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domingo, 12 de marzo de 2023

Breve historia del curare, II: de las selvas amazónicas a los quirófanos



Terminé la primera parte preguntando cuál era el principio activo responsable del efecto paralizante del curare. Para dar respuesta comenzaré con una digresión sobre los neurotransmisores, cuya función orgánica trataré de explicar de forma muy sencilla para el profano e inevitablemente simple para los entendidos. Una explicación algo más compleja la hice en esta otra entrada.

Mensajeros del cerebro: los neurotransmisores

El cerebro es el responsable de regular todas nuestras actividades corporales. Si nos reducimos a la actividad muscular, cada vez que un músculo se activa lo hace recibiendo una orden desde el cerebro a través de una neurona. Imagine una conexión eléctrica convencional entre dos cables. Uno de los cables será una neurona, una célula de las que componen los nervios que unen al director de orquesta corporal, el cerebro, con los músicos ejecutores, los músculos. El otro cable imaginario será una fibra muscular. En una conexión eléctrica convencional debe haber contacto físico entre los cables o entre ambos a través de un conector metálico.

La placa neuromuscular se compone de los siguientes elementos. La neurona motora o motoneurona, es una neurona presináptica que se encarga de emitir impulsos nerviosos que viajarán a lo largo de su axón hasta el terminal del músculo. En ella se crea y almacena la acetilcolina, el principal neurotransmisor de la estimulación muscular. La hendidura sináptica, también llamado espacio sináptico, es la abertura existente entre la neurona motora y la membrana muscular. La placa motora está compuesta por una o más células musculares que se juntan para constituir una fibra muscular. 

Eso no ocurre con la placa neuromuscular, la conexión entre el “cable neurona” y el “cable fibra muscular”, a la que técnicamente llamamos “sinapsis” porque entre uno y otro cable hay un espacio libre: el espacio sináptico. La orden que, en forma de impulso eléctrico, emite el cerebro se transmite a través del espacio sináptico mediante unas biomoléculas a las que llamamos neurotransmisores. El neurotransmisor secretado desde la neurona actúa en receptores especializados y altamente selectivos, que se localizan en la célula postsináptica, lo que provoca cambios en el metabolismo de ésta modificando su actividad celular.



Uno de los neurotransmisores más extendidos entre los vertebrados y el primero en ser identificado es la acetilcolina, que fue caracterizado farmacológicamente por el fisiólogo inglés Henry Hallett Dale en 1914 y después confirmado por su colega alemán Otto Loewi como un neurotransmisor. Por su trabajo recibieron en 1936 el premio Nobel en Fisiología y Medicina, que les entregó en Estocolmo el rey Gustavo V Adolfo.

Curares: bloqueadores de la acetilcolina

La acetilcolina, una molécula extraordinariamente sencilla, actúa de intermediario entre el impulso nervioso –una corriente eléctrica procedente del cerebro– y la contracción muscular. El principio activo de los diferentes curares bloquea la contracción muscular desencadenada por la acetilcolina que segregan las terminales nerviosas. Al hacerlo, produce parálisis progresiva y finalmente muerte por asfixia.

El efecto se da al bloquear la conducción nerviosa motora a nivel de la placa neuromuscular inhibiendo la acción de la acetilcolina: el principio activo de cualquier curare se une a los receptores nicotínicos (las “puertas” por las que la acetilcolina penetra en la terminal postsináptica), bloqueándolos y paralizando toda la musculatura, incluyendo la respiratoria, causando la muerte por asfixia. Aún a dosis mínimas su efecto es letal y se debe a la acción de un principio activo, la tubocurarina.

El aislamiento de la tubocuranina

La identificación del principio activo del curare más efectivo desde el punto de vista clínico, la tubocuranina extraída de la liana Chondodendron tomentosum, se consiguió gracias a la tenacidad Richard Gill, un estadounidense propietario de plantaciones de cacao y café en Ecuador. Durante su estancia en el país sudamericano Gill desarrolló esclerosis múltiple, una temible enfermedad uno de cuyos síntomas son los espasmos musculares. De regreso a Estados Unidos, su médico, el neurólogo Walter Freeman, le recomendó el uso del curare por su acción relajante muscular, que ya era conocida desde los experimentos con animales que Benjamin Brodie, Charles Waterton y Claude Bernard habían realizado el siglo anterior.

Movido por la necesidad, Gill regresó a las junglas de Ecuador, donde, a partir de más de 26 tipos de lianas, preparó alrededor de cincuenta kilos de curare. No solo trajo ese cargamento, también acarreó con muestras de las plantas con las que lo había elaborado. Gracias a ellas, los botánicos descubrieron que las plantas pertenecían a dos familias: Menispermáceas (a la que pertenece el género Chondodendrum que, como luego comentaré, encerraba el principio activo más eficaz del curare, la tubocurarina), y Loganiáceas, a la que pertenece el género Strychnos, bien conocido porque uno de sus componentes, la estricnina, es un veneno potentísimo.

