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miércoles, 31 de diciembre de 2025

ONCE NO ES UN ERROR: BREVE HISTORIA DE UN NIÑO QUE ENTENDIÓ DEMASIADO BIEN LAS MATEMÁTICAS

 

Hay errores escolares que son entrañables: el niño que escribe “baca” cuando quería decir “vaca”, el que asegura que Colón descubrió América en 1942 o el que cree firmemente que los romanos hablaban latín porque no existían todavía los idiomas modernos. Y luego están los errores inquietantes. Los que no encajan. Los que, cuando uno los mira con atención, obligan a preguntarse si el que se ha equivocado no es el alumno, sino el sistema.

La imagen es sencilla: un ejercicio de primaria que dice “Escribe con cifra los siguientes números”. Debajo aparecen cinco números escritos con palabras. El alumno responde. Todas las respuestas están tachadas con una gran X roja. Caso cerrado. Error múltiple. Suspenso en números.

Pero si uno se detiene medio minuto más —algo que rara vez sucede en la corrección escolar— aparece un detalle curioso: todas las respuestas son incorrectas… exactamente en la misma dirección. Diez se convierte en once. Noventa y ocho en noventa y nueve. Ochenta y uno en ochenta y dos. Sesenta y seis en sesenta y siete. Treinta en treinta y uno.

No hay errores aleatorios. No hay confusión. No hay números mal escritos. Hay, en cambio, una regla impecable: a cada número se le suma uno. Matemáticamente hablando, es una función perfecta. Lingüísticamente hablando, es una interpretación incómoda. Pedagógicamente, es dinamita.

Para un adulto, el enunciado es transparente. “Los siguientes números” significa “los que vienen a continuación en la lista”. Es una convención implícita, aprendida por costumbre. Nadie la explica porque nadie cree que haya que explicarla. El niño, sin embargo, no vive en ese mundo de acuerdos tácitos. Vive en el mundo literal.

Y en el mundo literal, “el siguiente de un número” es su sucesor. No es una metáfora. Es un término técnico. Es algo que se enseña en matemáticas con bastante solemnidad. El siguiente de diez es once. El siguiente de noventa y ocho es noventa y nueve. El niño no improvisa. Ejecuta.

Aquí es donde la X roja empieza a resultar sospechosa. Porque ese alumno:

sabe leer números escritos en palabras;

conoce perfectamente la secuencia numérica;

sabe escribir cifras sin errores;

aplica una regla de forma constante.

Es decir, hace exactamente lo que se supone que debe hacer un alumno competente, solo que no lo hace como esperaba el corrector.

En el ámbito académico solemos confundir dos cosas muy distintas: equivocarse y no ajustarse a la expectativa. El problema es que solo una de ellas indica falta de comprensión. La otra suele indicar algo mucho más interesante: pensamiento independiente.

El niño no ha fallado por desconocimiento. Ha fallado por exceso de coherencia. Ha leído el enunciado con una literalidad que los adultos hemos perdido hace tiempo, quizá porque la literalidad resulta incómoda. Obliga a hacerse cargo de lo que uno dice, no solo de lo que cree estar diciendo.

El lenguaje escolar está lleno de trampas de este tipo. Decimos “resuelve el problema” cuando no hay ningún problema. Decimos “explica con tus palabras” y luego penalizamos si no son exactamente las nuestras. Decimos “razona la respuesta” y tachamos en rojo cuando el razonamiento es correcto pero llega a un sitio inesperado.

La gran X roja de la imagen no corrige un error: cierra una conversación que nunca llegó a empezar. Porque la pregunta verdaderamente interesante no era “¿cuánto es diez?”, sino “¿por qué escribiste once?”. Y esa pregunta, formulada con curiosidad en lugar de con tinta roja, habría revelado algo mucho más valioso que una respuesta correcta: un proceso mental claro, lógico y sofisticado.

La educación moderna dice valorar el pensamiento crítico, pero se pone nerviosa cuando aparece sin previo aviso. Nos gusta el pensamiento creativo siempre que sea decorativo, no cuando desafía la estructura del ejercicio. Queremos alumnos que piensen “fuera de la caja”, pero solo si regresan rápidamente a ella.

Este niño no volvió. Se quedó fuera, aplicando una regla perfectamente razonable a un enunciado ambiguo. Y por eso fue castigado.

Tal vez el error no esté en escribir once donde pone diez. Tal vez el error esté en un sistema que no sabe qué hacer cuando alguien entiende demasiado bien lo que se le dice. Porque pensar, al fin y al cabo, no consiste en adivinar lo que el otro quiere oír, sino en seguir una lógica hasta sus últimas consecuencias.

Y en ese sentido, once no es un error. Es una respuesta incómoda. Que, como casi todas las respuestas incómodas, merece más una conversación que una X.

Nota: La imagen la he tomado de un mensaje de Linkedin escrito por Sofía Alegría Midane, profesora de EGB.

EL TREN QUE ELIMINÓ EL ROZAMIENTO… Y CHOCÓ CON LA REALIDAD

Durante décadas, la levitación magnética prometió trenes silenciosos, veloces y casi perfectos. Funcionó exactamente como decía la física. Lo que no logró fue encajar en el mundo real.

Para cualquiera que vuele al aeropuerto internacional de Shanghái-Pudong, tomar el tren Maglev (abreviatura de levitación magnética) para llegar a la ciudad es un rito de iniciación. El ferrocarril, el único que funciona en el mundo, es tanto una atracción turística como un sistema de transporte (aunque apenas recorre algo más de treinta kilómetros. 

Durante buena parte del siglo XX, el tren de levitación magnética fue presentado como una de esas soluciones definitivas que harían parecer anticuado todo lo demás. No era simplemente un tren más rápido: era un tren que flotaba. Eliminaba el contacto físico con la vía, suprimía el rozamiento y avanzaba con una suavidad casi insultante. En los folletos y documentales, el maglev deslizaba su silueta aerodinámica por paisajes inmaculados, como si el futuro hubiera decidido tomarse el transporte público en serio. Era la victoria de la ingeniería sobre una de las fuerzas más molestas del universo: la fricción.

Eliminar el rozamiento parecía una idea excelente. Después de todo, buena parte de los problemas del transporte terrestre provienen de ese contacto obstinado entre ruedas y raíles, entre metal y metal, entre teoría y realidad. El maglev resolvía el asunto de raíz: el tren flotaba unos centímetros sobre la vía gracias a fuerzas electromagnéticas cuidadosamente controladas. Sin ruedas, sin traqueteos, sin desgaste mecánico. La física, por una vez, se comportaba de forma elegante.

La idea básica es tan simple que casi resulta sospechosa. Todos hemos jugado alguna vez con dos imanes y hemos descubierto que, si se enfrentan polos iguales, estos se repelen con entusiasmo. El maglev parte de esa intuición infantil, pero enseguida la complica. Dos imanes que se repelen no forman un sistema estable. Se mueven, giran, se escapan. El universo no permite que algo flote tranquilamente entre campos magnéticos pasivos. Así que los ingenieros recurrieron a electroimanes, sensores y ordenadores que corrigen la posición del tren miles de veces por segundo. Un tren maglev no flota porque sí: flota porque está siendo vigilado constantemente. Es menos magia y más equilibrismo electrónico.

Japón fue el país que decidió tomarse esta idea como una misión nacional. Empezó a experimentar con trenes de levitación magnética a principios de los años sesenta, cuando el futuro aún parecía un lugar ordenado y brillante. Durante décadas, los japoneses perfeccionaron el sistema con una mezcla admirable de paciencia, obsesión técnica y recursos prácticamente ilimitados. En pistas de prueba lograron velocidades superiores a los 600 kilómetros por hora, lo bastante rápidas como para que el paisaje parezca pedir disculpas por pasar tan deprisa.

Y, sin embargo, pese a todos esos éxitos, Japón aún no tiene un servicio comercial maglev en funcionamiento. El gran proyecto, una línea entre Tokio y Nagoya (y más tarde Osaka), ha acumulado retrasos, sobrecostes y discusiones políticas. El motivo es tan sencillo como devastador: construir maglev es carísimo. Requiere infraestructuras completamente nuevas, túneles largos y precisos, y no puede integrarse con la red ferroviaria existente. Todo es exclusivo, específico y delicado. Mientras tanto, el Shinkansen convencional —que no flota, pero corre con puntualidad quirúrgica— sigue funcionando admirablemente bien. El maglev funciona mejor, sí, pero no lo suficiente como para justificar reinventar medio país.

