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miércoles, 31 de diciembre de 2025

ONCE NO ES UN ERROR: BREVE HISTORIA DE UN NIÑO QUE ENTENDIÓ DEMASIADO BIEN LAS MATEMÁTICAS

 

Hay errores escolares que son entrañables: el niño que escribe “baca” cuando quería decir “vaca”, el que asegura que Colón descubrió América en 1942 o el que cree firmemente que los romanos hablaban latín porque no existían todavía los idiomas modernos. Y luego están los errores inquietantes. Los que no encajan. Los que, cuando uno los mira con atención, obligan a preguntarse si el que se ha equivocado no es el alumno, sino el sistema.

La imagen es sencilla: un ejercicio de primaria que dice “Escribe con cifra los siguientes números”. Debajo aparecen cinco números escritos con palabras. El alumno responde. Todas las respuestas están tachadas con una gran X roja. Caso cerrado. Error múltiple. Suspenso en números.

Pero si uno se detiene medio minuto más —algo que rara vez sucede en la corrección escolar— aparece un detalle curioso: todas las respuestas son incorrectas… exactamente en la misma dirección. Diez se convierte en once. Noventa y ocho en noventa y nueve. Ochenta y uno en ochenta y dos. Sesenta y seis en sesenta y siete. Treinta en treinta y uno.

No hay errores aleatorios. No hay confusión. No hay números mal escritos. Hay, en cambio, una regla impecable: a cada número se le suma uno. Matemáticamente hablando, es una función perfecta. Lingüísticamente hablando, es una interpretación incómoda. Pedagógicamente, es dinamita.

Para un adulto, el enunciado es transparente. “Los siguientes números” significa “los que vienen a continuación en la lista”. Es una convención implícita, aprendida por costumbre. Nadie la explica porque nadie cree que haya que explicarla. El niño, sin embargo, no vive en ese mundo de acuerdos tácitos. Vive en el mundo literal.

Y en el mundo literal, “el siguiente de un número” es su sucesor. No es una metáfora. Es un término técnico. Es algo que se enseña en matemáticas con bastante solemnidad. El siguiente de diez es once. El siguiente de noventa y ocho es noventa y nueve. El niño no improvisa. Ejecuta.

Aquí es donde la X roja empieza a resultar sospechosa. Porque ese alumno:

sabe leer números escritos en palabras;

conoce perfectamente la secuencia numérica;

sabe escribir cifras sin errores;

aplica una regla de forma constante.

Es decir, hace exactamente lo que se supone que debe hacer un alumno competente, solo que no lo hace como esperaba el corrector.

En el ámbito académico solemos confundir dos cosas muy distintas: equivocarse y no ajustarse a la expectativa. El problema es que solo una de ellas indica falta de comprensión. La otra suele indicar algo mucho más interesante: pensamiento independiente.

El niño no ha fallado por desconocimiento. Ha fallado por exceso de coherencia. Ha leído el enunciado con una literalidad que los adultos hemos perdido hace tiempo, quizá porque la literalidad resulta incómoda. Obliga a hacerse cargo de lo que uno dice, no solo de lo que cree estar diciendo.

El lenguaje escolar está lleno de trampas de este tipo. Decimos “resuelve el problema” cuando no hay ningún problema. Decimos “explica con tus palabras” y luego penalizamos si no son exactamente las nuestras. Decimos “razona la respuesta” y tachamos en rojo cuando el razonamiento es correcto pero llega a un sitio inesperado.

La gran X roja de la imagen no corrige un error: cierra una conversación que nunca llegó a empezar. Porque la pregunta verdaderamente interesante no era “¿cuánto es diez?”, sino “¿por qué escribiste once?”. Y esa pregunta, formulada con curiosidad en lugar de con tinta roja, habría revelado algo mucho más valioso que una respuesta correcta: un proceso mental claro, lógico y sofisticado.

La educación moderna dice valorar el pensamiento crítico, pero se pone nerviosa cuando aparece sin previo aviso. Nos gusta el pensamiento creativo siempre que sea decorativo, no cuando desafía la estructura del ejercicio. Queremos alumnos que piensen “fuera de la caja”, pero solo si regresan rápidamente a ella.

Este niño no volvió. Se quedó fuera, aplicando una regla perfectamente razonable a un enunciado ambiguo. Y por eso fue castigado.

Tal vez el error no esté en escribir once donde pone diez. Tal vez el error esté en un sistema que no sabe qué hacer cuando alguien entiende demasiado bien lo que se le dice. Porque pensar, al fin y al cabo, no consiste en adivinar lo que el otro quiere oír, sino en seguir una lógica hasta sus últimas consecuencias.

Y en ese sentido, once no es un error. Es una respuesta incómoda. Que, como casi todas las respuestas incómodas, merece más una conversación que una X.

Nota: La imagen la he tomado de un mensaje de Linkedin escrito por Sofía Alegría Midane, profesora de EGB.