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sábado, 4 de febrero de 2017

Un cangrejo poco ibérico regalo del rey Felipe

Austropotamobius italicus
La ventaja de estar en la universidad es que siempre se aprende… si uno tiene ganas. El conocimiento, como las liebres, salta donde menos te lo esperas, y aunque mi labor es enseñar a los alumnos, no me duelen prendas en aprender de ellos. A comienzos de este curso, Juan Pedro Ros, un alumno de primero de Biología que tiene las dotes de observación y la capacidad de cuestionar que poseen los buenos naturalistas, me dio la pista: el cangrejo ibérico, de ibérico, nada. Disimulé mi ignorancia, asimilé la información y ahora, cuando dispongo de un relajado fin de semana, me pongo a indagar y redacto esta entrada que, si a él le dedico, a ustedes se la regalo.
Las especies invasoras son organismos que se desarrollan fuera de su área de distribución natural, en hábitats que no le son propios o con una abundancia inusual, produciendo alteraciones en la riqueza y diversidad de los ecosistemas nativos. Cuando son transportados e introducidos por el ser humano en lugares fuera de su área de distribución natural, consiguiendo establecerse y dispersarse en la nueva región, se les denomina especies exóticas invasoras, y normalmente resultan muy dañinas. 
Las especies introducidas desde antiguo pueden confundirse con las especies autóctonas, bien sea porque la introducción sea anterior a los primeros censos oficiales de especies o por la pérdida de la memoria colectiva de las introducciones. El término "especies criptogénicas" alude precisamente a las especies cuyo origen es dudoso (nativo versus no nativo) en un territorio dado.
Como el tiempo corre y la ciencia avanza que es una barbaridad, han pasado ya un par de años desde que investigadores del CSIC publicaron un artículo en la revista Biological Reviews en el que presentaban los resultados de un trabajo de investigación integrador y multidisciplinario que habían emprendido para resolver el estatus de una especie criptogénica, Austropotamobius italicus, el famoso y siempre elogiado cangrejo “ibérico”, cuyo epíteto específico denunciaba un origen dudosamente ibérico, por más que algunos avispados carcinólogos (que así debe denominarse a quienes, además de encantarle los mariscos como al común de los mortales, se queman las pestañas y se estrujan la sesera estudiando el proceloso mundo de los crustáceos) le hubieran añadido astutamente el adjetivo lusitanicus.
La posibilidad de que el cangrejo de río no fuera nativo de España ya había escamado a más de uno. A comienzos de esta década, los estudios genéticos sobre cangrejos de río descubrieron que los peninsulares eran calcaditos a los del noroeste de Italia y, en cambio, tenían muy poco en común con sus parientes gabachos. Ese patrón espacial es muy extraño y en su momento se interpretó como una prueba de que los cangrejos habían sido introducidos en España. Cuando los primeros avances de la investigación vieron por primera vez la luz en el número 334 (diciembre de 2013) en la revista Quercus, se armó la marimorena y no faltaron quienes, apoyándose en un medio tan serio como una página web, los corrieron (metafóricamente) a gorrazos, usando las páginas de la misma revista.
Convertidos en émulos de Tomás, el desconfiado apóstol que metió el dedo en la llaga por si se trataba de un camelo, los científicos del CSIC, lejos de arrugarse, se pusieron manos a la obra recabando toda la información que puedan imaginarse salvo el Marca, que eso es competencia del presidente del Gobierno, incluyendo sesudos textos sobre taxonomía, genética, fitogeografía, historia, arqueología, lingüística, biogeografía, ecología, organismos simbióticos e incluso gastronomía y farmacia. Así cualquiera, pensarán ustedes.
Ahítos de conocimientos suministrados por semejante cuerpo bibliográfico que hubiera hecho las delicias del Cura y el Barbero, los meritados investigadores, convertidos en iconoclastas (vulgo tocapelotas), llegaron a la tan inevitable como indeseada conclusión de que el cangrejo ibérico era tan ibérico como Caruso o Pavarotti. Puestos a incordiar, los documentos históricos incluso identificaron el primer momento de la introducción: los cangrejos de río fueron enviados de Italia a España en 1588 como un regalo diplomático de Francesco I de Medici a Felipe II, al que importarlos no le resultó fácil, porque la correspondencia oficial de la época demuestra sin lugar a duda las arduas gestiones diplomáticas realizadas por la corte española para conseguir cangrejos italianos. Tras al menos cinco años de ir y venir, en 1588 el Gran Duque de la Toscana ordenó el envío de un cargamento de cangrejos con destino Madrid.
A lo largo de los siglos XVII y XVIII, los cangrejos de río se introdujeron en la Meseta Norte y el Valle del Ebro. Como ha ocurrido en Irlanda, donde por parecidos motivos también campa a sus anchas, la especie se expandió mediante numerosas introducciones durante el siglo XIX y continuó durante el siglo XX, hasta ocupar prácticamente todas las zonas calizas de la península Ibérica. Fue abundante y pescado en grandes cantidades en España hasta los años 70 del pasado siglo (recuerdo de niño que los lugareños los sacaban a sacos del río Cacín, en Moraleda de Zafayona, poco antes de su desembocadura en el Genil), cuando su población se desplomó como consecuencia, principalmente, de la rápida expansión de dos especies de cangrejos de origen norteamericano y de las enfermedades asociadas a ellas.
En la actualidad, el cangrejo transalpino es una de las principales prioridades en la conservación de la biodiversidad en España. Se dedican muchos recursos a su cría en cautividad, a la recuperación de poblaciones mediante sueltas y al mantenimiento de las poblaciones (supuestamente) silvestres que aún existen. Y ahora viene la pregunta que no hará feliz a algunos: En un contexto de degradación de los medios acuáticos y declive generalizado de la fauna fluvial, ¿tiene sentido centrar esfuerzos de conservación en una especie introducida?
El trabajo de los científicos del CSIC debería llevar a un replanteamiento de las estrategias españolas de conservación de la biodiversidad, poniendo al cangrejo de río donde se merece y dejando de luchar contra el cangrejo americano que, al fin y a la postre, solo está dando a su pariente italiano un poco de su propia medicina.