China adoptó una estrategia distinta. A principios de los años 2000 inauguró una línea maglev que conecta el aeropuerto internacional de Pudong con una estación periférica de Shanghái. El trayecto dura unos siete u ocho minutos y alcanza velocidades que hacen sonreír a los ingenieros y agarrarse al asiento a los turistas. Es rápido, silencioso y espectacular. Durante un breve momento, pareció que el maglev iba a expandirse por la ciudad.

Pero no ocurrió. La línea nunca se prolongó hasta el centro histórico. No porque fallara técnicamente —funcionaba perfectamente—, sino porque chocó con la realidad urbana. Construir maglev en una ciudad densa es complicado, caro y visualmente intrusivo. Además, surgieron protestas vecinales por el ruido aerodinámico y por el temor a los campos electromagnéticos. Al mismo tiempo, el metro de Shanghái crecía a un ritmo vertiginoso y China apostaba con decisión por la alta velocidad ferroviaria convencional, más barata, más flexible y mucho más fácil de replicar. El maglev quedó como lo que realmente era: un escaparate tecnológico, una demostración de poder más que una solución general.

En Estados Unidos, el maglev tuvo una existencia aún más etérea. Durante décadas se propusieron líneas entre Washington y Baltimore, Orlando, Las Vegas o California. Se elaboraron estudios, se encargaron informes y se mostraron animaciones futuristas. Y luego, sistemáticamente, no se construyó nada. Los motivos son familiares: costes desorbitados, falta de consenso político, una profunda devoción nacional por el automóvil y una cierta alergia a los proyectos que no pueden inaugurarse antes de las siguientes elecciones. El maglev estadounidense se convirtió en una idea recurrente que nunca pasó del papel.

A todo esto se sumó un factor psicológico importante: el miedo a los campos electromagnéticos. Aunque la evidencia científica indica que los niveles generados por los trenes maglev están muy por debajo de cualquier umbral peligroso y no existe prueba sólida de que causen cáncer, la idea de viajar dentro de una nube de magnetismo no resulta tranquilizadora para todo el mundo. El ferrocarril convencional, en comparación, parece un viejo amigo: ruidoso, quizá, pero familiar.

Así, el maglev quedó atrapado en un limbo tecnológico. Demasiado caro para ser masivo, demasiado especializado para ser flexible y demasiado futurista para un mundo que descubrió que podía mejorar mucho lo que ya tenía sin necesidad de hacerlo flotar. El tren convencional se volvió más rápido, más silencioso y más eficiente. El avión siguió dominando las largas distancias. Y el maglev, que había prometido cambiarlo todo, terminó cambiando muy poco. 

El maglev no fracasó porque fuera una mala idea. Fracasó porque era una idea demasiado limpia para un mundo lleno de compromisos, curvas cerradas y presupuestos discutidos en comisiones. Eliminó el rozamiento físico, pero no pudo eliminar la fricción con la economía, la política ni la psicología humana. Y así, el tren que flotaba terminó convertido en una nota al pie del futuro: una demostración brillante de lo que es posible y un recordatorio aún más brillante de que no todo lo posible acaba siendo práctico. El futuro, al final, no siempre descarrila. A veces simplemente pasa a toda velocidad… sin detenerse en nuestra estación.

POR QUÉ EL AÑO TIENE 365 DÍAS (Y NO 400, QUE HABRÍA SIDO MÁS CÓMODO)

 

Uno podría pensar que el año tiene 365 días porque alguien, en algún momento de la Antigüedad, se sentó con una libreta, observó el cielo durante un rato prudencial, hizo un par de cálculos razonables y decidió que ese número era bonito, manejable y estéticamente aceptable desde el punto de vista humano. Algo así como cuando se decide que una mesa mide un metro porque dos ya sería exagerado y 93 centímetros suena a mueble defectuoso. La realidad, como casi siempre cuando intervienen el cosmos y los seres humanos, es bastante más incómoda.

El año tiene 365 días porque la Tierra tarda eso —más o menos— en dar una vuelta completa alrededor del Sol. No exactamente eso, claro, porque la naturaleza nunca colabora del todo con la contabilidad humana. Tarda 365 días, cinco horas, cuarenta y ocho minutos y cuarenta y seis segundos. Un intervalo tan poco elegante que resulta evidente que ningún calendario podía salir bien parado.

Ese período se llama año trópico y tiene una función esencial: mantiene las estaciones en su sitio. Primavera cuando toca primavera, verano cuando la gente se queja del calor y otoño cuando reaparecen los jerséis que juramos no volver a usar. Si el calendario se desajusta respecto a ese ciclo, todo empieza a moverse lentamente, como un mueble mal empujado: la primavera se desliza hacia el invierno y acabamos celebrando la Navidad en manga corta, lo cual puede parecer atractivo, pero suele generar tensiones.

Las primeras civilizaciones que intentaron poner orden en este asunto descubrieron pronto el problema: el Sol no entiende de días enteros. Los egipcios, que observaban el cielo con más atención que la mayoría de nosotros el móvil, establecieron un calendario de 365 días. Funcionaba razonablemente bien… durante un tiempo. Luego las estaciones empezaron a correrse como una cita mal apuntada. Pero como los dioses egipcios eran pacientes y el imperio también, nadie entró en pánico.

Los romanos, en cambio, sí entraban en pánico con facilidad. Su calendario era un artefacto caótico, lleno de meses añadidos a mano, decisiones políticas y apaños de última hora. Había años con 355 días, otros con meses intercalados y una sensación general de que el tiempo era una cosa negociable, como los impuestos o la lealtad al emperador. No es casualidad que Julio César, cansado del desorden, decidiera imponer un calendario serio, al menos sobre el papel.

Así nació el calendario juliano, con 365 días y un día extra cada cuatro años. El famoso año bisiesto. La idea era simple y, para sorpresa de todos, bastante buena: como cada año sobraban aproximadamente seis horas, se acumulaban hasta formar un día entero cada cuatro años. Problema resuelto. O casi.

Porque esas seis horas no eran exactamente seis. Eran un poco menos. Una diferencia mínima, casi grosera por su insignificancia: once minutos de más cada año. Once minutos no parecen gran cosa. Nadie llega tarde a una boda por once minutos cósmicos. Pero acumulados durante siglos, esos minutos acabaron desplazando el calendario unos diez días. Para el siglo XVI, la primavera ya no estaba donde debía estar, y la Iglesia, que tenía un interés muy concreto en saber cuándo caía la Pascua, empezó a inquietarse.

La solución llegó con el calendario gregoriano, que es el que seguimos usando hoy. Básicamente, alguien decidió que no todos los años divisibles por cuatro serían bisiestos. Los años terminados en dos ceros, por ejemplo, no lo serían… salvo que también fueran divisibles por 400. Es una norma tan retorcida que parece diseñada para humillar a los estudiantes, pero funciona extraordinariamente bien. El error se reduce a un solo día cada tres mil y pico años, lo que en términos humanos equivale a “no es nuestro problema”.

Así que el año tiene 365 días no porque sea un número redondo, ni porque alguien lo prefiriera así, sino porque es la mejor chapuza posible para domesticar un fenómeno astronómico que se resiste a los calendarios. Desde el punto de vista divulgativo, el calendario no es una descripción fiel del tiempo, sino una herramienta práctica: un sistema de aproximaciones sucesivas que intenta mantener alineadas la rotación de la Tierra, su traslación alrededor del Sol y nuestras rutinas sociales. Es un acuerdo tácito entre la Tierra y nosotros: fingimos que todo encaja y ella finge que no se mueve once minutos de más cada año.

Febrero, por supuesto, paga el pato. Es el mes sacrificado, el contenedor de anomalías, el cajón donde se mete el día extra como quien guarda un calcetín sin pareja. Podría haberse repartido el ajuste de otra manera, pero alguien decidió que febrero ya era lo bastante corto como para estropearlo un poco más. Desde entonces, vive con esa reputación.

En el fondo, el calendario es una historia de compromisos mal cerrados. Intentamos meter el cielo en una cuadrícula de papel y luego nos sorprendemos de que no encaje del todo. Que el año tenga 365 días no es una verdad natural, sino una negociación perpetua entre la astronomía y la vida cotidiana. Una negociación que, de momento, sigue funcionando.

