórmulas que explicaran la disposición de los planetas, aunque nunca llegó a resolverlo del todo. (Tampoco le fue mal: descubrió las leyes del movimiento planetario, que no es poca cosa).

Fibonacci en la era digital

Y no, la historia no se queda en flores y conchas. Los algoritmos informáticos usan la sucesión en ciertas búsquedas y ordenaciones de datos, porque resulta sorprendentemente eficaz. Incluso la arquitectura contemporánea la ha reciclado: algunos edificios juegan con proporciones inspiradas en el número áureo, aunque, como con Leonardo da Vinci, no siempre está claro si es ciencia, arte o simple marketing.

Lo cierto es que la sucesión de Fibonacci se ha convertido en una especie de fetiche cultural. Se la invoca para explicar desde la forma de un violín hasta el tamaño de una tarjeta de crédito. A veces es verdad; a veces, puro entusiasmo. Pero el magnetismo está ahí: la idea de que la naturaleza y la matemática comparten un lenguaje secreto que se deja entrever en lugares inesperados.

Una lección escondida en el jardín

Lo que no admite discusión es que la sucesión aparece una y otra vez en los procesos naturales. Y que, en cierto modo, resume una verdad incómoda: la naturaleza sabe hacer las cosas mejor que nosotros. Mientras pasamos horas discutiendo sobre urbanismo, tráfico o cómo colocar los cubiertos en la mesa, las plantas ya resolvieron hace siglos el problema de la eficiencia. 

De modo que la próxima vez que te cruces con un girasol, no lo mires solo como una flor alta y un poco narcisista. Piensa en él como una calculadora viviente, un recordatorio de que, debajo de la aparente simplicidad de la vida, se esconde un engranaje matemático que lo gobierna todo. Y si alguien te sorprende contemplando el centro de un girasol con gesto absorto, siempre puedes decir: “No es que esté mirando una flor. Estoy estudiando geometría cósmica”. Suena mucho más interesante.

domingo, 31 de agosto de 2025

UN ABUELO, UNA NIÑA Y EL SILENCIO

 

Philippe Claudel no es precisamente un autor de fuegos artificiales. Nació en Dombasle-sur-Meurthe, enseña literatura, escribe novelas, dirige alguna película y, en general, se dedica a mirar cómo la gente se rompe por dentro cuando la Historia les pasa por encima. En Les Âmes grises hablaba de la Primera Guerra Mundial como quien cuenta un secreto a media voz; en Le Rapport de Brodeck diseccionaba los mecanismos de la exclusión con una precisión que haría sonrojar a un entomólogo.

En 2005 publicó La petite fille de Monsieur Linh. Una novela corta, de esas que parecen un cuento y acaban siendo otra cosa. El argumento cabe en dos frases: un anciano, refugiado de una guerra sin nombre, llega a un país sin nombre acompañado por su nieta, la única superviviente de la familia. No entiende la lengua, no conoce a nadie, pero encuentra un improbable aliado en Monsieur Bark, un viudo local con más silencios que palabras. Se entienden sin entenderse, y ahí radica la magia.

Claudel escribe como quien habla bajito para que uno se acerque más. Sus frases son cortas, limpias, sin adornos. Esa sencillez es engañosa: mientras el lector se deja llevar por la ternura del abuelo que acuna a la niña, por la amistad que nace entre dos solitarios, el autor prepara un desenlace que obliga a revisar cada página anterior con otros ojos. No es un golpe bajo, sino un recordatorio de que la soledad es un animal astuto.

En tiempos de muros, pateras y campamentos de refugiados, La petite fille de Monsieur Linh se lee como una fábula incómoda: no porque muestre el horror —Claudel no se recrea en eso—, sino porque insiste en lo que cuesta menos reconocer, la necesidad del otro. El libro se puede leer en una tarde; la sensación de haber rozado algo esencial dura bastante más.

