Durante décadas, la levitación magnética prometió trenes silenciosos, veloces y casi perfectos. Funcionó exactamente como decía la física. Lo que no logró fue encajar en el mundo real.
Durante buena parte del siglo XX,
el tren de levitación magnética fue presentado como una de esas soluciones
definitivas que harían parecer anticuado todo lo demás. No era simplemente un
tren más rápido: era un tren que flotaba. Eliminaba el contacto físico con la
vía, suprimía el rozamiento y avanzaba con una suavidad casi insultante. En los
folletos y documentales, el maglev deslizaba su silueta aerodinámica por
paisajes inmaculados, como si el futuro hubiera decidido tomarse el transporte
público en serio. Era la victoria de la ingeniería sobre una de las fuerzas más
molestas del universo: la fricción.
Eliminar el rozamiento parecía
una idea excelente. Después de todo, buena parte de los problemas del
transporte terrestre provienen de ese contacto obstinado entre ruedas y raíles,
entre metal y metal, entre teoría y realidad. El maglev resolvía el asunto de
raíz: el tren flotaba unos centímetros sobre la vía gracias a fuerzas
electromagnéticas cuidadosamente controladas. Sin ruedas, sin traqueteos, sin
desgaste mecánico. La física, por una vez, se comportaba de forma elegante.
La idea básica es tan simple que
casi resulta sospechosa. Todos hemos jugado alguna vez con dos imanes y hemos
descubierto que, si se enfrentan polos iguales, estos se repelen con
entusiasmo. El maglev parte de esa intuición infantil, pero enseguida la complica.
Dos imanes que se repelen no forman un sistema estable. Se mueven, giran, se
escapan. El universo no permite que algo flote tranquilamente entre campos
magnéticos pasivos. Así que los ingenieros recurrieron a electroimanes,
sensores y ordenadores que corrigen la posición del tren miles de veces por
segundo. Un tren maglev no flota porque sí: flota porque está siendo vigilado
constantemente. Es menos magia y más equilibrismo electrónico.
Japón fue el país que decidió
tomarse esta idea como una misión nacional. Empezó a experimentar con trenes de
levitación magnética a principios de los años sesenta, cuando el futuro aún
parecía un lugar ordenado y brillante. Durante décadas, los japoneses
perfeccionaron el sistema con una mezcla admirable de paciencia, obsesión
técnica y recursos prácticamente ilimitados. En pistas de prueba lograron
velocidades superiores a los 600 kilómetros por hora, lo bastante rápidas como
para que el paisaje parezca pedir disculpas por pasar tan deprisa.
Y, sin embargo, pese a todos esos
éxitos, Japón aún no tiene un servicio comercial maglev en funcionamiento. El
gran proyecto, una línea entre Tokio y Nagoya (y más tarde Osaka), ha acumulado
retrasos, sobrecostes y discusiones políticas. El motivo es tan sencillo como
devastador: construir maglev es carísimo. Requiere infraestructuras
completamente nuevas, túneles largos y precisos, y no puede integrarse con la
red ferroviaria existente. Todo es exclusivo, específico y delicado. Mientras
tanto, el Shinkansen convencional —que no flota, pero corre con puntualidad
quirúrgica— sigue funcionando admirablemente bien. El maglev funciona mejor,
sí, pero no lo suficiente como para justificar reinventar medio país.
China adoptó una estrategia
distinta. A principios de los años 2000 inauguró una línea maglev que conecta
el aeropuerto internacional de Pudong con una estación periférica de Shanghái.
El trayecto dura unos siete u ocho minutos y alcanza velocidades que hacen
sonreír a los ingenieros y agarrarse al asiento a los turistas. Es rápido,
silencioso y espectacular. Durante un breve momento, pareció que el maglev iba
a expandirse por la ciudad.
Pero no ocurrió. La línea nunca
se prolongó hasta el centro histórico. No porque fallara técnicamente
—funcionaba perfectamente—, sino porque chocó con la realidad urbana. Construir
maglev en una ciudad densa es complicado, caro y visualmente intrusivo. Además,
surgieron protestas vecinales por el ruido aerodinámico y por el temor a los
campos electromagnéticos. Al mismo tiempo, el metro de Shanghái crecía a un
ritmo vertiginoso y China apostaba con decisión por la alta velocidad
ferroviaria convencional, más barata, más flexible y mucho más fácil de
replicar. El maglev quedó como lo que realmente era: un escaparate tecnológico,
una demostración de poder más que una solución general.
En Estados Unidos, el maglev tuvo
una existencia aún más etérea. Durante décadas se propusieron líneas entre
Washington y Baltimore, Orlando, Las Vegas o California. Se elaboraron
estudios, se encargaron informes y se mostraron animaciones futuristas. Y luego,
sistemáticamente, no se construyó nada. Los motivos son familiares: costes
desorbitados, falta de consenso político, una profunda devoción nacional por el
automóvil y una cierta alergia a los proyectos que no pueden inaugurarse antes
de las siguientes elecciones. El maglev estadounidense se convirtió en una idea
recurrente que nunca pasó del papel.
A todo esto se sumó un factor
psicológico importante: el miedo a los campos electromagnéticos. Aunque la
evidencia científica indica que los niveles generados por los trenes maglev
están muy por debajo de cualquier umbral peligroso y no existe prueba sólida de
que causen cáncer, la idea de viajar dentro de una nube de magnetismo no
resulta tranquilizadora para todo el mundo. El ferrocarril convencional, en
comparación, parece un viejo amigo: ruidoso, quizá, pero familiar.
Así, el maglev quedó atrapado en un limbo tecnológico. Demasiado caro para ser masivo, demasiado especializado para ser flexible y demasiado futurista para un mundo que descubrió que podía mejorar mucho lo que ya tenía sin necesidad de hacerlo flotar. El tren convencional se volvió más rápido, más silencioso y más eficiente. El avión siguió dominando las largas distancias. Y el maglev, que había prometido cambiarlo todo, terminó cambiando muy poco.
El maglev no fracasó porque fuera una mala idea. Fracasó porque era una idea demasiado limpia para un mundo lleno de compromisos, curvas cerradas y presupuestos discutidos en comisiones. Eliminó el rozamiento físico, pero no pudo eliminar la fricción con la economía, la política ni la psicología humana. Y así, el tren que flotaba terminó convertido en una nota al pie del futuro: una demostración brillante de lo que es posible y un recordatorio aún más brillante de que no todo lo posible acaba siendo práctico. El futuro, al final, no siempre descarrila. A veces simplemente pasa a toda velocidad… sin detenerse en nuestra estación.