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sábado, 27 de diciembre de 2025

GAUDÍ Y LA LÓGICA VEGETAL DE LA ARQUITECTURA

Quizás la mayor virtud de Ciudad de sombras, una serie de televisión que acaba de estrenar Netflix, sea la elección de varios escenarios ligados al arquitecto Antoni Gaudí, máximo representante del modernismo catalán. Uno de ellos, probablemente el menos visitado, es la Colonia Güell.

La Colonia Güell nació como nacieron muchas utopías industriales de finales del siglo XIX: alrededor de una fábrica y de la fe —mezcla de cálculo económico y optimismo moral— en que el orden podía diseñarse. Eusebi Güell, empresario textil culto y ambicioso, trasladó su producción fuera de Barcelona y levantó a su alrededor un pequeño mundo completo: casas para los obreros, escuela, cooperativa, ateneo, teatro… y una iglesia que debía ser algo más que un templo. Tenía que expresar, en piedra, una idea de armonía: entre trabajo y vida, entre técnica y paisaje, entre progreso y arraigo.

Para esa iglesia recurrió a Antoni Gaudí, que ya había dejado claro que no le interesaba repetir lenguajes heredados. El proyecto era audaz, con cúpulas experimentales y soluciones estructurales que desafiaban la arquitectura conocida. Pero la muerte de Güell y las dificultades económicas interrumpieron la obra. El gran templo nunca se levantó. Solo se construyó su parte inferior: la cripta. Y, sin proponérselo, ese fragmento terminó siendo algo más elocuente que el conjunto entero.

Porque, antes incluso de hablar de religión, en esa cripta Gaudí dejó formulada una idea radical: que la arquitectura podía obedecer a una lógica vegetal, crecer como crecen los árboles, repartir esfuerzos como lo hace un tronco, encontrar su belleza no en la decoración, sino en la fidelidad a las leyes de la naturaleza.

Exterior porticado de la cripta de la Colonia Güell en Santa Coloma de Cervelló. Foto

En la cripta de la Colonia Güell uno no tiene la sensación de entrar en un edificio, sino de meterse debajo de algo que ya estaba allí antes. No hay gesto monumental ni solemnidad de postal. El suelo parece levemente inclinado, como si la tierra no hubiera terminado de asentarse y las columnas —que en otros templos se alinean como los soldados en formación—se comportan aquí como organismos con voluntad propia. No están derechas. No prometen obediencia. Se inclinan, se abren, se bifurcan. Algunas parecen avanzar hacia el centro; otras se apartan con discreción. Todas hacen lo mismo que haría un árbol sensato: buscar la manera más eficiente de sostenerse en busca de la luz.

A Gaudí le han colgado muchos adjetivos, casi todos pintorescos. Visionario, místico, extravagante. Se habla menos de algo bastante menos llamativo: que era un arquitecto ferozmente racional. En la cripta no hay nada caprichoso. Las columnas “como palmeras” no son una licencia poética ni un guiño decorativo a la naturaleza. Son la consecuencia directa de una pregunta técnica: por dónde pasan las fuerzas, cómo viaja el peso desde el techo hasta el suelo. Gaudí no disimula la respuesta: la deja a la vista.

Las columnas no imitan palmeras. Son palmeras en el único sentido que le interesaba a Gaudí: en su lógica estructural. Un tronco no es cilíndrico porque sí; se ensancha donde hace falta, se afina allí donde puede permitírselo, se ramifica cuando una sola pieza no basta para repartir la carga. Aquí ocurre exactamente lo mismo. La piedra se comporta como madera y el ladrillo como savia endurecida. El resultado es un espacio que no se entiende mirando al techo, sino siguiendo con la vista el recorrido de los empujes.

En la cripta, Gaudí se permitió un lujo que rara vez concede la arquitectura: dejar mandar a la gravedad. Para eso recurrió a la estática funicular, ese método tan elemental como revolucionario que consiste en colgar cuerdas con pesos y observar qué forma adoptan cuando trabajan únicamente a tracción. Al invertir ese modelo, aparecen las líneas ideales para trabajar a compresión. No hay cálculo abstracto ni academicismo geométrico: hay una verdad física incontestable. Las columnas se inclinan porque la carga no cae a plomo. Se ramifican porque un solo apoyo sería insuficiente. Todo lo demás —la emoción, el asombro, la belleza— viene después, casi como un efecto secundario inevitable.

El visitante percibe algo extraño sin saber explicarlo: el espacio no oprime. No hay esa verticalidad autoritaria que obliga a levantar la cabeza y recordar la pequeñez humana. Aquí el techo parece apoyarse con naturalidad, como una bóveda vegetal. La sensación es más geológica que religiosa, más de caverna que de catedral. Gaudí entendía el templo como una extensión de la naturaleza, no como su negación. En lugar de aislar al hombre del mundo, lo devuelve a él, pero traducido a piedra.

Interior de la cripta. Foto.

El famoso efecto de bosque no es solo una cuestión estética. No se trata de que el interior recuerde vagamente a un palmeral. Se trata de que funciona como uno. Cada columna es distinta porque cada una responde a una situación distinta de cargas. No hay repetición mecánica ni módulo impuesto. Como en un bosque real, el orden existe, pero no es evidente; se intuye más que se mide. Y como en un bosque, la luz entra de forma irregular, filtrada, sin dramatismo teatral. Aquí no hay revelación súbita, sino adaptación progresiva del ojo.

La cripta es, en realidad, un laboratorio. Un lugar donde Gaudí ensayó, a escala casi doméstica, una idea que luego desplegaría con ambición descomunal. Quien entienda este espacio entiende sin esfuerzo la lógica del interior de la Sagrada Familia: columnas-árboles, ramificaciones que sustituyen a los capiteles clásicos, un templo que no se eleva como un palacio, sino que crece como un ecosistema.

Resulta revelador que esta obra sea, en cierto modo, secundaria. No es la gran atracción turística ni el icono universal. Y sin embargo, aquí Gaudí se muestra con una claridad casi didáctica. Sin fachadas espectaculares que distraigan, sin torres que compitan con el cielo, lo esencial queda al desnudo: una arquitectura que nace desde abajo, que obedece leyes físicas antes que estilos, y que encuentra su simbolismo precisamente en no forzarlo.

La cripta no quedó inacabada en el sentido trágico del término. Está completa porque dice todo lo que tiene que decir. Es un manifiesto silencioso que demuestra que la emoción no surge del exceso, sino de la coherencia. Que un edificio puede ser profundamente simbólico sin recurrir al símbolo explícito. Que un templo puede parecer un bosque sin copiar una sola hoja.

En la Colonia Güell, Gaudí no quiso levantar un monumento ni dejar una imagen para la posteridad. Quiso comprobar si era posible construir como construyen las cosas vivas: dejando que la gravedad trace las líneas, que la materia diga hasta dónde puede llegar, que la forma sea siempre consecuencia y nunca imposición. La cripta no es un templo fallido ni un proyecto mutilado, sino un sistema completo, cerrado sobre sí mismo, donde cada columna explica por qué está donde está.

Esa es la verdadera lógica vegetal de la arquitectura que Gaudí ensayó aquí: no copiar hojas ni troncos, sino pensar como piensa un árbol. Repartir cargas, adaptarse, crecer solo lo necesario. Lo que luego aparecerá amplificado en la Sagrada Familia está ya contenido en este espacio subterráneo, casi secreto, donde la arquitectura dejó de querer parecer humana para comportarse como naturaleza.

El visitante sale con la impresión de haber estado dentro de un bosque que no imita al bosque, sino que funciona como él. Y entiende entonces que, para el arquitecto de Reus, la modernidad no consistía en inventar formas nuevas, sino en volver a aprender las reglas más antiguas de todas: las que rigen la materia, el peso y el crecimiento. Las mismas que siguen obedeciendo, en silencio, los árboles.