Claudel no inventa nada nuevo. La amistad improbable, la incomunicación, el desarraigo… son temas trillados. Pero aquí funcionan como esos viejos vinos que uno cree conocer y, de pronto, resultan tener un retrogusto inesperado. Y cuando se cierra el libro, queda la impresión de haber asistido a un pequeño milagro narrativo: un hombre solo, una niña, un amigo, y la sospecha de que el exilio no es únicamente un problema de fronteras, sino de corazón.



viernes, 29 de agosto de 2025

EL PREPUCIO SAGRADO Y LOS ANILLOS DE SATURNO

 

En los museos vaticanos se custodia el mastodóntico sarcófago de pórfido rojo de Santa Elena, la emperatriz Elena, madre de Constantino el Grande y, según la tradición transmitida por la Leyenda Dorada de Jácopo da Voragine, descubridora de la Vera Cruz de Cristo y coleccionista frenética (y frenopática) de otras reliquias de la pasión.

En su libro El fraude de la Sábana Santa y las reliquias de Cristo, Juan Eslava Galán aúna ironía, humor y rigor histórico para denunciar los fraudes perpetrados a lo largo de la historia con supuestas y pintorescas reliquias de Cristo: los abundantes Santos Prepucios, los Santos Pañales, las innumerables astillas de la Cruz, el guardarropa de la Virgen, los Santos Rostros y Verónicas, las Santas Espinas, los Santos griales, los Santos lugares… y todo el inmenso arsenal de trolas fraguado para estafar a los crédulos devotos.

Hubo, pues, un tiempo en que Europa estaba llena de prepucios de Cristo. Sí, han leído bien: prepucios, en plural. Hasta catorce se contaron en la Edad Media, como si la circuncisión del Niño Jesús hubiera producido una lluvia de fragmentos multiplicables.

La cosa empezó pronto. El evangelista Lucas dejó escrito (Lucas 2, 21) que, cumpliendo la ley de Moisés, al octavo día de su nacimiento el niño fue circuncidado en un acto en que también «le pusieron por nombre Jesús, el cual le había sido puesto por el ángel antes que fuera concebido» (en referencia al episodio de la anunciación).

Recuérdese a estos efectos, que circuncisión es la ablación ritual del prepucio en una ceremonia que los judíos ortodoxos están obligados a seguir. La inevitable pregunta surgió siglos más tarde: ¿qué se hizo del pellejito? Una lógica piadosa concluía que debía haberse guardado, porque en la Edad Media todo lo que oliera a corporalidad de Cristo era codiciado. Un pelo, una gota de leche de la Virgen, un diente del Bautista… El prepucio, siendo el primer despojo carnal del Salvador, valía oro.

Izquierda: Circuncisión de Jesús de Friedrich Herlin, 1466. Derecha: El Prepucio Sagrado, también conocido como Sanctam Virtutem, es una reliquia que ha sido venerada por los cristianos durante siglos. Según la tradición, María retuvo el prepucio después de la circuncisión de Jesús y se transmitió de generación en generación hasta que se lo entregó al Papa Clemente VII en 1527. El prepucio de la imagen fue venerado en la Catedral de Orvieto en Italia hasta 1983.

Carlomagno, siempre tan oportuno, aseguró haber recibido de manos angélicas la reliquia. No dudó en enviarla a Roma, al papa León III, como quien regala un Rolex al suegro. Como sucedió con el resto de reliquias, la demanda superaba la oferta, así que los avispados surgieron como setas y los sagrados pellejitos empezaron a multiplicarse por toda Europa hasta llegar a la cifra de 21 prepucios distintos.

Muchas iglesias empezaron a competir por demostrar la autenticidad del suyo. En el siglo XII los monjes de la Archibasílica de San Juan de Letrán en Roma intentaron que el Papa Inocencio III nombrara su prepucio como auténtico, pero no lo consiguieron. Sí tuvieron más suerte los monjes del monasterio de Charroux, en Francia, que se presentaron en Roma con el supuesto prepucio, que según ellos debía ser el verdadero porque sangraba, y consiguieron que el Papa Clemente VII lo declarara el auténtico prepucio de Jesucristo y garantizara indulgencias a todos los que peregrinaran para contemplarlo. Convertido en un prepucio con denominación de origen, el de Charroux atraía peregrinos como un imán.

