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lunes, 22 de agosto de 2016

Cómo superar una entrevista de trabajo

Los aplausos fueron tan tenues que oí el sonido de mi decadencia.
Heinrich Böll. Opiniones de un payaso (1963)

Entre las muchas y miríficas consecuencias que ha tenido la política económica de nuestro benemérito Gobierno q.d.g., destaca la incesante creación de puestos de trabajo. Es así, no lo niegue, hombre. Fíjese que hay españoles que hasta la llegada de don Mariano Rajoy lampaban como léperos y ahora, mire usted por dónde, llegan a tener, pásmense ¡hasta treinta contratos laborales a la semana! 

Naturalmente, para acceder a uno de esas canonjías los futuros beneficiados deberán realizar entrevistas de trabajo, de manera que hacerlas, y hacerlas bien, es la vía más segura para obtener la ansiada recompensa. Aunque poco ducho en ese eufemismo denominado “Recursos humanos”, me atrevo a poner por escrito la inigualable y positiva actitud que tuvo Heinrich Böll una vez que acudió a una entrevista de trabajo. De seguirse a pies juntillas, podrán tenerse no ya treinta, sino sesenta trabajos semanales.

Böll no tenía empacho en manifestar escasa predilección por el trabajo: «Por naturaleza, siento más afición por reflexionar y no hacer nada por trabajar, sin embargo, de vez en cuando, dificultades económicas permanentes –pues la reflexión es tan poco rentable como el ocio– me obligan a aceptar lo que llaman un puesto de trabajo».

Y en una de esas ocasiones no tuvo más remedio que salir a buscar trabajo. Lo cuenta en Una historia de acción, cuyo texto el lector interesado puede encontrar, junto con otras narraciones breves de Böll en este enlace. El que sigue es un extracto:
Llegado una vez más a tal situación me confié a la oficina de colocaciones y fui enviado, junto con otros siete compañeros de infortunio, a la fábrica de Alfred Wunsiedel, donde debíamos ser sometidos a un examen de capacitación. Ya el aspecto de la fábrica me llenó de desconfianza; la fábrica estaba enteramente construida en ladrillo de vidrio, y mi aversión a los edificios claros y a las estancias claras es tan grande como la que siento al trabajo. Pero mi desconfianza aumentó cuando acto seguido nos sirvieron una especie de desayuno en una cafetería clara, de colores alegres: hermosas camareras nos trajeron huevos, café y pan tostado; en elegantes garrafas había jugo de naranja; peces de colores aplastaban su displicente cara contra las paredes de unos acuarios verde claro. Las camareras eran tan alegres que parecían que iban a explotar de alegría. Sólo un gran esfuerzo de voluntad –así me lo pareció– le impedía andar tarareando continuamente. Estaban tan repletas de canciones no cantadas como las gallinas que aún no han puesto los huevos.
En seguida adiviné lo que ninguno de mis compañeros de infortunio parecía adivinar; que también este desayuno era parte del examen, de manera que comencé a masticar totalmente entregado a esta tarea, con la conciencia clara de un ser humano que está suministrando a su cuerpo materias valiosas. Hice algo que en circunstancias normales no haría por nada del mundo: tomé en ayunas un zumo de naranja, dejé el café, un huevo y casi todo el pan tostado, me levanté y empecé a pasearme ansioso por hacer algo, de un lado a otro de la cafetería. 
Así pues, fui el primero en ir a la sala de exámenes, donde, sobre deliciosas mesas, estaban colocados los cuestionarios. Las paredes eran de un tono verde que los fanáticos de la decoración hubieran calificado de “encantador”. No se veía a nadie, pero yo estaba tan seguro de que me observaban: saqué impaciente mi estilográfica del bolsillo, quité el capuchón, me senté a la mesa más próxima y agarré el cuestionario de la misma forma que los coléricos agarran la cuenta del restaurante. 
Primera pregunta: ¿Le parece bien que el ser humano sólo tenga dos brazos, dos piernas, dos ojos y  dos orejas?
Aquí coseché por primera vez los frutos de mi reflexión y escribí sin dudarlo: «Aunque tuviésemos cuatro brazos, cuatro piernas y cuatro oídos, no bastarían a mis ansias de acción. El equipamiento del ser humano es raquítico».
Segunda pregunta: ¿Cuántos teléfonos puede atender al mismo tiempo?
También esta respuesta era tan sencilla como la solución a una ecuación de primer grado: «Cuando no hay más que siete teléfonos –escribí– me impaciento; sólo con nueve me siento por completo en pleno rendimiento».
Tercera pregunta: ¿Qué hace usted después del trabajo?
Mi respuesta: «No conozco la expresión después del trabajo. A los quince años la borré de mi vocabulario,  pues en el principio existía la acción».
El resultado era de esperarse: «Me dieron el puesto».
Claro que a Böll le importaba un pito aquelel trabajo, así que tiempo después:
[…] Pasó algo: Wunsiedel fue enterrado y me designaron para llev ar, detrás  del ataúd, una corona de rosas artificiales, pues no sólo estoy dotado de una propensión a la reflexión y al ocio, sino también de un rostro y una figura que se adaptan perfectamente a los trajes negros. Por lo visto dio gusto verme detrás del ataúd de Wunsiedel con la corona de rosas artificiales en la mano. Un elegante instituto de pompas fúnebres me hizo una oferta para trabajar como acompañante profesional de comitivas fúnebres.
–Usted es el afligido nato –dijo el director del instituto–; la ropa está incluida. ¡Su rostro...! ¡Sencillamente fantástico!
Presenté mi renuncia a Broschek [el director de la fábrica], alegando que allí no me sentía en pleno rendimiento, que, a pesar de los trece teléfonos algunas de mis facultades quedaban en barbecho. Inmediatamente después de mi primer entierro profesional me di cuenta «Esto es lo tuyo, esto te viene como anillo al dedo». 
Pensativo, con un sencillo ramillete en la mano, me coloco detrás del ataúd en la capilla, mientras se interpreta el “Largo” de Händel, una composición que no se tiene en la estima que merece. 
Soy parroquiano del café del cementerio, allí paso el tiempo entre actuación y actuación profesional; sin embargo, de vez en cuando, voy detrás de los ataúdes para los que no me han contratado, pago de mi bolsillo un ramillete de flores y me uno al funcionario de la beneficencia pública que marcha tras el ataúd de un cualquiera. De vez en cuando voy a ver también la tumba de Wunsiedel, pues de alguna manera le debo el haber descubierto mi verdadero oficio, un oficio en que la reflexión es requisito muy apreciado y el ocio una obligación. Tardé aún mucho tiempo en darme cuenta de que jamás me interesó el artículo que producía Wunsiedel. Seguramente era jabón.