Quizás la mayor virtud de Ciudad de sombras, una serie de televisión que acaba de estrenar Netflix, sea la elección de varios escenarios ligados al arquitecto Antoni Gaudí, máximo representante del modernismo catalán. Uno de ellos, probablemente el menos visitado, es la Colonia Güell.
La Colonia Güell nació como
nacieron muchas utopías industriales de finales del siglo XIX: alrededor de una
fábrica y de la fe —mezcla de cálculo económico y optimismo moral— en que el
orden podía diseñarse. Eusebi Güell, empresario textil culto y ambicioso,
trasladó su producción fuera de Barcelona y levantó a su alrededor un pequeño
mundo completo: casas para los obreros, escuela, cooperativa, ateneo, teatro… y
una iglesia que debía ser algo más que un templo. Tenía que expresar, en
piedra, una idea de armonía: entre trabajo y vida, entre técnica y paisaje,
entre progreso y arraigo.
Para esa iglesia recurrió a
Antoni Gaudí, que ya había dejado claro que no le interesaba repetir lenguajes
heredados. El proyecto era audaz, con cúpulas experimentales y soluciones
estructurales que desafiaban la arquitectura conocida. Pero la muerte de Güell
y las dificultades económicas interrumpieron la obra. El gran templo nunca se
levantó. Solo se construyó su parte inferior: la cripta. Y, sin proponérselo,
ese fragmento terminó siendo algo más elocuente que el conjunto entero.
Porque, antes incluso de hablar
de religión, en esa cripta Gaudí dejó formulada una idea radical: que la
arquitectura podía obedecer a una lógica vegetal, crecer como crecen los
árboles, repartir esfuerzos como lo hace un tronco, encontrar su belleza no en
la decoración, sino en la fidelidad a las leyes de la naturaleza.
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| Exterior porticado de la cripta de la Colonia Güell en Santa Coloma de Cervelló. Foto. |
En la cripta de la Colonia Güell
uno no tiene la sensación de entrar en un edificio, sino de meterse debajo de
algo que ya estaba allí antes. No hay gesto monumental ni solemnidad de postal.
El suelo parece levemente inclinado, como si la tierra no hubiera terminado de
asentarse y las columnas —que en otros templos se alinean como los soldados en
formación—se comportan aquí como organismos con voluntad propia. No están
derechas. No prometen obediencia. Se inclinan, se abren, se bifurcan. Algunas
parecen avanzar hacia el centro; otras se apartan con discreción. Todas hacen
lo mismo que haría un árbol sensato: buscar la manera más eficiente de
sostenerse en busca de la luz.
A Gaudí le han colgado muchos
adjetivos, casi todos pintorescos. Visionario, místico, extravagante. Se habla
menos de algo bastante menos llamativo: que era un arquitecto ferozmente
racional. En la cripta no hay nada caprichoso. Las columnas “como palmeras” no
son una licencia poética ni un guiño decorativo a la naturaleza. Son la
consecuencia directa de una pregunta técnica: por dónde pasan las fuerzas, cómo
viaja el peso desde el techo hasta el suelo. Gaudí no disimula la respuesta: la
deja a la vista.
Las columnas no imitan palmeras.
Son palmeras en el único sentido que le interesaba a Gaudí: en su lógica
estructural. Un tronco no es cilíndrico porque sí; se ensancha donde hace
falta, se afina allí donde puede permitírselo, se ramifica cuando una sola
pieza no basta para repartir la carga. Aquí ocurre exactamente lo mismo. La
piedra se comporta como madera y el ladrillo como savia endurecida. El
resultado es un espacio que no se entiende mirando al techo, sino siguiendo con
la vista el recorrido de los empujes.
