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jueves, 16 de octubre de 2025

EL PESO DE LOS MELONES

 

No hay experiencia más española que quedarse atrapado detrás de un camión cargado de melones. Ni más manchega. Ocurrió una tarde de agosto, cerca de Manzanares, con el aire temblando a cuarenta grados y el asfalto tan blando que las líneas blancas parecían derretirse. El camión, un monstruo blanco con toldo verde y las palabras Frutas Paquito pintadas en letras alegres, avanzaba a paso de penitente. En su interior, a juzgar por el vaivén de la lona, se movía todo un océano de melones. Miles de ellos.

Yo iba detrás, resignado, mirando cómo las luces traseras del tráiler se encendían con desgana. Tenía tiempo para pensar, y eso siempre es peligroso. En algún momento, entre bostezo y bostezo, me pregunté: ¿cuánto pesa un camión de melones? No en sentido poético, sino físico. Es decir, si los melones tuvieran báscula propia, ¿qué marcaría la aguja?

Un melón de tipo piel de sapo, el orgullo de La Mancha, pesa de media unos tres kilos. El camión, a ojo, podía llevar al menos dos mil. Seis toneladas de fruta, más el vehículo, más el conductor. Siete, ocho toneladas en total. Era como seguir de cerca a un elefante hecho de azúcar vegetal.

Me imaginé los neumáticos soportando esa carga, cada uno con más de una tonelada encima, mientras el aire del verano trataba de disolverse entre el polvo y el gasóleo. En ese momento, con el cerebro empezando a hervir, recordé una fórmula que me enseñaron en el colegio:

Peso = masa × gravedad.

La gravedad en la Tierra es de unos 9,8 metros por segundo al cuadrado, lo que significa que cada melón de tres kilos ejerce sobre el planeta una fuerza de casi 30 newtons. Multiplicado por miles, el camión entero tiraba hacia abajo con la intensidad de sesenta mil "melones de fuerza", si es que eso existiera como unidad.

Pensé que sería divertido —en un sentido puramente teórico— imaginar ese mismo camión en otros planetas. En la Luna, por ejemplo, cada melón pesaría una sexta parte: medio kilo. Sería el sueño de cualquier agricultor: melones gigantes y ligeros, que podrían apilarse hasta el cielo sin que nadie se quejara de la espalda. En Júpiter, en cambio, el pobre Paquito no podría ni arrancar. La gravedad allí es dos veces y media mayor, así que un solo melón pesaría como si lo hubieran rellenado de plomo.

Conducir detrás de un camión da para mucho pensamiento inútil, pero también para cierta filosofía. Por ejemplo: el melón, pese a su masa respetable, flota. Es una fruta modesta con vocación náutica. Su densidad —la cantidad de materia por unidad de volumen— es inferior a la del agua, de modo que, si uno lanza un melón a una piscina, este asoma la cabeza, orgulloso, como diciendo “¿ves? también sé nadar”. Es pura física: si el empuje del agua (la famosa fuerza de Arquímedes) es mayor que el peso del objeto, el objeto flota.

Durante siglos, los melones flotaron también por el Mediterráneo, de forma más figurada: desde Persia, su probable origen, hasta Egipto, luego a Grecia, y más tarde a Roma, que los adoptó con entusiasmo. Los romanos los consideraban afrodisíacos, lo cual demuestra que la ciencia antigua era, ante todo, optimista. En algún momento de la Edad Media, los melones se establecieron en La Mancha, donde encontraron el clima perfecto: mucho sol, poca agua y agricultores testarudos.

Hoy, varios pueblos españoles presumen de ser la capital del melón. Cada verano celebran su feria con concursos, catas y un campeonato de “peso máximo”, donde los ejemplares ganadores pueden alcanzar diez o doce kilos. Se exhiben como si fueran obras de arte o crías de dinosaurio. Y con razón: un melón de diez kilos contiene en su interior una arquitectura de fibras, azúcares y agua que resiste la gravedad con elegante fragilidad.

Pero volvamos a la carretera. Detrás del camión, seguía calculando. Si cada melón contiene un 90% de agua, y el agua tiene una densidad de un kilogramo por litro, entonces seis toneladas de melones equivalen a unos seis mil litros de líquido. Es decir, lo mismo que una piscina pequeña. Y si Paquito frenaba de golpe, toda esa masa líquida tendería, por inercia, a seguir su camino, aplastando los melones del fondo y convirtiendo el camión en un cóctel de zumo manchego.

Ahí entra en juego otra ley física: la inercia, esa costumbre que tienen las cosas de seguir haciendo lo que estaban haciendo. Cuanto más pesa algo, más se resiste a cambiar de estado. Es el principio que explica por qué un melón lanzado por la ventanilla a 100 km/h (hipotéticamente, claro) no cae junto al coche, sino mucho más adelante. En física, como en la vida, detener algo en movimiento requiere esfuerzo.

A esas alturas, el tráfico se había despejado un poco y el camión aceleró hasta unos sesenta por hora. Desde mi ventanilla vi los melones temblando bajo la lona como si trataran de escapar. Pensé en los que iban al fondo, soportando el peso de todos los demás. Si los melones pudieran quejarse, los del fondo serían los más amargados del mundo. Pero esa es la ley de la naturaleza: el peso se reparte mal.

Mi mente, ya completamente perdida, se preguntó si los melones saben que son pesados. La respuesta, por suerte, es no. Pero nosotros sí. Vivimos bajo el mismo campo gravitatorio, cada uno con nuestros melones personales: cargas, problemas, responsabilidades. Y, como el camión de Frutas Paquito, avanzamos despacio, cuidando de no perder la carga en las curvas.

Cuando por fin la carretera se abrió y pude adelantar, miré el camión al pasar. En la cabina, el conductor llevaba el brazo colgando por la ventanilla, indiferente al peso de su mercancía y al calor que derretía el horizonte. Me dio por pensar que quizá el secreto de la física, y de la vida, sea el mismo: aceptar el peso sin quejarse demasiado.

El camión quedó atrás, empequeñecido por la distancia. Bajo el sol, los melones seguían su lento viaje hacia algún mercado o frigorífico. Yo seguí el mío, un poco más sabio y un poco más sediento, pensando que la física, en el fondo, no es más que el arte de entender por qué las cosas pesan… y por qué seguimos arrastrándolas con tanta dignidad.

miércoles, 15 de octubre de 2025

VINAGRE DE SIDRA DE MANZANA… OTRA VEZ

 

El vinagre de sidra de manzana, esa estrella rutilante del firmamento “saludable”, volvió a los titulares gracias a un estudio científico que aseguraba una pérdida de peso espectacular con solo unas cucharadas al día. Por un momento, pareció que la salvación estaba al alcance del frasco. Luego, la revista retiró el artículo al descubrir “irregularidades metodológicas”, lo que es una forma elegante de decir que los resultados no se sostenían ni con un milagro.

Llevo oyendo hablar del vinagre de sidra de manzana desde hace casi veinte años, cuando cayó en mis manos un librito con un título inolvidable: Apple Cider Vinegar: Miracle Health System, de los doctores Paul C. Bragg y Patricia Bragg, suegro y nuera, respectivamente. Lo de “doctores” es un decir: ambos procedían de instituciones naturopáticas con menos acreditaciones que el palo de una escoba y con títulos tan sólidos como un flan al sol. Paul Bragg había muerto en 1976, pero su espíritu seguía flotando sobre las estanterías de las tiendas naturistas, junto con su promesa de que el vinagre de sidra de manzana podía hacerlo todo: adelgazar, purificar la sangre, rejuvenecer el alma y, probablemente, planchar las camisas.

Paul y Patricia Bragg difundiendo su salutífero mensaje. Foto.

