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viernes, 24 de julio de 2020

La col de las islas Desolación

Población nativa de P. antiscorbutica en las Kerguelen: Foto de Meggy Grun.
Originalmente construida por los holandeses, pero conquistada por los británicos en la década de 1790, la base naval de Simonstown se encontraba en la orilla occidental de la bahía de Simon, a unos pocos kilómetros al sur de Ciudad del Cabo. Ese era el último puerto seguro de avituallamiento y aguada que debían visitar los navegantes que se dirigían hacia las Antípodas.
Las condiciones hostiles de la costa de Sudáfrica son conocidas por todos los marineros que han navegado por aquellas aguas. Allí se encuentran las corrientes de los océanos Índico y Pacífico a lo largo de una extensión de trescientos veinte kilómetros de plataforma continental conocida como la Corriente de las Agujas, un mar durísimo e imprevisible provocado porque los vientos soplan desde prácticamente todos los puntos cardinales.
Para superarla, los antiguos veleros se dirigían hacia el sur antes de virar hacia el este para emprender un largo trayecto hasta Tasmania, o la Tierra de Van Dieen, que era como todavía se conocía oficialmente: más de 9500 kilómetros a través de algunos de los mares más caóticos del mundo, una extensión que, por su latitud, se conocía como los Cuarenta Rugientes.
Unos implacables vientos del oeste soplaban incesantemente sobre el Índico, sin ninguna masa terrestre que impidiera su avance. La combinación de un viento de popa fuerte y enormes olas era un regalo envenenado. Esta situación permitía que el Cutty Sark, el velero más rápido del mundo en la segunda mitad del XIX, realizara el trayecto entre Londres y Sídney en menos de ochenta días, pero también podía ser muy peligroso.
Para llegar hasta Australia la parada obligada eran las islas Kerguelen. Descubiertas por el francés Yves-Joseph de Kerguelen-Tremarec en 1772, y bautizadas por el capitán Cook como las «islas de la Desolación», este pequeño archipiélago se encuentra indudablemente muy lejos de todo: están a 3300 kilómetros de cualquier tipo de civilización.
Para complicar las cosas, están cubiertas de glaciares y tan al sur que allí fue donde James Clark Ross, el capitán del HMS Erebus, uno de los grandes barcos de exploración del siglo XIX, anotó el primer avistamiento de hielo antártico en una de las expediciones navales más ambiciosas de todos los tiempos, la que llevó entre 1839 y 1843 al buque explorador británico más al sur de lo que ningún buque hubiera navegado jamás.
A Joseph Dalton Hooker, naturalista y cirujano del Erebus le interesaban los desafíos que presentaban las islas Kerguelen por motivos botánicos. En 1776 la expedición del capitán Cook había identificado solo dieciocho especies de plantas, pero Hooker encontró al menos treinta solo durante el primer día.
Sir Joseph Dalton Hooker (1817-1911)
Lo más fascinante para Hooker fueron dos cosas. En primer lugar, aunque existe vegetación en la isla principal, por las condiciones de humedad y de temperatura es casi siempre rastrera, dominada por hierbas, musgos, brezos y líquenes. No hay árboles ni arbustos, pero, enterrados bajo los grandes ríos de lava, Hooker observó bosques enteros de troncos fosilizados de árboles pertenecientes a la familia de las araucarias, prueba de que los desolados yermos de las Kerguelen tuvieron un clima más cálido.
En Inglaterra, estudiar los corales incrustados en la caliza del norte de Devon era una práctica obligada y fascinante para cualquier aspirante a naturalista. Por los mismos motivos, sentado sobre el tronco de un árbol fosilizado con una circunferencia de más de dos metros, a Hooker le maravilló descubrir bosques de coníferas sepultados en aquellos remotos pedregales volcánicos. Se preguntó cómo pudieron existir jamás en este lugar. Pasarían todavía otros sesenta años antes de que Alfred Wegener propusiera la audaz teoría de que los propios continentes podrían haberse desplazado a lo largo del tiempo, y otros cincuenta años más hasta se probara su teoría de las placas tectónicas.
En segundo lugar, Hooker se entusiasmó con el hallazgo de una planta maravillosa a la que el mismo describiría como nueva con el nombre de Pringlea antiscorbutica, un tipo de col que crecía únicamente en aquellos confines del mundo y que años antes el botánico del capitán Cook, el escocés William Anderson, había identificado como un alimento milagroso para los marineros.
Hooker fue cuidadoso para elegir el nombre de la planta. El genérico de la planta, Pringlea, fue un homenaje a sir John Pringle, Cirujano General del Ejército británico, y más tarde presidente de la Royal Society. En cuanto al específico, antiescorbutica, alude a las propiedades de la planta para combatir el escorbuto.
El escorbuto era uno de los grandes azotes durante las largas travesías oceánicas. En una época de imperios en guerra y viajes transoceánicos, los marineros temían al escorbuto más que a cualquier otro mal. Provocada por una deficiencia de vitamina C (ácido ascórbico) en la dieta, la enfermedad mató a más de dos millones de marineros entre la época del viaje transatlántico de Colón y el surgimiento de las máquinas de vapor a mediados del siglo XIX.
Según el historiador Stephen Bown, el escorbuto fue responsable de más muertes en el mar que las tormentas, los naufragios, el combate y todas las demás enfermedades combinadas. De hecho, el escorbuto fue tan devastador que la búsqueda de una cura se convirtió en lo que Bown describe como «un factor vital que determinaba el destino de las naciones».
Bown cita una descripción escrita por un cirujano desconocido en un viaje inglés del siglo XVI que revela el horror de la enfermedad: «Se me pudrieron todas las encías, lo que produjo una sangre negra y pútrida. Mis muslos y piernas eran negros y gangrenosos, lo que me obligó a usar mi cuchillo todos los días para cortar la carne y liberar esa sangre negra y sucia. También usé mi cuchillo en mis encías tumefactas que crecían sobre mis dientes. […] Cuando cortaba la carne muerta y provocaba que fluyera mucha sangre oscura, me enjuagaba la boca y los dientes con la orina, frotándolos muy fuerte […] Muchos de nuestros hombres morían así todos los días, y veíamos cuerpos arrojados al mar constantemente, tres o cuatro a la vez».
La col de la Kerguelen resultó un remedio crucial. Su tubérculo, que sabía a rábano picante, y sus hojas, que, salvo por su mayor tamaño, se parecían a las de la mostaza o a las del berro, eran tan eficaces en la prevención del escorbuto que se había servido en los ranchos durante ciento treinta días a la expedición de Cook, período durante el cual no se registró ningún caso de la enfermedad. Los hombres de Ross comenzaron a utilizar ese repollo milagroso de inmediato, que celebraron casi con el mismo entusiasmo que su ración diaria de ron.
No era para menos. Gracias a aquella planta milagrosa, el Erebus, con su tripulación libre de escorbuto,  navegó más al sur de lo que había hecho buque alguno; muchos años después su capitán, James Clark Ross, para entonces convertido en héroe nacional, pudo participar en las expediciones por las aguas árticas que buscaron infructuosamente a una de las exploraciones náuticas más desgraciadas de todos los tiempos, la capitaneada por sir John Franklin, el “hombre que se comió sus botas”.

Ross murió en su cama en Aylesbury en 1862, casi veinte años después de terminar su viaje de cinco años (1839-1843) por los confines de las procelosas aguas australes. Una placa azul marca la casa de Ross en Eliot Place, Blackheath, Londres. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.