Hay errores escolares que son
entrañables: el niño que escribe “baca” cuando quería decir “vaca”, el que
asegura que Colón descubrió América en 1942 o el que cree firmemente que los
romanos hablaban latín porque no existían todavía los idiomas modernos. Y luego
están los errores inquietantes. Los que no encajan. Los que, cuando uno los
mira con atención, obligan a preguntarse si el que se ha equivocado no es el
alumno, sino el sistema.
La imagen es sencilla: un
ejercicio de primaria que dice “Escribe con cifra los siguientes números”.
Debajo aparecen cinco números escritos con palabras. El alumno responde. Todas
las respuestas están tachadas con una gran X roja. Caso cerrado. Error múltiple.
Suspenso en números.
Pero si uno se detiene medio
minuto más —algo que rara vez sucede en la corrección escolar— aparece un
detalle curioso: todas las respuestas son incorrectas… exactamente en la misma
dirección. Diez se convierte en once. Noventa y ocho en noventa y nueve.
Ochenta y uno en ochenta y dos. Sesenta y seis en sesenta y siete. Treinta en
treinta y uno.
No hay errores aleatorios. No hay
confusión. No hay números mal escritos. Hay, en cambio, una regla impecable: a
cada número se le suma uno. Matemáticamente hablando, es una función perfecta.
Lingüísticamente hablando, es una interpretación incómoda. Pedagógicamente, es
dinamita.
Para un adulto, el enunciado es
transparente. “Los siguientes números” significa “los que vienen a continuación
en la lista”. Es una convención implícita, aprendida por costumbre. Nadie la
explica porque nadie cree que haya que explicarla. El niño, sin embargo, no
vive en ese mundo de acuerdos tácitos. Vive en el mundo literal.
Y en el mundo literal, “el
siguiente de un número” es su sucesor. No es una metáfora. Es un término
técnico. Es algo que se enseña en matemáticas con bastante solemnidad. El
siguiente de diez es once. El siguiente de noventa y ocho es noventa y nueve.
El niño no improvisa. Ejecuta.
Aquí es donde la X roja empieza a
resultar sospechosa. Porque ese alumno:
sabe leer números escritos en
palabras;
conoce perfectamente la secuencia
numérica;
sabe escribir cifras sin errores;
aplica una regla de forma
constante.
Es decir, hace exactamente lo que
se supone que debe hacer un alumno competente, solo que no lo hace como
esperaba el corrector.
En el ámbito académico solemos confundir
dos cosas muy distintas: equivocarse y no ajustarse a la expectativa. El
problema es que solo una de ellas indica falta de comprensión. La otra suele
indicar algo mucho más interesante: pensamiento independiente.
El niño no ha fallado por
desconocimiento. Ha fallado por exceso de coherencia. Ha leído el enunciado con
una literalidad que los adultos hemos perdido hace tiempo, quizá porque la
literalidad resulta incómoda. Obliga a hacerse cargo de lo que uno dice, no
solo de lo que cree estar diciendo.
El lenguaje escolar está lleno de
trampas de este tipo. Decimos “resuelve el problema” cuando no hay ningún
problema. Decimos “explica con tus palabras” y luego penalizamos si no son
exactamente las nuestras. Decimos “razona la respuesta” y tachamos en rojo
cuando el razonamiento es correcto pero llega a un sitio inesperado.
La gran X roja de la imagen no
corrige un error: cierra una conversación que nunca llegó a empezar. Porque la
pregunta verdaderamente interesante no era “¿cuánto es diez?”, sino “¿por qué
escribiste once?”. Y esa pregunta, formulada con curiosidad en lugar de con
tinta roja, habría revelado algo mucho más valioso que una respuesta correcta:
un proceso mental claro, lógico y sofisticado.
La educación moderna dice valorar
el pensamiento crítico, pero se pone nerviosa cuando aparece sin previo aviso.
Nos gusta el pensamiento creativo siempre que sea decorativo, no cuando desafía
la estructura del ejercicio. Queremos alumnos que piensen “fuera de la caja”,
pero solo si regresan rápidamente a ella.
Este niño no volvió. Se quedó
fuera, aplicando una regla perfectamente razonable a un enunciado ambiguo. Y
por eso fue castigado.
Tal vez el error no esté en
escribir once donde pone diez. Tal vez el error esté en un sistema que no sabe
qué hacer cuando alguien entiende demasiado bien lo que se le dice. Porque
pensar, al fin y al cabo, no consiste en adivinar lo que el otro quiere oír,
sino en seguir una lógica hasta sus últimas consecuencias.
Y en ese sentido, once no es un
error. Es una respuesta incómoda. Que, como casi todas las respuestas
incómodas, merece más una conversación que una X.
Nota: La imagen la he tomado de
un mensaje de Linkedin escrito por Sofía Alegría Midane, profesora de EGB.