No era una idea nueva. Ya en tiempos de Hipócrates se recomendaban mezclas de miel y vinagre para la tos, y según una leyenda bastante dudosa, durante la peste negra del siglo XV unos ladrones saquearon tumbas sin contagiarse gracias a máscaras empapadas en vinagre. Más tarde, en pleno siglo XIX, un vinagre de sidra, el Dr. Walker’s Vinegar Bitters prometía vigor, longevidad y limpieza interior, que en el lenguaje de la época significaba principalmente irse por la pata abajo.

En los años sesenta del siglo pasado, un médico rural de Vermont, el Dr. DeForest Clinton Jarvis, publicó Folk Medicine, un éxito de ventas en el que elogiaba el vinagre de sidra de manzana y la miel como si fueran la tutía y el bálsamo de Fierabrás en una misma botella. El libro dio origen a una moda que todavía colea, prueba de que la esperanza humana es un recurso renovable. Jarvis sostenía que el cuerpo funcionaba mejor “cuando era ligeramente ácido”, frase que suena científica hasta que uno recuerda que el ácido, en exceso, también disuelve la pintura.

Yo, la verdad, no había prestado demasiada atención al asunto hasta que publiqué un artículo sobre las manzanas y otro par de ellos sobre la sidra, y, para mi desgracia, varios lectores me preguntaron por “el vinagre milagroso”. Lo que oí sonaba sospechosamente a dieta con wifi, así que decidí investigar. Leí el panfleto de los Bragg, hojeé el libro del doctor Jarvis y repasé blogs de autoayuda con la misma sensación de incredulidad que produce ver a alguien intentar arreglar una tostadora con pegamento Imedio.

Las “pruebas” eran, como suele ocurrir, historias difusas y anécdotas personales elevadas a la categoría de verdad universal. Así que dejé el tema. Hasta que, en 2025, el vinagre reapareció de la mano de una miniserie de Netflix titulada, sin rodeos, Apple Cider Vinegar. La protagonista involuntaria era Belle Gibson, una influencer australiana que fingió tener cáncer cerebral y dijo haberse curado con remedios naturales, entre ellos el omnipresente vinagre. Gibson acumuló más de 200 000 seguidores en Instagram —lo cual es más que notable, teniendo en cuenta que la plataforma aún gateaba por entonces— y hasta publicó un libro, The Whole Pantry, que se convirtió en éxito internacional antes de que se descubriera que su historia era tan falsa como su enfermedad. Fue condenada por estafa, aunque el vinagre, una vez más, salió ileso.

Mi reencuentro más reciente con el tema vino a principios de 2024, cuando apareció en el British Medical Journal Nutrition un estudio titulado Vinagre de sidra de manzana para el control del peso en adolescentes y adultos jóvenes libaneses con sobrepeso y obesidad: un estudio aleatorizado, doble ciego y controlado con placebo (les ahorro su título original en inglés). No era el boletín de una herboristería ni el blog de un coach nutricional, sino una revista con revisión por pares. El estudio describía un ensayo en el que se administraban 5, 10 o 15 mililitros diarios de vinagre o, por el contrario, de placebo a grupos de jóvenes con sobrepeso. Los resultados eran espectaculares: hasta siete kilos perdidos en doce semanas. ¡Siete kilos! En tres meses. Con vinagre ¡Ni el Ozempic, y eso que el Ozempic cuesta tanto como un coche usado!

Lo más desconcertante era que el efecto no dependía mucho de la dosis. Los que tomaban 5 mililitros perdían casi lo mismo que los de 15. No había ninguna explicación fisiológica convincente, pero los números estaban ahí, en letra impresa y con la bendición de una revista seria. Por una vez, parecía que los Bragg, Jarvis y compañía iban a tener su revancha.

Hasta que llegaron las cartas al editor. Primero una, luego varias, todas con un tono cortés pero inequívoco: algo no cuadraba. Los sesudos expertos solicitados por la revista como árbitros revisaron los datos y encontraron errores estadísticos, inconsistencias en la metodología y conclusiones que, en resumen, no podían sostenerse. Un año después, el artículo fue retirado oficialmente.

Por supuesto, los entusiastas del vinagre de sidra de manzana no se dieron por vencidos. Sostienen que el estudio fue víctima de un complot de la “industria farmacéutica”, lo cual es una acusación bastante seria para una industria que gana miles de millones sin necesidad de conspirar contra un potingue.

Por mi parte, la historia me dejó con la misma curiosidad que produce ver un coche aparcado en una zanja: uno quiere entender cómo llegó allí. Así que compré una botella de Bragg Apple Cider Vinegar, orgullosamente etiquetada como “tu dosis diaria de bienestar”. La probé con una ensalada. No me hizo ningún daño, tampoco me iluminó el espíritu, y descubrí que sigo prefiriendo el vinagre de Jerez.

Lo cierto es que vivimos una época extraña. En algunos supermercados comienza a haber más espacio dedicado a productos “funcionales” que a las verduras de toda la vida, y cada mes aparece un nuevo elixir prometiendo curar la fatiga, el estrés, el sobrepeso y, con suerte, la mediocridad. El vinagre de sidra de manzana no es el peor de ellos —al menos no lleva colágeno, ni polvo de unicornio, ni aleta de tiburón—, pero forma parte del mismo credo: si algo pica al tragar, debe de estar haciendo efecto.

Hay algo casi enternecedor en nuestra fe en los remedios naturales. En el fondo, preferimos creer que la salud se encuentra en la despensa antes que en una consulta médica. Es una fantasía consoladora: basta con ingerir un líquido marrón y todo se arregla. Si funciona, diremos que la naturaleza es sabia. Si no, diremos que el cuerpo necesitaba “detox”.

El problema, supongo, es que cualquier cosa fermentada parece prometer redención. Si alguien descubriera mañana que el vinagre de pepinillo prolonga la vida o que inhalar el vapor de la kombucha cura el insomnio, habría colas en los herbolarios antes del mediodía. Desconfiamos de los médicos, pero confiamos ciegamente en los frascos con etiquetas cursis y promesas en beige. 

Tal vez esa sea la moraleja: si algo promete curarlo todo, probablemente no cure nada… salvo, quizás, el aburrimiento. Y en ese sentido, el vinagre de sidra de manzana cumple lo que promete: es agrio, inofensivo y, puestos a escribir de él, terriblemente entretenido.

martes, 14 de octubre de 2025

ELEVEN MEN ON A BEAM

 

On any corner of Manhattan, the air still carries that metallic scent from the days when New York was building itself. Everything seems solid now, but it only takes one old photograph to remember that the city was once an act of faith held together by rivets and vertigo.

The picture is called Lunch atop a Skyscraper. More than eight hundred feet above the ground, eleven men sit on a steel beam, eating, smoking, joking, as if the abyss beneath their boots didn’t exist. None of them wear a harness. None seem afraid. Behind them, the city dissolves into haze: the Hudson, Central Park, an ocean of buildings that look like toys.

The photograph was taken on September 20, 1932, during the construction of the Rockefeller Center. They were years of despair. The Great Depression had left fifteen million people without jobs and an entire nation searching for reasons to believe in the future. In the middle of that landscape, those eleven men hanging over Manhattan became—without knowing it—the symbol of a country that refused to give up.

For decades, people thought the image belonged to the Empire State Building. It wasn’t an unreasonable mistake: the photograph seemed to capture the myth of the world’s tallest tower, that colossus that had defied the economic crisis. But it didn’t. The workers were having lunch on a beam of the RCA Building (now the GE Building), part of the ambitious Rockefeller Center complex. What held that beam wasn’t just steel—it was optimism.

The author of the photograph remains a mystery. Most evidence points to Charles C. Ebbets, a photographer from Florida who worked for the company promoting the project, although other names—William Leftwich, Thomas Kelley—drift through the story like faint shadows. In those days, credit didn’t matter much: photographs belonged to the newspaper or the studio, and being a photographer was simply a trade without a signature.

Even more surprising is that it wasn’t a single shot. That day in the heights was a full session: there are pictures of the workers stretching, smoking, even napping on the beam. A choreography of everyday courage, perhaps staged to tell the nation that New York was still growing despite everything.

