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domingo, 8 de abril de 2018

Cervantes y la libertad de las mujeres

Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama.

Discurso de Marcela, Cap. XIV. Don Quijote de la Mancha.


Los clásicos, escribió Calvino, son esos libros que uno nunca termina de leer. Siempre nos enseñan un ángulo que no habíamos previsto: son ellos quienes nos leen a nosotros. Han generado mucha bibliografía, pero soportan nuevas interpretaciones y a menudo alguien realiza aproximaciones iluminadoras. Es lo que consigue Francisco Peña en Cervantes y la libertad de las mujeres [1], al subrayar que el alcalaíno universal da voz de las mujeres, muestra la injusticia y acompaña su reivindicación en un sistema amañado contra ellas. Esa forma de darles voz es también un reconocimiento a su dignidad. Esa mirada enlaza con uno de los aspectos más interesantes de Miguel de Cervantes: la importancia que concede a los personajes femeninos.
No puedo, ni de lejos, profundizar en el amplio y riguroso análisis que Paco Peña hace de la obra cervantina en relación con el tema que nos ocupa. Me ocuparé de una de ellas, El Quijote, indiscutiblemente la obra más importante del alcalaíno universal. Treinta y nueve personajes femeninos aparecen en El Quijote. El papel femenino no sólo es importante en cuanto a la cantidad, sino también a la calidad de sus intervenciones en el libro, que subraya el papel de la mujer en el mundo cervantino. Las mujeres que dibuja Cervantes son una polifonía de voces que tratan temas tan importantes como la educación, el matrimonio, las relaciones y el amor. Si uno se sitúa en el contexto del Siglo de Oro, ese es quizás uno de los valores más importantes que nos puede ofrecer Cervantes, el único autor de su época que otorga voz y pensamiento a las mujeres durante un siglo en el que se las trataba de silenciar y de limitar a espacios domésticos.
El regalo de Cervantes es que permite ver a lo largo de los dos tomos del Quijote aldeanas, duquesas, cortesanas, moras, cautivas, doncellas o prostitutas. Menos monjas, hay de todo. Es un regalo porque así se puede conocer el papel que tuvieron las mujeres hace tantos años, algo que no se puede encontrar en otros representantes de la literatura española como Góngora, Fray Luis, Lope de Vega o Calderón.  No es que falten ejemplos femeninos en los clásicos españoles; en la picaresca, por ejemplo, también aparecen algunos personajes femeninos, pero es sólo en El Quijote donde Cervantes da voz a las víctimas del machismo de su época: es una forma de reconocer su dignidad.
En la época en que Don Quijote cabalgaba en la imaginación de los lectores, existía toda una corriente misógina respecto a lo que había que “hacer” con las mujeres. La guía canónica de la época era el Catecismo de Astete, un famoso cuadernillo compuesto originalmente por el padre Gaspar Astete de la Compañía de Jesús, que durante siglos formó en la doctrina católica a millones de hispanohablantes. Astete advertía de los peligros de que las mujeres aprendiesen a leer y escribir. En esa misma línea, autores como Juan Luis Vives, Juan de la Cerda o Fray Vicente Mexía buscaban encausar el comportamiento de las mujeres mediante sucesivos libros “educativos”. Tanto filósofos como moralistas propugnaban los privilegios de la masculinidad: el saber y el poder, social y político, debía pertenecer en exclusiva al género de los hombres, vetándose a las mujeres.
En el prólogo a La formación de la mujer cristiana (1528), Juan Luis Vives escribió que la fe se ha repartido de la misma forma en hombres y en mujeres, pero que en lo “tocante a las obras”, el hombre debe, sin duda, regir y adiestrar a las mujeres. No sólo eso: tienen que obedecer. Las ideas transmitidas por Fray Luis de León en La perfecta casada contribuyeron en gran medida a la generalización de la idea de que la mujer es un ser inferior. Cita a San Pablo para justificar que la necesaria honestidad de la mujer se basa en su natural condición pusilánime: «¿Qué dice Sant Pablo a su discípulo Tito que enseñe a las mujeres casadas? «Que sean prudentes, dice, y que sean honestas, y que amen a sus maridos, y que tengan cuidado de sus casas». […] ¿Por qué les dió a las mujeres Dios las fuerzas flacas y los miembros muelles, sino porque las crió, no para ser postas, sino para estar en su rincón asentadas?»
En medio de este clima misógino aparece en 1605 la primera parte de Don Quijote de la Mancha, un texto cuyo trato hacia las mujeres es una firme defensa de la libertad reproductiva, la elección amorosa y la claridad femenina. Leandra, Zoraida, Marcela y Doña Clara de Viedma, todas ellas personajes de la primera parte de la novela, son huérfanas de madre. La orfandad femenina es una forma de liberación que Cervantes utiliza sutilmente para establecer un discurso igualador entre hombres y mujeres. Introduce la imagen de jóvenes independientes y hermosas, poseedoras de voluntad, no hijas de Dios ni compañeras de Adán, sino núcleos potentes de feminidad: ya no la costilla sino sus propios hechos y sus propias vidas.
La crítica contra lo socialmente correcto de aquella época es evidente: Cervantes no retrata mujeres casadas, con hijos, que obedecen a un marido y se ajustan a sus dictados. La ausencia de familia en todas estas mujeres representa lo contrario a lo esperado. Como ocurría con las de su propia familia, las mujeres que habitan las obras del manco de Lepanto están llenas de la ausencia vital que correspondía a mujeres de su condición, es decir, dispuestas a obedecer, callar y procrear. De esta manera, las reivindica literariamente cuando socialmente servían para una sola cosa que las definía como mujeres: la reproducción.
Recordemos que don Alonso Quijano es el único que se interpone entre Marcela –cuando acaba su discurso-– y los hombres que por alguna razón quieren ir tras ella. Solamente la locura caballeresca de Don Quijote podía entender las bases femeninas de una sociedad masculina patriarcal. Quizá el propio Cervantes supo que nadie se escandalizaría si ponía a su protagonista como defensor de la libertad femenina, pues era un loco amable y no un reformador de costumbres.
Si el famoso discurso de Marcela es un canto a la libertad de la mujer, las palabras de la Gitanilla definen el espíritu que embarga toda la creación literaria de Cervantes: «Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere». En suma, lo que Cervantes hace es proporcionarles a estas mujeres características inequívocas contra el discurso oficial, moral y religioso que se respiraba en la época. La libertad, parece decirnos Cervantes, es una forma de admonición contra los marcos rígidos de la autoridad. La mujer se libera del yugo y de las roídas cadenas de una sociedad que imponía una superioridad injustificada en una época unida y marcada bajo la temible caligrafía de Dios: la administración celestial de las rentas terrenales.
Cervantes se dio cuenta de que los molinos de viento no eran lo único que había que combatir. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

[1] El libro se presenta el próximo 12 de abril a las 19 horas en el Salón de Actos de la Universidad (Plaza de San Diego s/n; Alcalá de Henares).