La farmacéutica E.R. Squibb & Sons compró a Richard Gill parte de los cincuenta kilos de curare con el objetivo de establecer directrices para la elaboración de extractos de curare de una mínima fiabilidad que permitieran su utilización clínica. Mientras tanto, el laboratorio elaboró un extracto de curare que patentó con el nombre de Intocostrin, que donaba gratuitamente a los investigadores.



Harold Randall Griffith, anestesista del hospital Homeopático de Montreal, Canadá, usaba ciclopropano como gas anestésico. Los frecuentes casos de apnea que aparecían cuando empleaba ese gas durante la anestesia obligaban frecuentemente a la intubación endotraqueal. Para evitar el espasmo laríngeo durante el procedimiento de intubación, decidió ensayar Intocostrin como relajante muscular. El 23 de enero de 1942, realizó la extirpación quirúrgica del apéndice de un paciente usando Intocostrin como relajante muscular. Fue un éxito. A continuación, Harold Griffith y Enid Johnson usaron con éxito la preparación Intocostrin en 25 pacientes que fueron anestesiados ligeramente con ciclopropano.

A partir de entonces, la utilización de Intocostrin se hizo rutinaria entre los anestesistas porque la flacidez muscular lograda con los relajantes musculares permitía disminuir las dosis de anestésicos, haciendo que los procedimientos quirúrgicos fuesen mucho más seguros.

Los famosos cincuenta kilos de curare recolectados por Richard Gill dieron para mucho: no solo para la producción de Intocostrin y su consiguiente empleo en diversos escenarios clínicos, sino que hizo posible la identificación del principio activo. En 1943, los químicos orgánicos Oskar Wintersteiner y James Dutcher, que trabajaban en los laboratorios Squibb, aislaron una sustancia cristalina químicamente idéntica a la que ocho años antes había aislado Harold King partiendo de una muestra de curare que le había cedido el Museo Británico. El origen de la muestra del museo londinense no se conocía, pero dado que el material se hallaba empaquetado en tubos de bambú, King decidió llamarlo tubocurarina.

El aislamiento de la tubocurarina a partir de Chondodendrum tomentosum coincidió en el tiempo con el descubrimiento de que el principio activo del Intocostrin era la misma sustancia. En Gran Bretaña, Cecil Gray demostró que Intocostrin no era fiable y, en cambio, popularizó el uso de cloruro de d-tubocurarina, que era farmacológicamente más potente y de fectos secundarios más previsibles.

Al aislar la tubocurarina y estudiar sus efectos quedó perfectamente claro porque en los primeros experimentos realizados con el curare en el siglo XIX los animales quedaban paralizados mientras que el corazón seguía latiendo. El efecto letal de la d-tubocurarina se debe a la parálisis de los músculos esqueléticos, pero no afecta a la musculatura cardíaca (miocardio).



Antes del advenimiento del curare en la década de 1940, para lograr la relajación muscular los anestesistas debían administrar una anestesia muy profunda con éter o ciclopropano, lo que podía causar una serie de complicaciones cardíacas, hepáticas o renales. Además, con la parálisis total de la musculatura esquelética del diafragma del paciente, estas cirugías solo podían practicarse posibles con la invención de la intubación traqueal y la ventilación mecánica de los pulmones.

La intubación traqueal era poco común, y la relajación muscular, si era necesaria, se conseguía mediante anestesia por inhalación profunda con los riesgos concomitantes de depresión respiratoria o cardíaca. Tras la introducción de los relajantes musculares, la anestesia sufrió un cambio conceptual y fue redefinida como una tríada de narcosis, analgesia y relajación muscular, utilizando fármacos específicos para producir cada uno de esos efectos.

Curarinas sintéticas

El cloruro d-tubocurarina se introdujo de manera rutinaria en la práctica anestésica. La D-tubocurarina se convertiría en el relajante muscular preferido hasta que los agentes sintéticos similares al curare reemplazaron al natural a partir de la década de 1980.

Hoy día la tubocurarina natural ha sido sustituida rutinariamente en los procedimientos quirúrgicos por medicamentos de síntesis con efectos similares (es decir, como bloqueantes neuromusculares), pero de efectos secundarios más predecibles que la tubocurarina.