El prepucio, además, tenía usos místicos. Santa Brígida de Suecia, visionaria incansable, juraba que en éxtasis lo había probado con la lengua y que le supo a miel celestial. Catalina de Siena, no queriendo ser menos, lo convirtió en alianza invisible: aseguraba que Cristo mismo le había puesto el prepucio como anillo de bodas místicas. En la iconografía la pintan desposándose con el Niño Jesús; la anécdota del anillo de pellejo se omite por decoro.

En un tiempo en que no había televisión, fútbol ni toros, estaba claro que los teólogos iban a complicar las cosas. Si Cristo resucitó íntegro, ¿no debió reaparecer también el prepucio? Algunos doctores dijeron que sí, que el pellejo voló al cielo en la Ascensión y se convirtió en los anillos de Saturno, recién descubiertos por Galileo. La astronomía y la devoción, ya se ve, se llevaban de la mano.

El disparatado y sabroso asunto de los anillos prepuciales tiene su fundamento, que diría Arguiñano. El vínculo aparece en textos de los siglos XVII-XVIII, cuando los astrónomos empiezan a observar los anillos de Saturno con telescopios relativamente modernos. Galileo los había visto en 1610, pero no entendía bien qué eran; Christiaan Huygens en 1655 identificó claramente que se trataba de un anillo.

En ese contexto, algunos eruditos y predicadores se lanzaron a especular. La imagen de un fragmento de Cristo “ascendido al cielo” daba pie a imaginar destinos celestiales para el prepucio. El caso más citado es el del jesuita Leo Allatius (1586-1669), bibliotecario del Vaticano y autor de un opúsculo titulado De Praeputio Domini Nostri Jesu Christi Diatriba (Disquisición sobre el prepucio de Nuestro Señor Jesucristo). En él reflexiona sobre el destino de la reliquia: si Cristo resucitó íntegro, ¿dónde quedó el pellejo? Allatius especuló con que pudo haberse transformado en un fenómeno celeste, y más tarde la imaginación popular (y la sátira ilustrada) unió esa idea a los recién descubiertos anillos de Saturno.

Como del De Praeputio no se conservan copias íntegras, no está del todo claro si Allatius mencionó explícitamente los anillos de Saturno o si fue una extrapolación posterior de comentaristas, cronistas y libelistas burlones del XVIII, que vincularon esa ocurrencia con los anillos de Saturno, recién descubiertos. Es un ejemplo perfecto de cómo la frontera entre teología seria y humor involuntario podía ser muy tenue en la erudición barroca.

Roma nunca estuvo cómoda con tanta imaginación. La Iglesia, incómoda, decidió meter la tijera. El papa Inocencio XI, hombre sobrio, prohibió en el siglo XVII hablar del asunto. Y ya en el XX, cuando todavía en el pueblecito de Calcata (Italia) se organizaban procesiones con la reliquia cada 1 de enero, el Vaticano hizo discretas presiones. En 1983 la reliquia desapareció misteriosamente del convento. Un robo nunca aclarado: quizá fue cosa de ladrones devotos, quizá de emisarios vaticanos que prefirieron guardar el pellejo en algún cajón ignoto de los Archivos Secretos.

Sea como fuere, el Santo Prepucio pertenece hoy a esa categoría de reliquias incómodas que hacen sonrojar a los curas y sonreír a los historiadores. Un ejemplo perfecto de cómo la Edad Media necesitaba objetos palpables para creer en lo invisible. Y si alguien pregunta qué fue del prepucio de Cristo, siempre cabe responder con retranca: ahí arriba está, dando vueltas alrededor de Saturno.

RELIQUIAS LAICAS: ENTRE CEREBROS, DEDOS Y HUESOS

En Moscú, bajo toneladas de granito, mármol y propaganda, reposa Vladimir Ilich Uliánov, alias Lenin. Bueno, reposa a medias. Su cuerpo, embalsamado con más esmero que el jamón de Jabugo, se expone desde 1924 en la Plaza Roja como si el pobre hombre fuera una atracción de feria. Pero hay un detalle: a Lenin le falta el cerebro. No es que se haya evaporado con el paso del tiempo o que se lo llevara un turista como recuerdo. Fue el propio gobierno soviético el que, apenas muerto el líder, decidió extraerle el órgano para examinarlo. La idea era comprobar qué diferencias había entre su masa gris y la de los simples mortales. Al fin y al cabo —pensaban— alguien que inventó el comunismo debía de tener un cerebro especial.