And yet, even if part of it was arranged, the danger was real. The men truly were more than 250 meters above the ground. There might have been a platform or scaffolding below—no one knows—but one misstep would have turned the photograph into tragedy.

In 2012, an Irish documentary titled Men at Lunch tried to identify the men. After years of research, only two names were confirmed with any certainty: Joseph Eckner and Joe Curtis. The rest remain anonymous ghosts, faces hardened by wind, hunger, and the hard times they lived through.

One of them holds a bottle that looks like whiskey. Another offers a cigarette. In the center, one worker holds a sandwich the way someone might hold a flag. None of them look down. None seem to think about death. There’s a kind of poetic naturalness in them, as if fear had been left behind on the ground floor.

When I visit Rockefeller Center and look up at the towers, I try to imagine that lunch suspended in the air. The sound of traffic rises like a distant echo, and it’s hard to believe that anyone could sit up there eating a sandwich. But something of that spirit still lingers in the city—a mixture of boldness and indifference that seems to spring from the steel itself.

New York was founded on the promise of the impossible. In a city that is a monument to the urban landscape, the buildings rise like mountains built by sheer willpower. In the 1930s, while the nation sank into crisis, those workers—many of them Irish, Italian, or Native American immigrants—labored without safety nets, earning only a few dollars a day, convinced that their effort was, in some way, everyone’s salvation.

The original negative of the photograph, they say, is kept in Iron Mountain, an underground vault near Pittsburgh that holds historical documents and works of art. It’s deteriorated, yellowed, as if it too had aged with the century.

But the image itself never ages. It lives on in posters, mugs, T-shirts, murals—repeated endlessly, yet still powerful. Perhaps because it reminds us of something essential: that life is always balanced on an invisible beam, and every day is a test of equilibrium.

Sometimes I think those eleven men aren’t eating at all; they’re representing a whole generation that chose not to look down. Each bite is an affirmation of hope.

New York devoured them and immortalized them at the same time. We don’t know their names, but we know what they stand for: anonymous courage, the dignity of work, the beauty of risk. That’s why, when I look at that photo, I don’t see workers suspended in the void—I see the portrait of a nation learning to hold itself up again.

Eleven men on a beam, and beneath them, the whole world hoping they don’t fall.

ONCE HOMBRES SOBRE UNA VIGA

 

En cualquier esquina de Manhattan, el aire todavía conserva ese olor metálico de los días en que Nueva York se construía a sí misma. Ahora todo parece sólido, pero basta con contemplar una vieja fotografía para recordar que alguna vez la ciudad fue un acto de fe sostenido por remaches y vértigo.

La imagen se llama Lunch atop a Skyscraper, aunque en español todos la conocemos como Almuerzo en lo alto de un rascacielos. A más de doscientos metros del suelo, once hombres sentados sobre una viga de acero comen, fuman y bromean como si el abismo bajo sus pies no existiera. Ninguno lleva arnés. Ninguno parece tener miedo. Detrás de ellos, la ciudad se disuelve en la neblina: el Hudson, Central Park, un océano de edificios que parecen juguetes.

La fotografía fue tomada el 20 de septiembre de 1932, durante la construcción del Rockefeller Center. Eran años de desesperanza. La Gran Depresión había dejado quince millones de desempleados y una nación entera buscando razones para creer en el futuro. En medio de ese panorama, aquellos once hombres colgando sobre Manhattan se convirtieron —sin saberlo— en el símbolo de un país que se negaba a rendirse.

Durante décadas, se creyó que la imagen pertenecía al Empire State. No era raro: la fotografía parecía encarnar el mito de la torre más alta del mundo, ese coloso que había desafiado la crisis económica. Pero no. Los obreros almorzaban en una viga del edificio RCA (hoy GE Building), parte del ambicioso complejo del Rockefeller Center. Lo que sostenía aquella viga era algo más que acero: era una declaración de optimismo.

El autor de la fotografía sigue envuelto en el misterio. Casi todos los indicios apuntan a Charles C. Ebbets, un fotógrafo de Florida que trabajaba para la empresa promotora del proyecto, aunque otros nombres —William Leftwich, Thomas Kelley— se cuelan en la historia como sombras borrosas. En aquellos tiempos, el crédito no importaba tanto: las fotos eran propiedad del periódico o del estudio, y el fotógrafo era apenas un oficio sin firma.

Más sorprendente aún es que no se trató de una sola foto. Aquella jornada en las alturas fue una sesión completa: hay imágenes de los obreros estirándose, fumando, incluso durmiendo sobre la viga. Una coreografía de valentía cotidiana, montada quizás con la intención publicitaria de mostrar al país que Nueva York seguía creciendo pese a todo.

Y, sin embargo, aunque la escena pudo haber sido en parte preparada, el peligro era real. Los hombres estaban realmente a más de 250 metros del suelo. Puede que hubiera algún andamio o una plataforma más abajo —nadie lo sabe—, pero bastaba un mal paso para convertir la fotografía en tragedia.


En 2012, un documental irlandés titulado Men at Lunch intentó poner nombre a los protagonistas. Tras años de investigación, solo dos fueron identificados con cierta certeza: Joseph Eckner y Joe Curtis. El resto siguen siendo fantasmas anónimos, rostros endurecidos por el viento, por el hambre, por la vida en tiempos difíciles.

Uno de ellos sostiene una botella de lo que parece wiski. Otro ofrece un cigarrillo. En el centro, un obrero sostiene un sándwich como quien sostiene una bandera. Ninguno mira hacia abajo. Ninguno parece pensar en la muerte. Hay en ellos una naturalidad casi poética, como si el miedo se hubiera quedado en la planta baja.

Cuando visito el Rockefeller Center y levanto la vista hacia las torres, intento imaginar aquel almuerzo suspendido en el aire. El ruido del tráfico sube como un eco lejano y me resulta difícil creer que alguien pudiera sentarse ahí arriba a comer un bocadillo. Pero algo de ese espíritu persiste en la ciudad: una mezcla de audacia y despreocupación que parece brotar del propio acero.

Nueva York se fundó sobre la promesa de lo imposible. En una ciudad que es un monumento al paisaje urbano, los edificios parecen montañas levantadas a fuerza de voluntad. En los años treinta, mientras el país se hundía en la crisis, esos obreros —muchos de ellos inmigrantes irlandeses, italianos o nativos americanos— trabajaban sin red, cobrando apenas unos dólares al día, convencidos de que aquel esfuerzo era, de algún modo, la salvación de todos.

El negativo original de la fotografía, dicen, se conserva en Iron Mountain, un búnker subterráneo cerca de Pittsburgh donde se guardan documentos históricos y obras de arte. Está deteriorado, amarillento, como si también él hubiera envejecido con el siglo.

Pero la imagen no envejece. Sigue viva en carteles, tazas, camisetas, murales; se repite hasta el cansancio, y aun así conserva su poder. Quizá porque nos recuerda algo esencial: que la vida siempre se sostiene sobre una viga invisible, y que cada día es una prueba de equilibrio.

A veces pienso que esos once hombres no están comiendo: están representando a toda una generación que decidió no mirar hacia abajo. Cada bocado suyo es una afirmación de esperanza.

Nueva York los devoró y los inmortalizó al mismo tiempo. No sabemos sus nombres, pero sí lo que simbolizan: el coraje anónimo, la dignidad del trabajo, la belleza del riesgo. Por eso, cuando miro esa foto, no veo obreros suspendidos en el vacío, sino el retrato de un país aprendiendo a sostenerse de nuevo.