En la cripta, Gaudí se permitió
un lujo que rara vez concede la arquitectura: dejar mandar a la gravedad. Para
eso recurrió a la estática funicular, ese método tan elemental como
revolucionario que consiste en colgar cuerdas con pesos y observar qué forma
adoptan cuando trabajan únicamente a tracción. Al invertir ese modelo, aparecen
las líneas ideales para trabajar a compresión. No hay cálculo abstracto ni
academicismo geométrico: hay una verdad física incontestable. Las columnas se
inclinan porque la carga no cae a plomo. Se ramifican porque un solo apoyo
sería insuficiente. Todo lo demás —la emoción, el asombro, la belleza— viene
después, casi como un efecto secundario inevitable.
El visitante percibe algo extraño
sin saber explicarlo: el espacio no oprime. No hay esa verticalidad autoritaria
que obliga a levantar la cabeza y recordar la pequeñez humana. Aquí el techo
parece apoyarse con naturalidad, como una bóveda vegetal. La sensación es más
geológica que religiosa, más de caverna que de catedral. Gaudí entendía el
templo como una extensión de la naturaleza, no como su negación. En lugar de
aislar al hombre del mundo, lo devuelve a él, pero traducido a piedra.
Interior de la cripta. Foto.
El famoso efecto de bosque no es
solo una cuestión estética. No se trata de que el interior recuerde vagamente a
un palmeral. Se trata de que funciona como uno. Cada columna es distinta porque
cada una responde a una situación distinta de cargas. No hay repetición
mecánica ni módulo impuesto. Como en un bosque real, el orden existe, pero no
es evidente; se intuye más que se mide. Y como en un bosque, la luz entra de
forma irregular, filtrada, sin dramatismo teatral. Aquí no hay revelación
súbita, sino adaptación progresiva del ojo.
La cripta es, en realidad, un
laboratorio. Un lugar donde Gaudí ensayó, a escala casi doméstica, una idea que
luego desplegaría con ambición descomunal. Quien entienda este espacio entiende
sin esfuerzo la lógica del interior de la Sagrada Familia: columnas-árboles,
ramificaciones que sustituyen a los capiteles clásicos, un templo que no se
eleva como un palacio, sino que crece como un ecosistema.
Resulta revelador que esta obra
sea, en cierto modo, secundaria. No es la gran atracción turística ni el icono
universal. Y sin embargo, aquí Gaudí se muestra con una claridad casi
didáctica. Sin fachadas espectaculares que distraigan, sin torres que compitan
con el cielo, lo esencial queda al desnudo: una arquitectura que nace desde
abajo, que obedece leyes físicas antes que estilos, y que encuentra su
simbolismo precisamente en no forzarlo.
La cripta no quedó inacabada en
el sentido trágico del término. Está completa porque dice todo lo que tiene que
decir. Es un manifiesto silencioso que demuestra que la emoción no surge del
exceso, sino de la coherencia. Que un edificio puede ser profundamente
simbólico sin recurrir al símbolo explícito. Que un templo puede parecer un
bosque sin copiar una sola hoja.
En la Colonia Güell, Gaudí no
quiso levantar un monumento ni dejar una imagen para la posteridad. Quiso
comprobar si era posible construir como construyen las cosas vivas: dejando que
la gravedad trace las líneas, que la materia diga hasta dónde puede llegar, que
la forma sea siempre consecuencia y nunca imposición. La cripta no es un templo
fallido ni un proyecto mutilado, sino un sistema completo, cerrado sobre sí
mismo, donde cada columna explica por qué está donde está.
Esa es la verdadera lógica
vegetal de la arquitectura que Gaudí ensayó aquí: no copiar hojas ni troncos,
sino pensar como piensa un árbol. Repartir cargas, adaptarse, crecer solo lo
necesario. Lo que luego aparecerá amplificado en la Sagrada Familia está ya
contenido en este espacio subterráneo, casi secreto, donde la arquitectura dejó
de querer parecer humana para comportarse como naturaleza.
El visitante sale con la impresión de haber estado dentro de un bosque que no imita al bosque, sino que funciona como él. Y entiende entonces que, para el arquitecto de Reus, la modernidad no consistía en inventar formas nuevas, sino en volver a aprender las reglas más antiguas de todas: las que rigen la materia, el peso y el crecimiento. Las mismas que siguen obedeciendo, en silencio, los árboles.