El encargo fue a parar a un neurocientífico alemán, Oskar Vogt, que dedicó años a mirar al microscopio aquellas circunvoluciones con el fervor de un coleccionista de sellos. ¿Su gran hallazgo? Que algunas neuronas eran más grandes y numerosas de lo habitual. Eso le pareció suficiente para insinuar que allí podía estar el germen del comunismo. Aunque, siendo honestos, las neuronas no explican del todo la nacionalización forzosa ni las colas interminables para comprar pan.

El caso de Lenin no es único. El cerebro de Albert Einstein, por ejemplo, es seguramente el órgano más famoso desde el corazón de Jesús. Cuando murió en 1955, fue incinerado. Pero su hijo decidió que reducir a cenizas semejante máquina de pensar era un desperdicio. Así que el patólogo de guardia, el doctor Thomas Harvey, lo extrajo durante la autopsia. Después lo cortó en rodajas —sí, rodajas— y lo guardó en dos frascos como quien conserva pepinillos en vinagre.

Durante años el cerebro de Einstein fue poco menos que una leyenda urbana. En los años setenta, un periodista olió la historia y descubrió que Harvey lo guardaba en una caja de sidra bajo el fregadero. A partir de ahí, el cerebro inició una segunda vida tan ajetreada como la primera: fue enviado en pequeños fragmentos a laboratorios, analizado, fotografiado, venerado. Se publicaron tres estudios científicos que hallaron pequeñas diferencias respecto a cerebros normales. Nada escandaloso, salvo quizá que era algo más ligero que la media. En resumen: un cerebro brillante, pero en tamaño de bolsillo.

Y sin embargo, ahí estaba la fascinación: la idea de que un genio debe tener un órgano distinto, un sello físico que explique sus prodigiosas ideas. Como si la teoría de la relatividad cupiera en un pliegue de materia gris.

La manía por hurgar en los restos de grandes figuras no se limita a cerebros. También se extiende a huesos, dedos, dientes y, en general, cualquier cosa que un día perteneciera a un prócer. En Alcalá de Henares, por ejemplo, apareció hace pocos años una urna de plomo con los restos de Francisco Vallés, médico personal de Felipe II. Vallés fue un pionero de la anatomía en España, discípulo de Vesalio y, lo que es más notable, el hombre que salvó la vida al monarca cuando este estuvo a punto de morir tras atragantarse con perdiz medio podrida (al parecer, un manjar de la época).

Su apodo, “el Divino Vallés”, podría hacer pensar que era inmortal, pero murió en 1592 de tifus. Fue enterrado con gran pompa, aunque sus huesos, siglos después, reaparecieron incompletos: faltaba aquí un cráneo, allá un fémur. La vida post mortem de los sabios es a menudo más agitada que la terrenal.

Dedo de Galileo custodiado en una urna del Museo di Storia della Scienza, Florencia.

Y si no, que se lo pregunten a Galileo Galilei. Condenado por la Inquisición por atreverse a decir que la Tierra giraba alrededor del Sol, acabó sus días en arresto domiciliario. Tras su muerte, sus restos fueron trasladados a un mausoleo digno de su genio. Pero en el proceso, un admirador entusiasta se llevó como recuerdo un dedo, un diente y un par de vértebras. Hoy, el dedo medio de su mano derecha se exhibe en Florencia dentro de un relicario de cristal, apuntando hacia el cielo. Es un espectáculo a medio camino entre lo solemne y lo grotesco. Porque, si lo pensamos bien, ese dedo es el mismo que usamos para hacer la universal “peineta”. Uno casi puede imaginar a Galileo dedicándosela, desde la eternidad, a los inquisidores que lo humillaron.

Otro que viajó mucho después de muerto fue René Descartes. El filósofo murió en Estocolmo en 1650, en un invierno de los que quitan las ganas de pensar. Dieciséis años más tarde, un embajador francés exhumó sus huesos en secreto y se los llevó a Francia. A partir de ahí, comenzó un periplo de siglos: los huesos de Descartes fueron robados, vendidos, venerados, revendidos y estudiados como si fueran acciones de bolsa. Hoy descansan en un archivador del Museo de las Ciencias de París, aunque nadie pondría la mano en el fuego porque no vuelvan a emprender viaje.