Once hombres sobre una viga, y debajo de ellos, el mundo entero esperando que no se caigan.

domingo, 12 de octubre de 2025

EL REGRESO DEL COMEHÍGADOS

 

El 8 de junio de 2024 amaneció con ese aire limpio y cortante que solo tiene Wyoming después de una noche de tormenta. Después de tomar unas cervezas en el Hootie Owl Saloon en Red Lodge, Montana, y de dormir una noche de tormenta en un motel de madera que olía a café de puchero y cuero viejo, nos dirigíamos hacia Yellowstone cuando decidimos desviarnos unos kilómetros para visitar en Cody el Old Trail Town, un pequeño museo al aire libre que conserva cabañas, tiendas y tumbas de los viejos tiempos del Oeste. No esperaba encontrarme nada más que polvo, bisontes disecados y la melancolía habitual de los lugares donde el pasado se conserva como un decorado.

Pero al llegar, frente al portal de troncos, nos topamos con una pequeña multitud reunida en silencio alrededor de una verja negra de hierro forjado que rodeaba una escultura sostenida en un pedestal revestido de arenisca pétrea. Un grupo de veteranos con sombreros de ala ancha sostenía banderas; un hombre de barba blanca pronunciaba un breve discurso mientras el viento jugaba con las cintas de los estandartes. Un cartel improvisado revelaba el motivo:

“50th Anniversary of the Burial of John ‘Liver-Eating’ Johnson.”

Me quedé quieto, entre turistas y lugareños, escuchando cómo el viento hacía sonar las banderas y el nombre del Comehígados volvía a resonar entre las montañas. No todos los días uno tropieza con una ceremonia dedicada a un mito.

El monumento quiere ser imponente, pero no lo consigue: encaramado en un caballo que marcha a un paso que, un tanto fuera de lugar, parece de rejoneo, una escultura de bronce muestra a Johnson con su rifle y su abrigo de piel, mirando hacia el horizonte, con esa expresión hierática de los hombres que ya solo existen en las leyendas. A sus pies, una gran placa grabada con letras doradas proclama “Jeremiah Johnson”, el nombre que le dio Hollywood. No era su verdadero nombre, pero a estas alturas da igual: la ficción ha terminado por sepultar a la historia, igual que los dos camiones de hormigón que se vertieron sobre su tumba para evitar que nadie profanara los restos. Johnson no se irá a ninguna parte.

El Old Trail Town está a las afueras de Cody, una población que vive a medio camino entre museo y parque temático. Todo en ella rinde homenaje a la frontera: las fachadas de madera, las pistolas en las tiendas de recuerdos, los restaurantes con nombres como The Irma Hotel o Buffalo Bill’s Barbecue. Cody fue fundada por William F. Cody, el mismísimo Buffalo Bill, que convirtió su propia biografía en espectáculo antes de que el cine inventara los créditos. Es apropiado que Johnson, otro personaje devorado por su leyenda, repose aquí, en una ciudad que aprendió a vivir del mito.

John “Liver-Eating” Johnson —nacido como John Garrison en 1824, probablemente en Nueva Jersey o Pensilvania, vaya usted a saber— fue un personaje tan real como improbable. Marinero, cazador, soldado y trampero, pasó décadas recorriendo las Montañas Rocosas cuando la frontera aún no estaba trazada. Según la tradición, cuando una banda de cuervos (los indios Crow) mató a su esposa nativa, Johnson juró vengarse de todos ellos. Durante años, dicen, los cazó uno a uno, arrancando y devorando sus hígados como advertencia. Nadie sabe cuánta verdad hay en ello, pero el mito prendió como el fuego que cada año prendía en las praderas.

Quizá no hacía falta que fuera verdad. El Oeste americano se alimentó de historias como esa: hombres solitarios que se enfrentan a un territorio más grande que ellos, que sobreviven a todo menos a la posteridad. En realidad, el propio Johnson participó en la Guerra Civil, trabajó como leñador, como guardia de prisión y hasta como alguacil. Pero el público nunca quiso oír hablar del empleado o del viejo soldado. Querían al vengador, al salvaje, al último hombre libre antes de que llegara el ferrocarril.

A la izquierda, fíjate en el corte de pelo de Johnson el Comehígados. ¿Tiene algún parecido con Robert Redford? Foto 943-008 de la Sociedad Histórica de Montana. A la derecha, Robert Redford en un fotograma de la película Jeremiah Johnson

Murió en 1900, pobre y olvidado, en un asilo de veteranos de Los Ángeles. Fue enterrado allí, sin honores, bajo una lápida anónima. Y allí permaneció hasta que, setenta años después, un grupo de estudiantes de secundaria de Montana descubrió su historia en un libro de historia local y decidió traerlo “de vuelta al Oeste”. La idea era romántica y absurda —como casi todo lo que en América acaba funcionando—, pero encontraron aliados poderosos. Uno de ellos fue Robert Redford, que acababa de interpretar a Johnson en la película Jeremiah Johnson (1972).

Redford no solo apoyó la repatriación: fue uno de los portadores del féretro cuando los restos de Johnson llegaron a Cody en 1974. Aquella imagen —el actor que representó al mito, cargando sus huesos reales— fue una de esas escenas en las que la historia y el cine se funden en un mismo plano. Para muchos, fue como si el propio hombre de las montañas regresara por fin a casa, escoltado por su doble de celuloide.

La película de Redford había sido, en muchos sentidos, el renacimiento del personaje. Rodada en los parajes salvajes de Utah y Arizona, mostraba a un hombre que huía de la civilización para encontrar la paz en la montaña, solo para descubrir que el silencio también tiene sus propias trampas. Redford contó después que el rodaje fue «un trabajo duro y peligroso, pero ese era el objetivo: queríamos que se sintiera tan crudo y real como la vida de este hombre». Jeremiah Johnson transformó al Comehígados en un símbolo más sereno: no ya el vengador, sino el ermitaño que busca redención en la naturaleza.

Robert Redford, sin su atuendo de trampero, portó el féretro en la ceremonia de reinhumación de Johnson. Los medios de comunicación difundieron esta foto de Dewey Vanderhoff por todas partes. 

Mientras los asistentes a la ceremonia colocaban flores y algunos jóvenes practicaban la peste de los selfies junto a la estatua, pensé en la ironía de aquel entierro reforzado con hormigón. Johnson, que había pasado su vida moviéndose de valle en valle, descansaba ahora bajo toneladas de cemento. El hombre que devoraba hígados para infundir miedo había sido finalmente domesticado, convertido en una atracción junto a la carretera.

Y sin embargo, había algo profundamente humano en todo aquello. Los mitos del Oeste no mueren; se transforman. Hoy viven en parques temáticos, en tazas de recuerdo, en películas que se repiten los domingos por la tarde. Pero bajo esa capa de cartón piedra late todavía la vieja fascinación: la idea de que, en algún momento, en algún lugar de las montañas, un hombre pudo ser completamente libre, aunque fuera solo por un instante.

Cuando me alejé de Old Trail Town, el viento levantaba remolinos de polvo sobre el camino. Miré hacia las montañas de Absaroka, al horizonte de nieve donde empezaba Yellowstone. Pensé que quizá el Comehígados había encontrado, por fin, lo que buscaba: un sitio donde quedarse quieto. O quizá no.

En América, los mitos nunca descansan del todo.

sábado, 11 de octubre de 2025

EL ÚLTIMO DESAYUNO DE NATE CHAMPION

 

Dormí en una cabaña al pie de Devils Tower, y amanecí con la sensación de estar dentro de una historia que había comenzado mucho antes de mí. La torre se alzaba frente al cielo como una columna petrificada de fuego. A esa hora temprana, el sol la bañaba de un dorado antiguo, como si la tierra recordara todavía los rezos de quienes la consideraban sagrada.

El aire era frío y olía a hierba húmeda y a madera quemada. Siguiendo carreteras casi vacías, emprendimos camino hacia el sur dejando atrás los campos ondulados del noreste de Wyoming. A medida que la luz crecía, el paisaje se hacía más amable, pero también más incierto: un país de colinas suaves y valles silenciosos donde uno podría pasar días sin ver otra alma.

