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sábado, 20 de diciembre de 2025

EL CALENDARIO: UNA OBRA MAESTRA DE LA IMPROVISACIÓN

Doce meses desiguales, dioses olvidados, emperadores vanidosos y un pequeño mes condenado a corregirlo todo: así construimos los humanos una forma imperfecta —pero sorprendentemente eficaz— de domesticar el tiempo.

Si uno se detiene a pensar en los meses del año, descubre que son como una familia ligeramente disfuncional: algunos largos, otros cortos, uno manifiestamente infravalorado y varios con nombres que no significan lo que aparentan. Nada en ellos es especialmente lógico, pero todos nos resultan profundamente familiares. El calendario, como tantas otras cosas humanas, no es una obra de ingeniería perfecta, sino un palimpsesto histórico donde cada civilización dejó una anotación apresurada antes de pasar a la siguiente.

El problema original es astronómico y sencillo: el año solar dura algo más de 365 días y no se deja dividir limpiamente en doce partes iguales. Doce es un número cómodo, manejable y tradicional, pero no encaja bien con la realidad física. Así que, desde el principio, hubo que improvisar. Y la improvisación, cuando se repite durante siglos, acaba pareciendo tradición.

Los meses que usamos hoy proceden en gran medida del calendario romano, un sistema que empezó siendo aún más caótico que el actual. El año primitivo comenzaba en marzo, cuando regresaban la luz y las campañas militares, y tenía solo diez meses. El invierno era una especie de agujero temporal sin nombre ni contabilidad. Cuando se añadieron enero y febrero para completar el ciclo anual, no se hizo con especial entusiasmo, y eso explica por qué febrero sigue pagando el precio.

Marzo, el primer mes original, recibe su nombre de Marte, dios de la guerra. Era el mes en que los ejércitos volvían a marchar y la actividad política se reanudaba. Que el año empezara con un dios armado dice mucho sobre las prioridades romanas. Abril es más confuso. Tradicionalmente se ha asociado al verbo latino aperire, “abrir”, en referencia a la apertura de flores y brotes, aunque algunos lo relacionan con Venus. Sea como sea, abril suena a primavera, lo cual ya es bastante mérito.

Mayo honra a Maia, diosa asociada al crecimiento y la fertilidad. Es un mes que todavía conserva esa reputación optimista. Junio, por su parte, se vincula a Juno, protectora del matrimonio y del hogar. No es casual que siga siendo un mes popular para bodas, aunque los novios rara vez sospechen que están obedeciendo a una divinidad romana.

Luego viene julio, que originalmente se llamaba Quintilis, porque era el quinto mes del año cuando marzo ocupaba el primer puesto. Fue rebautizado en honor de Julio César, que no solo reformó el calendario, sino que se aseguró de que su nombre quedara literalmente grabado en el tiempo. Agosto corrió la misma suerte: antes era Sextilis, hasta que fue dedicado a Augusto. A partir de ahí, la numeración de los meses quedó definitivamente desajustada, pero nadie tuvo el valor de corregirla.

Y así llegamos a septiembre, octubre, noviembre y diciembre, cuyos nombres siguen significando siete, ocho, nueve y diez respectivamente, aunque ahora ocupen las posiciones nueve a doce. Es un recordatorio permanente de que el calendario es un sistema heredado, no rediseñado. Vivimos con él como con una casa antigua: sabemos que hay habitaciones mal colocadas, pero moverlas sería peor.

Enero y febrero, añadidos más tarde, completan el conjunto. Enero (January en inglés, Janvier en francés) debe su nombre a Jano, el dios bifronte de las puertas y los comienzos, representado con dos caras mirando al pasado y al futuro. No podría haber un símbolo más adecuado para el mes que abre el año. Febrero procede de februa, los rituales de purificación que se celebraban en ese periodo. Desde su origen, fue un mes destinado a limpiar, corregir y cerrar asuntos pendientes. Que acabara siendo corto y flexible no fue un accidente, sino una consecuencia lógica.

Cuando el calendario fue reformado para ajustarse definitivamente al año solar, febrero se convirtió en el contenedor oficial de las anomalías. Cada cuatro años recibe un día extra para absorber ese cuarto de día sobrante que, de otro modo, desplazaría lentamente las estaciones. Sin febrero, el calendario se desmoronaría. Y aun así, sigue siendo tratado como un mes de segunda categoría.

El resultado final es un sistema irregular pero extraordinariamente resistente. Los meses no tienen la misma duración, sus nombres cuentan historias contradictorias y su estructura responde más a la política romana que a la mecánica celeste. Pero funciona. Y lo hace porque llevamos tanto tiempo usándolo que ya no lo cuestionamos.

En el fondo, el calendario es un acuerdo tácito entre generaciones. No refleja el orden del universo, sino nuestra obstinación en ponerle etiquetas manejables. Los meses son fósiles lingüísticos, recuerdos de dioses olvidados y emperadores vanidosos que siguen organizando nuestras vidas sin pedir permiso. Y febrero, breve y algo resentido, nos recuerda cada año que el tiempo humano no es perfecto, solo suficientemente bueno como para seguir adelante.