Huella de Mahoma, preservada en el türbe (mausoleo funerario) de Eyüp, Estambul.

La fascinación por los restos físicos de los grandes personajes es un fenómeno universal. Los antiguos ya la practicaban con entusiasmo: reliquias de santos, mechones de cabello de héroes, dientes milagrosos. El Renacimiento añadió el entusiasmo científico: si diseccionamos un cuerpo ilustre, quizá encontremos el secreto de su genio. La modernidad, por su parte, convirtió el asunto en espectáculo museístico.

¿Y qué nos dice todo esto sobre nosotros? Quizá que tenemos una necesidad casi infantil de tocar la grandeza, de que nos dejen llevarnos a casa un trozo, aunque sea diminuto. Queremos pruebas físicas de que los gigantes de la historia fueron de carne y hueso. Tal vez porque así creemos que algo de su genio se nos contagiará. O, más prosaicamente, porque a los humanos siempre nos ha encantado coleccionar rarezas: sellos, monedas, cromos… o falanges momificadas.

El resultado es un catálogo entre cómico y macabro. Lenin expuesto como si fuese cera de museo, Einstein convertido en muestras de histología, Vallés en urna de plomo, Galileo en gesto obsceno y Descartes en archivador. El cerebro, los huesos, los dedos: piezas de museo que, como decía Borges de los espejos, multiplican lo innecesario.

Y sin embargo, resulta difícil apartar la vista. Nos reímos de la superstición de quienes veneraban reliquias medievales —un prepucio del Niño Jesús aquí, una espina de la corona de Cristo allí, un dedo de santa Teresa allá—, pero hacemos lo mismo con los restos de científicos y filósofos. Quizá la única diferencia sea el contexto: antes eran templos, hoy son museos. Antes rezábamos ante los huesos, hoy tomamos fotos.

Hay algo entrañablemente humano en todo esto. Queremos que el genio deje huella, y no nos basta con sus ideas, libros o inventos. Necesitamos el hueso, el diente, el frasco con neuronas. Como si la inmortalidad intelectual no fuera suficiente sin una pizca de inmortalidad ósea.

Quizá lo más sensato sea adoptar la ironía de Galileo, cuyo dedo apunta aún al cielo, como recordándonos que lo importante está allá arriba, en las estrellas, y no en el frasco que exhibe su falange.

jueves, 28 de agosto de 2025

EL BEZOAR, EL VENENO Y EL COMPRADOR INCAUTO: UNA HISTORIA MUY INGLESA

 

En el Londres de 1603, las calles olían a estiércol, el agua daba diarrea y los médicos recetaban sangrías como si fueran limonada. Era una época gloriosa para las supersticiones y para los abogados, que a menudo vivían mejor que los nobles. En ese contexto, un caballero bienintencionado —o crédulo, según se mire— decidió comprar un bezoar.

Un bezoar, para quienes no lo hayan necesitado últimamente, es una bola que se forma en los estómagos de algunos rumiantes, generalmente cabras o antílopes. Su existencia fue descubierta por pastores persas y luego elevada a los altares de la farmacopea europea: se decía que curaban todo, desde mordeduras de serpiente hasta el mal de amores, pasando por, cómo no, los venenos. Los reyes llevaban uno colgado del cuello. Si caías desplomado envenenado, bastaba con que alguien te pasara un bezoar por la lengua, y en unos minutos estabas listo para el banquete. Al menos, ésa era la teoría.

El caso que nos ocupa fue Chandelor vs. Lopus, y merece un lugar destacado en la historia del derecho, no tanto por su impacto social (que fue nulo) sino porque introdujo una doctrina que aún nos acompaña como un resfriado mal curado: el caveat emptor, esto es, "que el comprador tenga cuidado".