Llegamos a Buffalo cuando el pueblo todavía despertaba. El cartel en la entrada —“Welcome to Buffalo, Wyoming”— parecía una invitación al pasado. En el centro había una plaza, una iglesia modesta, algunas tiendas cerradas y, frente al Jim Gatchell Museum, la escultura de un hombre, Nathan D. Champion, rifle y pistola en mano, corriendo hacia ninguna parte.

Desayunamos en un café de la esquina, donde el café sabía a polvo y acero. En la pared había una fotografía antigua: un grupo de cowboys posando junto a una cabaña, y debajo una fecha: April 9, 1892. Ese día fue el último que le tocó vivir a Nate Champion.

Nathan D. Champion nació en Texas en 1857 y llegó a Wyoming buscando lo que todos buscaban entonces: un pedazo de tierra, un caballo, unas cuantas cabezas de ganado y la promesa de no depender de nadie. En el Oeste, esa promesa valía más que el oro. Pero a veces costaba la vida.

En la primavera de 1892, los grandes ganaderos de Wyoming —reunidos en la poderosa Wyoming Stock Growers Association— decidieron que los pequeños rancheros como Champion eran una amenaza. Los acusaron de cuatreros, de ladrones de ganado sin marcar, cuando en realidad lo que temían era su independencia. En el lenguaje de la frontera, “cuatrero” significaba simplemente “competencia”.

Los magnates contrataron a cincuenta pistoleros texanos. Llegaron en tren a Cheyenne con rifles nuevos y una lista de nombres. El primero era Nate Champion. La mañana del 9 de abril, los hombres rodearon la cabaña de Nate en Hole-in-the-Wall, al norte del condado de Johnson. Dentro estaban Champion y tres compañeros. Los pistoleros abrieron fuego al amanecer. Uno tras otro, los hombres de Nate cayeron. Él resistió solo, disparando desde las ventanas, escribiendo entre tiroteo y tiroteo en un cuaderno que después se haría célebre.

«Se llevaron a Nick Ray. Creo que está muerto. Si no salgo de aquí, dile a todos que lo intenté. Diles que luché limpio».

El asedio duró horas. Al caer la tarde, los pistoleros prendieron fuego a la cabaña. Envuelto en humo, con el sombrero echado hacia atrás y la camisa ardiendo, Nate salió corriendo, disparando su Colt y su Winchester al mismo tiempo. Alcanzó a cinco de sus atacantes antes de caer. Cuando su cuerpo fue hallado, contaba veintiocho balas.

Desde el café, la escultura de bronce parecía contar esa historia sin palabras. El artista lo representó en movimiento, girando la cabeza, pistola en mano y el rifle alzado. No hay dramatismo en el gesto, solo determinación. Los héroes del Oeste no sabían que lo eran.

Fuera, la mañana seguía limpia. En el aire había ese silencio que solo se encuentra en los pueblos que han conocido la violencia. A pocos metros del museo, el viento hacía temblar las banderas del ayuntamiento y movía el polvo de la calle. Todo parecía suspendido, como si el tiempo no hubiera avanzado desde 1892.

Pensé en los pistoleros de Texas, en los rancheros adinerados, en el tren que llegó con sus hombres armados y su lista de nombres. Pensé en la cabaña ardiendo, en la carta escrita a lápiz, en la obstinación de un hombre que prefirió morir antes que ceder lo que era suyo. En el Oeste, la justicia no era un edificio: era una palabra pronunciada entre disparos.

El camarero trajo más café y me preguntó de dónde veníamos. “De Devils Tower”, respondí. Sonrió, como si entendiera. Nadie llega a Buffalo por casualidad.

De regreso al coche, me acerqué a la estatua. La escultura brilla apenas en el punto donde el bronce ha sido tocado muchas veces, justo en el rifle. Tal vez los visitantes lo hacen por respeto, o como un gesto supersticioso, una manera de saludar al hombre que, por un instante, fue más grande que sus enemigos.

Me alejé despacio. A mis espaldas, Buffalo seguía despertando: el murmullo de una fuente, una mujer barriendo el porche, un perro cruzando la calle. Todo parecía pequeño frente a la sombra enorme de la historia. En la carretera, rumbo al sur, el paisaje se extendía bajo el mismo cielo azul que vio Nate Champion morir. Y por un momento tuve la certeza de que su espíritu seguía cabalgando por esas colinas, entre los álamos y los prados amarillos, buscando aún ese pedazo de tierra donde los hombres pueden vivir sin rendirse. 

Me contaron que la escena final de “Dos hombres y un destino” —con Newman y Redford saliendo al fuego cruzado, las armas en alto— está inspirada en Champion. Quizá sea cierto, quizá no. Pero me gusta pensar que, en algún punto entre la leyenda y la historia, Nate Champion sigue corriendo hacia la luz, igual que aquella mañana dorada en que salimos de Devils Tower rumbo a Buffalo, siguiendo el rastro de un cowboy que se negó a desaparecer.

LA CALLE DE LAS IKURRIÑAS EN EL CORAZÓN DE IDAHO

 

En el corazón de Boise, la capital de Idaho, entre edificios de ladrillo y un aire de provincia que huele a madera y a pan caliente, hay una calle corta, apenas una manzana, donde ondean banderas rojas, verdes y blancas. Es una calle que no parece pertenecer a Idaho ni a ningún lugar de América. La llaman el Basque Block, pero los que saben leer el alma de los sitios la conocen como la calle de las ikurriñas.

Una tarde de verano, el aire venía cargado de polvo del desierto y música de acordeón. Caminé despacio, buscando sombra. En las fachadas había murales de pastores y ovejas, y una inscripción en euskera que no entendí, pero que parecía pronunciada por el viento. Las banderas se mecían con una solemnidad tranquila, como si recordaran algo que el resto del mundo había olvidado.

Dentro del Basque Museum, una anciana con el cabello blanco hablaba con acento americano pero decía los nombres de los pueblos como si los saboreara: Oñati, Lekeitio, Gernika. Me contó que su abuelo llegó a Boise en 1912, contratado por una compañía que necesitaba pastores. Lo enviaron a las montañas Owyhee, al suroeste del estado, donde el terreno se abre en una sucesión de colinas áridas y barrancos. Allí pasó años sin ver otra cara humana que la de algún jinete perdido o un compañero que venía a traer provisiones.“Eran hombres del silencio”, me dijo. “Su idioma lo susurraba el viento entre las ovejas.”

Por las noches, esos hombres dormían bajo estrellas tan frías que el cielo parecía de metal. Algunos cantaban bajito, otros escribían cartas que nunca enviaban. Los domingos bajaban a los pueblos y buscaban una taberna donde pudieran escuchar euskera, aunque fuera un solo verso. Con el tiempo fundaron pensions y boarding houses en Boise, Mountain Home, Winnemucca, Elko. Las mujeres cocinaban marmitako y bakalao, y cuidaban de otros pastores recién llegados. Así, poco a poco, consumidos por la nostalgia, la soledad se convirtió en comunidad.

Cien años después, uno puede entrar en el Bar Gernika, en la esquina de Grove Street, y oír cómo un camarero pronuncia “txakoli” con la misma naturalidad que “whiskey”. Es un milagro pequeño y cotidiano: una lengua que sobrevivió al desarraigo.

Modern Hotel, Boise, Idaho. Foto.

Esa noche volví al Modern Hotel, un edificio reconvertido que alguna vez fue un motel de paso. En el bar había luz cálida, música baja y un grupo de jóvenes conversando en inglés salpicado de palabras vascas. Pedí un gintonic y el camarero, un chico alto de mirada clara, me preguntó de dónde era. Cuando mencioné España, sonrió:

—Mi abuelo era de Bizkaia —dijo—. Venía aquí con las ovejas, hace mucho.

El tono con que lo dijo no era de orgullo ni de nostalgia, sino de algo más profundo, como si la memoria de su abuelo aún caminara entre las mesas.

Pensé en todos aquellos hombres que cruzaron el océano para terminar hablando con las montañas. En los Owyhee, en las llanuras de Nevada, en los inviernos de nieve azul y en los veranos de fuego. Levantaron refugios, caminos, cercas. Pero también dejaron algo invisible: una manera de estar en el mundo que mezcla el silencio con la obstinación.