Al final, el calendario es uno de esos inventos humanos que funcionan precisamente porque están mal hechos. Es un artefacto lleno de parches, excepciones y reglas que nadie recuerda del todo, pero que permite que las cosechas no se desplacen, que las estaciones no se descoyunten y que sepamos, más o menos, cuándo toca cambiar de armario.

Cada vez que miramos una fecha estamos contemplando un acuerdo frágil entre la mecánica celeste y nuestra necesidad de orden. El cielo sigue su curso imperturbable, mientras nosotros añadimos días, los quitamos, los escondemos en febrero o los borramos del calendario como quien corrige un error tipográfico.

El año de 365 días no es una verdad natural: es una crónica de intentos fallidos, correcciones tardías y resignación inteligente. Un recordatorio de que incluso cuando creemos haber medido el tiempo, lo único que hemos hecho es negociar con él.

Y eso, tratándose del universo, ya es bastante.

martes, 30 de diciembre de 2025

CÓMO PODRÍA TRUMP INTENTAR QUEDARSE EN LA CASA BLANCA

 (Aunque la Constitución diga que no)

El 30 de marzo de 2025, Donald Trump dijo en una entrevista en la NBC que no estaba bromeando cuando hablaba de un tercer mandato. “Hay métodos”, aseguró, con esa media sonrisa que en él nunca aclara si está improvisando o ensayando. No es la primera vez que presenta una boutade como si fuera una hipótesis constitucional. Tampoco sería la primera vez que una broma acaba convertida en programa.

La Constitución de Estados Unidos, en principio, no deja lugar a dudas. La Vigesimosegunda Enmienda establece que nadie puede ser elegido presidente más de dos veces. Trump ya lo ha sido. El asunto debería acabar ahí. Pero Trump no es un presidente al que le gusten los puntos finales, y la Constitución estadounidense tiene la cortesía —o el defecto— de decir con precisión lo que prohíbe y callar sobre casi todo lo demás.

La enmienda es breve. Prohíbe ser elegido más de dos veces. No dice nada sobre ejercer el poder por otras vías. Ese silencio es la gatera por el que entran las especulaciones.

Durante siglo y medio, Estados Unidos no tuvo límites formales al número de mandatos presidenciales. El límite era una costumbre, inaugurada por George Washington, que se marchó a casa tras ocho años porque consideró que ya había hecho bastante. Nadie discutió la norma no escrita hasta que apareció Franklin D. Roosevelt.

Roosevelt fue elegido cuatro veces, en medio de la Gran Depresión, el New Deal y la Segunda Guerra Mundial. Los votantes lo refrendaron una y otra vez, pero muchos políticos concluyeron que aquello era demasiado poder durante demasiado tiempo, incluso cuando el poder parecía estar bien empleado. Tras la muerte de Roosevelt en 1945, el Congreso decidió que la tradición ya no bastaba. En 1951, la Vigesimosegunda Enmienda quedó ratificada. No castigaba a Roosevelt; clausuraba la posibilidad de que alguien volviera a serlo.

La enmienda no distingue entre mandatos consecutivos y no consecutivos. Haber perdido una elección no reinicia el contador. Dos elecciones ganadas son dos elecciones ganadas. En ese punto, la Constitución es clara.

La claridad empieza a difuminarse en cuanto se examina el verbo. La enmienda impide ser elegido más de dos veces, pero no impide convertirse en presidente por otros medios. Y la historia estadounidense ofrece precedentes: nueve personas han llegado a la presidencia sin haber sido elegidas para ella, tras la muerte o dimisión del titular. John Tyler, Millard Fillmore, Andrew Johnson, Chester Arthur, Theodore Roosevelt, Calvin Coolidge, Harry Truman, Lyndon Johnson y Gerald Ford fueron vicepresidentes que asumieron el cargo cuando sus predecesores fallecieron o renunciaron.

Ese detalle, que durante décadas fue una curiosidad para manuales de derecho constitucional, adquiere otro relieve cuando se combina con la personalidad de un presidente poco inclinado a abandonar el escenario y con incentivos muy concretos para no hacerlo. Trump sabe que, una vez fuera del cargo, le esperan tribunales, no mítines.

Una de las hipótesis más comentadas es la vicepresidencia. La Vigesimosegunda Enmienda no prohíbe explícitamente que un expresidente con dos mandatos sea elegido vicepresidente. El problema es la Duodécima Enmienda, que establece que nadie “constitucionalmente inelegible” para la presidencia puede ser vicepresidente.

Aquí empieza el terreno resbaladizo. ¿Es Trump “inelegible” para la presidencia, o simplemente “no elegible” para una tercera elección? No es lo mismo. La primera expresión remite a edad, ciudadanía o residencia. La segunda, a un límite electoral. La Constitución no aclara la diferencia.

Resolverla correspondería al Tribunal Supremo, compuesto por nueve jueces, tres de ellos nombrados por Trump, que con ellos conformó con una mayoría conservadora clara (seis a tres). El mismo tribunal que ya ha mostrado disposición a reinterpretar cláusulas que parecían pacíficas, como la de insurrección o la inmunidad presidencial.

Si el tribunal despejara el camino, no haría falta una pirueta excesiva. Bastaría con una candidatura invertida: Vance-Trump en la papeleta. Elegido el presidente, el resto podría llegar solo.

La Vigesimoquinta Enmienda ofrece otra vía, más discreta. Permite que el presidente declare que no puede ejercer sus funciones, momento en el cual el vicepresidente asume los poderes como presidente interino. No exige explicación médica ni justificación detallada. Basta con una carta.

Estados Unidos ya ha tenido tres presidentes interinos, siempre por razones médicas y durante horas o días. George H. W. Bush, Dick Cheney y Kamala Harris. Todos ellos ejercieron el poder presidencial durante un breve periodo, durante el cual el presidente en funciones se sometió a anestesia durante procedimientos médicos; el recientemente fallecido Cheney lo hizo dos veces.

Nada impide que el mecanismo se use de otro modo. En ese escenario, el presidente podría seguir siendo presidente; el vicepresidente, ejercería la presidencia de facto. El título quedaría a un lado. El poder, al otro. No sería necesario ni siquiera fingir una crisis. Bastaría con alargar la interinidad, renovar la declaración, convertir lo excepcional en rutina. La Constitución, una vez más, no previó la mala fe sistemática.

Pero Trump nunca ha mostrado una devoción especial por los formalismos. El poder no siempre necesita un despacho oval. A veces basta con estar en la habitación de al lado.

El precedente más citado es ruso. En 2008, cuando la Constitución impidió a Vladimir Putin presentarse de nuevo, eligió a un sucesor dócil, Dmitri Medvédev, y se reservó el papel de primer ministro. El mundo tardó poco en comprender quién mandaba realmente. Años después, Putin regresó a la presidencia y reformó la Constitución para no volver a marcharse.

Estados Unidos no es Rusia, pero tampoco es inmune a las fórmulas de poder informal. Un presidente leal, un cargo ejecutivo relevante, un liderazgo indiscutido del partido y una base electoral movilizada pueden resultar tan eficaces como una firma al pie de un decreto.

Ni siquiera hace falta mirar a Moscú. Trump podría simplemente querer evitar todos estos subterfugios legales siguiendo el ejemplo de George y Lurleen Wallace. En 1966, la Constitución de Alabama impidió que George Wallace se postulara para un tercer mandato consecutivo como gobernador. Como seguía siendo inmensamente popular y muy reacio a ceder el poder, Wallace optó por que su esposa, Lurleen, se postulara para gobernadora. Desde el principio, todo el mundo sabía que Lurleen era solo una figura decorativa para George, quien prometió ser asesor de su esposa, con un sueldo de un dólar al año.

El lema de la campaña, “Dos gobernadores, una causa”, dejó claro que un voto por Lurleen era en realidad un voto por George. Lurleen ganó de forma aplastante. Los Wallace tenían una relación similar a la de una reina con un primer ministro: la señora Wallace se encargaba de las tareas protocolarias y formales del estado; el señor Wallace diseñaba las grandes líneas de la política estatal y velaba por su ejecución.

Trump no puede reproducir el esquema con su esposa, que no cumple los requisitos constitucionales. Pero como jefe indiscutido del Partido Republicano, podría bendecir a un heredero —familiar o político— y ejercer de asesor imprescindible, consejero oficioso o poder en la sombra. El cargo importa menos cuando la autoridad ya está instalada.