El señor Chandelor compró un bezoar a un comerciante llamado Lopus. Pagó un buen dinero, probablemente libras de las que olían a lana mojada, por lo que se suponía era una piedra milagrosa. El problema, como es habitual en estas cosas, fue que no funcionaba. No curó nada, no neutralizó venenos, y ni siquiera servía como pisapapeles. Chandelor, indignado, demandó a Lopus.

Y aquí es donde el asunto se pone jugoso. El tribunal, compuesto por lo más rancio y pelucón del Court of Exchequer, dictaminó que Lopus no había hecho ninguna garantía explícita. Simplemente dijo: «Esto es un bezoar». No dijo: «Esto es un bezoar de verdad», ni «esto le salvará de la cicuta». Ergo, el comprador no tenía derecho a reclamar nada. O sea: si uno compra una piedra por superstición, no puede luego quejarse de que la piedra no haga milagros.

Y así, sin fanfarria ni editorial en The Times, nació el principio del caveat emptor, que básicamente dice: "si compras sin mirar, ajo y agua".

Este caso tiene algo de cómico y algo de profundamente contemporáneo. No es muy diferente de comprar un suplemento de jengibre “energizante” por 60 euros en una tienda eco-chic de Chamberí. Solo que hoy los vendedores sí añaden letras pequeñas que dicen: «Estas afirmaciones no han sido evaluadas por la Agencia Europea del Medicamento».

Pero volvamos al bezoar. La piedra en cuestión, que en la Edad Media era más valiosa que el oro, ha tenido una resurrección inesperada en la medicina moderna. No como talismán contra venenos —aunque con las redes sociales nunca se sabe—, sino como objeto clínico. Porque los bezoares existen, vaya si existen. Son el resultado de restos de comida, pelo o medicamentos que se aglutinan en el tracto gastrointestinal. En algunos casos, hay que operarlos. En otros, basta con...Coca-Cola.

Sí, Coca-Cola. El mismo brebaje con el que empujamos hamburguesas ahora sirve para disolver bezoares gástricos. Estudios publicados en revistas médicas describen cómo pacientes con estos bultos difíciles de tragar se curan tras unas cuantas botellas de cola administradas por sonda. Nadie sabe muy bien si es por el ácido fosfórico, la cafeína, la carbonatación o la magia negra, pero funciona. Es como si el siglo XVII y el XXI se dieran la mano a través de una pajita.

Es tentador imaginar al señor Chandelor, revivido por el prodigio moderno, viendo cómo un líquido oscuro y chispeante salva a un paciente del bezoar que lo atormenta. “¡Eso sí que es alquimia!” podría decir, antes de mirar a Lopus y susurrar: “Me debes una".

El caso de Chandelor vs. Lopus fue solo el principio. Desde entonces, la doctrina del “comprador informado” se ha esparcido como moho por las legislaciones anglosajonas. Hoy sigue viva en muchas transacciones: desde viviendas hasta criptomonedas. Hay leyes que intentan suavizar su crudeza —las famosas garantías de producto—, pero el espíritu original sigue ahí, con su mueca sarcástica: si compras una piedra por milagrosa y no lo es, el problema es tuyo.

Y, sin embargo, hay una extraña belleza en esa historia. En que una medicina mágica —el bezoar— sirviera tanto para crear un principio jurídico duradero como para reaparecer, siglos después, bajo forma de enfermedad y de tratamiento. Y en que los milagros de la antigüedad no se esfumen, sino que cambien de forma. Lo que antes se vendía como protección contra el veneno, hoy se neutraliza con un refresco.

La diferencia es que ahora, si algo falla, podemos leer la letra pequeña. Y pedir el ticket.

miércoles, 27 de agosto de 2025

EL COCO MÁS EXTRAÑO DEL MUNDO

Si alguna vez viajas a las islas Seychelles —ese archipiélago de 115 islas perdidas en el océano Índico, tan bello que parece un decorado diseñado por un turista suizo con mal gusto—, tarde o temprano alguien intentará enseñarte un coco que parece… bueno, digamos que la madre naturaleza tenía un día juguetón. Se llama Coco de Mer o doble coco, y su fruto tiene una forma tan inconfundible que durante siglos inspiró mitos, poemas y, seguramente, más de un sonrojo victoriano.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Las Seychelles son un manojo de islas diminutas esparcidas entre África e India. Algunas son atolones de coral que apenas asoman sobre el mar, pero otras, como Praslin y Curieuse, son reliquias geológicas: fragmentos de granito arrancados de Gondwana, el supercontinente que se rompió hace más de 150 millones de años. Dicho de otro modo: son los restos de una mudanza continental mal hecha. Y en esas islas crece Lodoicea maldivica, el nombre científico del famoso coco doble, de cuyos aspectos botánicos me ocupé en este artículo.