Al día siguiente, crucé la calle hacia el frontón, una construcción sencilla con muros altos pintados de verde. Dentro, un grupo de muchachos jugaba a pelota con una velocidad que parecía imposible. Cada golpe resonaba como un trueno contenido. Me senté a observar. Había algo antiguo en ese juego: la precisión, el desafío, la soledad compartida. En las gradas, un anciano con gorra hablaba con una mujer de cabello gris. Al pasar, le oí decir: «Mi padre decía que jugar era recordar de dónde venías».

Quizá eso sea lo que hace Boise: recordar sin dolor. En sus calles hay tiendas de antigüedades, cafeterías y un museo de historia local. Pero en el Basque Block hay otra clase de memoria, una que no necesita vitrinas. La gente entra y sale, saluda en dos idiomas, come chorizos con sidra, escucha un aurresku en una tarde de junio. Nadie lo llama folclore. Es simplemente la vida que sigue.

Más tarde conduje hacia el sur, siguiendo la carretera 78, hasta donde empieza el territorio abierto. Las montañas Owyhee se levantaban en el horizonte como un telón de piedra. El aire olía a polvo y salvia. En un pequeño cañón, un rebaño avanzaba levantando una nube blanca. Vi al pastor, solitario, con su perro. Me saludó con la mano, sin detenerse. Imaginé que su abuelo había hecho ese mismo gesto un siglo atrás, a otro viajero curioso.

En la radio del coche sonaba una melodía lenta, casi un lamento. Pensé en los pastores que vivieron aquí, en la paciencia del desierto y en la dureza de las estaciones. No hablaban mucho, decían los cronistas. Pero cuando volvían al pueblo, contaban los paisajes con un tipo de poesía sin palabras, hecha de gestos, de silencios y de miradas. En las tabernas, los llamaban “los vascos de las montañas”. Y en las iglesias rurales de Idaho aún pueden leerse algunos apellidos grabados en las placas de los bancos: Arriaga, Goicoechea, Larrinaga.

De regreso a Boise, pasé de nuevo por la calle de las ikurriñas. La luz del atardecer caía oblicua sobre los murales. Había un niño jugando con una pelota contra el muro del frontón, y su padre lo miraba desde la acera. El sonido repetido de la pelota me pareció una oración sin palabras.

Afuera, la noche caía sobre la ciudad. Desde la ventana del bar del Modern se veía una ikurriña colgada de un balcón, iluminada por un farol. Me pareció una llama quieta, un gesto contra el olvido. En ese instante comprendí que esa calle, tan pequeña, era una brújula: apuntaba a un país que no estaba en los mapas, sino en la memoria de quienes aprendieron a vivir entre dos silencios, el de las montañas y el del exilio. 

La calle de las ikurriñas no se parece a ningún otro lugar de América. No tiene monumentos ni pretensiones. Tiene un museo, un frontón, un mural, una taberna, y un rumor de canciones viejas. Pero si uno camina por ella con atención, puede escuchar lo que los pastores dejaron en el aire: un idioma que no necesita traducirse, porque pertenece al alma del paisaje.

LA LUZ QUE NACIÓ EN EL DESIERTO

 

En el mapa, el Experimental Breeder Reactor No. 1 aparece como una nota al pie en mitad de la nada, a unos cuarenta kilómetros al sureste de Arco, Idaho. Pero si uno ha conducido por la US-20, esa cinta recta que parece no tener fin entre los basaltos del Snake River Plain, sabe que la nada aquí tiene textura. La carretera atraviesa un paisaje de ceniza antigua, un altiplano donde las montañas se ven pero no se acercan, y el horizonte —como una broma privada del universo— se empeña en alejarse un poco más con cada kilómetro. Allí, en medio de ese silencio geológico, nació una de las luces más simbólicas del siglo XX.

Yo llegué una mañana de julio, con el aire vibrando sobre el asfalto y una radio local que insistía en hablar de cosechas y temperaturas récord. El cartel marrón anunciaba el desvío hacia el EBR-I Atomic Museum, y de pronto el terreno se abría como una llanura lunar. A lo lejos, el edificio principal del reactor parecía un cubo de ladrillo y acero oxidado, discreto y obstinado, como si todavía estuviera esperando a los ingenieros que lo abandonaron hace más de medio siglo.

Entrar al recinto tiene algo de anacronismo feliz. El guía —un hombre de voz suave, camisa a cuadros y un entusiasmo apenas contenido— nos recordó que allí, el 20 de diciembre de 1951, se encendieron las primeras cuatro bombillas iluminadas por energía nuclear en el mundo. Cuatro focos modestos, suspendidos sobre una mesa metálica, que anunciaron una nueva era con la humildad de un experimento de secundaria. Aquella tarde, en un rincón perdido de Idaho, la humanidad consiguió por primera vez transformar la fisión del átomo en electricidad útil.

Mientras caminaba por los pasillos estrechos, con las paredes llenas de manómetros y etiquetas escritas a mano, pensé en lo improbable del lugar. ¿Por qué aquí? La respuesta tiene su propia lógica de frontera: en los años cuarenta, el gobierno buscaba un sitio remoto, estable y barato para probar lo impensable. El Idaho National Laboratory, que rodea este reactor pionero, ofrecía exactamente eso: aislamiento, terreno volcánico sin habitantes y una vastedad que podía absorber cualquier accidente sin escándalo.

El EBR-I, diseñado por el físico Walter Zinn y su equipo de Argonne, no era grande —ni siquiera según los estándares de los años cincuenta—, pero tenía una misión ambiciosa: demostrar que un reactor podía “criar” más combustible del que consumía, convirtiendo el uranio 238 en plutonio 239 mediante neutrones rápidos. Aquella idea de un reactor “reproductor” fue la promesa de una energía inagotable, el sueño nuclear en su versión más optimista.

Subí la escalera metálica hasta la galería de control. El panel principal, hoy apagado, conserva sus interruptores originales: filas de luces rojas y verdes, agujas de voltímetro y esas placas de aluminio grabadas con una tipografía que parece salida de una película de ciencia ficción de 1955. El guía nos dejó tocar los mandos —con guantes, por protocolo—, y por un momento imaginé la tensión de aquellos ingenieros cuando el contador Geiger comenzó a cantar su música tenue. En este mismo cuarto, un equipo de apenas una docena de personas sostuvo el aliento mientras las primeras reacciones críticas se estabilizaban.

Más allá, en la sala del reactor, se puede ver el núcleo original a través de una abertura de vidrio. Es un cilindro modesto, encerrado en capas de acero, plomo y boro. Todo parece tan sencillo que cuesta creer que aquí se inauguró la era nuclear civil. Las vitrinas muestran fragmentos de historia: herramientas diseñadas a mano, planos amarillentos, fotografías de técnicos en batas blancas con sonrisas de laboratorio. En una esquina, una pizarra conserva ecuaciones escritas en tiza; una arqueología del entusiasmo.

Lo que más impresiona, sin embargo, es el contexto. El EBR-I funcionó solo hasta 1964, y en 1955 sufrió un derretimiento parcial del núcleo, un recordatorio temprano de que la energía atómica no tenía nada de dócil. Nadie resultó herido, y el incidente sirvió para entender los límites de aquel diseño. Aun así, el proyecto cumplió su propósito: probó que la fisión podía sostener una red eléctrica, aunque su reproducción de combustible nunca fue del todo eficiente. La ciencia, en aquel momento, caminaba con botas nuevas y barro en las suelas.

Al salir, el sol me golpeó de nuevo con ese calor seco que parece venir desde abajo. En el horizonte se adivinaban los conos volcánicos del Craters of the Moon, y en medio del silencio, el viento jugaba con las hierbas cortas. Cuesta imaginar un lugar más simbólico para el nacimiento de la energía nuclear: un desierto que parece congelado en el tiempo, testigo de una chispa que cambió el curso del siglo.