ELIXIR PARAGÓRICO: EL FRASCO QUE NO HACÍA PREGUNTAS

Un medicamento legal, una mirada esquiva y un acuerdo tácito: cuando la farmacia fue durante décadas el último refugio del adicto respetable.

La farmacia estaba casi vacía y olía a alcohol y a madera vieja. No a ese alcohol limpio de hospital, sino a uno más doméstico, como de botiquín heredado. Yo, aburrido de pasear mientras me reparaban el coche por una ciudad anodina del Medio Oste, había entrado por curiosidad, que es una forma elegante de decir que estaba perdiendo el tiempo. El farmacéutico me miró por encima de las gafas, con una expresión cansada, y me preguntó qué necesitaba. Le dije que nada, que solo estaba mirando. Mentí mal. En realidad, estaba buscando un frasco que ya no existía.

Durante buena parte del siglo XX, en Estados Unidos, conseguir opio era más sencillo que conseguir una explicación. Bastaba con pedir algo para la diarrea y pagar en efectivo. El aparato digestivo funcionaba entonces como una coartada socialmente aceptable. Nadie hacía demasiadas preguntas. Nadie quería oír demasiadas respuestas.

El frasco era pequeño, transparente, con una etiqueta seria, casi respetable. Se llamaba paragórico, del latín paragoricus (calmante). Un medicamento aprobado, regulado, legal. Contenía opio, alcohol, alcanfor y anís. No era un secreto, pero tampoco un problema. Al menos no todavía.

Yo lo había visto mencionado en informes médicos, en novelas, en testimonios que parecían exagerados hasta que uno los leía despacio. El paragórico no era heroína ni morfina inyectable. Era algo más discreto. Un opio líquido con modales domesticados. Un frasco que no hacía preguntas y al que no había que dar explicaciones.

El problema empezó cuando el Estado decidió que la adicción dejaba de ser una cuestión médica para convertirse en un asunto penal. Con la Ley Harrison de impuestos sobre narcóticos, a principios del siglo XX, Estados Unidos no prohibió explícitamente los opiáceos, pero hizo algo casi peor: obligó a médicos y farmacéuticos a registrarlos, justificarlos y temerlos. La consecuencia fue inmediata. Miles de personas que llevaban años consumiendo morfina o láudano por prescripción se quedaron de un día para otro sin receta.

No se llamaban a sí mismos drogadictos. Eran pacientes crónicos, veteranos de guerra, mujeres con dolores persistentes, hombres con la espalda rota por el trabajo. La ley los redefinió sin consultarlos. Y ellos hicieron lo único que podían hacer: buscar lo que quedaba. Lo que quedaba era el paragórico.

En los años veinte y treinta, la farmacia se convirtió en una frontera difusa. No era un punto de venta ilegal, pero tampoco exactamente inocente. El paragórico se despachaba sin receta porque, oficialmente, servía para frenar la diarrea. Nadie había previsto —o nadie quiso prever— que también servía para frenar el síndrome de abstinencia.

Los farmacéuticos lo sabían. Algunos llevaban cuentas discretas. Otros preferían no llevar ninguna. No se veían a sí mismos como camellos, sino como profesionales atrapados entre la ley y la realidad. El cliente entraba, pedía su frasco, salía. A veces volvía por la tarde. A veces visitaba varias farmacias el mismo día. La diarrea se había vuelto sorprendentemente nómada.

Los informes del departamento de Sanidad estadounidense empezaron a detectar el patrón con preocupación clínica: consumo de varios frascos diarios, pacientes sin síntomas digestivos, métodos caseros para evaporar el alcohol y concentrar el opio. No era química avanzada. Era supervivencia básica. En definitiva, la medicina había cerrado una puerta sin abrir otra.

El paragórico no solo circulaba en la calle. En hospitales y sanatorios psiquiátricos se usaba como sedante informal. No figuraba en los protocolos, pero sí en los cajones. Calmaba, hacía dormir, evitaba escenas incómodas. Nadie hablaba de dependencia. Se hablaba de orden, que siempre ha sido una palabra muy flexible.

En las cárceles, el frasco adquirió otro valor. No era una droga recreativa, sino funcional. Permitía pasar el día sin temblores, dormir la noche sin gritos. Las sobredosis rara vez se registraban como tales. Eran colapsos, síncopes, reacciones adversas. Morir por medicamento siempre ha sido estadísticamente más presentable que morir por droga.

Hubo incluso dependencias cruzadas. Personas tratadas por alcoholismo que acabaron enganchadas al opio líquido. La historia de la adicción moderna está llena de soluciones bienintencionadas con efectos secundarios que nadie quiso mirar de frente.

William S. Burroughs lo entendió mejor que muchos legisladores. En Yonqui, su relato seco, casi administrativo, de la adicción, menciona el paragórico como una herramienta cotidiana cuando la heroína escaseaba o la policía apretaba. No como curiosidad histórica, sino como recurso práctico. Un opio con coartada. Burroughs no buscaba moralejas. Describía un sistema. Cuando se prohíbe una sustancia sin ofrecer alternativas, la necesidad no desaparece. Solo cambia de envase. El paragórico era eso: la misma sustancia, otra etiqueta, el mismo silencio compartido.

El capítulo más incómodo llegó con los niños. Durante décadas, el paragórico se administró a bebés con cólicos o diarreas. Gotas medidas con cucharillas domésticas, en cocinas tranquilas. Algunos niños se calmaban. Otros desarrollaban síntomas que hoy reconoceríamos sin dudar: dependencia, abstinencia, convulsiones.

Nadie hablaba entonces de adicción infantil. Pero los casos se acumularon y el frasco empezó a resultar demasiado transparente. Primero llegó la receta obligatoria. Luego, la reducción de concentraciones. Finalmente, la retirada.

No porque el paragórico fuera un invento diabólico, sino porque había demostrado algo incómodo: la frontera entre medicamento y droga no la define la química, sino el contexto social y legal. El paragórico no creó adictos. Los encontró. Funcionó como refugio cuando la ley avanzó más rápido que la medicina.

Salí de la farmacia sin comprar nada. El farmacéutico volvió a su silla. El frasco ya no estaba allí, pero su lógica seguía intacta. Prohibir sin sustituir sigue siendo una forma elegante de mirar hacia otro lado. Y a veces, lo más peligroso no es lo clandestino, sino lo que se vendió durante años con etiqueta honesta y sin preguntas.

LA ESTRELLA DE BELÉN NO SABÍA ASTRONOMÍA

La leyenda de un astro que nunca respetó las leyes de la física, pero sí las del buen relato o de cómo una estrella imposible logró una carrera más brillante que muchas reales.

El Nuevo Testamento es parco en detalles cuando se trata del nacimiento de Cristo. De los cuatro evangelios canónicos, solo el de Lucas se toma la molestia de describir una escena mínimamente reconocible: un niño envuelto en pañales, un pesebre, María, José, pastores y ángeles. Todo muy funcional. Nada de reyes, nada de estrellas, nada de camellos. El relato que hoy asociamos automáticamente con la Navidad todavía no había sido inventado.

La versión completa, la que incluye Reyes Magos bien vestidos, regalos exóticos y un astro con vocación de GPS, es un producto tardío. Aparece en el siglo VII en un texto que durante un tiempo se hizo pasar por un evangelio desconocido de Mateo, pero que más tarde fue desenmascarado como apócrifo. Desde entonces se lo conoce como el Evangelio del Pseudomateo. Es ahí donde la historia adquiere color, dramatismo y, sobre todo, cuando incorpora una estrella como protagonista.

La representación más antigua de la Virgen. La imagen ha sido datada a principios del siglo III (230-240). El cuadro representa a la Virgen con el Niño y a un profeta señalando una estrella sobre la cabeza de la Virgen. Este personaje puede identificarse con el profeta Balaam del Antiguo Testamento, quien predice la venida de Cristo. Fuente.