El fruto de los mitos

El Coco de Mer tiene tres récords mundiales botánicos: produce el fruto más grande del planeta (hasta 42 kilos), la semilla más pesada (casi 18 kilos, que se muestra en la imagen) y unas flores de tamaño épico. Y lo hace con paciencia bíblica: un fruto tarda siete años en madurar y la planta no alcanza la madurez sexual hasta los 40 o 50. Algunas palmeras, las más viejas, llevan de pie ocho siglos, lo que significa que mientras en Europa la peste negra hacía estragos, ellas ya estaban tranquilamente produciendo hojas de cinco metros.

El problema —o la delicia— es la forma. El coco recuerda de manera alarmantemente precisa a unas nalgas humanas femeninas, y el “apéndice” masculino de la palmera macho tampoco deja lugar a la imaginación. No es extraño que los marineros árabes que encontraban estas semillas flotando en el Índico inventaran toda clase de historias: que provenían de palmeras submarinas, que eran afrodisíacas, que curaban desde la epilepsia hasta la resaca. En la corte de los reyes maldivos y cingaleses, cada nuez era más valiosa que una esmeralda.

De hecho, el mismísimo general Charles Gordon —un héroe británico de la época victoriana, célebre por su bigote y su martirio en Jartum— visitó Praslin en 1881 y concluyó que aquel árbol era nada menos que el Árbol del Conocimiento del Jardín del Edén. Según él, la Biblia hablaba del Coco de Mer. Nadie le creyó, pero su entusiasmo fue tal que hasta rediseñó el escudo de Seychelles colocando el coco en el centro. Ahí sigue, en los billetes y documentos oficiales, como recuerdo de aquel arrebato místico.

La isla de los piratas


Las Seychelles fueron durante siglos un secreto bien guardado. No había habitantes permanentes: solo piratas que escondían tesoros, esclavos fugados, y, más tarde, colonizadores franceses y británicos que se disputaban su posesión como quien pelea por el último pastel de boda. Francia las tuvo primero, luego los ingleses ganaron una batalla naval en 1810 y se quedaron con ellas en el Tratado de París.

Mientras tanto, el Coco de Mer seguía fascinando a todo aquel que lo veía. El misterio se mantuvo hasta 1768, cuando el explorador francés Marion Dufresne confirmó que las nueces venían de Praslin y no de ningún bosque submarino. Su segundo de a bordo, un tal Duchemin, se enteró de la novedad, regresó al año siguiente y saqueó los bosques a destajo para vender las nueces en la India. Fue, literalmente, el primer contrabandista de cocos dobles de la historia. La destrucción fue tan masiva que la especie nunca se ha recuperado del todo.

Una especie en apuros

Hoy la palmera doble sobrevive solo en Praslin (unos 4.000 ejemplares) y Curieuse (unos cientos). En otras islitas vecinas, donde también existía, desapareció. La UNESCO declaró la Vallée de Mai, el bosque más famoso de Praslin, Patrimonio de la Humanidad en 1983. Allí puedes caminar entre palmeras gigantes que parecen diseñadas para un escenario de Jurassic Park.

El problema es que estas palmeras tienen un sistema de reproducción poco práctico: frutos pesadísimos que caen justo al lado del árbol y semillas que tardan años en germinar. Para colmo, los humanos han talado bosques, provocado incendios, cosechado los frutos por codicia y, últimamente, introducido plantas invasoras. Como si fuera poco, el futuro de la especie está ligado al de un loro igualmente raro, Coracopsis nigra barklyi, conocido como loro negro de Seychelles. Este ave ayuda a polinizar las flores y depende a su vez de ellas para alimentarse. Ambos, loro y coco, se están jugando la supervivencia juntos como en una comedia romántica de la naturaleza.