Desde la selva amazónica hasta el quirófano, la historia del curare nos debe hacer reflexionar. Buena parte de los fármacos actuales provienen de antiguos sistemas de conocimiento como el que detentan los grupos indígenas. El caso del curare es, sin duda, una historia sobresaliente de aprovechamiento farmacológico, pero las comunidades indígenas también cuentan con prácticas medicinales ancestrales a menudo despreciadas por el pragmatismo occidental. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

sábado, 11 de marzo de 2023

Breve historia del curare, I: de Alcalá de Henares (1516) a Estocolmo (1936)

Muchos naturalistas intentaron descubrir el origen del curare, pero pasaron décadas hasta confirmarse que los ingredientes fundamentales eran Chondrodendron tomentosum o Strychnos toxifera, en función de la presencia de una planta u otra en la flora local. A la izquierda, lámina botánica de C. tomentosum y, arriba, fotografía de la planta en el Jardín Botánico de Nueva York. Fuente: Wellcome Library

El término “curare” describe una serie de venenos de origen vegetal que los nativos amazónicos utilizaban para emponzoñar las flechas y los dardos que lanzaban con cerbatanas. Esos venenos causaban parálisis progresiva, que resultaba mortal cuando las toxinas afectaban a los músculos respiratorios. De las selvas saltó a los quirófanos como unos de los primeros y más eficaces relajantes musculares.

En 1516, se publicaron en Alcalá de Henares los tres primeros tomos de los diez que componen las Décadas de Orbe Novo, una obra de Pedro Mártir de Anglería, amanuense lombardo y cronista del Carlos V. Anglería nunca visitó América, pero su obra se nutrió de los relatos y comentarios de los principales descubridores españoles a los que tuvo fácil acceso por haber medrado en las cortes de los Reyes Católicos, Juana la Loca y Carlos V. Su relato, una mezcla de realidad y fantasía, contribuyó a la mística del curare y atrajo a muchos hombres en su búsqueda, algunos hasta morir en el intento.

En las páginas de Décadas se describen las heridas mortales de un soldado alcanzado por una flecha envenenada. No fue la única narración de esa naturaleza: muchas otras crónicas dieron cuenta de historias similares, pero esta parece ser la primera referencia al curare, el veneno fulminante con el que los indígenas amazónicos embadurnaban sus flechas.

Sesenta años después de la publicación de las Décadas, en 1596, antes de que perdiera literalmente la cabeza en manos del verdugo de Jacobo I, sir Walter Raleigh capitaneaba una de las muchas e insensatas expediciones en busca de El Dorado, la mítica ciudad construida en oro. No tuvo éxito, pero al menos uno de los pilotos expedicionarios, Lawrence Kemys, en lugar de perder el tiempo durante las extenuantes marchas por las insalubres selvas de las Guayanas, se dedicó a recopilar un conjunto de hierbas venenosas conocidas por los nativos como ourari, posiblemente una corrupción lingüística de dos palabras indígenas, uria que significa pájaro, y eor que se traduce como matar.

De vuelta a la pérfida Albión, Kemys publicó Relation of the Second Voyage to Guiana, un libro en cuyas observaciones dio a conocer una pasta venenosa elaborada con varias plantas con la que los indios impregnaban flechas y cerbatanas. Más gore fue la descripción que ofreció el propio Raleight en su Discovery of the Large, Rich and Beautiful Empire of Guiana, cuando describe que los indios araras, que “eran tan negros como el betún”, poseían «el veneno más potente en sus flechas, y el más peligroso, de todas las naciones […]. Porque además de la mortalidad de la herida que hacen, quien haya sido herido por una soporta el tormento más insufrible del mundo y sufre la muerte más fea y lamentable, a veces muriendo completamente loco, a veces con las tripas saliendo de sus entrañas, normalmente descoloridas que para entonces están tan negras como la brea y tan desagradables que ningún hombre puede soportar curarlos o atenderlos».

En 1735, Charles Marie de la Condamine, matemático, cartógrafo y astrónomo francés comenzó su famosa expedición destinada a establecer la longitud del grado del meridiano. Hombre de ciencia y naturalista por vocación, la Condamine no se limitó a sus cálculos astronómicos; recolectó también muestras de lo que genéricamente ya se denominaba «curare».

El curioso la Condamine llevó a cabo algunos experimentos con animales, pero hubo que esperar cien años para que británicos y franceses comenzaran una cadena sistemática de investigaciones fisiológicas que acabaron por descifrar el mecanismo de acción de esos venenos: la parálisis muscular que provocan se debía al bloqueo de la transmisión de los impulsos eléctricos desde los nervios hacia los músculos. Son, pues, diríamos hoy, unos “bloqueantes neuromusculares” que, junto con narcóticos y analgésicos se han constituido en un trío farmacológico imprescindible en la moderna anestesiología.

Charles Waterton (1782-1865), un noble inglés propietario de Walton Hall, una enorme hacienda en Yorkshire en la que está enterrado, era un hombre poco común. Hacendado, naturalista y explorador, fue un pionero del conservacionismo que convirtió Walton Hall en una reserva natural en la que instaló nidos artificiales para facilitar la cría y reproducción de las aves.