Antes de eso, el arte cristiano trabajaba con lo que tenía: muy poco texto y mucha imaginación. Una de las representaciones más antiguas de la Adoración de los Magos es una pintura mural de finales del siglo III o comienzos del IV en las catacumbas de Priscila, en Roma. 

Otro ejemplo temprano aparece en la figura de arriba, un sarcófago del siglo IV hallado en el cementerio romano de Santa Inés. En ambos casos, la escena es sobria, casi tímida, pero ya hay un elemento que empieza a repetirse: una estrella suspendida sobre María y el niño, como si presidiera el acontecimiento.

A partir del siglo V, la cosa se descontrola. Las escenas se vuelven grandiosas, los Magos ganan protagonismo y la estrella se consolida como elemento imprescindible. En el famoso mosaico de la basílica de Santa María la Mayor, terminado hacia el año 435, el niño Jesús aparece entronizado, rodeado de ángeles, con los Reyes Magos avanzando solemnes bajo una estrella que parece saber exactamente lo que hace. Nadie se pregunta de dónde sale ni por qué está ahí. Simplemente tiene que estar.

Epifanía en Santa Maria Maggiore de Roma. Fechada en el primer tercio del siglo V, muestra a un Niño con toga y no es un bebé, entronizado en el centro y flanqueado por cuatro ángeles entre los que se sitúa la estrella. A su derecha está María ataviada como una emperatriz bizantina, enjoyada y vestida con una suntuosa vestimenta de la corte, y a su izquierda aparece la figura alegórica de la Divina Sabiduría. La representación del Niño solo es excepcional  y lo normal es que aparezca sentado en el regazo de su madre. En cuanto a los Magos, dos están a la izquierda del Niño y otro a su derecha, los tres de pie, vestidos con lujosos trajes y gorros frigios y con los dones en grandes platos. Fuente.

La tradición apócrifa afirma que esa estrella se movía y guiaba a los sabios hasta el lugar exacto del nacimiento. Aquí conviene detenerse un momento. Las estrellas no hacen eso. No giran, no señalan direcciones y, desde luego, no se detienen sobre una casa concreta en Belén. Cualquiera que haya aprobado física en el instituto puede certificarlo. Así que la pregunta no es qué estrella fue, sino por qué tanta gente decidió que debía haber una.

La tentación moderna consiste en buscarle una explicación astronómica. Vivimos rodeados de ciencia y nos incomoda pensar que una historia tan influyente se base en un símbolo. Queremos una causa física, un fenómeno concreto, algo que podamos fechar y etiquetar. El problema es que no hay acuerdo ni siquiera sobre el año del nacimiento de Jesús: las estimaciones varían hasta seis años según la fuente. Y, además, el cielo es generoso en acontecimientos llamativos.

Cada cierto tiempo, el debate revive. Ocurrió en diciembre de 2020, cuando una espectacular conjunción de Júpiter y Saturno coincidió con el solsticio de invierno. Los titulares no se hicieron esperar: “La estrella de Belén vuelve al cielo”. Lo cierto es que no volvía a ningún sitio. Aquella conjunción, conocida como Gran Conjunción, se repite aproximadamente cada veinte años. La vimos en 2020, volverá a verse en 2040 y no tiene nada de milagroso, aunque sea bonita.

La idea de identificar la estrella de Belén con una conjunción planetaria no es nueva. La propuso en el siglo XVII Johannes Kepler, quien sugirió que una conjunción de Júpiter y Saturno alrededor del año 7 a. C. pudo inspirar el relato del Pseudomateo. El argumento tiene su elegancia: Júpiter estaba asociado a la realeza, Saturno al pueblo judío y la constelación de Piscis a Judea. El cielo, convenientemente interpretado, parecía anunciar el nacimiento de un rey.

Otros optaron por una solución más vistosa. Entre 1303 y 1305, Giotto pintó la estrella como un cometa en los frescos de la Capilla Scrovegni en Padua. Algunos creen que se inspiró en el paso del Cometa Halley, visible en 1301 y que también pasó cerca de la Tierra en el año 12 a. C. La hipótesis es atractiva, pero vuelve a tropezar con el mismo problema: las fechas no encajan del todo y, además, los cometas solían interpretarse como malos presagios, no como anuncios de nacimientos divinos.

Existe una tercera posibilidad, más explosiva: una nova o una supernova. Sabemos que algunas estrellas aumentan repentinamente su brillo y pueden verse durante semanas o meses antes de desaparecer. El fenómeno es real y está bien documentado. Sin embargo, una explosión de ese tipo habría sido registrada por astrónomos chinos, babilonios o romanos, y no hay constancia clara de ello en las fechas relevantes.

A estas alturas, la conclusión empieza a imponerse: como el borracho que buscaba las llaves perdidas debajo de un farol, estamos buscando en el lugar equivocado. El error consiste en tratar la estrella de Belén como un fenómeno natural cuando el propio texto apócrifo no lo hace. Según el Pseudomateo, los Magos llegan desde el este a Jerusalén y luego la estrella los conduce hacia el sur, hasta Belén. Ese giro no puede realizarlo ningún objeto astronómico. La estrella no obedece las leyes del cielo, sino las del relato.

Lo que el autor del Pseudomateo estaba haciendo no era astronomía, sino teología. En el mundo antiguo, las estrellas estaban estrechamente ligadas al poder. La aparición de una estrella anunciaba el ascenso de un gobernante. El ejemplo más célebre es el Sidus Iulium, el Cometa de César, que fue visible tras el asesinato de Julio César en el 44 a. C. Historiadores como Suetonio y Plinio el Viejo cuentan que se interpretó como la prueba de su divinización.

Moneda acuñada por Augusto (hacia 19-18 a. C.); Anverso: CAESAR AVGVSTVS, Cabeza laureada mirando a la derecha // Reverso: DIVVS IVLIV[S], con el cometa (estrella) de ocho rayos, y la cola hacia arriba. Fuente.

La estrella de Belén pertenece a esa tradición simbólica. No señala un camino físico, sino una verdad teológica: ha nacido un rey que no es como los demás. Pretender identificarla con una conjunción concreta, un cometa o una supernova es perder de vista el propósito del relato.

Eso no impide que el mito siga funcionando. Cada vez que el cielo ofrece un espectáculo llamativo, alguien proclama que ha regresado la estrella de Belén. El Pseudomateo, de existir, estaría encantado. Su estrella no necesitaba ser real para cumplir su función. Bastaba con que siguiera brillando en la imaginación colectiva.

Y en eso, hay que reconocerlo, ha sido un éxito astronómico.

viernes, 26 de diciembre de 2025

EL TIEMPO QUE APENAS ALCANZA A SER TIEMPO

Un zeptosegundo es el tiempo que tarda la realidad en pestañear a escala atómica.

Medición exacta del zeptosegundo

Si usted cree que llega tarde cuando pierde el autobús por treinta segundos, espere a conocer al zeptosegundo, una unidad de tiempo tan diminuta que haría parecer razonable al tipo de la ventanilla que le dice «vuelva usted mañana». El zeptosegundo es, literalmente, el tiempo llevado al extremo del absurdo: una trillonésima de trillonésima parte de un segundo, o lo que es lo mismo, 10⁻²¹ segundos. Es tan corto que, durante mucho tiempo, la ciencia sospechó de su existencia práctica del mismo modo que uno sospecha de los unicornios: con simpatía, pero sin demasiada fe.

Para situarnos: si un segundo fuese la edad del universo, un zeptosegundo sería el tiempo que tarda usted en arrepentirse de haber dicho algo inconveniente… dividido por varios millones. En un zeptosegundo no se puede parpadear, ni estornudar, ni siquiera dudar. En un zeptosegundo la realidad apenas tiene tiempo de aclararse la garganta.