Ninguno de estos escenarios es sencillo. Todos implican litigios, conflictos y resistencias. Algunos son claramente abusivos. Otros, simplemente oportunistas. Pero todos comparten una idea: la Constitución estadounidense confía demasiado en la buena fe de quienes la aplican.

El problema no es que Trump haya descubierto un vacío legal. Es que siempre estuvo ahí, esperando a alguien dispuesto a usarlo. La Vigesimosegunda Enmienda se escribió para evitar un exceso de estabilidad. No previó un exceso de obstinación.

Cuando Trump dice que “hay métodos”, no está revelando un plan secreto. Está señalando algo más incómodo: que el sistema funciona bien cuando todos aceptan perder. Y funciona mal cuando alguien decide que perder es inaceptable.

DOS GOBERNADORES, UN PRESIDENTE

 


En 1966, en Alabama, la democracia decidió ponerse creativa. No inventó nada nuevo —la imaginación política suele ser doméstica—, pero perfeccionó un viejo truco: gobernar sin figurar y figurar sin gobernar. El protagonista era George Wallace, un hombre bajito, enérgico hasta poder resultar furioso y convencido de que el poder, como la familia, no se abandona: se hereda.

Wallace ya había sido gobernador dos veces. La Constitución estatal, con ese tono educado pero firme que suelen adoptar las leyes, le dijo que era suficiente. Dos mandatos. Fin de la función. Wallace escuchó el mensaje con atención… y buscó una gatera por la que colarse. La encontró en su mujer.

Lurleen Wallace no era una figura política. Era amable, discreta y padecía un cáncer que la estaba matando. Justamente por eso resultó ideal. No aspiraba a mandar, no discutía estrategias y no despertaba sospechas. George la presentó como candidata a gobernadora y se reservó para sí el papel de asesor, con un salario simbólico de un dólar al año. La modestia siempre ayuda.

El lema de campaña fue de una sinceridad que hoy se echa de menos: “Two governors, one cause” (Dos gobernadores, una “causa”). Nadie fingió no entenderlo. Votar a Lurleen era votar a George con otro peinado. Ganaron con holgura, que es la forma democrática de bendecir una farsa.

Durante dieciséis meses, Alabama tuvo gobernadora y gobernador al mismo tiempo. Ella inauguraba hospitales; él tomaba decisiones. Ella sonreía en las fotos; él hablaba por teléfono. Ella firmaba; él mandaba. No fue un golpe de Estado. Fue más eficiente: fue legal, familiar y popular.

La relación recordaba a esas monarquías en las que el rey corta cintas y el primer ministro gobierna. Solo que aquí el rey no sabía que lo era y el primer ministro no se molestaba en disimular. El poder no había cambiado de manos; solo había cambiado de tarjeta de visita.

Lurleen murió en 1968. Fue la primera mujer gobernadora de Alabama y la única que no tuvo tiempo de convertirse en exgobernadora. George Wallace recuperó su sitio en la política como quien vuelve al salón después de una breve ausencia en la cocina. El experimento había funcionado.

Lo interesante del caso Wallace no es su pintoresquismo sureño, sino su claridad. Wallace entendió algo esencial: el poder no siempre necesita un cargo; a veces le basta con una relación. La ley puede prohibir un nombre en una papeleta, pero no puede prohibir una influencia en el comedor de casa.

Estados Unidos prefiere pensar que estas cosas ocurren lejos, en países donde la Constitución es un decorado y no un texto sagrado. Pero ocurrió en Alabama, con urnas, con votos y con una sonrisa conyugal. Nadie rompió la ley. Simplemente la rodearon.

Quizá por eso la historia sigue resultando incómoda. Porque no habla de dictaduras ni de tanques, sino de matrimonios. No habla de golpes, sino de atajos. Y recuerda que, cuando la política se vuelve personal, la democracia empieza a parecerse peligrosamente a una sobremesa larga.

Dos gobernadores, una causa. Y una Constitución mirando hacia otro lado, convencida de que todo iba bien porque todo parecía legal. Ese episodio suele citarse hoy como una extravagancia sureña, un chiste histórico con acento de Alabama. Sin embargo, es más bien un manual. Un manual breve sobre cómo permanecer en el poder cuando la ley te invita amablemente a marcharte.

Décadas después, Donald Trump mira la Constitución con una atención parecida a la de Wallace: no para obedecerla, sino para encontrarle las gateras. La Vigesimosegunda Enmienda le prohíbe un tercer mandato. Trump escucha, asiente… y sonríe. “Hay métodos”, dice. No es una amenaza. Es una observación.

Trump no necesita inventar nada nuevo. La historia ya le ha escrito el guion. El caso Wallace demuestra que el poder puede sobrevivir a la prohibición si logra trasladarse del cargo a la persona. No hace falta ser presidente para mandar, del mismo modo que George Wallace no necesitó ser gobernador para gobernar.

Basta con colocar a alguien leal en el puesto adecuado. Basta con conservar el control del partido, del relato y del miedo. Basta con que los votantes entiendan —como entendieron los de Alabama— que el nombre en la papeleta es secundario.

Trump lo sabe. Por eso habla de vicepresidencias improbables, de fórmulas invertidas, de soluciones creativas. No porque todas sean viables, sino porque todas cumplen la misma función: normalizar la idea de que irse no es obligatorio.

lunes, 29 de diciembre de 2025

TRES VEGETALES NAVIDEÑOS: MUÉRDAGO, INCIENSO Y MIRRA

Magia, humo y resinas sagradas.

La Navidad es una época curiosa para la botánica. Durante el resto del año, la mayoría de nosotros apenas distinguimos un abeto de una farola, pero en diciembre de pronto nos rodeamos de vegetales con una intensidad casi mística. Árboles en el salón, ramas colgando del techo, resinas ardiendo y perfumes que parecen haber sido destilados directamente del Antiguo Testamento. Todo muy natural, aunque no siempre sepamos exactamente qué estamos celebrando.

Empecemos por el muérdago, una planta que ha conseguido el raro privilegio de ser a la vez romántica y ligeramente venenosa. No es poca cosa. El muérdago ha gozado de una reputación especial desde la Antigüedad, en parte por su comportamiento vegetal francamente sospechoso. No crece como una planta respetable, con raíces bien hundidas en la tierra, sino que aparece brotando de las ramas de otros árboles, como si hubiera decidido instalarse allí sin pedir permiso.

Técnicamente, el muérdago es una planta hemiparásita. Eso significa que realiza la fotosíntesis por su cuenta, pero obtiene agua y sales minerales del árbol anfitrión. Es decir, hace la mitad del trabajo y deja el resto a otro, una estrategia vital que, si se aplicara a los seres humanos, generaría un resentimiento social considerable.

El muérdago clásico europeo, Viscum album, tiene además un origen etimológico poco glamuroso. Su nombre procede del anglosajón mistel (estiércol) y tan (ramita). En otras palabras: “estiércol en una ramita”. No es exactamente el tipo de expresión que uno asocia con besos furtivos bajo la lámpara del comedor. Pero describe bastante bien cómo se propaga la planta: las aves comen las bayas, las semillas sobreviven al proceso digestivo —cosa que no puede decirse del ser humano— y acaban depositadas, con todo el entusiasmo fisiológico posible, sobre una rama adecuada.

Las semillas contienen viscotoxinas, pequeñas proteínas capaces de destruir células humanas con una eficacia poco navideña. Cualquier sustancia con ese perfil despierta, inevitablemente, el interés de la farmacología. La historia de la medicina está llena de intentos de domesticar venenos: arsénico, mercurio, estricnina, belladona… Todos ellos tuvieron su momento de gloria antes de que alguien se diera cuenta de que quizá no eran tan buena idea.

El muérdago no fue una excepción. Durante siglos se utilizó en brebajes y ungüentos de dudosa eficacia. Hasta principios del siglo XX, la comunidad científica lo consideró un placebo elegante. Pero en la década de 1920 aparecieron estudios que identificaron en el muérdago unas moléculas llamadas lectinas, capaces de unirse a las células e inducir cambios bioquímicos. De repente, surgió la esperanza de que, en la dosis adecuada, pudieran atacar selectivamente células cancerosas.

El optimismo duró lo justo para lanzar al mercado una serie de preparados con nombres que sonaban a villanos de ópera: Iscador, Helixor, Eurixor. Los ensayos en humanos, sin embargo, no confirmaron las promesas iniciales. Hoy no existen pruebas sólidas de que estos productos tengan un efecto beneficioso contra el cáncer. Sí existe, en cambio, abundante evidencia de que no lo tienen. Parece que la verdadera magia del muérdago consiste en provocar besos incómodos entre personas que no siempre saben cómo acabar allí. Y eso, siendo justos, ya es bastante.