Jardines de Walton Hall en la actualidad


Con 32 años, se fue a Guyana para administrar las plantaciones de azúcar de su familia. Al cabo de unos años la curiosidad científica venció a la práctica agronómica y en 1812 Waterton emprendió su primer viaje como explorador naturalista. Hizo tres viajes de exploración más en 1816, 1820 y 1824, cuyas vivencias reunió en 1825 en su famoso libro Wanderings in South America, una obra que inspiró a los dos padres de la evolución: Charles Darwin y Alfred Russel Wallace.

Uno de los principales objetivos de las campañas de Waterton era obtener muestras del veneno con el que los nativos impregnaban sus flechas, el “wourali”, como él lo llamaba. Regresó de su primer viaje por Guyana con un bloque del veneno que había visto utilizar a los chamanes de la tribu Macushi, que en sus rituales utilizaban una preparación a base de plantas entre las que se encontraba una liana de grandes hojas que los botánicos españoles Ruiz y Pavón habían descrito en 1798 como Chondrodendron tomentosum.

En el proceso de elaboración, los chamanes hervían las raíces y las ramas de la planta hasta formar una pasta a la que llamaban curare. A continuación, impregnaban con ella la punta de las flechas y los dardos que seguidamente introducían en cerbatanas de caña. Los macushi las utilizaban para cazar con una efectividad impresionante: con solo rozarla, el dardo paralizaba temporalmente a la presa que caía desplomada.

En Wanderings Walterton describió algunos experimentos realizados en Londres en 1814. Ese año, demostró a una audiencia que incluía a sir Benjamin Brodie los efectos del wourali en animales. A falta de cobayas, el excéntrico Waterton utilizó burros para sus experimentos. Inyectó wourali a dos de ellos. Se derrumbaron y murieron en unos diez minutos. Aplicó un torniquete a la pata de un tercer burro y le inyectó el wourali por debajo de la atadura. El animal continuó caminando durante una hora hasta que le quitaron el torniquete. En cuestión de minutos se derrumbó, paralizado. Le abrieron inmediatamente la tráquea y le insertaron un fuelle para ventilarla. Al cabo de dos horas retiraron la ventilación, el burro se despertó y luego volvió a desplomarse. Se inició de nuevo la ventilación antes de que el animal muriera, y después de otras dos horas, el burro se recuperó y anduvo, maltrecho, pero anduvo.

Lo que se deducía del experimento era que el veneno afectaba a la musculatura (por eso los animales se desplomaban) y que tardaba algún tiempo en paralizar la musculatura respiratoria. Los animales morían por asfixia. Si se intubaban con ese prototipo de respirador que era el fuelle, el efecto del veneno pasaba y el animal seguía vivo. Eso explicaba por qué las presas que envenenaban los indios podían comerse al cabo de algún tiempo. Cuando se encontró la naturaleza química del veneno, para lo que hubo que esperar hasta 1939, se supo que el curare es una mezcla de muchos alcaloides, es decir, compuestos de amonio alcalinos. Precisamente por ser alcalinos, se absorben poco en el tubo digestivo, razón por la cual la carne de los animales cazados podía ingerirse sin temor a intoxicarse.

Que el ilustre sir Benjamin Brodie estuviera entre los asistentes a la demostración de Waterton no era un capricho. Tres años antes de los experimentos con burros, Brodie, un fisiólogo y cirujano inglés famoso por su investigación sobre enfermedades óseas y articulares que acabarían por elevarlo en 1844 a la prestigiosa presidencia del Real Colegio de Cirujanos, había frotado curare en una herida de un conejillo de indias. El animalito dejó de respirar y parecía muerto, pero cuando se abrió el tórax el corazón aún latía. Después de ser ventilado, se recuperó.

Algo después, en 1856, en uno de sus muchos experimentos con animales, el fisiólogo francés Claude Bernard descubrió que al inyectar curare a una rana los músculos del batracio se detenían completamente, ¡pero el corazón seguía latiendo! La siguiente es una versión abreviada, que he traducido, de “Physiological studies on certain American poisons, ("Estudios fisiológicos sobre ciertos venenos americanos"), publicado en La Revue des Deux Mondes en 1864:

«En junio de 1844 hice mi primer experimento con curare: inserté debajo de la piel del dorso de una rana un pequeño trozo de curare seco y observé al animal. Al principio, la rana se movía y saltaba con gran agilidad, luego se quedó quieta, el cuerpo se aplanó y se encogió poco a poco. Después de varios minutos la rana estaba muerta, es decir, se había vuelto flácida y no respondía a los pellizcos en la piel. Luego procedí con lo que llamo una “autopsia fisiológica” […] es decir, abriendo el cuerpo inmediatamente después de la muerte.