Me senté en el coche y hojeé las notas del folleto que entregan en la entrada. Decía, casi al final, que el EBR-I fue declarado Monumento Histórico Nacional en 1965, apenas un año después de su cierre. También mencionaba que su sucesor, el EBR-II, levantado unos kilómetros al este, continuó los experimentos hasta los noventa. Pero el encanto del primero es precisamente su escala humana. No hay gigantismo ni pretensión: solo un edificio que guarda el recuerdo de una apuesta.

El acceso al EBR-II 

Revisando mis fotografías después, en casa, entendí por qué me había impresionado tanto. En una de ellas, las cuatro bombillas originales siguen colgando, perfectamente alineadas, como si esperaran que alguien volviera a encenderlas. En otra, el paisaje de Idaho se cuela por la ventana del laboratorio, recordando que toda esa revolución tecnológica nació en medio de una geografía de piedra y viento. Las imágenes no necesitan filtros: la luz del desierto y el metal envejecido bastan para contar la historia.

Hay una cierta ironía en que la cuna de la energía nuclear moderna sea, al mismo tiempo, un museo silencioso en un rincón poco transitado. Pero quizás ese anonimato sea parte del encanto. A diferencia de los grandes centros científicos del mundo, el EBR-I no exhibe poder, sino curiosidad. Y eso lo hace profundamente americano: una mezcla de ingenio, riesgo y fe en que el futuro, por improbable que parezca, puede construirse con un par de tubos de acero y una idea brillante. 

Cuando uno vuelve a la carretera, el edificio queda atrás como una huella en el retrovisor. La línea del horizonte vuelve a extenderse, y la sensación de aislamiento regresa, pero distinta: sabiendo que bajo esas planicies áridas se escribió un capítulo decisivo de la historia humana. La próxima vez que una bombilla se encienda sobre mi mesa, me acordaré de aquel laboratorio de ladrillo en medio de Idaho, donde cuatro focos humildes iluminaron el comienzo de la era atómica.

EL SUBMARINO DEL DESIERTO

 

Uno no espera encontrarse un submarino en el desierto. Menos aún uno nuclear. Pero en el sur de Idaho todo parece posible: un reactor que dio luz por primera vez a una ciudad, una colina cubierta de números blancos, un restaurante que sirve pepinillos fritos, y —como si faltara algo— la vela de un submarino emergiendo entre las piedras negras del Craters of the Moon.

Lo vi por primera vez en un día de viento. Desde lejos parecía una escultura moderna, un bloque de acero gris con líneas aerodinámicas, como un delfín petrificado en plena maniobra. Al acercarme, el número 666 pintado blanco sobre negro se reveló en el costado: USS Hawkbill. El apodo venía solo: Devil Boat. El Diablo varado en medio del altiplano de Idaho.

El demonio bajo el mar

El USS Hawkbill (SSN-666) fue un submarino de ataque de la clase Sturgeon, botado en 1969 en los astilleros de Newport News, Virginia. Su número de casco —666— le valió una fama instantánea. Los marineros, supersticiosos por naturaleza, lo adoptaron con humor: si el destino quería un barco del diablo, que al menos fuera el más eficiente.

Durante tres décadas, el Hawkbill patrulló los mares del norte, desde el Ártico hasta el Pacífico occidental. Era una de esas naves diseñadas para permanecer invisibles: 89 metros de largo, propulsión nuclear, más de cien hombres a bordo y misiones de las que casi nunca se habló. Navegó bajo el hielo polar, realizó ejercicios de inteligencia acústica, y en 1998 participó en la operación ICEX, una travesía bajo los hielos del Ártico para recoger datos sobre el calentamiento global. Fue su último servicio antes de ser retirado.

Los marinos lo llamaban con respeto y cariño The Devil Boat. En las fotografías del archivo de la Marina, el número 666 brilla sobre la vela como una broma cósmica, y los tripulantes posan orgullosos, conscientes de la ironía: aquel barco de “nombre maldito” había pasado tres décadas en servicio impecable, sin un solo accidente grave.

Vista de estribor del submarino de ataque de propulsión nuclear USS HAWKBILL (SSN-666) en navegación frente a la costa del sur de California. Foto US Navy. Dominio público.

El viaje hacia tierra firme

Cuando el Hawkbill fue dado de baja, en 2000, la mayor parte del casco fue desmantelada en Bremerton, Washington, como ocurre con todos los submarinos nucleares retirados. Pero la vela —esa torre dorsal que contiene el periscopio, la escalera de acceso y parte de la identidad de cada submarino— fue salvada. Los antiguos tripulantes propusieron convertirla en monumento, y la pregunta obvia surgió: ¿dónde colocarla?

El lugar elegido fue Arco, Idaho, por una conexión silenciosa pero profunda. La Marina y el Idaho National Laboratory compartían historia: en el desierto de Arco se habían formado miles de oficiales y técnicos nucleares, y allí funcionó la Nuclear Power Training Unit, donde se entrenaban quienes más tarde operarían los reactores de submarinos y portaaviones. En cierto modo, el alma del Hawkbill regresaba a su origen: las arenas donde muchos de sus ingenieros habían aprendido a domar el átomo.

El traslado fue una empresa tan improbable como el destino. En 2002, tras un complejo proceso de corte, transporte y permisos, la vela —de casi 11 metros de altura y más de 60 toneladas— fue llevada en un convoy especial desde Bremerton hasta Idaho. Atravesó montañas, pasos nevados y pueblos perplejos. Hay fotografías de su paso por carreteras secundarias: un arcoíris de coches detrás, niños saludando desde los porches, y un submarino avanzando sobre un tráiler como si se hubiera equivocado de océano.

Finalmente, el 26 de julio de 2003, la torre fue instalada junto a la carretera US-20, a pocos kilómetros de Arco, en un terreno cercado por la lava. Los veteranos del Hawkbill viajaron desde todo el país para asistir a la ceremonia. Llevaban camisetas con el emblema del barco y, sobre todo, ese orgullo silencioso que solo se entiende entre quienes han servido en lugares donde la luz del sol no llega.

Un monumento sin agua

Hoy, la vela del Hawkbill parece un espejismo metálico. Los visitantes pueden acercarse, tocar el acero gris, leer las placas que cuentan la historia del submarino. Hay flores de plástico y banderas que el viento deshilacha. A un lado, una pequeña explanada sirve de aparcamiento improvisado; al otro, las colinas negras del Craters of the Moon recuerdan que la Tierra también tuvo su propia guerra interior.

No es un monumento solemne, sino extraño y hermoso. En este desierto, donde la energía nuclear dio sus primeros pasos, el Hawkbill sirve de puente entre dos mundos: el del mar y el del átomo, ambos invisibles, poderosos y un poco temibles. Verlo ahí, varado, tiene algo de cuento mitológico: un Leviatán jubilado que vino a morir a tierra seca.

A veces pasa un camión y el aire vibra. El metal de la vela refleja la luz como una escama de pez gigante. Uno piensa en los hombres que dormían dentro, en el sonido del reactor, en las semanas sin amanecer ni anochecer. En el desierto, la idea de profundidad se invierte: bajo tus pies, la lava congelada; delante, el submarino; encima, un cielo que parece más profundo que el océano.

El eco de los números

El Hawkbill comparte paisaje con otros símbolos: los números blancos pintados en la montaña, la torre del EBR-I, las ruinas de Atomic City. Cada uno habla de una época distinta, pero todos comparten la misma ambición humana: dejar marca en lo inmenso. Tal vez por eso el número 666, lejos de su mala fama, se siente aquí como una firma en el desierto, una cicatriz de acero que recuerda lo que fuimos capaces de imaginar.

Interior de las ruinas del antiguo bar de Atomic City

Cuando cae la tarde, el sol tiñe de rojo la vela del submarino. El aire huele a polvo y a historia. En la carretera pasa un coche cada tanto, y en el silencio se oye el zumbido del viento entre los tubos metálicos. No hay mar, ni puerto, ni olas. Solo el eco lejano de un rugido que una vez recorrió los océanos.

