El invierno llega mañana, dicen. Lo anuncia el calendario con la solemnidad de un decreto imperial, como si el frío hubiera estado esperando pacientemente detrás de una cortina, con el abrigo puesto y el ceño fruncido, listo para entrar en escena a las doce en punto. Mañana, 21 de diciembre, entra el invierno astronómico. Lo cual suena importante, casi majestuoso, y plantea de inmediato una duda inquietante: si este es el invierno astronómico, ¿qué demonios llevamos soportando desde hace semanas?
La respuesta, por supuesto, es que el invierno es una criatura escurridiza, con múltiples identidades, como esos espías de novela barata que usan bigote postizo y pasaporte falso. Hay varios inviernos coexistiendo pacíficamente —o no tanto— en el mismo calendario, y cada uno jura ser el auténtico.
El invierno astronómico es el más antiguo y el más orgulloso. No le importan ni las bufandas ni las facturas de la calefacción. Vive en las alturas, en la geometría impecable del sistema solar, y se define por un gesto elegante pero poco intuitivo: la inclinación del eje terrestre. En el solsticio de diciembre, la Tierra se presenta ante el Sol ladeada como un borracho educado, de modo que el hemisferio norte recibe la menor cantidad de luz solar posible. El resultado es el día más corto del año, la noche más larga y una sensación colectiva de que todo esto ya se nos está yendo un poco de las manos.
Desde el punto de vista astronómico, ese instante preciso —medible con relojes atómicos y entusiasmo académico— marca el inicio del invierno. No importa si ese día estás en mangas de camisa en Málaga o atrapado en una ventisca en Teruel. El cielo ha hablado. A partir de ahora, técnicamente, los días empiezan a alargarse, aunque nadie en su sano juicio lo note durante al menos un mes.
Luego está el invierno meteorológico, que es mucho menos poético pero infinitamente más práctico. A los meteorólogos no les entusiasma nada tener estaciones que empiezan a mitad de mes y cambian cada año de fecha. Ellos prefieren el orden, los meses enteros y las gráficas limpias. Así que decidieron —probablemente una tarde lluviosa en un despacho lleno de café frío— que el invierno sería diciembre, enero y febrero. Empieza el 1 de diciembre, sin solsticios ni ceremonias, como un funcionario puntual que ficha a las ocho.
Este invierno no mira al cielo, mira a los termómetros. Sirve para comparar temperaturas, calcular medias y discutir con gravedad científica si este enero ha sido más frío que el de 1987, que siempre aparece en estas conversaciones como una especie de Edad del Hielo personal. Gracias al invierno meteorológico sabemos si las cosas van mal, muy mal o solo preocupantemente mal desde el punto de vista climático.
Y luego está el tercer invierno, el verdaderamente poderoso: el invierno vivido. Este no figura en ningún almanaque respetable ni responde a leyes celestes. Empieza cuando sales de casa y el aire te da una bofetada emocional. Cuando descubres que los guantes que usaste ayer ya no bastan. Cuando el café se enfría antes de que puedas arrepentirte de haberlo pedido tan caliente. Es un invierno caprichoso, subjetivo y profundamente humano.
Este invierno puede llegar en noviembre o en enero. A veces se presenta con timidez, otras entra como un elefante con botas de nieve. Puede desaparecer durante una semana entera, engañándonos con un sol amable, solo para volver después con redoblada crueldad. Es el invierno que recordamos, el que asociamos a resfriados, cristales empañados y la vaga sospecha de que la primavera es un rumor malintencionado.
Lo fascinante es que estos tres inviernos coexisten sin coordinarse. El invierno astronómico puede empezar cuando ya llevamos semanas tiritando. El meteorológico puede terminar mientras aún raspamos hielo del coche. Y el invierno vivido puede ignorarlos a ambos con una indiferencia insultante.
| El Sol, cumpliendo con su obligación anual de parecer ausente justo cuando más se le necesita. |
Todo esto revela una verdad incómoda: las estaciones no son hechos simples, sino acuerdos. Convenciones humanas apoyadas en fenómenos naturales, sí, pero interpretadas con una flexibilidad notable. El cielo propone, el clima dispone y el cuerpo protesta.
Quizá por eso seguimos anunciando cada año la llegada del invierno astronómico con una mezcla de respeto y desconcierto. Nos gusta pensar que hay un orden cósmico, que alguien —o algo— lleva las cuentas. Que el frío, al menos, entra cuando debe. Aunque sepamos que no es del todo cierto.
Mañana entra el invierno astronómico. No hará más frío por ello. No caerá nieve automáticamente. Pero el Sol habrá alcanzado su punto más bajo y, en silencio, habrá empezado el lento camino de regreso. Es un consuelo modesto, casi simbólico, pero suficiente. Al fin y al cabo, el invierno no es solo una estación: es una negociación permanente entre el universo y nuestra paciencia.

