Uno podría pensar que el año
tiene 365 días porque alguien, en algún momento de la Antigüedad, se sentó con
una libreta, observó el cielo durante un rato prudencial, hizo un par de
cálculos razonables y decidió que ese número era bonito, manejable y estéticamente
aceptable desde el punto de vista humano. Algo así como cuando se decide que
una mesa mide un metro porque dos ya sería exagerado y 93 centímetros suena a
mueble defectuoso. La
realidad, como casi siempre cuando intervienen el cosmos y los seres humanos,
es bastante más incómoda.
El año tiene 365 días porque la
Tierra tarda eso —más o menos— en dar una vuelta completa alrededor del Sol. No
exactamente eso, claro, porque la naturaleza nunca colabora del todo con la
contabilidad humana. Tarda 365 días, cinco horas, cuarenta y ocho minutos y
cuarenta y seis segundos. Un intervalo tan poco elegante que resulta evidente
que ningún calendario podía salir bien parado.
Ese período se llama año trópico
y tiene una función esencial: mantiene las estaciones en su sitio. Primavera
cuando toca primavera, verano cuando la gente se queja del calor y otoño cuando
reaparecen los jerséis que juramos no volver a usar. Si el calendario se
desajusta respecto a ese ciclo, todo empieza a moverse lentamente, como un
mueble mal empujado: la primavera se desliza hacia el invierno y acabamos
celebrando la Navidad en manga corta, lo cual puede parecer atractivo, pero
suele generar tensiones.
Las primeras civilizaciones que
intentaron poner orden en este asunto descubrieron pronto el problema: el Sol
no entiende de días enteros. Los egipcios, que observaban el cielo con más
atención que la mayoría de nosotros el móvil, establecieron un calendario de
365 días. Funcionaba razonablemente bien… durante un tiempo. Luego las
estaciones empezaron a correrse como una cita mal apuntada. Pero como los
dioses egipcios eran pacientes y el imperio también, nadie entró en pánico.
Los romanos, en cambio, sí
entraban en pánico con facilidad. Su calendario era un artefacto caótico, lleno
de meses añadidos a mano, decisiones políticas y apaños de última hora. Había
años con 355 días, otros con meses intercalados y una sensación general de que
el tiempo era una cosa negociable, como los impuestos o la lealtad al
emperador. No es casualidad que Julio César, cansado del desorden, decidiera
imponer un calendario serio, al menos sobre el papel.
Así nació el calendario juliano,
con 365 días y un día extra cada cuatro años. El famoso año bisiesto. La idea
era simple y, para sorpresa de todos, bastante buena: como cada año sobraban
aproximadamente seis horas, se acumulaban hasta formar un día entero cada
cuatro años. Problema resuelto. O casi.
Porque esas seis horas no eran
exactamente seis. Eran un poco menos. Una diferencia mínima, casi grosera por
su insignificancia: once minutos de más cada año. Once minutos no parecen gran
cosa. Nadie llega tarde a una boda por once minutos cósmicos. Pero acumulados
durante siglos, esos minutos acabaron desplazando el calendario unos diez días.
Para el siglo XVI, la primavera ya no estaba donde debía estar, y la Iglesia,
que tenía un interés muy concreto en saber cuándo caía la Pascua, empezó a
inquietarse.
La solución llegó con el
calendario gregoriano, que es el que seguimos usando hoy. Básicamente, alguien
decidió que no todos los años divisibles por cuatro serían bisiestos. Los años
terminados en dos ceros, por ejemplo, no lo serían… salvo que también fueran
divisibles por 400. Es una norma tan retorcida que parece diseñada para
humillar a los estudiantes, pero funciona extraordinariamente bien. El error se
reduce a un solo día cada tres mil y pico años, lo que en términos humanos
equivale a “no es nuestro problema”.
Así que el año tiene 365 días no
porque sea un número redondo, ni porque alguien lo prefiriera así, sino porque
es la mejor chapuza posible para domesticar un fenómeno astronómico que se
resiste a los calendarios. Desde el punto de vista divulgativo, el calendario
no es una descripción fiel del tiempo, sino una herramienta práctica: un
sistema de aproximaciones sucesivas que intenta mantener alineadas la rotación
de la Tierra, su traslación alrededor del Sol y nuestras rutinas sociales. Es
un acuerdo tácito entre la Tierra y nosotros: fingimos que todo encaja y ella
finge que no se mueve once minutos de más cada año.
Febrero, por supuesto, paga el
pato. Es el mes sacrificado, el contenedor de anomalías, el cajón donde se mete
el día extra como quien guarda un calcetín sin pareja. Podría haberse repartido
el ajuste de otra manera, pero alguien decidió que febrero ya era lo bastante
corto como para estropearlo un poco más. Desde entonces, vive con esa
reputación.
En el fondo, el calendario es una
historia de compromisos mal cerrados. Intentamos meter el cielo en una
cuadrícula de papel y luego nos sorprendemos de que no encaje del todo. Que el
año tenga 365 días no es una verdad natural, sino una negociación perpetua
entre la astronomía y la vida cotidiana. Una negociación que, de momento, sigue
funcionando.
Al final, el calendario es uno de
esos inventos humanos que funcionan precisamente porque están mal hechos. Es un
artefacto lleno de parches, excepciones y reglas que nadie recuerda del todo,
pero que permite que las cosechas no se desplacen, que las estaciones no se
descoyunten y que sepamos, más o menos, cuándo toca cambiar de armario.
Cada vez que miramos una fecha
estamos contemplando un acuerdo frágil entre la mecánica celeste y nuestra
necesidad de orden. El cielo sigue su curso imperturbable, mientras nosotros
añadimos días, los quitamos, los escondemos en febrero o los borramos del
calendario como quien corrige un error tipográfico.
El año de 365 días no es una
verdad natural: es una crónica de intentos fallidos, correcciones tardías y
resignación inteligente. Un recordatorio de que incluso cuando creemos haber
medido el tiempo, lo único que hemos hecho es negociar con él.
Y eso, tratándose del universo, ya es bastante.