La razón de que sepamos que algo tan ridículamente breve existe no es porque alguien haya tenido un cronómetro lo bastante preciso —no lo ha tenido—, sino porque la naturaleza, con su habitual desdén por nuestra escala humana, hace cosas a esa velocidad. En particular, los electrones. Los electrones son criaturas inquietas, impacientes y claramente incapaces de quedarse quietos para una fotografía. Cuando la luz golpea un átomo y expulsa uno de estos diminutos revoltosos, todo ocurre en un lapso que se mide en zeptosegundos. No es que ocurra rápido: ocurre antes de que la palabra “rápido” tenga sentido.

Durante décadas, los científicos se conformaron con unidades más respetables. El femtosegundo (10⁻¹⁵) ya parecía un exceso. El attosegundo (10⁻¹⁸) sonaba directamente a broma privada entre físicos. Pero el progreso científico tiene una cualidad implacable: siempre quiere mirar un poco más de cerca, un poco más rápido, un poco más adentro. Así que, inevitablemente, alguien dijo: “¿Y si vamos todavía más abajo?”. Y así nació el zeptosegundo como unidad útil, no solo como curiosidad lingüística.

El truco para “medir” algo que dura menos que la paciencia de un electrón no consiste en pulsar un botón en el momento justo —eso sería ingenuo—, sino en inferir el tiempo a partir del espacio. La luz tiene una velocidad conocida. Si usted puede observar cuánto recorre la luz mientras sucede un proceso, puede deducir cuánto tiempo ha pasado. Es una solución elegante y ligeramente tramposa, muy en la tradición científica: si no puedes medir el tiempo directamente, mídelo de lado.

En 2020, un grupo de investigadores logró justamente eso al estudiar cómo la luz interactúa con los electrones de un átomo. El resultado fue una medición indirecta de un proceso que duraba unos pocos cientos de zeptosegundos. El récord no fue tanto haber cronometrado el tiempo más breve jamás registrado, sino haber demostrado que incluso en esos intervalos absurdos la naturaleza sigue reglas comprensibles. O, al menos, reglas que podemos fingir que comprendemos mientras asentimos con gesto grave.

Todo esto plantea una pregunta inevitable: ¿para qué sirve saber algo así? La respuesta honesta es que no sirve para llegar antes al trabajo, ni para cocer mejor los espaguetis. Sirve para entender cómo se comporta la materia en su nivel más íntimo. Las reacciones químicas, la conductividad de los materiales, los procesos fundamentales de la vida dependen de movimientos electrónicos que ocurren en escalas de tiempo ridículas. Comprenderlas puede llevar —con el tiempo, ese concepto ya casi entrañable— a nuevos materiales, tecnologías más eficientes o avances médicos inesperados.

También sirve, aunque nadie lo diga en las solicitudes de financiación, para poner a la humanidad en su sitio. Vivimos obsesionados con la prisa, convencidos de que todo ocurre demasiado rápido, cuando en realidad existimos en una especie de cámara lenta cósmica. Un segundo, visto desde la perspectiva de un electrón, es una eternidad burocrática. Un minuto es una condena perpetua.

El zeptosegundo pertenece a una familia de prefijos que suenan como personajes secundarios de ciencia ficción: femto, atto, zepto, yocto. Son palabras que parecen inventadas por alguien con exceso de café y poco respeto por el diccionario, pero están cuidadosamente definidas y son tan oficiales como el metro o el kilogramo. Que existan dice algo interesante sobre nuestra especie: no nos basta con entender el mundo; queremos medirlo hasta el último decimal, aunque ese decimal dure menos que un suspiro subatómico.

Hay algo profundamente reconfortante en todo esto. El hecho de que podamos hablar con naturalidad de un intervalo de tiempo tan breve que ni siquiera la luz se mueve mucho durante él sugiere que, pese a nuestras torpezas evidentes, somos capaces de una precisión asombrosa. Medimos lo que no podemos sentir, nombramos lo que no podemos experimentar y, en el proceso, ampliamos un poco más el mapa de la realidad.

Así que la próxima vez que alguien le diga que “no tiene ni un segundo”, piense en el zeptosegundo. Piense que incluso en el lapso más insignificante que podamos imaginar, el universo está haciendo algo complejo, elegante y perfectamente indiferente a nuestras prisas. Y recuerde que, comparados con un electrón, todos vivimos a la velocidad de un domingo por la tarde.

EL CAPITALISMO COMO UNA MONTAÑA QUE SE COME A LOS HOMBRES

Ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso.

Hay libros que intentan explicar el mundo y otros que, con más ambición todavía, intentan explicarlo todo. Capitalism. A Global History, de Sven Beckert, un libro que, el pasado mes de noviembre Allen Lane publicó en Inglaterra, pertenece sin complejos a la segunda categoría. No es una historia del capitalismo: es la historia del capitalismo, contada a escala planetaria y con una convicción tan firme que a veces parece que el capitalismo no sea solo un sistema económico, sino una fuerza de la naturaleza, como la gravedad o la entropía.

Beckert parte de una idea sencilla y demoledora: ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso. Su tesis central es clara: el capitalismo nació global. No brotó de repente en una Inglaterra ilustrada y protestante, como suele contarse, sino que fue el resultado de siglos de conexiones entre Asia, África, Europa y, más tarde, América. Desde el principio estuvo ligado al poder, a la violencia y al Estado. Nunca fue un cuento de mercados libres.

Cerro Potosí, Bolivia

Para demostrarlo, Beckert desplaza el foco lejos de Europa y nos lleva, por ejemplo, a Potosí, en el actual sur de Bolivia. A comienzos del siglo XVII, aquella ciudad se autodenominaba el “tesoro del mundo” y no exageraba demasiado: del Cerro Rico salía alrededor del 60 % de la plata mundial. Esa plata financió guerras europeas, lubricó el comercio global y ayudó al desarrollo económico de China y la India. En Potosí se bebía en copas de cristal veneciano y se lucían diamantes de Ceilán. Mientras tanto, uno de cada cuatro mineros —en su mayoría indígenas— moría en el trabajo. El cerro acabó siendo conocido como “la montaña que se come a los hombres”.

Ahí está condensado todo el libro: riqueza obscena, sufrimiento masivo, redes internacionales y un mundo transformado para siempre. Frente al relato eurocéntrico que vincula el capitalismo con la democracia, la Ilustración y la ética protestante, Beckert propone una historia más incómoda. El capitalismo, sostiene, no es natural ni inevitable. Es una revolución gestada durante siglos, profundamente inestable y siempre contestada.

“El capitalismo es la acumulación incesante de capital privado”, escribe Beckert, con una frialdad forense. Explicarlo, añade, es como explicar el agua a los peces. Adam Smith lo entendió como la expresión benigna del interés propio; Beckert lo ve como una criatura mucho más turbulenta, dependiente de factores que Smith minimizó: el poder, la coerción, el Estado.

El propio término “capitalismo” apareció tarde, en la Francia de la década de 1840, junto a sus antagonistas: socialismo, comunismo, anarquismo. Pero el proceso era mucho más antiguo. Beckert lo rastrea hasta el puerto de Adén, en 1150, uno de esos enclaves que llama “islas de capital” dentro de un “archipiélago capitalista”. Allí surgieron prácticas sorprendentemente modernas —seguros, contabilidad, crédito—, pero sus protagonistas eran vistos con desconfianza. Acumulaban riqueza sin prestigio ni poder político: “capitalistas sin capitalismo”.

Lo que les faltaba era el abrazo del Estado. Ese abrazo llegó durante lo que Beckert llama la “Gran Conexión” (1450–1650), cuando la expansión europea, el descubrimiento de América y la guerra oceánica hicieron a los comerciantes indispensables. Nació así el “capitalismo de guerra”: el comercio financiaba conflictos y los conflictos abrían nuevas rutas comerciales. El colonialismo creó lo que Beckert denomina “diversidad conectada”: pensar globalmente, explotar localmente.

Como la plata, el azúcar reconfiguró el mundo. En Barbados, una isla antes deshabitada, apenas 74 plantadores construyeron una colonia privada basada en tierras americanas, mano de obra africana y capital europeo. En todo el continente, millones de personas esclavizadas representaron una cantidad incalculable de trabajo no pagado. Incluso tras la abolición británica de la esclavitud en 1833, no hubo manos limpias: un europeo que empezaba el día con café, azúcar y tabaco participaba ya en tres cadenas esclavistas.

