Vistas de página en total

miércoles, 15 de febrero de 2017

Cebolla: quien bien te quiere te hará llorar

Cada año por estas fechas hago un corto peregrinaje hasta el Madrid de los Austrias para comer calçots, nombre catalán con el que se denomina a una variedad de la cebolla, la conocida como cebolla tardía de Lérida, por más que hoy en día, salvo en el ámbito rural catalán, estos parientes de la lacrimógena cebolla se produzcan masivamente en Toledo.
La pendenciera cebolla, que forma equipo con el catalanizado calçot, el aristocrático echalote, el suave puerro, el herbáceo cebollino, la intensa cebolleta y el ajo puro y duro, es una más, aunque señera, entre las 500 especies pertenecientes al género Allium. La cebolla es Allium cepa, una planta que, como bien saben en Olmeda de las Fuentes, antes Olmeda de las Cebollas, ya conocía Alejandro Magno y que los israelíes comieron durante su cautiverio en Egipto. Tan encantados estaban con sus cebollas que montaron la primera manifestación conocida contra un caudillo:
[…] Y el populacho que estaba entre ellos tenía un deseo insaciable; y también los hijos de Israel volvieron a llorar, y dijeron: ¿Quién nos dará carne para comer? Nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, de los pepinos, de los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; pero ahora no tenemos apetito. Nada hay para nuestros ojos excepto este maná. (Números 11:5).
Uno no estaba allí por razones obvias, pero imagina el aliento de los desalentados caminantes alimentados base de puerros, ajos y cebollas. La queja no era infundada, porque, aunque no comieran chuletones, las viandas les salían gratis. Y es que según el historiador griego Herodoto, las cebollas eran consideradas una fuente tan importante de energía y resistencia que los faraones egipcios gastaban nueve toneladas de oro, una fortuna, en cebollas para alimentar a los esclavos y trabajadores, muchos de ellos israelitas, que construían las pirámides. Vaya usted a saber si los judíos adquirieron el hábito de encebollarse mientras vivieron en Egipto o si ya lo traían de serie, pero salvo que uno sea un descreído que no confíe en la bíblica palabra de Dios, inconfeso autor de las Sagradas Escrituras, lo cierto es que los judíos añoraban la rústica y sanchopancesca cebolla cuando vagaban con Moisés en el desierto.
Además, comer maná, que es un insípido y áspero liquen según algunos eruditos, o la resina de los tarayes, según otros, no es plato de buen gusto. Claro que algunos etnomicólogos, que no dan puntada sin hilo, abundan en la idea de que el reputado maná era un hongo alucinógeno, Psilocybe cubensis, que, alimentar, lo que se dice alimentar, no alimentaba, pero los hubiera puesto como motos. La micológica versión no cuela, pues quién iba a ser el guapo que reclamara pepinos, puerros, ajos y cebollas cargado de LSD hasta arriba. Apelo en apoyo de mi incredulidad micológica a la ciencia, pues los más reputados biogeógrafos han demostrado que en Oriente Medio nunca hubo Psilocybe cubensis ni nada que se le pareciera.
Los desencebollados israelitas tenían razón, tanta que el célebre Dioscórides, médico de los ejércitos de Nerón, la alabó en su no ya célebre, sino celebérrima en la antigüedad, Materia Médica, un superventas que en su tiempo era más leído que la Biblia. Dejemos que se exprese el galeno:
«Es más acre la alargada que la redonda, la amarilla que la blanca, la seca que la verde, la cruda que la cocinada o conservada con sal. Todas ellas son mordicantes, flatulentas, provocan el apetito, diluyen los humores, provocan sed y náuseas, purifican, son buenas para el vientre, desopilativas de secreciones, incluidas las almorranas; se aplican directamente como un supositorio, una vez peladas y metidas en aceite. Su jugo en ungüento con miel ayuda en la ambliopía, manchas blancas de la córnea, opacidades que empiezan a formar catarata y a los que sufren de anginas, extendido en ungüento. Provoca la menstruación e, instilado por la nariz, purga la cabeza