[…] Al abrir la rana envenenada, vi que su corazón seguía latiendo. Su sangre se volvió roja al exponerse al aire y parecía fisiológicamente normal. Entonces utilicé estímulos eléctricos como el método más conveniente para provocar una reacción en nervios y músculos. La estimulación directa del músculo producía contracciones violentas en todas las partes del cuerpo, pero al estimular los nervios no había reacción. Los nervios, es decir, los haces de tejido nervioso, estaban completamente muertos, mientras que los demás componentes del cuerpo, los músculos, la sangre, las mucosas, conservaban sus propiedades fisiológicas durante varias horas, como sucede en los animales de sangre fría. […]

Por supuesto, la interpretación de Bernard era errónea: los nervios no estaban muertos; como se descubriría años después, lo que ocurría era la desconexión que se producía cuando fallaba la unión o sinapsis neuromuscular.

El curare era, sin lugar a duda, una herramienta farmacológica con mucho potencial. El problema es que estaba compuesto por demasiados ingredientes. ¿Cuál de ellos era el principio activo, es decir, el responsable de su efecto paralizante?

La respuesta comenzaría a desvelarse en 1936, cuando se entregó en Estocolmo el Premio Nobel de Medicina. Retomaré la historia en la segunda parte.

domingo, 5 de marzo de 2023

Un botánico en el quirófano y una brevísima historia de la anestesia



La rueda, la máquina de vapor, el telégrafo y el teléfono, el hormigón, la bombilla, el fuego, la pólvora, la imprenta, internet y así hasta quince invenciones más constituyen la lista de los inventos más importantes de la historia elegida a través de una encuesta. Nadie pondría ninguna objeción salvo si, como se encontraba un servidor la semana pasada, estuviera viajando en una camilla camino del quirófano. Para mí, como para cualquiera que estuviese en mi lugar, la anestesia debería incluirse en cualquier lista de grandes descubrimientos de la humanidad.

Caballeros, esto no es ninguna tontería

«Anestesia» significa literalmente «sin sensación». El estado de somnolencia o insensibilidad producido por una sustancia narcótica se llama narcosis. La primera narcosis, es decir, la primera operación realizada bajo anestesia general se llevó a cabo el 16 de octubre de 1846 en el Hospital General de Boston, cuando el dentista William Morton anestesió a un paciente llamado Edward Abbott, haciendo que inhalara éter etílico. Abbott tenía un tumor en el cuello que el cirujano, John Collins Warren, le extirpó en cinco minutos mientras él dormía plácidamente. Todo salió bien y el paciente se despertó como si nada después de la intervención. Warren quedó muy impresionado y pronunció una frase premonitoria: «Gentlemen, this is no humbug» («Caballeros, esto no es ninguna tontería»).

Un parto real y un anestesista aficionado

Aquel fue un punto de inflexión en la historia de la cirugía que, siete años después, se divulgaría gracias al parto sin dolor del octavo y último hijo de la reina Victoria de Inglaterra. La mujer más poderosa del mundo no podía soportar los dolores del alumbramiento. La reina había vivido los partos de sus siete primeros hijos como otros tantos traumas insufribles. En 1853 se quedó otra vez embarazada y el mal trago que se avecinaba estaba empezando a ponerla histérica. Su marido, el príncipe Alberto, decidió que la cosa no podía seguir así y llamó a palacio a un tal doctor John Snow: había llegado la hora de probar la anestesia.

Snow era un médico inglés que sería considerado padre de la epidemiología moderna después de que en 1854 demostrara que el cólera desatado en Londres era causado por el consumo de aguas contaminadas con materias fecales. En realidad, aunque Snow era un médico concienzudo, era un anestesista aficionado cuya experiencia en lo que luego se llamaría anestesiología era puramente teórica: había escrito un libro sobre el éter y el cloroformo, y había desarrollado una mascarilla especial para administrar lentamente el cloroformo y controlar las dosis. Eso era todo.

Snow no era consciente de los riesgos de lo que iba a hacer ni qué efectos secundarios podían presentarse en la reina o en su futuro hijo. Nadie había anestesiado jamás a una embarazada ni nadie sabía siquiera si podía hacerse. Inexperto pero atrevido, Snow debió acudir a palacio un tanto acongojado. Una vez al lado del lecho de su majestad, puso sobre la nariz y la boca de la reina un simple pañuelo limpio sobre el cual había vertido unas gotas de cloroformo.

El cloroformo no llegó a aturdir a la reina en ningún momento: su graciosa majestad se mantuvo consciente durante todo el parto dándose cuenta de que las temidas y dolorosas contracciones eran prácticamente indoloras mientras en los intervalos se encontraba perfectamente bien. El niño nació sin problemas. En palabras de la propia Victoria: «... el maravilloso cloroformo, increíblemente reconfortante y placentero».



Aunque, como de costumbre, los religiosos se escandalizaron porque la Biblia dice que las mujeres deben parir con dolor, la sociedad europea acogió con alborozo la noticia. En Francia, el uso del cloroformo —al que se le dio el pegadizo nombre de l’anesthésie à la reine— se popularizó enormemente. La anestesia revolucionó los quirófanos: en adelante la nueva cirugía sólo sería posible bajo anestesia general.