La Revolución Industrial, el gran salto adelante del capitalismo, sustituyó la coerción explícita por otras formas más sofisticadas. El Manchester victoriano fue descrito como “la chimenea del mundo… la entrada al infierno hecha realidad”. Mientras tanto, el modelo estadounidense —territorios vastos, recursos abundantes— alimentó el reparto de África, que un periódico francés definió como “Estados Unidos a nuestras puertas”.

Beckert se recrea desmontando mitos. El libre mercado, dice, es una fantasía académica. La ética protestante del trabajo sirvió para justificar el trabajo infantil y el trabajo forzoso. El rey Leopoldo II defendía que era necesario “sacudir la ociosidad” de los africanos para enseñarles la santidad del trabajo, mientras millones morían en el Congo. Y, sin embargo, el capitalismo sobrevivió a la esclavitud y al imperio.

Su fuerza, insiste Beckert, está en su capacidad de adaptación. Produce crecimiento e inestabilidad a la vez. Cuando una región clave estornuda, el mundo entero se resfría. Las grandes crisis —las de 1870, 1930— parecieron terminales. Karl Marx creyó que tenía fecha de caducidad; también Joseph Schumpeter. Ambos se equivocaron.

El único personaje que sale relativamente bien parado es John Maynard Keynes, que intentó salvar al capitalismo de sí mismo. Durante tres décadas tras 1945, su receta —intervención estatal, redistribución, crecimiento— dio lugar a un capitalismo con rostro humano. Luego llegó la contrarrevolución neoliberal y la mercantilización de todo. En 2025, sugiere Beckert, resulta difícil seguir asociando capitalismo y democracia liberal.

El libro es apabullante. Viaja de Barbados a Samarcanda y Phnom Penh, cita a Abba y a Zola, retrata a figuras como Jakob Fugger, Pinochet o industriales indios y alemanes hoy olvidados. El caudal de datos impresiona y, a veces, agota.

Queda, sin embargo, una pregunta sin responder del todo: ¿por qué el capitalismo? Beckert es implacable al enumerar sus “palos” (léase daños) —racismo científico, desigualdad, crisis climática—, pero minimiza sus “zanahorias”. Incluso Marx reconoció que había “logrado maravillas”. Vidas más largas, niveles de vida más altos, innovaciones que ahorran trabajo también forman parte de la historia.

Si Smith se equivocó al ver el capitalismo como natural, Beckert quizá se equivoca al presentarlo como antihumano: una fuerza alienígena, un monstruo insaciable. Dice escribir una historia “centrada en los actores”, creada por personas. Pero el resultado se parece más a un relato de terror: una montaña que se come a los hombres y sigue creciendo.

El libro no ofrece consuelo, pero sí claridad. Y eso, en estos tiempos, ya es bastante.

CAPITALISTAS SIN CAPITALISMO O DE CÓMO UNO PODÍA HACERSE RICO, PERO NO PODÍA HACERSE SEÑOR

En el siglo XII, en el puerto de Adén, mercaderes sin prestigio ni poder político inventaron el crédito, el riesgo compartido y la contabilidad moderna: una economía global antes del capitalismo y una lección olvidada sobre cómo el dinero no siempre manda.

En el siglo XII, mientras Europa afinaba el arte de la espada y el monasterio, en un puerto del sur de Arabia se afinaban cosas mucho más útiles: el crédito, el riesgo compartido y la paciencia. Allí se ganaba dinero sin épica y se perdía sin tragedia. Se negociaba. Y eso, por extraño que parezca, era un problema.

Adén no era un lugar bonito. Era caluroso, polvoriento y práctico, como los contables. Tampoco era un puerto romántico, de velas blancas y cantos marineros, sino un engranaje comercial. Por allí entraba y salía el comercio del océano Índico como si el mundo tuviera una tráquea y alguien hubiera decidido colocarla justo allí. Pimienta, clavo, incienso, tejidos, oro, esclavos. La mercancía no descansaba; solo cambiaba de manos.

Los hombres que manejaban ese tráfico tampoco eran héroes. Eran mercaderes. Gente que calculaba, escribía, firmaba, esperaba. Algunos eran musulmanes, otros judíos, otros cristianos orientales. Se parecían más entre ellos que a sus respectivos gobernantes. Vivían de la confianza, que es una forma elegante de decir que vivían del miedo a perderla.

Lo sorprendente es que hacían cosas que hoy llamaríamos modernas. Prestaban dinero para viajes que duraban meses. Repartían el riesgo entre varios socios. Anotaban gastos y beneficios con una meticulosidad que ya querría más de un banco contemporáneo. Si un barco se hundía, la ruina no era total: el daño se distribuía. Si llegaba a puerto, la ganancia también.

Todo eso lo sabemos gracias a una montaña de papeles rescatados de la Geniza de El Cairo, una especie de trastero de la historia donde acabaron más de doscientos mil documentos: cartas, contratos y cuentas que nadie pensó que interesarían a nadie siglos después. Allí aparecen comerciantes de Adén escribiéndose como hoy lo haría un asesor fiscal con su cliente: con ansiedad contenida y precisión matemática.

Así que la pregunta es obvia: si tenían capital, cálculo y mercados globales, ¿por qué no tuvieron capitalismo? La respuesta es incómoda porque no es técnica, sino social. Aquellos hombres sabían ganar dinero, pero no sabían —o no podían— convertirlo en poder. Eran ricos, pero no importantes. Y en el mundo medieval islámico eso no era una contradicción: era el orden natural de las cosas.

El prestigio pertenecía a otros. A los juristas que interpretaban la ley, a los guerreros que defendían el territorio, a los burócratas que administraban el Estado. El mercader era necesario, pero moralmente sospechoso. Se le toleraba como se tolera a un fontanero: porque hace falta, no porque inspire admiración.

La riqueza, además, tenía límites morales. Acumular demasiado era mal visto. El dinero debía circular, no convertirse en una palanca para dominar a otros. El comercio estaba protegido por la ley, pero no glorificado por la cultura. Nadie escribía epopeyas sobre un buen balance anual.

Eso marcaba una diferencia decisiva con lo que ocurriría más tarde en Europa. Allí, lentamente, el comerciante empezó a mandar. Primero en las ciudades, luego en los Estados. En Adén, no. El poder político no dependía de ellos, y por tanto no se dejó moldear por sus intereses. El Estado protegía el comercio, pero no se subordinaba a él.

Había también una cuestión de forma. No existía una burguesía urbana con autonomía política. No había ayuntamientos mercantiles capaces de legislar para sí mismos. Las reglas venían dadas desde arriba, y eran estables, previsibles, casi tranquilizadoras. Perfectas para comerciar. Inútiles para revolucionar nada.

Eso explica otra paradoja: el sistema funcionaba. Funcionaba muy bien. Durante siglos. No necesitaba crecer indefinidamente, ni reinventarse cada década. Su objetivo no era transformar el mundo, sino hacerlo circular. Y lo hacía.

Cuando siglos después viajó por la región Ibn Battuta, el más grande de los viajeros musulmanes, quien describió puertos ricos y activos, pero no dominados por mercaderes. El dinero estaba allí, pero el poder no. Era como una caja fuerte sin llave política.

La expresión “capitalistas sin capitalismo” no significa que faltara inteligencia económica. Significa que faltó algo más escurridizo: una ideología que celebrara la acumulación, una cultura que convirtiera el beneficio en virtud pública y una estructura política dispuesta a dejarse colonizar por el dinero.

En Adén, el mercader podía hacerse rico. No podía hacerse señor. No podía dictar leyes. No podía transformar su contabilidad en destino histórico. Y eso, visto desde hoy, parece una oportunidad perdida. Pero quizá no lo fuera.