de humores; y es cataplasma con sal, ruda y miel para los mordidos por perros. Con vinagre, aplicado el ungüento al sol, cura la lepra blanca; a partes iguales con cenizas vegetales, hace cesar la sarna de los ojos; con sal contiene el acné. Con grasa de gallina es útil para las rozaduras del calzado, [para el flujo del vientre]; su jugo conviene para la dificultad auditiva, zumbidos, oídos que supuran y para evacuar líquido [de los oídos] y, en fricción, para las calvas, pues provoca pelo más rápidamente que la falsa esponja. Produce también dolor de cabeza. Comida en exceso, estando enfermo, provoca letargos; cocida, se vuelve más diurética».
Ahora bien, para entregarte todos sus tesoros, la cebolla te hará llorar y no porque no le gusten los cocineros, esa moderna plaga del siglo XXI a los que algunos elegíacos inanes consideran poco menos prebostes y archimandritas de la cultura de la postmodernidad. Como he dicho antes, el género Allium tiene alrededor de 800 especies, lo que significa que ha tenido un gran éxito evolutivo. Y ese éxito se debe entre otras cosas, al arsenal fitoquímico del que disponen las cebollas y sus parientes para defenderse de los herbívoros.
Defender su bulbo subterráneo es fundamental para cualquier cebolla que se precie. Se trata ni más ni menos de su refugio y su despensa. En el bulbo, que es más tallo que raíz, pues las raíces son menudas, como filamentos que emergen de la base del bulbo, acumula sustancias de reserva con las que luego formará su parte aérea y con las que se alimenta el invierno bien refugiada bajo tierra, por lo que le traen al pairo las heladas o las celliscas que puedan venir con el invierno.
Las lágrimas que provocan las jugosas células del bulbo cuando son cortadas aparecen por los aceites volátiles que contribuyen a otorgar a las plantas del género Allium su sabor característico y que contienen un tipo de moléculas orgánicas denominadas sulfóxidos de aminoácidos. Al cortar una cebolla, esta libera unas enzimas, las alinasas, que convierten a los sulfóxidos en ácidos sulfénícos, los cuales, como su nombre indica, llevan azufre a mansalva. A su vez, estos ácidos se reorganizan para formar sulfóxido de tiopropanal, un gas que desencadena las lágrimas con tal profusión que haría las delicias de los antidisturbios. El gas se difunde por el aire y, en contacto con los ojos, estimula las neuronas sensoriales creando una sensación de escozor y dolor. Las lágrimas son liberadas por las glándulas lacrimales para diluir y limpiar los irritantes.
Los sulfóxidos también se condensan para dar lugar a tiosulfatos, causantes del olor acre asociado a la cebolla picada. La formación del sulfóxido de triopopanal alcanza su máximo unos 30 segundos después de practicarle el primer corte a la cebolla y completa su ciclo de evolución química al cabo de unos cinco minutos.
Sus efectos en los ojos resultan muy familiares: picor y lágrimas. La superficie frontal protectora del ojo, la córnea, posee una gran densidad de fibras sensoriales del nervio ciliar, una ramificación del masivo nervio trigémino que transmite la sensación del tacto, la temperatura y el dolor desde la cara y la parte anterior de la cabeza hasta el cerebro. La córnea también posee un número menor de fibras motoras autónomas que activan las glándulas lacrimales. Las terminaciones nerviosas libres detectan el sulfóxido en la córnea y conducen la actividad hasta el nervio ciliar, lo que el sistema nervioso central registra como un picor.
Existen varios remedios caseros para evitar el cebollil lagrimeo. Se puede calentar la cebolla antes de picarla para desnaturalizar las enzimas. También se puede evitar al máximo que nos lleguen los efluvios picando la cebolla al aire libre cuando corra viento, bajo un chorro constante de agua o mediante algún artilugio mecánico que mantenga la cebolla dentro de un recipiente cerrado. Hay quien afirma que las lentes de contacto atenúan el efecto.
Les dejo, que me esperan mis calçots de Can Punyetes©Manuel Peinado Lorca.