El USS Hawkbill sirvió treinta años, recorrió medio mundo, y terminó en Idaho, donde los volcanes ya habían aprendido a dormirse hace siglos. Podría parecer una ironía, pero es más bien una metáfora: la tecnología más temida del siglo XX reposando sobre una de las geografías más antiguas de la Tierra.

Cada vez que he pasado por allí, detengo el coche y camino hacia él. Toco el acero, frío incluso en verano, y pienso que, si el Diablo existe, seguramente aprecia los buenos finales. En el fondo, no hay contradicción. El mar y el desierto se parecen: ambos enseñan humildad. Y el Hawkbill, con su número de leyenda y su destino improbable, se ha ganado un lugar entre los grandes mitos de América: un monstruo de acero que vino a descansar donde el agua nunca llega.

ARCO, IDAHO: PEPINILLOS FRITOS Y ENERGÍA ATÓMICA

 


El camino hacia Arco comienza en una de las negruras más inesperadas de América: el Craters of the Moon National Monument, un mar de lava petrificada en mitad de Idaho. El nombre no exagera. Durante kilómetros, el paisaje parece arrancado de una película de ciencia ficción de los años cincuenta. No hay árboles, apenas hierba; solo colinas de roca negra, tubos de lava y conos volcánicos que parecen escombros del fin del mundo.

En ese escenario, cualquier cosa humana parece una broma. Uno conduce durante media hora sin ver otra alma, con la carretera recta como un hilo y el horizonte temblando bajo el calor. Cuando por fin aparece un cartel que dice Welcome to Arco, parece un espejismo o una metáfora: un pueblo en el fin del mundo que, además, fue el primero en iluminarsecon energía nuclear.

La ciudad que se iluminó con átomos

Arco, con apenas mil habitantes y una avenida principal que podría pasar por un decorado de Mad Max, tiene un mérito histórico que ningún otro pueblo puede reclamar: fue la primera ciudad del mundo alimentada con electricidad de origen nuclear.

Ocurrió en julio de 1955, cuando los ingenieros del Experimental Breeder Reactor No. 1 (EBR-I), un pequeño reactor experimental enclavado en pleno desierto, decidieron probar si su invento podía mover algo más que agujas de laboratorio. Encendieron los generadores y durante poco más de una hora Arco brilló con energía atómica. Fue un logro simbólico, pero bastó para que el pueblo quedara inscrito en la historia.

La gente siguió con sus rutinas —lavar el coche, preparar la cena— sin sospechar que estaban viviendo un momento histórico. El futuro había llegado a Idaho, aunque nadie se molestó en mirar al cielo para comprobarlo.

Atomic City: cuando el futuro se oxidó

Foto de Luis Monje
A unos kilómetros de Arco se levanta Atomic City, que suena a utopía retro pero es más bien una postal del pasado. En los cincuenta fue un hervidero de ingenieros y científicos que trabajaban para el Idaho National Laboratory, convencidos de que la energía nuclear haría innecesarios los enchufes y los matrimonios infelices.

Hoy quedan un puñado de casas, un bar abierto a ratos y un cartel oxidado que da la bienvenida a nadie. Pasear por sus calles es como recorrer el decorado abandonado de una película sobre el futuro que nunca fue. Si uno cierra los ojos, casi puede escuchar la banda sonora: un theremín melancólico y el zumbido de la radiación de fondo.

Restos de una casa en Atomic City

Entre esas ruinas destaca un objeto surrealista: la torre de un submarino nuclear. Es la vela del USS Hawkbill, conocida como “Devil Boat, traída hasta aquí como monumento. En el costado luce el número 666 en negro. No es una casualidad. Tiene una historia que escribiré en otro momento. Ver una pieza de submarino emergiendo del desierto de Idaho, rodeada de lava y matas resecas, es una experiencia que redefine la palabra “fuera de contexto”.

En las colinas que rodean Arco se repite otro misterio: docenas de números blancos pintados en la roca volcánica. Al principio pensé que eran marcas de sondeo o coordenadas secretas de la NASA. Pero no: cada número corresponde a una promoción de graduados del instituto local. Desde los años treinta, cada clase trepa hasta la montaña y deja su año grabado en la piedra.

El resultado es un mural improvisado de historia comunitaria: 1936, 1947, 1955… cada fecha una cápsula del tiempo, una firma adolescente convertida en jeroglífico. En ninguna otra parte del país se combina así la lava, la nostalgia y la pintura blanca. A cierta distancia, la colina parece el tablón de anuncios de un dios con mala caligrafía.

Pickle’s Place: pepinillos radiactivos (no literalmente)

Después de tanto desierto y tanta fisión, uno empieza a necesitar un consuelo más terrenal. En Arco, ese consuelo tiene nombre: Pickle’s Place, el restaurante más famoso del pueblo. Su fachada verde pepinillo brilla bajo el sol como una promesa de sodio. Dentro, el aire huele a aceite, café y resignación feliz. Las camareras llaman “hon” a todo el mundo y los clientes parecen conocerse desde la Guerra de Corea. Las paredes están cubiertas de fotografías enmarcadas: el día que Arco se iluminó con energía atómica, un desfile de tractores, el equipo de fútbol de 1964.

Barra del Pickle´s Place.

La especialidad, naturalmente, son los pepinillos fritos. Llegan crujientes, servidos con una salsa de color indecible entre el naranja y el coral, algo que en el menú se describe como Atomic Sauce. A pesar de su aspecto, están deliciosos. Mientras mastico, observo cómo el tráfico —dos camionetas y un ciclista— pasa frente a la ventana. En la televisión, un noticiario local repite titulares sobre ganado y tormentas. Es un momento perfecto, una mezcla de decadencia y serenidad que solo puede encontrarse en los márgenes del mapa.

Cuando uno sale de Pickle’s Place y dirige la vista hacia el oeste, ve otra vez las colinas negras del Craters of the Moon. Desde la distancia, el paisaje parece una herida antigua que no termina de cerrarse. Hace miles de años, la tierra aquí se partió en dos y vomitó lava durante siglos. Luego se enfrió, se solidificó y esperó pacientemente a que pasáramos nosotros con nuestras caravanas, nuestras torres de submarino y nuestros pepinillos fritos.

En ese contraste reside el encanto de Arco. Es un pueblo diminuto que, por accidente o destino, se asienta entre dos fuerzas: la más antigua, que es la geología, y la más moderna, que es la energía nuclear. Un recordatorio de que los humanos, por muy ingeniosos que seamos, seguimos viviendo sobre un planeta que lleva miles de millones de años haciendo cosas mucho más espectaculares.

Visitar Arco y Atomic City no estaba en mis planes. Fue un desvío, un capricho de carretera, el clásico “ya que estamos” que tantas veces acaba en descubrimiento. Y, sin embargo, resultó una de las paradas más memorables de mi viaje por Idaho.

Ruinas del bar de Atomic City

Aquí se cruzan varias historias: la del optimismo atómico de los años cincuenta, la del paisaje volcánico que parece Marte y la de una comunidad que pinta su nombre en la piedra y fríe pepinillos con orgullo. Arco no es un lugar turístico, ni pretende serlo. No hay tiendas de recuerdos ni autobuses de excursión. Es, simplemente, un rincón donde la historia y el desierto se dieron la mano por un instante.

Cuando el sol empieza a caer, regreso al coche. La carretera se tiñe de cobre y las colinas negras parecen absorber la luz. Detrás queda el Pickle’s Place, la torre del submarino y los números blancos en la roca. Pienso que hay pocos lugares en el mundo donde el pasado y el futuro se miren tan de cerca. Aquí, en mitad de Idaho, la humanidad aprendió a fabricar luz a partir del átomo, y luego siguió friendo pepinillos como si nada.

Me parece un equilibrio perfecto.