Porque aquel mundo no necesitaba una revolución burguesa. Necesitaba estabilidad, rutas seguras, contratos fiables. Y eso lo tenía. El capitalismo moderno, con su ambición de crecimiento infinito y su capacidad para convertir el dinero en poder político, es otra cosa. No es solo una técnica económica. Es una manera de organizar la sociedad.

Adén nos recuerda algo que tendemos a olvidar: que el capitalismo no es inevitable. Que puede haber mercados sin burguesía dominante, crédito sin bancos centrales, comercio global sin Wall Street. Que la historia pudo haber seguido otros caminos.

Aquellos mercaderes eran modernos en sus prácticas y conservadores en sus aspiraciones. No querían cambiar el mundo. Querían que el barco llegara a puerto, que la carta fuera contestada, que la deuda se pagara. Querían seguir siendo invisibles y eficaces.

Quizá por eso no dejaron estatuas ni nombres de calles. Dejaron papeles. Y en esos papeles, amarillentos y precisos, está la prueba de que se puede ser capitalista sin capitalismo. Y de que, a veces, eso no es un fracaso, sino una elección colectiva.

JESÚS NACIÓ CUATRO AÑOS ANTES DE CRISTO

Un monje, unas cuentas discutibles y quince siglos de puntualidad basada en una fecha equivocada.

Aunque hoy nadie se plantee enmendarlo —y más vale que nadie lo haga—, el monje que en el siglo VI fijó el nacimiento de Cristo en el año 753 de la fundación de Roma cometió un error de cálculo. No fue una chapuza medieval ni una herejía de sobremesa, sino algo mucho más peligroso: un error pequeño, razonable y cometido con convicción. Esos son los que hacen carrera.

Durante los primeros siglos del cristianismo, el calendario no preocupaba demasiado. Bastante tenían los creyentes con no acabar crucificados, quemados o convertidos en distracción de anfiteatro. El nacimiento de Jesús importaba como concepto teológico, no como fecha exacta. Nadie preguntaba si había nacido un martes o si era mejor celebrarlo con cordero. En el mundo antiguo no se celebraban cumpleaños; se celebraban muertes ejemplares. El cristianismo primitivo era más de martirio que de vela soplada.

Roma, entretanto, contaba el tiempo desde la fundación de la ciudad, el famoso ab urbe condita (AUC). Todo empezaba con una loba, dos gemelos y un asesinato fraternal, lo cual daba un marco moral bastante ajustado al Imperio. Según la tradición, Roma fue fundada en el año 753 antes de Cristo, dato que siglos después adquiriría una ironía tan perfecta que nadie se atrevió a tocarlo.

Mientras el Imperio funcionó, el sistema tenía sentido. Cuando dejó de hacerlo —cuando ya no había emperadores, pero sí muchas ruinas—, seguir contando los años desde la fundación de Roma empezó a parecer una costumbre entrañable, como seguir pagando impuestos a una autoridad desaparecida.

A comienzos del siglo VI, Occidente era un paisaje de escombros con monasterios. El poder político se había diluido, pero el cristianismo estaba en plena forma. Era la nueva estructura estable. Y alguien pensó que, ya que todo giraba en torno a Cristo, quizá el tiempo también debería hacerlo. No parecía una exigencia desproporcionada.

Ese alguien fue Dionisio el Exiguo, monje nacido en Escitia —una región lo bastante vaga como para no dar explicaciones—, astrónomo aficionado y matemático aplicado. Su apodo, Exiguus (“el pequeño”), sugiere humildad, aunque el resultado de su trabajo acabó regulando agendas, aniversarios y contratos durante más de quince siglos. Pequeño, pero definitivo.

La idea de Dionisio era impecable: si Cristo era el centro de la fe, debía ser el centro del calendario. Había que calcular el año de su nacimiento y usarlo como punto de partida. El tiempo se dividiría en un antes y un después de Cristo. Nada modesto, pero muy coherente.

El único inconveniente era que nadie sabía cuándo había nacido Jesús. Dionisio hizo lo que pudo con lo que tenía. Reunió cronologías romanas, datos bíblicos, listas de cónsules y algunas tablas astronómicas, y se puso a calcular. Tras el esfuerzo, llegó a una conclusión tranquilizadora: Jesús había nacido en el año 753 de la fundación de Roma. El año siguiente, 754 AUC, pasó a ser el año 1 de la nueva era cristiana. No hubo año cero. El tiempo dio un pequeño salto y nadie pidió explicaciones.

La propuesta funcionó. Era clara, práctica y fácil de adoptar. Con el respaldo de cronistas influyentes como Beda el Venerable, el sistema se extendió por Europa y acabó imponiéndose casi universalmente. Hoy lo usan incluso países que no celebran la Navidad. No está mal para un cálculo hecho con fuentes incompletas y buena voluntad.

Y, sin embargo, estaba mal.

El error es casi vulgar. Los evangelios sitúan el nacimiento de Jesús durante el reinado de Herodes el Grande, un rey eficaz, paranoico y con cierta facilidad para ordenar ejecuciones. El detalle importante es que Herodes murió en el año 750 de la fundación de Roma. Si Jesús nació bajo su gobierno, cuesta creer que lo hiciera tres años después de su muerte. Incluso para estándares bíblicos.

Eso desplaza el nacimiento de Cristo al menos cuatro años hacia atrás. Probablemente entre el 7 y el 4 antes de lo que hoy llamamos “antes de Cristo”, expresión que aquí empieza a rozar el humor involuntario. Técnicamente, Jesús nació antes de Cristo. No es una provocación ni un juego de palabras: es un error de contabilidad histórica.

Hay más pruebas y más discusiones académicas, pero no hace falta castigar al lector. Basta con aceptar que el calendario cristiano arrastra un desfase de unos cuatro años. Lo suficiente como para ser indiscutible y lo bastante pequeño como para que nadie quiera arreglarlo.

Porque nadie quiere arreglarlo. No por respeto a Dionisio, sino por puro pánico burocrático. Corregir el calendario implicaría revisar miles de millones de documentos, mover aniversarios, reescribir tratados, ajustar constituciones y explicar por qué de pronto todo el mundo es cuatro años mayor o menor. El mundo moderno se sostiene sobre convenciones frágiles, y el calendario es una de las más delicadas. Mejor no tocarlo. El error es antiguo, pero estable.

Con la Navidad ocurre algo parecido. Tampoco hay razones serias para pensar que Jesús naciera el 25 de diciembre. Durante siglos se celebró el 6 de enero, fecha que aún conserva la Iglesia ortodoxa oriental. El 25 llegó después, cuando alguien entendió que era mejor apropiarse de una fiesta popular que intentar suprimirla.

El solsticio de invierno ocurre alrededor del 21 de diciembre, pero los romanos no celebraban el fenómeno astronómico exacto, sino su significado. El 25 era la fiesta del Sol Invictus, el renacimiento del Sol, oficializada por Aureliano. A partir de ahí, la luz ganaba terreno. El mensaje era comprensible incluso sin catequesis.

Cristo como nueva luz del mundo encajaba demasiado bien. No se eliminó la fiesta: se le cambió el protagonista. El 25 no era el solsticio, pero era perfecto para celebrarlo. En religión, como en política, el símbolo suele pesar más que la exactitud.

Así que vivimos instalados en un tiempo ligeramente defectuoso. Contamos los años desde un nacimiento mal fechado, celebramos la Navidad por conveniencia simbólica y aceptamos todo con admirable naturalidad. El tiempo no es una ley física: es un acuerdo humano.

Dionisio el Exiguo intentó poner orden en la historia y se equivocó un poco. Y nosotros llevamos quince siglos demostrando que, cuando un error es cómodo, se convierte sin problemas en tradición.

miércoles, 24 de diciembre de 2025

LO QUE LOS BELENES DICEN SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL CRISTIANISMO

El belén parece una escena inmutable, pero en realidad es un espejo: refleja, siglo tras siglo, la forma en que el cristianismo se ha entendido a sí mismo.