El cloroformo que entusiasmó a la reina Victoria dejó de utilizarse en el siglo XX cuando se descubrió que podía causar daños hepáticos y arritmia cardíaca. El éter, su alternativa, también fue reemplazado por el óxido nitroso (N2O), conocido como gas hilarante, una sustancia narcótica muy potente y fácil de administrar que en 1884 había utilizado por primera vez el odontólogo Horace Wells, pero que ya no se utiliza por un motivo de peso: resultó ser un potente gas de efecto invernadero, hasta tres veces más dañino para el medio ambiente que el dióxido de carbono.

Entonces, alguien se acordó de las plantas.

 Anestesiología y metabolitos secundarios de las plantas

Hoy en día la anestesiología es una especialidad clínica en sí misma, y con razón. Los días en que se administraban cuatro gotas de éter con un pañuelo han pasado a la historia. En la anestesia general moderna se utilizan tres tipos de medicamentos. Uno provoca sueño (narcosis) y amnesia. Sin embargo, no suprime completamente procesos de reacción al dolor como el aumento de la frecuencia cardíaca, la presión arterial, la piel de gallina y el sudor. Por eso también se administran analgésicos potentes. A menudo se trata de derivados del opio.

Muchas veces también se administra un relajante muscular para evitar que los músculos se tensen como reacción a la manipulación que sufren en el quirófano. Los relajantes musculares proceden del curare, el veneno que los indios amazónicos usan para envenenar sus flechas. Esta triple combinación deja al paciente relajado y dormido e impide que su cuerpo reaccione a la operación.

En el origen de la anestesiología moderna están las plantas. Como consecuencia de su metabolismo, las plantas producen metabolitos primarios (como hidratos o proteínas que utilizan para su crecimiento y desarrollo) y metabolitos secundarios que emplean con diferentes fines, principalmente como mecanismos químicos de defensa frente a los herbívoros.

Los metabolitos secundarios sintetizados por las plantas a partir de sus aminoácidos se llaman alcaloides. Incluso a bajas dosis, la mayoría de los alcaloides provocan efectos psicoactivos intensos por lo que se emplean mucho para tratar problemas mentales y calmar el dolor. Ejemplos conocidos son la cocaína, la nicotina, la atropina, la quinina, la cafeína, la estricninala tubocuranina y la morfina.

En los brazos de Morfeo: el opio y sus derivados

Adormidera, Papaver somniferum.

El término «opio» deriva del griego ópion que significa ‘jugo’, refiriéndose al látex, una secreción seca y pegajosa que exuda la cápsula de la adormidera Papaver somniferum. El opio contiene veinticuatro alcaloides diferentes, lo que le convierte en todo un arsenal de potencial uso farmacológico. El alcaloide más abundante, la morfina, constituye alrededor del 10% del extracto de opio crudo. 

En 1803 un boticario alemán, Friedrich Serturner, fue el primero en aislar morfina pura de ese látex de adormidera. Al compuesto que obtuvo le llamó morfina, en honor a Morfeo, el dios romano de los sueños. La morfina es un narcótico, una molécula que adormece los sentidos (eliminando así el dolor) e induce el sueño.

Hoy en día, la morfina y sus compuestos relacionados siguen siendo los analgésicos más eficaces que se conocen. Desgraciadamente, el efecto calmante o analgésico trae consigo una fuerte adicción. Su amplio uso en la Guerra de Secesión, por ejemplo, dejó unas 400 000 víctimas adictas a la morfina, una adicción que pasó a conocerse como la “enfermedad del soldado. La codeína, un compuesto similar que se encuentra también en el opio, pero en cantidades mucho más pequeñas (alrededor del 0,3 al 2%), es menos adictiva, pero también es un analgésico menos potente.

La investigación de por qué la morfina y los alcaloides similares son analgésicos tan eficaces es que modifican selectivamente la forma en que el cerebro percibe el dolor. La morfina imita e incrementa la acción de las endorfinas, compuestos que se encuentran en concentraciones muy bajas en el cerebro que sirven como analgésicos naturales cuya concentración aumenta en los momentos de estrés.

Curares: de la selva amazónica al quirófano



El término curare se aplica genéricamente a diversos venenos elaborados con extractos de numerosas plantas diferentes. Con el curare, o mejor dicho con los curares, porque no hay dos mezclas iguales, los indios impregnaban flechas y cerbatanas que causaban parálisis progresiva, que podía ser mortal cuando las toxinas difundían a los músculos respiratorios.

En 1856, el fisiólogo francés Claude Bernard descubrió que, al inyectar curare a una rana sus músculos se detenían completamente, ¡pero el corazón seguía latiendo! El curare era, sin lugar a duda, una herramienta farmacológica con mucho potencial. El problema es que estaba compuesto por demasiados ingredientes… ¿Cuál de ellos era el responsable del efecto paralizante?