Pasemos ahora a los Reyes Magos y a sus famosos regalos. El oro no plantea problemas: sigue siendo caro, brillante y universalmente apreciado. Pero el incienso y la mirra requieren un poco más de contexto. ¿Por qué alguien pensó que unas resinas aromáticas eran un obsequio apropiado para un recién nacido?

Tanto el incienso como la mirra son productos vegetales muy específicos. Proceden de árboles del Medio Oriente y África que, cuando se les daña la corteza, exudan una savia rica en compuestos antimicrobianos. Es una forma vegetal de ponerse una tirita química. Con el tiempo, esa savia se endurece y forma una resina que puede recogerse.

El incienso procede de varias especies del género Boswellia, perteneciente a la familia de las burseráceas. Crecen en regiones áridas del noreste de África, la península arábiga y la India, lugares donde no abundan precisamente los árboles con vocación ornamental. La mirra, por su parte, procede de especies del género Commiphora, de la misma familia botánica y con una distribución similar. Ambas resinas han sido bienes de alto valor durante milenios, no porque fueran raras, sino porque olían bien y ardían mejor.

Mucho antes de la primera Navidad, el incienso y la mirra ya ocupaban un lugar destacado en ceremonias religiosas. Al quemarse, producen un humo fragante que tiene la virtud de hacer más llevaderas reuniones prolongadas en espacios cerrados. Quizá la idea original era elevar las oraciones hacia el cielo a través del humo. O quizá simplemente disimular el olor corporal de personas poco familiarizadas con el jabón. Ambas explicaciones son plausibles.

La palabra “incienso” procede del latín incendere, prender fuego. “Perfume” viene de per fumum, “a través del humo”. Es decir, el perfume fue primero humo, luego religión y solo mucho después un frasco caro en una estantería.

Los egipcios utilizaron incienso y mirra para embalsamar cadáveres, tratar heridas y perfumar templos. Sus propiedades antimicrobianas hacen que estas aplicaciones tengan cierto sentido. Menos convincente resulta su uso para ahuyentar demonios, aunque, de nuevo, todo depende de cómo definamos “demonio”. En iglesias abarrotadas y mal ventiladas, el incienso probablemente cumplía una función terapéutica básica.

Las aplicaciones médicas de la mirra y el incienso han sido innumerables y, en muchos casos, imaginativas. Hipócrates recomendaba la mirra como óvulo vaginal para estimular la excitación sexual, lo cual demuestra que incluso el padre de la medicina tenía días raros. Textos ayurvédicos la prescribían para alargar la vida y adelgazar. Los chinos la usaban para infecciones bucales. La marina británica la probó contra el escorbuto, con resultados inútiles.

Hoy, estas resinas siguen presentes en pastillas para la tos, colutorios y productos de herbolario. Si uno quisiera hacer un regalo verdaderamente navideño, podría optar por unas pastillas para la garganta con un porcentaje respetable de incienso y mirra. O por un perfume: Timeless de Avon contiene incienso; Le Jardin de Max Factor incluye mirra. Los Reyes Magos, sin saberlo, estaban adelantados a su tiempo.

Así que ahí los tenemos: muérdago, incienso y mirra. Tres vegetales con historias largas, aromas intensos y una curiosa capacidad para colarse en nuestras celebraciones. Puede que no curen el cáncer ni ahuyenten demonios, pero han conseguido algo quizá más difícil: sobrevivir miles de años en el imaginario humano. Y eso, en el fondo, es bastante milagroso.

Que tengas una Navidad llena de mirra. Y, si hay muérdago de por medio, que sea con consentimiento y sin lectinas.

UNA BREVE (Y UN PELÍN DESAGRADABLE) HISTORIA DEL ENJUAGUE BUCAL

 

Aunque hay referencias al enjuague bucal en textos antiguos, fijar su origen exacto es complicado. En parte porque nadie, durante siglos, pensó que mereciera ser documentado con precisión, y en parte porque algunas prácticas eran tan repulsivas que la humanidad ha preferido fingir que nunca ocurrieron.

Se dice que hacia el año 94 de la Era Común, los antiguos chinos hacían gárgaras con agua salada, té o vino tras las comidas, lo cual suena razonable e incluso agradable. Más al oeste, entre los griegos y romanos de clase alta —la gente que tenía tiempo para preocuparse por el aliento— el enjuague bucal era habitual. Hipócrates recomendaba una mezcla de sal, vinagre y alumbre, con notable acierto. El alumbre, un sulfato doble de aluminio y potasio, es una sal mineral astringente con propiedades antisépticas, usada durante siglos para curtir pieles, fijar tintes y, al parecer, mejorar la experiencia de conversar cara a cara.

Pero aquí es donde la historia da un giro inquietante. Existen fuentes que afirman que, en la Roma imperial, el enjuague bucal más apreciado era… orina portuguesa. Sí, específicamente portuguesa. Los romanos, obsesionados con los dientes blancos, creían que el amoníaco de la orina no solo limpiaba la boca, sino que dejaba una sonrisa radiante. Que esto funcionara o no es casi irrelevante; el simple hecho de que alguien lo intentara debería bastar para que valoremos el progreso humano.

Durante siglos, el alcohol fue el ingrediente estrella de los enjuagues bucales, gracias a sus propiedades antisépticas y a su capacidad para hacer que uno deje de preocuparse por lo que se está metiendo en la boca. A finales del siglo XIX, con la popularización del cepillado dental, el enjuague embotellado encontró por fin su público. Pero aún pasarían muchas décadas antes de que la ciencia se tomara el asunto realmente en serio.

La llegada de la ciencia (y de la clorhexidina)

Hubo que esperar hasta finales del siglo XX para que los investigadores identificaran los beneficios de la clorhexidina, un potente antiséptico que elimina las bacterias responsables de la placa, la gingivitis y la enfermedad periodontal. Es tan eficaz que solo se vende con receta, lo cual siempre es una pista de que no conviene usarlo alegremente como si fuera agua con sabor a menta.

En la década de 1990 aparecieron los enjuagues bucales de venta libre formulados con flúor y sin alcohol ni clorhexidina. El flúor, bien usado, fortalece el esmalte, previene caries y, combinado con el cepillado regular, hace un trabajo notable manteniendo los dientes donde deben estar: en la boca.

Hasta aquí, todo parecía claro y tranquilizador. Pero entonces entra en escena un personaje inesperado: el óxido nítrico.

El óxido nítrico, ese invitado inesperado

Normalmente oímos hablar de nitratos y nitritos en relación con carnes procesadas y advertencias sombrías sobre el cáncer. Sin embargo, estos compuestos también están presentes de forma natural en muchas frutas y verduras. Cuando los consumimos, ciertas bacterias de nuestra boca convierten los nitratos en nitritos, que luego se transforman en óxido nítrico (NO).

El óxido nítrico es una molécula pequeña pero poderosa. Tiene efectos beneficiosos bien documentados sobre la salud cardiovascular, ayuda a regular la presión arterial y actúa como vasodilatador. De hecho, medicamentos como la azulada Viagra funcionan, en esencia, aumentando la disponibilidad de óxido nítrico. Cuando los niveles de NO son bajos, se asocian con problemas como hipertensión, diabetes y sepsis, lo cual no es exactamente el tipo de lista en la que uno quiere figurar.

Y aquí está el problema: las bacterias bucales que producen nitritos —y, por tanto, óxido nítrico— son precisamente las que los enjuagues bucales están diseñados para eliminar.

¿Demasiada limpieza?

Existen dos grandes tipos de enjuagues bucales: los antibacterianos, que actúan solo contra bacterias, y los antisépticos, que atacan un espectro más amplio de microorganismos. Marcas conocidas como Colgate aseguran que sus productos están formulados para inhibir únicamente los microbios perjudiciales. Lo cual suena tranquilizador, pero plantea una pregunta incómoda: ¿estamos seguros de saber cuáles son perjudiciales y cuáles no?

Este es un campo de investigación relativamente nuevo y en constante evolución. Los efectos a largo plazo del uso crónico de enjuague bucal no están bien precisados. Algunos estudios han observado que tanto los enjuagues antisépticos como los de venta libre pueden reducir los niveles de óxido nítrico en el organismo.