El pueblo criollo

Los seychellois, descendientes de esclavos africanos, colonos franceses, indios y chinos, se han mezclado en un mestizaje peculiar. Hablan un criollo musical y viven a un par de kilómetros como mucho del mar. Durante dos siglos cultivaron canela, vainilla y té, pero todo cambió en 1971 con la apertura del aeropuerto internacional: desde entonces, el turismo se convirtió en el motor de la economía.

Hoy las tiendas de recuerdos venden réplicas pulidas de coco doble en todas las formas y tamaños, pero llevarse uno de verdad está prohibido desde 1970. Los pocos frutos que se recogen del suelo son custodiados por el gobierno, que subasta algunos para financiar la conservación.

Aun así, el contrabando continúa. Un fruto auténtico puede alcanzar miles de dólares en el mercado negro. El atractivo es irresistible: ¿quién no querría en su salón un coco de tamaño descomunal con forma de trasero humano?

Lodoicea maldivica. A, copa con frutos de un ejemplar femenino. B, cocos con su cubierta inicial, verde. C, inflorescencia masculina en amento. D, semilla con el típico aspecto de nalgas humanas, E, las semillas servían para tallar el kashkul, un cuenco o recipiente en forma de barco, que los derviches (ascetas musulmanes, sobre todo sufíes) usaban para mendigar comida o limosna durante sus viajes espirituales. Funcionaba como un símbolo de renuncia al mundo: el derviche no tenía posesiones salvo ese cuenco, que llevaba colgado del hombro con una cadena o cuerda. Hoy son ejemplares codiciados por los museos.

Ciencia, mitos y risas

Los botánicos llevan siglos obsesionados con esta palmera. El jardinero jefe de Kew Gardens, en Londres, intentó cultivar semillas en el siglo XIX sin éxito: todas morían antes de germinar. El naturalista portugués García de Orta escribió en 1563 que las palmeras crecían bajo el mar, arrasadas por un tsunami. Otros médicos recetaban agua del coco como cura para la parálisis. En China, todavía hoy, las conchas se usan como cuencos sagrados en ciertas ceremonias budistas.

Algunos mitos son aún más pintorescos. En las islas se decía que, en noches de tormenta, las palmeras macho y hembra se frotaban produciendo sonidos inconfundibles: los árboles estaban “apareándose”. Nadie podía presenciarlo, advertían, porque quien se atreviera a mirar moriría en el acto. Lo cierto es que las palmeras no necesitan espectadores: con viento y loros les basta.

La batalla por el futuro

La conservación del Coco de Mer es hoy una empresa seria. Desde 1979 existe la Fundación de Islas Seychelles (SIF), que gestiona los parques naturales y protege tanto a las palmeras como al loro negro. Científicos como la botánica alemana Frauke Fleischer-Dogley han dedicado su vida a estudiar la genética y la ecología de la especie. Gracias a ellos, sabemos que cada árbol que hoy sobrevive es un milagro viviente con siglos de historia encima.

El desafío es enorme: las palmeras tardan medio siglo en dar sus primeros frutos, mientras que los turistas tardan dos segundos en hacer una foto con flash y seguir camino. Y sin embargo, sigue habiendo esperanza. Los viveros del gobierno plantan cada año nuevas plántulas y los bosques protegidos permiten que los visitantes vean en directo el coco más extravagante del planeta.

Epílogo con sonrisa

Al final, el Coco de Mer nos recuerda que la naturaleza tiene un sentido del humor peculiar. Nos da semillas que pesan lo mismo que un niño de tres años, palmeras que viven casi mil años, y frutos con formas tan sugerentes que hicieron perder la cabeza a exploradores, generales y reyes.

Es posible que, dentro de unos siglos, los humanos sigamos discutiendo sobre su origen, su simbolismo o sus supuestos poderes afrodisíacos. Pero lo que sí sabemos con certeza es que, si el Jardín del Edén hubiera estado en algún lugar, Praslin tendría muchas papeletas. Aunque, pensándolo bien, siete años para esperar un fruto es demasiado incluso para Adán y Eva.