Cada diciembre, cuando el calendario se queda sin hojas y el frío obliga a mirar hacia dentro, reaparece el belén. Surge en una esquina de la iglesia, en el aparador de una tienda y, sostenido por una tabla y dos caballetes, en el mueble más inestable del salón familiar. Un niño desnudo sobre paja limpia, una madre con gesto de aceptación infinita, un padre que parece no acabar de entender qué hace allí, un buey pensativo y un burro con cara de haberlo visto todo. Luego llegan los pastores, siempre apresurados, y más tarde —cuando ya se han servido los dulces— aparecen los Reyes Magos, cargados de regalos y de exotismo.

Se suele decir (erróneamente) que el belén nació en 1223, cuando San Francisco de Asís decidió representar el nacimiento de Jesús en una cueva de Greccio con un pesebre, un buey y un burro. La escena, según sus biógrafos, buscaba conmover más que explicar: tocar el corazón antes que ilustrar la doctrina. Aquel gesto franciscano —pobre, directo, casi ingenuo— marcó profundamente el imaginario cristiano. Pero no fue el principio. Fue, más bien, una inflexión.

Mucho antes de Francisco, cuando el cristianismo aún caminaba con pies inseguros por los márgenes del Imperio romano, ya existían imágenes del nacimiento de Cristo. El problema era que los Evangelios canónicos no ofrecían demasiados detalles. De los cuatro, solo el de Lucas se detiene en el niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, rodeado de pastores y ángeles. Mateo, en cambio, introduce a los Magos guiados por una estrella y pasa rápidamente al drama político de Herodes. Entre ambos relatos quedaban demasiados silencios.

Durante siglos, esos silencios se llenaron con imágenes parciales. Una de las más antiguas se conserva en la Catacumba de Priscila, en Roma: una pintura mural de finales del siglo III o comienzos del IV donde María sostiene al niño mientras recibe a los Magos. Allí ya están los regalos y, por tanto, ya son tres los visitantes, aunque el texto bíblico nunca lo diga. El énfasis no está en el niño, sino en el movimiento: hombres que vienen de lejos buscando algo que no saben nombrar. El cristianismo primitivo se reconocía en esa búsqueda.

Representación de la Adoración de los Magos en un sarcófago del siglo IV del cementerio de Santa Inés en Roma. Dominio público vía Wikimedia Commons.

Con el tiempo, la escena ganó solemnidad. En un sarcófago del siglo IV hallado en el cementerio de Santa Inés, los Magos aparecen acompañados de camellos y avanzan bajo una estrella casi geométrica. Y en el siglo V, cuando el cristianismo ya es religión oficial del Imperio, la humildad inicial se diluye. En la basílica romana de Santa María la Mayor, un mosaico muestra al Niño Jesús entronizado como un emperador en miniatura, rodeado de ángeles y figuras misteriosas. No hay pastores ni animales. Aquí no nace un niño: se manifiesta un rey.

Algo parecido ocurre en Rávena, donde un mosaico del siglo VI presenta a María vestida de púrpura imperial, sentada en trono y sosteniendo a su hijo mientras los Magos —ya con nombre propio: Melchor y Gaspar y Baltasar— ofrecen sus dones. El cristianismo de la Antigüedad tardía necesitaba subrayar la majestad divina, no la fragilidad humana. El belén, tal como hoy lo entendemos, aún estaba lejos.

Detalle de un mosaico del siglo VI en la Basílica de Sant'Apollinare Nuovo en Rávena, Italia Dominio público a través de Wikimedia Commons

La separación litúrgica entre la Navidad y la Epifanía terminó de ordenar el relato. El nacimiento se celebraría alrededor del solsticio de invierno, el 25 de diciembre; la visita de los Magos, el 6 de enero. Al apartar a los reyes unos días, el cristianismo abrió espacio para una escena más íntima. El foco volvió al pesebre. Un relieve conservado en Atenas, de finales del siglo IV o principios del V, muestra a un bebé fajado, vigilado solo por un buey y un burro. Es una imagen casi doméstica. Dios ha bajado a ras de suelo.

En Roma, la basílica de Santa María la Mayor mantuvo una relación constante con esta iconografía. Hay indicios de que ya en el siglo V se exhibía allí una recreación del nacimiento. Como escribe Maureen C. Miller, historiadora de la Universidad de California, Berkeley, en Clothing the Clergy: Virtue and Power in Medieval Europe, c. 800-1200, el papa Gregorio VII estaba celebrando una misa de Navidad en la basílica, «donde se había construido un belén cerca del altar mayor para que todos pudieran contemplar el evento de la historia de la salvación que se conmemoraba», cuando fue secuestrado por hombres armados en 1075.

Los detalles de ese belén son escasos; hay mucha más información disponible sobre un belén del siglo XIII en Santa Maria la Mayor que sobrevive hasta nuestros días. En 1292, el papa Nicolás IV, primer pontífice franciscano, encargó a Arnolfo di Cambio un belén de mármol que aún se conserva. María ocupa el centro, no solo como madre, sino como Theotokos, madre de Dios, un título fijado en el Concilio de Éfeso en 431. El belén se convierte así en una lección de teología tallada en piedra.

Luego llegó el Barroco y todo se desbordó. En Nápoles, los belenes dejaron de ser escenas para convertirse en mundos. Calles enteras, mercados, tabernas, ruinas clásicas, montañas de corcho y papel maché. El nacimiento de Cristo sucedía en medio de la vida cotidiana. La gente se reconocía allí: el pescadero, la lavandera, el músico callejero. El cristianismo barroco entendió que, para sobrevivir, debía mezclarse con la realidad. 

De la mano de la corte ilustrada de Carlos III, el belén napolitano —teatral, minucioso y exuberante— se instaló definitivamente en España como una moda cortesana que pronto acabaría filtrándose a la devoción popular. El monarca, que había reinado en Nápoles antes de ceñir la corona española, importó no solo ministros y gustos artísticos, sino también esa manera barroca de contar la Navidad como un gran escenario lleno de vida. En ese contexto encargó al escultor valenciano Esteve Bonet la realización del llamado Belén del Príncipe, destinado a la educación y deleite de su hijo, el futuro Carlos IV. Aquel conjunto, concebido como una obra didáctica y artística a la vez, se conserva hoy y se exhibe en el Palacio Real de Madrid, testimonio de cómo el belén pasó de ser devoción italiana para convertirse en patrimonio cultural español.

Una de las múltiples escenas del Belén del Príncipe del Palacio Real de Madrid. Fuente.

Esa exuberancia chocó frontalmente con el protestantismo. En el siglo XVI, muchas regiones de Europa destruyeron sus belenes por considerarlos idolatría. Los puritanos ingleses fueron especialmente severos. Sin embargo, al cruzar el Atlántico, esa hostilidad se fue suavizando. En América, el belén se refugió en las casas, convertido más en adorno que en objeto de culto.

Los moravos fundaron la ciudad de Belén, en Pensilvania, en 1741, y llevaron consigo sus escenas de la Natividad, que incluían paisajes locales. En Francia, durante la Revolución, los santones provenzales sobrevivieron a escondidas cuando las iglesias cerraron. El belén demostró una capacidad extraordinaria para adaptarse: podía ser clandestino, doméstico, popular o sofisticado, según las circunstancias.

En el siglo XXI, el belén se ha vuelto un campo de batalla simbólico. Su presencia en espacios públicos genera debates, recursos judiciales y provocaciones creativas. Desde belenes alternativos promovidos por iglesias paródicas hasta escenas donde conviven la Sagrada Familia y personajes de la cultura pop. Incluso el Vaticano sorprendió en 2020 con un belén futurista que muchos compararon con ciencia ficción. La tradición, lejos de fosilizarse, sigue mutando.