Un estudio de 2020 encontró que las personas que usaban enjuague bucal más de dos veces al día tenían un riesgo significativamente mayor —hasta un 85%— de desarrollar hipertensión diagnosticada por un médico, independientemente de otros factores de riesgo conocidos. Otros trabajos han sugerido vínculos con inflamación y diabetes. No son pruebas definitivas, pero tampoco algo que uno deba ignorar alegremente mientras hace buches con entusiasmo.

Entonces… ¿qué hacemos?

El problema es que los estudios aún son pocos, y los dentistas siguen recomendando el uso de enjuague bucal como complemento al cepillado y al hilo dental, especialmente para prevenir la gingivitis. Y, para ser justos, tener encías sanas también es importante si uno quiere seguir masticando alimentos sólidos en el futuro.

¿Mi conclusión personal? Probablemente seguiré comprando ese líquido azul o verde brillante la próxima vez que vaya al supermercado. Lo usaré con moderación, una vez al día, sin obsesión, y con la tranquilidad de saber que, al menos, no es orina fermentada importada. Y, por ahora, tampoco parece que tenga que preocuparme por la impotencia.

Lo cual, pensándolo bien, ya es bastante pedirle a un simple enjuague bucal de tres euros.

PECUNIA NON OLET. CUANDO MEAR PAGABA IMPUESTOS

Roma no solo conquistó el mundo con legiones. También lo administró con impuestos. Y a veces, esos impuestos olían fatal.


Roma había demostrado una notable creatividad fiscal mucho antes de que alguien tuviera la ocurrencia de inventar el IVA, pero incluso así tardó un tiempo en darse cuenta de que también podía ganar dinero con algo que, hasta entonces, la gente se limitaba a producir varias veces al día sin cobrar nada a cambio. Me refiero, naturalmente, a la orina. 

Orina auténtica, sin metáforas, recogida en recipientes públicos, dejada fermentar con el entusiasmo de un buen queso oloroso y revendida a profesionales respetables que la necesitaban para lavar túnicas, curtir pieles o dejar los dientes sorprendentemente blancos. Y en cuanto algo empezó a circular, comprarse y venderse, Roma hizo lo que Roma siempre hacía: ponerle un impuesto.

El mérito —si es que la palabra puede usarse sin sonrojarse— corresponde al emperador Vespasiano, un hombre que no creía en grandes gestos heroicos ni en la poesía del poder, sino en algo mucho más práctico y menos inspirador: cuadrar las cuentas. Cuando llegó al trono en el año 69 de nuestra Era, después del inolvidable “año de los cuatro emperadores”, el Imperio estaba en números rojos, el ejército reclamaba su paga y el Tesoro debía de sonar hueco al agitarlo, como una hucha infantil después de Navidad. Vespasiano miró el panorama, suspiró y decidió que no había ingresos pequeños si se sumaban los suficientes.

La orina, vista con el debido espíritu empresarial, era una maravilla. Dejándola reposar el tiempo justo —un proceso que nadie querría presenciar de cerca— producía amoníaco, una sustancia muy apreciada en las fullonicae, los talleres donde se lavaban y blanqueaban las togas que luego lucían ciudadanos que jamás se preguntaban por el origen de aquella blancura. También servía para curtir pieles, limpiar metales, fabricar ungüentos y, según algunos autores antiguos, mejorar la higiene dental, lo cual invita a pensar que el aliento romano debía de ser una experiencia memorable. No era basura: era materia prima. Y la materia prima, en Roma, era fiscalmente interesante.

Los ciudadanos no vendían su producto directamente, lo cual habría añadido una capa de intimidad administrativa difícil de gestionar. Existían intermediarios que recogían el líquido de los urinarios públicos y lo revendían a los talleres. A esos intermediarios fue a quienes Vespasiano decidió cobrar. No se trataba de gravar el acto de orinar —eso vendría siglos más tarde, en otros países y con menos sentido del humor— sino el negocio resultante. La medida levantó ampollas, algunas más justificadas que otras y provocó incluso la desaprobación del propio hijo del emperador, Tito, que consideró el impuesto indigno.

Aquí entra en escena la anécdota que ha garantizado a Vespasiano un lugar eterno en los manuales de historia y en los chistes de sobremesa. Según cuenta Suetonio, el emperador tomó una moneda procedente de aquel impuesto, se la acercó a la nariz a su hijo y le preguntó si olía mal. Tito respondió que no. Y entonces llegó la sentencia definitiva, pronunciada con la serenidad de quien sabe que ha ganado la discusión para siempre: pecunia non olet. El dinero no huele.

No era solo una gracia ingeniosa, aunque lo fuera. Era toda una filosofía de gobierno resumida en tres palabras. Para Vespasiano, el origen del dinero —agradable o repulsivo— era irrelevante. Lo único que importaba era que permitiera pagar al ejército, mantener la administración y levantar edificios monumentales como el Anfiteatro Flavio, hoy conocido como el Coliseo, lo que significa que una pequeña parte de ese icono eterno de Roma se financió, indirectamente, gracias a orina fermentada. Hay pensamientos que uno no puede desleer.

La historia también revela hasta qué punto los romanos tenían una relación sorprendentemente relajada con el cuerpo humano y sus productos. Vivían rodeados de termas, cloacas, letrinas públicas y sistemas de drenaje tan eficaces que aún hoy despiertan envidia municipal. Los fluidos corporales no eran tabúes morales, sino elementos gestionables del paisaje urbano. Si algo podía reutilizarse, se reutilizaba. Si podía generar ingresos, mejor todavía.

El legado fue incluso lingüístico. En varios idiomas europeos, los urinarios públicos acabarían llamándose "vespasiennes", un homenaje que pocos emperadores han recibido y que probablemente ninguno habría solicitado. No todos logran que su nombre quede asociado para siempre a los baños públicos y, aun así, Vespasiano lo consiguió sin despeinarse.

Hoy citamos pecunia non olet para justificar impuestos incómodos, ingresos discutibles o decisiones fiscales que preferiríamos no examinar demasiado de cerca. Conviene recordar que su origen no es metafórico, sino escandalosamente literal: cubos de orina al sol romano, convertidos en dinero público. El dinero, en efecto, no huele. Pero a veces, cuando se rasca un poco la historia, cuenta historias que sí.

domingo, 28 de diciembre de 2025

HA MUERTO LA MUJER QUE HIZO PECAR A MEDIA ESPAÑA

Cómo tres hombres, una mujer y una película bastaron para alarmar a curas, censores y padres de familia.

En la España franquista, el pecado no se cometía: se clasificaba. Podía ser leve, grave o gravemente peligroso, como una carretera sin arcén o una idea francesa. Cuando en 1956 llegó Y Dios creó a la mujer, las autoridades no necesitaron verla entera para decidir que aquello no era cine sino tentación organizada. Tres hombres obsesionados por una mujer bastaron para activar todas las alarmas morales: la Iglesia vio sexualidad explícita, el régimen un ataque al matrimonio y los censores, siempre atentos a lo esencial, un título blasfemo. El deseo, cuando llevaba falda y acento francés, fue declarado gravemente peligroso.

La película lanzó al estrellato a Brigitte Bardot y, de paso, arrojó a media España a una confusión moral sin precedentes. Bardot no interpretaba: existía. Caminaba descalza, reía sin recato, bailaba como si el cuerpo fuera suyo. En un país donde la mujer debía estar sentada, callada y agradecida, aquello no era una provocación: era una amenaza. No se trataba de una historia de amor, sino de un problema de orden público.

El escándalo fue internacional, pero en España adquirió categoría de asunto de Estado. En Estados Unidos, la Legión Nacional de la Decencia la calificó como C, condenada por pecado mortal. Aquí, el franquismo afinó el diagnóstico y la etiquetó con un número seco y definitivo: 4, gravemente peligrosa. No era una advertencia al espectador, sino una confesión de miedo. La película era peligrosa porque sugería que una mujer podía ser deseada sin pedir perdón por ello.

El argumento importaba poco. Tres hombres orbitaban alrededor de Juliette, el personaje de Bardot: un marido, un pretendiente correcto y un joven impulsivo. Ninguno lograba domesticarla. Ella no conspiraba ni manipulaba: simplemente no obedecía. Y en la España de Franco, la desobediencia femenina resultaba más subversiva que cualquier consigna política. El cuerpo libre inquietaba más que el discurso.