El curare es una mezcla de muchos alcaloides, entre los cuales la droga más activa es la tubocuranina, cuya fórmula se identificó en 1935. Tal es la potencia de este alcaloide que si un dardo con tubocuranina se inyecta en la sangre, el alcaloide difunde rápidamente a los músculos y causa una parálisis súbita, de inmediato, en cuestión de segundos. ¿Cómo logra tener ese efecto?

La tubocuranina actúa bloqueando los receptores de acetilcolina del organismo. La acetilcolina es un neurotransmisor endógeno (producido por el cuerpo de manera natural) que actúa en el sistema nervioso en las uniones neuromusculares, que son las que envían la señal al músculo para que se contraiga. Por lo tanto, cuando la tubocuranina bloquea el receptor de acetilcolina, los músculos son incapaces contraerse y se produce la parálisis muscular.

Flores de la “pareira”, la liana amazónica Chondrodendrom tomentosum, una de las fuentes del curare de la que se obtiene el alcaloide d-tubocurarina (un potente relajante muscular). Fuente.

En anestesia, los curares se utilizan en la inducción para facilitar la intubación traqueal en las intervenciones que la requieren y de forma preoperatoria para optimizar las condiciones quirúrgicas, asegurando la relajación muscular y la inmovilidad del escenario quirúrgico. Los relajantes musculares que se utilizan hoy en anestesia ya no son derivados de la tubocurarina, sino que se sintetizan artificialmente y tienen un mejor perfil farmacológico como son el vecuronio, el atracurio, el cisatracurio o el rocuronio.

Epílogo

Y ahora, tumbado sobre la mesa de operaciones comienza la inducción, la fase en que se duerme al paciente. Una vez que estoy narcotizado, el anestesista tiene que vigilar en todo momento la frecuencia cardíaca, la presión sanguínea, el nivel de oxígeno en sangre y el nivel de dióxido de carbono en el aire exhalado. Para ello utiliza un manguito para la toma de presión arterial y electrodos en el pecho y el dedo. Durante la operación, realiza una monitorización mucho más amplia que incluye el nivel de sangre, la producción de orina, los niveles de azúcar en sangre y la coagulación.

Ya fuera qel quirófano, comienza la fase en la que despierto: la recuperación. Si estoy escribiendo esto es porque todo ha salido bien gracias a los profesionales de la sanidad pública, un pilar fundamental para el desarrollo del Estado del Bienestar sometida en los últimos años a una campaña generalizada para desprestigio y desmantelamiento tendente a privatizar los sistemas sanitarios públicos para hacer de la sanidad una oportunidad de negocio. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

domingo, 26 de febrero de 2023

La guerra de los helados



La última batalla del ministro de Consumo Alberto Garzón es su intención de prohibir la publicidad de aquellos alimentos que fomenten la obesidad infantil, entre ellos los helados. Algo que no ha gustado a otro ministro, el de Agricultura, que prefiere los "mecanismos de autorregulación". Como sucedió en la batalla de las carnes rojas, Garzón tiene razón. Y es que además de los problemas de obesidad, los helados, arquetipos de los alimentos ultraprocesados, pueden contribuir al deterioro cognitivo.

La polémica abierta por el anuncio lanzado la semana pasada por el ministro de Consumo se ha convertido en un episodio más de un lamentable ambiente político en el que resulta casi imposible debatir con argumentos y mesura. Por eso, la propuesta de Garzón está destinada a viajar hasta donde habita el olvido.

Lo que dice la Ciencia

Los científicos saben desde hace años que las dietas poco saludables, en particular las que  ̶-como los helados industriales ̶- tienen un alto contenido de grasas y azúcares, pueden causar daños cerebrales y provocar un deterioro cognitivo. Aunque algunos factores como la herencia genética y los condicionantes socioeconómicos que influyen en el deterioro cognitivo escapan al autocontrol, los resultados de algunas investigaciones científicas cualificadas subrayan que una dieta deficiente es un factor de riesgo en el deterioro de la memoria durante el envejecimiento y aumenta el riesgo de desarrollar la enfermedad de Alzheimer.

Aunque hasta ahora las investigaciones comparativas entre los efectos de consumir alimentos mínimamente procesados frente a los ultraprocesados ha sido escasa, dos estudios recientes han venido a añadir nuevas perspectivas para considerar lo fundamental que resulta la nutrición para la salud cerebral. Ambos indican que comer alimentos ultraprocesados puede incrementar el deterioro cognitivo relacionado con la edad y aumentar el riesgo de desarrollar demencia.

