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sábado, 20 de diciembre de 2025

POR QUÉ LA SEMANA TIENE SIETE DÍAS (Y NO OCHO, COMO CANTARON LOS BEATLES)

Breve historia de cómo una convención astronómica, un puñado de dioses y mucha costumbre acabaron organizando nuestra vida en bloques de siete días.



La semana es una de esas invenciones humanas tan sólidas que nadie se plantea discutirlas y, al mismo tiempo, tan arbitrarias que cuesta creer que no haya habido nunca una reunión para reconsiderarla. Siete días. Ni seis ni ocho. Siete, como si alguien hubiera probado todas las combinaciones posibles y hubiera llegado a la conclusión de que esa era, sin duda, la más razonable. Lo curioso es que no hay ninguna razón astronómica de peso para ello. El día tiene su rotación, el año su órbita, el mes una Luna que entra y sale como un invitado irregular, pero la semana… la semana flota en el tiempo como una convención particularmente bien aceptada.

A veces se dice que la semana deriva del ciclo lunar, porque entre una fase y la siguiente pasan unos siete días. Es verdad, pero también lo es que la Luna nunca se ha tomado muy en serio esa puntualidad: sus cuartos no encajan como las marcas de un reloj suizo. Si alguien hubiera querido construir una unidad temporal rigurosa a partir de la Luna, habría acabado con semanas de duración variable, lo que habría sido un desastre administrativo y, peor aún, habría complicado la vida a los calendarios de sobremesa.

Y sin embargo, aunque la semana no esté gobernada por el cielo de manera estricta, sí lo está de forma simbólica. En la Antigüedad, cuando mirar al firmamento era tanto un acto religioso como científico, se distinguían siete cuerpos que se movían con voluntad propia frente al fondo inmutable de las estrellas. Eran los llamados “errantes” o “vagabundos”: el Sol, la Luna y cinco planetas visibles a simple vista. No eran muchos, pero eran suficientes para dotar de personalidad a los días. Cada uno recibió su astro, y con él su carácter, su dios y, de paso, su nombre.

Ese legado aún se nota, aunque a veces haya que rascar un poco. En inglés, por ejemplo, el domingo y el lunes se presentan sin disfraz: Sunday es el día del Sol, Monday el de la Luna, y Saturday conserva incluso al viejo Saturno romano, como un fósil lingüístico que nadie se ha molestado en retirar. El resto de la semana parece más confusa, hasta que uno recuerda que los pueblos germánicos decidieron hacer una traducción cultural creativa. Donde los romanos veían a Marte, Mercurio, Júpiter y Venus, ellos colocaron a sus propios dioses: Tyr, Odín, Thor y Frigg. El resultado es una semana que sigue siendo planetaria, pero con barba, martillo y cuervos.

En las lenguas romances todo resulta más transparente, casi didáctico. El martes es el día de Marte, sin rodeos; el miércoles pertenece a Mercurio, dios rápido y mensajero, apropiado para una jornada que suele ir acelerándose hacia el ecuador de la semana; el jueves honra a Júpiter o Jove, señor del rayo y del trueno; y el viernes queda para Venus, que siempre ha tenido buen ojo para colocarse cerca del fin de semana. Incluso el sábado, que en castellano parece haberse salido del sistema para abrazar el sabbat hebreo, conserva en otras lenguas el recuerdo de Saturno, ese planeta lento y melancólico que parece hecho a medida para un día que no sabe muy bien si empezar a descansar o seguir trabajando.

Todo esto es fascinante, pero también plantea una pregunta incómoda: si los nombres de los días dependen de los planetas visibles, ¿por qué siete? ¿Por qué no más? La respuesta es sencilla y decepcionante: porque no había más a la vista. Urano, Neptuno y Plutón —cuando aún era planeta— llegaron demasiado tarde para influir en el calendario. Si hubieran sido visibles sin telescopio, quizá ahora estaríamos maldiciendo los lunes de Urano o celebrando con entusiasmo los viernes de Neptuno, aunque eso habría complicado bastante las canciones infantiles.

La arbitrariedad de la semana se vuelve aún más evidente cuando uno recuerda que otras culturas experimentaron con calendarios distintos. Hubo semanas de diez días, de cinco, de ocho. Ninguna sobrevivió al empuje cultural de la tradición judeocristiana y del Imperio romano, que exportó la semana de siete días con la eficacia habitual de sus conquistas. Una vez que algo se convierte en costumbre global, resulta casi imposible desmontarlo, aunque no tenga una justificación sólida.

Y aun así, la semana ha terminado por parecernos natural, casi inevitable. Organizamos el trabajo, el descanso, la televisión y las crisis existenciales en bloques de siete días como si el universo estuviera de acuerdo con ello. Nos sorprende descubrir que no lo está. El cosmos sigue indiferente a nuestros lunes y nuestros viernes, mientras los planetas continúan su lenta coreografía sin preocuparse por los horarios de oficina.

Quizá por eso resulta tan tentador especular con realidades alternativas. Imaginar un mundo en el que el cielo nocturno estuviera más concurrido, en el que ocho o nueve planetas visibles reclamaran su propio día. En un universo así, la semana sería más larga, el fin de semana más lejano y los calendarios todavía más difíciles de colgar rectos en la pared. Tal vez, en ese caso, los Beatles no habrían estado cantando una exageración romántica, sino una simple descripción astronómica cuando crearon Eight Days a Week.

Al final, la semana es un buen recordatorio de hasta qué punto nuestra vida cotidiana está hecha de acuerdos antiguos, de decisiones tomadas por personas que miraban el cielo con asombro y le daban nombres a las luces que se movían. No es una medida dictada por el universo, sino una historia que seguimos contando, día tras día, planeta tras planeta, aunque ya casi nadie levante la vista para comprobar quién da nombre a qué.