Las razones oficiales de la condena quedaron fijadas con precisión catequética: sexualidad explícita, ataque al matrimonio y título blasfemo. Curiosamente, ninguna exigía prueba. Bastaba con el efecto. Bastaba con que, al salir del cine, los hombres caminaran un poco más deprisa y las mujeres se miraran al espejo con una pregunta nueva. El cine había cumplido su función: había introducido la duda.

En aquel país de playas vigiladas y moral de sacristía, Bardot se convirtió en un mito clandestino. No hacía falta verla en pantalla: bastaba con saber que existía. Su nombre circulaba en voz baja, como una contraseña compartida. El bikini, esa prenda mínima que parecía diseñada para maximizar el escándalo, se transformó en un artefacto ideológico. La carne, de pronto, tenía argumento.

El franquismo comprendió enseguida que no luchaba contra una película, sino contra una imagen. Y las imágenes, como el deseo, son difíciles de confinar. Se impusieron cortes, se redactaron informes, se levantaron actas morales. Todo fue inútil. Bardot ya había entrado en la imaginación colectiva, ese territorio donde la censura siempre llega tarde.

Con el tiempo, aquella actriz que había encarnado la libertad del cuerpo abandonó el cine y se refugió en otra forma de militancia: la defensa radical de los animales. Fue una conversión obsesiva, casi ascética. Pero el tiempo, que no respeta los mitos, fue torciendo su figura hacia lugares incómodos. En sus últimos años, Bardot apoyó a los ultraderechistas de los Le Pen y se sumó al movimiento antivacunas, como si la desconfianza hacia el mundo moderno hubiera sustituido a la vieja rebeldía.

La paradoja es amarga y literaria. La mujer que escandalizó a curas y censores terminó alineándose con ideas que el franquismo habría entendido sin dificultad. Vista desde la España que la condenó en los años cincuenta, resulta tentador pensar que Brigitte Bardot murió siendo franquista sin saberlo: desconfiando del progreso, invocando el orden, señalando peligros morales.

Pero la historia no se escribe con biografías coherentes, sino con impactos. Y el impacto de Y Dios creó a la mujer permanece intacto. Aquella película enseñó a España que el deseo podía mirar a cámara, que el cuerpo no siempre pedía disculpas y que una mujer libre era más peligrosa que cualquier panfleto. Todo lo demás —las opiniones tardías, los desvaríos finales— pertenece al archivo de las decepciones humanas.

Lo que queda es la imagen: Bardot bailando descalza, el escándalo en las sacristías, el murmullo culpable en las colas del cine. Y esa certeza incómoda de que, durante un instante, el pecado tuvo rostro, nombre y taquilla, y media España aprendió que desear también podía ser una forma de pensar.

sábado, 27 de diciembre de 2025

GAUDÍ Y LA LÓGICA VEGETAL DE LA ARQUITECTURA

Quizás la mayor virtud de Ciudad de sombras, una serie de televisión que acaba de estrenar Netflix, sea la elección de varios escenarios ligados al arquitecto Antoni Gaudí, máximo representante del modernismo catalán. Uno de ellos, probablemente el menos visitado, es la Colonia Güell.

La Colonia Güell nació como nacieron muchas utopías industriales de finales del siglo XIX: alrededor de una fábrica y de la fe —mezcla de cálculo económico y optimismo moral— en que el orden podía diseñarse. Eusebi Güell, empresario textil culto y ambicioso, trasladó su producción fuera de Barcelona y levantó a su alrededor un pequeño mundo completo: casas para los obreros, escuela, cooperativa, ateneo, teatro… y una iglesia que debía ser algo más que un templo. Tenía que expresar, en piedra, una idea de armonía: entre trabajo y vida, entre técnica y paisaje, entre progreso y arraigo.

Para esa iglesia recurrió a Antoni Gaudí, que ya había dejado claro que no le interesaba repetir lenguajes heredados. El proyecto era audaz, con cúpulas experimentales y soluciones estructurales que desafiaban la arquitectura conocida. Pero la muerte de Güell y las dificultades económicas interrumpieron la obra. El gran templo nunca se levantó. Solo se construyó su parte inferior: la cripta. Y, sin proponérselo, ese fragmento terminó siendo algo más elocuente que el conjunto entero.

Porque, antes incluso de hablar de religión, en esa cripta Gaudí dejó formulada una idea radical: que la arquitectura podía obedecer a una lógica vegetal, crecer como crecen los árboles, repartir esfuerzos como lo hace un tronco, encontrar su belleza no en la decoración, sino en la fidelidad a las leyes de la naturaleza.

Exterior porticado de la cripta de la Colonia Güell en Santa Coloma de Cervelló. Foto

En la cripta de la Colonia Güell uno no tiene la sensación de entrar en un edificio, sino de meterse debajo de algo que ya estaba allí antes. No hay gesto monumental ni solemnidad de postal. El suelo parece levemente inclinado, como si la tierra no hubiera terminado de asentarse y las columnas —que en otros templos se alinean como los soldados en formación—se comportan aquí como organismos con voluntad propia. No están derechas. No prometen obediencia. Se inclinan, se abren, se bifurcan. Algunas parecen avanzar hacia el centro; otras se apartan con discreción. Todas hacen lo mismo que haría un árbol sensato: buscar la manera más eficiente de sostenerse en busca de la luz.

A Gaudí le han colgado muchos adjetivos, casi todos pintorescos. Visionario, místico, extravagante. Se habla menos de algo bastante menos llamativo: que era un arquitecto ferozmente racional. En la cripta no hay nada caprichoso. Las columnas “como palmeras” no son una licencia poética ni un guiño decorativo a la naturaleza. Son la consecuencia directa de una pregunta técnica: por dónde pasan las fuerzas, cómo viaja el peso desde el techo hasta el suelo. Gaudí no disimula la respuesta: la deja a la vista.

Las columnas no imitan palmeras. Son palmeras en el único sentido que le interesaba a Gaudí: en su lógica estructural. Un tronco no es cilíndrico porque sí; se ensancha donde hace falta, se afina allí donde puede permitírselo, se ramifica cuando una sola pieza no basta para repartir la carga. Aquí ocurre exactamente lo mismo. La piedra se comporta como madera y el ladrillo como savia endurecida. El resultado es un espacio que no se entiende mirando al techo, sino siguiendo con la vista el recorrido de los empujes.

En la cripta, Gaudí se permitió un lujo que rara vez concede la arquitectura: dejar mandar a la gravedad. Para eso recurrió a la estática funicular, ese método tan elemental como revolucionario que consiste en colgar cuerdas con pesos y observar qué forma adoptan cuando trabajan únicamente a tracción. Al invertir ese modelo, aparecen las líneas ideales para trabajar a compresión. No hay cálculo abstracto ni academicismo geométrico: hay una verdad física incontestable. Las columnas se inclinan porque la carga no cae a plomo. Se ramifican porque un solo apoyo sería insuficiente. Todo lo demás —la emoción, el asombro, la belleza— viene después, casi como un efecto secundario inevitable.

El visitante percibe algo extraño sin saber explicarlo: el espacio no oprime. No hay esa verticalidad autoritaria que obliga a levantar la cabeza y recordar la pequeñez humana. Aquí el techo parece apoyarse con naturalidad, como una bóveda vegetal. La sensación es más geológica que religiosa, más de caverna que de catedral. Gaudí entendía el templo como una extensión de la naturaleza, no como su negación. En lugar de aislar al hombre del mundo, lo devuelve a él, pero traducido a piedra.

Interior de la cripta. Foto.

El famoso efecto de bosque no es solo una cuestión estética. No se trata de que el interior recuerde vagamente a un palmeral. Se trata de que funciona como uno. Cada columna es distinta porque cada una responde a una situación distinta de cargas. No hay repetición mecánica ni módulo impuesto. Como en un bosque real, el orden existe, pero no es evidente; se intuye más que se mide. Y como en un bosque, la luz entra de forma irregular, filtrada, sin dramatismo teatral. Aquí no hay revelación súbita, sino adaptación progresiva del ojo.

La cripta es, en realidad, un laboratorio. Un lugar donde Gaudí ensayó, a escala casi doméstica, una idea que luego desplegaría con ambición descomunal. Quien entienda este espacio entiende sin esfuerzo la lógica del interior de la Sagrada Familia: columnas-árboles, ramificaciones que sustituyen a los capiteles clásicos, un templo que no se eleva como un palacio, sino que crece como un ecosistema.