Y mientras tanto, en la Via San Gregorio Armeno de Nápoles, los artesanos continúan fabricando figuras nuevas cada año: futbolistas, políticos, pizzaiolos, celebridades. Entre ellos, el papa Francisco, que comparte nombre con el santo que hizo del belén un acto de cercanía. Nada parece fuera de lugar en ese pequeño universo.

El belén de 2020 en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Foto de Vincenzo Pinto/AFP

Quizá ahí resida el secreto de su longevidad. El belén no es solo una escena del pasado; es una invitación. Permite a cada época, a cada cultura, colocarse junto al pesebre y mirarse en él. En miniatura, el mundo entero cabe alrededor de un niño indefenso. Y en ese gesto —tan simple, tan repetido— el cristianismo ha ido contando, sin palabras, su propia historia.

martes, 23 de diciembre de 2025

PIZZA, LAGARTIJAS Y TEFLÓN: UN LADO EXTRAÑO DE LA CIENCIA

Cada año, los Premios Ig Nobel demuestran que la ciencia puede ser rigurosa, absurda y deliciosamente humana al mismo tiempo. Desde lagartijas con gustos muy precisos por la pizza hasta la peligrosa tentación de engordar la comida con teflón, estos estudios hacen reír primero y pensar después… exactamente en ese orden.

Los Premios Ig Nobel son la prueba definitiva de que la ciencia, cuando se quita la bata y se afloja el nudo de la corbata, resulta mucho más interesante. Son galardones que distinguen investigaciones científicas absolutamente reales que, en un primer momento, provocan la risa y, unos segundos después —cuando la carcajada aún no se ha extinguido del todo—, obligan a pensar. A veces incluso a pensar seriamente.

Los organiza la revista Improbable Research, bajo la batuta de un matemático llamado Marc Abrahams, y se entregan cada año en una ceremonia celebrada en la venerable Universidad de Harvard. El detalle más delicioso es que los premios los entregan auténticos ganadores del Nobel, lo que añade una capa adicional de absurdo solemne al conjunto. Su lema no oficial podría resumirse así: la ciencia es una cosa muy seria, pero no tanto.

De los diez premios concedidos este año, me quedo con dos. No porque sean los más importantes —esa categoría no existe en los Ig Nobel—, sino porque combinan dos de las grandes preocupaciones humanas: la comida y la mala idea de intentar mejorarla artificialmente.

El primero es el Premio Ig Nobel de Nutrición, otorgado a un equipo internacional que decidió invertir su tiempo libre en estudiar las preferencias alimentarias de una lagartija tropical llamada Holcosus undulatus, conocida popularmente como lagartija arcoíris. El segundo es el Premio de Química, concedido a unos investigadores que se preguntaron si añadir politetrafluoroetileno —más conocido como teflón— a los alimentos podría aumentar la sensación de saciedad sin añadir calorías. Sí, teflón. El mismo material con el que se hacen las sartenes.

Holcosus undulatus. Fuente

La pizza “cuatro estaciones” es un prodigio de simbolismo gastronómico. Está dividida en cuatro secciones, cada una dedicada a una estación del año, como si alguien hubiera decidido convertir el calendario agrícola en un plato comestible. El jamón y las aceitunas representan el invierno; las alcachofas, la primavera; la albahaca y los tomates, el verano; y los champiñones, el otoño. Todo ello sobre una base común de salsa de tomate y queso, porque incluso el simbolismo necesita una infraestructura fiable.

A millones de personas en todo el mundo les parece deliciosa. A las lagartijas arcoíris, no tanto. Lo sabemos gracias a un estudio realizado en Togo, donde estas lagartijas son tan comunes que se pasean con desparpajo por zonas urbanas, parques y terrazas. La investigación nació de una observación casual: uno de los científicos vio cómo un macho —fácil de identificar por sus colores vivos, mucho más vistosos que los de las discretas hembras— trepaba a la mesa de un turista para robarle un trozo de pizza de cuatro quesos.

Esto era extraño por dos motivos. El primero, porque robar comida a turistas es una conducta que uno espera más de las gaviotas que de los reptiles. El segundo, porque las lagartijas suelen alimentarse de insectos, no de productos italianos con denominación cultural. Intrigados, los investigadores se hicieron una pregunta perfectamente razonable: ¿qué tenía esa pizza que resultaba tan irresistible? ¿Había algo especialmente atractivo en la variedad de cuatro quesos?

Para averiguarlo, diseñaron un experimento de esos que hacen que uno agradezca que la ciencia aún conserve cierto espíritu lúdico. Colocaron platos con pizza de cuatro quesos y pizza de cuatro estaciones en el suelo, separados unos diez metros entre sí y a una distancia prudente de los árboles donde solían verse las lagartijas. Instalaron cámaras y esperaron.

En menos de quince minutos, las lagartijas acudieron en tropel. Pero lo hicieron con una unanimidad inquietante: todas se dirigieron a la pizza de cuatro quesos. La pizza cuatro estaciones fue ignorada con un desprecio absoluto, como si representara un error evolutivo imperdonable.

¿Qué señal química las atrajo? Nadie lo sabe. Sigue siendo un misterio qué componente invisible convierte a una pizza en irresistible para un reptil tropical y a otra en un fracaso total.

¿Tiene utilidad práctica este estudio? Probablemente no, salvo en el improbable caso de que algún día tengas una lagartija arcoíris como mascota y quieras ganarte su afecto. En ese caso, olvida los insectos: una rebanada de cuatro quesos será suficiente. Al menos, el estudio tiene la virtud de no haber dilapidado grandes fondos públicos. El presupuesto se limitó, esencialmente, al precio de unas cuantas porciones de pizza.

La pizza, sin embargo, es muy calórica. Y aquí entra en escena el segundo estudio galardonado, que propone una solución digna de un villano de cómic científico: mezclar teflón en polvo con los alimentos. La idea apareció en un artículo de 2016 publicado en el Journal of Diabetes Science and Technology. Los autores partían de una premisa correcta: la saciedad depende, en parte, de la distensión del estómago. Si el estómago se llena, el cerebro recibe el mensaje de que ya basta.

Su propuesta era aumentar artificialmente el volumen de la comida con un agente de carga no metabolizable. El teflón parecía ideal: es resistente al calor, no tiene sabor, es químicamente inerte y, en teoría, atraviesa el sistema digestivo sin interactuar con él. Según los autores, mezclar una parte de teflón con tres partes de comida podría aumentar la saciedad y reducir la ingesta calórica.

El artículo cita estudios en los que ratas alimentadas con cantidades generosas de teflón no sufrieron efectos adversos y recuerda que el material se utiliza con seguridad en procedimientos quirúrgicos. También señala que partículas mayores de cierto tamaño no atraviesan la barrera intestinal. Todo esto puede ser cierto. Pero hay una pregunta incómoda que los autores apenas abordan: ¿qué ocurre después?

El teflón no desaparece por arte de magia. Sale del cuerpo, entra en el sistema de alcantarillado y, tras un largo viaje por sifones, depuradoras y tuberías, acaba fragmentándose en partículas cada vez más pequeñas: los temidos nanoplásticos. Esos mismos nanoplásticos que luego regresan a nosotros a través del agua potable o de los alimentos y que sí pueden atravesar nuestras barreras biológicas.

Así que no, alimentar a la gente con teflón no parece una buena idea. Tampoco dárselo a las lagartijas arcoíris, por muy mucho que les guste la pizza.

¿Qué tienen en común ambos estudios? Además de haber sido distinguidos con el Premio Ig Nobel —una parodia del Nobel que primero hace reír y luego obliga a reflexionar—, no demasiado. El estudio de las lagartijas es divertido e inofensivo. El del teflón, en cambio, es una de esas ideas que conviene dejar tranquilitas en el papel.

A mí, en cualquier caso, se me ha abierto el apetito. Esta noche pediré una pizza cuatro estaciones. Como no soy una lagartija, me permitiré ignorar su opinión experta y comerla tranquilamente, aunque me saltaré el cuarto de invierno con jamón y aceitunas. Es demasiado salado. Incluso para un humano.