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miércoles, 31 de diciembre de 2025

EL TREN QUE ELIMINÓ EL ROZAMIENTO… Y CHOCÓ CON LA REALIDAD

Durante décadas, la levitación magnética prometió trenes silenciosos, veloces y casi perfectos. Funcionó exactamente como decía la física. Lo que no logró fue encajar en el mundo real.

Para cualquiera que vuele al aeropuerto internacional de Shanghái-Pudong, tomar el tren Maglev (abreviatura de levitación magnética) para llegar a la ciudad es un rito de iniciación. El ferrocarril, el único que funciona en el mundo, es tanto una atracción turística como un sistema de transporte (aunque apenas recorre algo más de treinta kilómetros. 

Durante buena parte del siglo XX, el tren de levitación magnética fue presentado como una de esas soluciones definitivas que harían parecer anticuado todo lo demás. No era simplemente un tren más rápido: era un tren que flotaba. Eliminaba el contacto físico con la vía, suprimía el rozamiento y avanzaba con una suavidad casi insultante. En los folletos y documentales, el maglev deslizaba su silueta aerodinámica por paisajes inmaculados, como si el futuro hubiera decidido tomarse el transporte público en serio. Era la victoria de la ingeniería sobre una de las fuerzas más molestas del universo: la fricción.

Eliminar el rozamiento parecía una idea excelente. Después de todo, buena parte de los problemas del transporte terrestre provienen de ese contacto obstinado entre ruedas y raíles, entre metal y metal, entre teoría y realidad. El maglev resolvía el asunto de raíz: el tren flotaba unos centímetros sobre la vía gracias a fuerzas electromagnéticas cuidadosamente controladas. Sin ruedas, sin traqueteos, sin desgaste mecánico. La física, por una vez, se comportaba de forma elegante.

La idea básica es tan simple que casi resulta sospechosa. Todos hemos jugado alguna vez con dos imanes y hemos descubierto que, si se enfrentan polos iguales, estos se repelen con entusiasmo. El maglev parte de esa intuición infantil, pero enseguida la complica. Dos imanes que se repelen no forman un sistema estable. Se mueven, giran, se escapan. El universo no permite que algo flote tranquilamente entre campos magnéticos pasivos. Así que los ingenieros recurrieron a electroimanes, sensores y ordenadores que corrigen la posición del tren miles de veces por segundo. Un tren maglev no flota porque sí: flota porque está siendo vigilado constantemente. Es menos magia y más equilibrismo electrónico.

Japón fue el país que decidió tomarse esta idea como una misión nacional. Empezó a experimentar con trenes de levitación magnética a principios de los años sesenta, cuando el futuro aún parecía un lugar ordenado y brillante. Durante décadas, los japoneses perfeccionaron el sistema con una mezcla admirable de paciencia, obsesión técnica y recursos prácticamente ilimitados. En pistas de prueba lograron velocidades superiores a los 600 kilómetros por hora, lo bastante rápidas como para que el paisaje parezca pedir disculpas por pasar tan deprisa.

Y, sin embargo, pese a todos esos éxitos, Japón aún no tiene un servicio comercial maglev en funcionamiento. El gran proyecto, una línea entre Tokio y Nagoya (y más tarde Osaka), ha acumulado retrasos, sobrecostes y discusiones políticas. El motivo es tan sencillo como devastador: construir maglev es carísimo. Requiere infraestructuras completamente nuevas, túneles largos y precisos, y no puede integrarse con la red ferroviaria existente. Todo es exclusivo, específico y delicado. Mientras tanto, el Shinkansen convencional —que no flota, pero corre con puntualidad quirúrgica— sigue funcionando admirablemente bien. El maglev funciona mejor, sí, pero no lo suficiente como para justificar reinventar medio país.

China adoptó una estrategia distinta. A principios de los años 2000 inauguró una línea maglev que conecta el aeropuerto internacional de Pudong con una estación periférica de Shanghái. El trayecto dura unos siete u ocho minutos y alcanza velocidades que hacen sonreír a los ingenieros y agarrarse al asiento a los turistas. Es rápido, silencioso y espectacular. Durante un breve momento, pareció que el maglev iba a expandirse por la ciudad.

Pero no ocurrió. La línea nunca se prolongó hasta el centro histórico. No porque fallara técnicamente —funcionaba perfectamente—, sino porque chocó con la realidad urbana. Construir maglev en una ciudad densa es complicado, caro y visualmente intrusivo. Además, surgieron protestas vecinales por el ruido aerodinámico y por el temor a los campos electromagnéticos. Al mismo tiempo, el metro de Shanghái crecía a un ritmo vertiginoso y China apostaba con decisión por la alta velocidad ferroviaria convencional, más barata, más flexible y mucho más fácil de replicar. El maglev quedó como lo que realmente era: un escaparate tecnológico, una demostración de poder más que una solución general.

En Estados Unidos, el maglev tuvo una existencia aún más etérea. Durante décadas se propusieron líneas entre Washington y Baltimore, Orlando, Las Vegas o California. Se elaboraron estudios, se encargaron informes y se mostraron animaciones futuristas. Y luego, sistemáticamente, no se construyó nada. Los motivos son familiares: costes desorbitados, falta de consenso político, una profunda devoción nacional por el automóvil y una cierta alergia a los proyectos que no pueden inaugurarse antes de las siguientes elecciones. El maglev estadounidense se convirtió en una idea recurrente que nunca pasó del papel.

A todo esto se sumó un factor psicológico importante: el miedo a los campos electromagnéticos. Aunque la evidencia científica indica que los niveles generados por los trenes maglev están muy por debajo de cualquier umbral peligroso y no existe prueba sólida de que causen cáncer, la idea de viajar dentro de una nube de magnetismo no resulta tranquilizadora para todo el mundo. El ferrocarril convencional, en comparación, parece un viejo amigo: ruidoso, quizá, pero familiar.

Así, el maglev quedó atrapado en un limbo tecnológico. Demasiado caro para ser masivo, demasiado especializado para ser flexible y demasiado futurista para un mundo que descubrió que podía mejorar mucho lo que ya tenía sin necesidad de hacerlo flotar. El tren convencional se volvió más rápido, más silencioso y más eficiente. El avión siguió dominando las largas distancias. Y el maglev, que había prometido cambiarlo todo, terminó cambiando muy poco. 

El maglev no fracasó porque fuera una mala idea. Fracasó porque era una idea demasiado limpia para un mundo lleno de compromisos, curvas cerradas y presupuestos discutidos en comisiones. Eliminó el rozamiento físico, pero no pudo eliminar la fricción con la economía, la política ni la psicología humana. Y así, el tren que flotaba terminó convertido en una nota al pie del futuro: una demostración brillante de lo que es posible y un recordatorio aún más brillante de que no todo lo posible acaba siendo práctico. El futuro, al final, no siempre descarrila. A veces simplemente pasa a toda velocidad… sin detenerse en nuestra estación.