Resulta revelador que esta obra sea, en cierto modo, secundaria. No es la gran atracción turística ni el icono universal. Y sin embargo, aquí Gaudí se muestra con una claridad casi didáctica. Sin fachadas espectaculares que distraigan, sin torres que compitan con el cielo, lo esencial queda al desnudo: una arquitectura que nace desde abajo, que obedece leyes físicas antes que estilos, y que encuentra su simbolismo precisamente en no forzarlo.

La cripta no quedó inacabada en el sentido trágico del término. Está completa porque dice todo lo que tiene que decir. Es un manifiesto silencioso que demuestra que la emoción no surge del exceso, sino de la coherencia. Que un edificio puede ser profundamente simbólico sin recurrir al símbolo explícito. Que un templo puede parecer un bosque sin copiar una sola hoja.

En la Colonia Güell, Gaudí no quiso levantar un monumento ni dejar una imagen para la posteridad. Quiso comprobar si era posible construir como construyen las cosas vivas: dejando que la gravedad trace las líneas, que la materia diga hasta dónde puede llegar, que la forma sea siempre consecuencia y nunca imposición. La cripta no es un templo fallido ni un proyecto mutilado, sino un sistema completo, cerrado sobre sí mismo, donde cada columna explica por qué está donde está.

Esa es la verdadera lógica vegetal de la arquitectura que Gaudí ensayó aquí: no copiar hojas ni troncos, sino pensar como piensa un árbol. Repartir cargas, adaptarse, crecer solo lo necesario. Lo que luego aparecerá amplificado en la Sagrada Familia está ya contenido en este espacio subterráneo, casi secreto, donde la arquitectura dejó de querer parecer humana para comportarse como naturaleza.

El visitante sale con la impresión de haber estado dentro de un bosque que no imita al bosque, sino que funciona como él. Y entiende entonces que, para el arquitecto de Reus, la modernidad no consistía en inventar formas nuevas, sino en volver a aprender las reglas más antiguas de todas: las que rigen la materia, el peso y el crecimiento. Las mismas que siguen obedeciendo, en silencio, los árboles.

ELIXIR PARAGÓRICO: EL FRASCO QUE NO HACÍA PREGUNTAS

Un medicamento legal, una mirada esquiva y un acuerdo tácito: cuando la farmacia fue durante décadas el último refugio del adicto respetable.

La farmacia estaba casi vacía y olía a alcohol y a madera vieja. No a ese alcohol limpio de hospital, sino a uno más doméstico, como de botiquín heredado. Yo, aburrido de pasear mientras me reparaban el coche por una ciudad anodina del Medio Oste, había entrado por curiosidad, que es una forma elegante de decir que estaba perdiendo el tiempo. El farmacéutico me miró por encima de las gafas, con una expresión cansada, y me preguntó qué necesitaba. Le dije que nada, que solo estaba mirando. Mentí mal. En realidad, estaba buscando un frasco que ya no existía.

Durante buena parte del siglo XX, en Estados Unidos, conseguir opio era más sencillo que conseguir una explicación. Bastaba con pedir algo para la diarrea y pagar en efectivo. El aparato digestivo funcionaba entonces como una coartada socialmente aceptable. Nadie hacía demasiadas preguntas. Nadie quería oír demasiadas respuestas.

El frasco era pequeño, transparente, con una etiqueta seria, casi respetable. Se llamaba paragórico, del latín paragoricus (calmante). Un medicamento aprobado, regulado, legal. Contenía opio, alcohol, alcanfor y anís. No era un secreto, pero tampoco un problema. Al menos no todavía.

Yo lo había visto mencionado en informes médicos, en novelas, en testimonios que parecían exagerados hasta que uno los leía despacio. El paragórico no era heroína ni morfina inyectable. Era algo más discreto. Un opio líquido con modales domesticados. Un frasco que no hacía preguntas y al que no había que dar explicaciones.

El problema empezó cuando el Estado decidió que la adicción dejaba de ser una cuestión médica para convertirse en un asunto penal. Con la Ley Harrison de impuestos sobre narcóticos, a principios del siglo XX, Estados Unidos no prohibió explícitamente los opiáceos, pero hizo algo casi peor: obligó a médicos y farmacéuticos a registrarlos, justificarlos y temerlos. La consecuencia fue inmediata. Miles de personas que llevaban años consumiendo morfina o láudano por prescripción se quedaron de un día para otro sin receta.

No se llamaban a sí mismos drogadictos. Eran pacientes crónicos, veteranos de guerra, mujeres con dolores persistentes, hombres con la espalda rota por el trabajo. La ley los redefinió sin consultarlos. Y ellos hicieron lo único que podían hacer: buscar lo que quedaba. Lo que quedaba era el paragórico.

En los años veinte y treinta, la farmacia se convirtió en una frontera difusa. No era un punto de venta ilegal, pero tampoco exactamente inocente. El paragórico se despachaba sin receta porque, oficialmente, servía para frenar la diarrea. Nadie había previsto —o nadie quiso prever— que también servía para frenar el síndrome de abstinencia.

Los farmacéuticos lo sabían. Algunos llevaban cuentas discretas. Otros preferían no llevar ninguna. No se veían a sí mismos como camellos, sino como profesionales atrapados entre la ley y la realidad. El cliente entraba, pedía su frasco, salía. A veces volvía por la tarde. A veces visitaba varias farmacias el mismo día. La diarrea se había vuelto sorprendentemente nómada.

Los informes del departamento de Sanidad estadounidense empezaron a detectar el patrón con preocupación clínica: consumo de varios frascos diarios, pacientes sin síntomas digestivos, métodos caseros para evaporar el alcohol y concentrar el opio. No era química avanzada. Era supervivencia básica. En definitiva, la medicina había cerrado una puerta sin abrir otra.

El paragórico no solo circulaba en la calle. En hospitales y sanatorios psiquiátricos se usaba como sedante informal. No figuraba en los protocolos, pero sí en los cajones. Calmaba, hacía dormir, evitaba escenas incómodas. Nadie hablaba de dependencia. Se hablaba de orden, que siempre ha sido una palabra muy flexible.

En las cárceles, el frasco adquirió otro valor. No era una droga recreativa, sino funcional. Permitía pasar el día sin temblores, dormir la noche sin gritos. Las sobredosis rara vez se registraban como tales. Eran colapsos, síncopes, reacciones adversas. Morir por medicamento siempre ha sido estadísticamente más presentable que morir por droga.

Hubo incluso dependencias cruzadas. Personas tratadas por alcoholismo que acabaron enganchadas al opio líquido. La historia de la adicción moderna está llena de soluciones bienintencionadas con efectos secundarios que nadie quiso mirar de frente.

William S. Burroughs lo entendió mejor que muchos legisladores. En Yonqui, su relato seco, casi administrativo, de la adicción, menciona el paragórico como una herramienta cotidiana cuando la heroína escaseaba o la policía apretaba. No como curiosidad histórica, sino como recurso práctico. Un opio con coartada. Burroughs no buscaba moralejas. Describía un sistema. Cuando se prohíbe una sustancia sin ofrecer alternativas, la necesidad no desaparece. Solo cambia de envase. El paragórico era eso: la misma sustancia, otra etiqueta, el mismo silencio compartido.

El capítulo más incómodo llegó con los niños. Durante décadas, el paragórico se administró a bebés con cólicos o diarreas. Gotas medidas con cucharillas domésticas, en cocinas tranquilas. Algunos niños se calmaban. Otros desarrollaban síntomas que hoy reconoceríamos sin dudar: dependencia, abstinencia, convulsiones.

Nadie hablaba entonces de adicción infantil. Pero los casos se acumularon y el frasco empezó a resultar demasiado transparente. Primero llegó la receta obligatoria. Luego, la reducción de concentraciones. Finalmente, la retirada.

No porque el paragórico fuera un invento diabólico, sino porque había demostrado algo incómodo: la frontera entre medicamento y droga no la define la química, sino el contexto social y legal. El paragórico no creó adictos. Los encontró. Funcionó como refugio cuando la ley avanzó más rápido que la medicina.

Salí de la farmacia sin comprar nada. El farmacéutico volvió a su silla. El frasco ya no estaba allí, pero su lógica seguía intacta. Prohibir sin sustituir sigue siendo una forma elegante de mirar hacia otro lado. Y a veces, lo más peligroso no es lo clandestino, sino lo que se vendió durante años con etiqueta honesta y sin preguntas.