Muchos ingredientes, malos nutrientes

Los alimentos procesados son los que han sufrido algún tipo de transformación con respecto a su estado original, en otras palabras, los que nos ingerimos en un estado que no es el natural. Existen muchos niveles y grados de procesamiento. Por ejemplo, el aceite es un procesado, ya que su estado original es la aceituna. No obstante, ese proceso no cambia sus propiedades ni supone daños para la salud. Hay otros alimentos procesados (sin el ultra) saludables, porque o no interfieren o mejoran la calidad del alimento. Los mejores ejemplos, además del aceite de oliva, son los quesos artesanos, las conservas de pescado, verduras o legumbres, además de las hortalizas o los pescados congelados.

Los ultraprocesados son preparaciones industriales elaboradas a partir de sustancias derivadas de otros alimentos que han sido sometidos a una enorme transformación hasta el punto de no parecerse nada a su estado original. Son más escasos en nutrientes y fibra y más altos en azúcares, grasas y sal en comparación con los alimentos sin procesar o mínimamente procesados. Más que un alimento en concreto, son listas interminables de ingredientes, los cuales, además, han experimentado un procesamiento previo como la hidrogenación o fritura de los aceites, la hidrólisis de las proteínas o la refinación y extrusión de harinas o cereales. 



En su etiquetado abundan las materias primas refinadas (harina, azúcar, aceites vegetales, sal, proteínas, etc.) y aditivos (conservantes, colorantes, edulcorantes, potenciadores del sabor, emulsionantes…). En otras palabras: es más que probable que usted no encuentre los ingredientes que componen la mayoría de estos alimentos en su despensa.

En este grupo se encuentran el 80% de los productos comestibles que venden en los supermercados: helados, bebidas azucaradas, precocinados, bollería, carnes procesadas, embutidos, galletas, lácteos azucarados, postres, dulces, cereales refinados, pizzas, barritas energéticas o dietéticas, y un largo etcétera.

Dietas saludables para el cerebro

Aunque no aparezcan los procesos que conducen a la demencia, cuando el cerebro envejece sufre cambios bioquímicos y estructurales que se asocian con el empeoramiento cognitivo. Para los adultos mayores de 55 años, en particular, la dieta mediterránea y la dieta cetogénica se asocian con un mejor desarrollo cognitivo.

Ambas dietas pueden revertir algunos de cambios bioquímicos y estructurales que mejoran la función cognitiva, posiblemente al reducir la dañina inflamación crónica perjudicial para el cerebro. Varios estudios han demostrado que el exceso de azúcar y grasas puede contribuir a la inflamación crónica, un proceso que también pueden desencadenar o incrementar los alimentos ultraprocesados.

Otra vía por la que la dieta y los alimentos ultraprocesados pueden influir en la salud del cerebro es a través del eje intestino-cerebro, la comunicación que se produce entre el cerebro y el microbioma intestinal, la comunidad de microorganismos que viven en el tracto digestivo. El microbioma intestinal no solo ayuda en la digestión: también influye en el sistema inmunológico y produce hormonas y neurotransmisores críticos para la función cerebral.

Varios estudios han demostrado que las dietas cetogénica y mediterránea cambian la composición de los microorganismos en el intestino por diferentes vías orgánicamente beneficiosas. Por el contrario, el consumo de alimentos ultraprocesados también se asocia con alteraciones en el tipo y abundancia de microorganismos intestinales que tienen efectos nocivos.

Las incertidumbres

Dada la dificultad de mantener un control estricto sobre las dietas personales para estudiarlas durante largos períodos de tiempo, es difícil desentrañar los efectos específicos de los diferentes alimentos en el cuerpo humano. Por eso, la mayoría de los estudios nutricionales, incluidos los dos citados, solo han mostrado correlaciones entre el consumo de alimentos ultraprocesados y la salud, pero no pueden descartar otros factores del estilo de vida como el ejercicio, la educación, el estatus socioeconómico, las conexiones sociales, el estrés y muchas más variables que pueden influir en la función cognitiva.

Por eso, los estudios con animales de laboratorio son extraordinariamente útiles. Las ratas muestran un declive cognitivo en la vejez similar al de los humanos. Es fácil controlar las dietas y los niveles de su actividad en un laboratorio. Además, las ratas pasan de la edad madura a la vejez en cuestión de meses, lo que acorta los tiempos de estudio.


Los estudios con animales de laboratorio permitirán determinar si los alimentos ultraprocesados están jugando un papel clave en el desarrollo del deterioro cognitivo y la demencia en las personas, pero a medida que la población mundial envejece y el número de mayores con demencia aumenta, ese conocimiento puede que no alcance a las generaciones de boomers y millennials, que acabaron enganchados a los BollycaosTigretones o Panteras Rosas que sus madres les ofrecían, pero que no tuvieron el acceso que se tiene hoy en día al azúcar, las grasas o la sal en cantidades desmesuradas gracias a los ultraprocesados, unos pseudoalimentos omnipresentes en nuestra vida cotidiana. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca

jueves, 16 de febrero de 2023

Cartografía del clítoris o por qué a los hombres no les cuesta encontrar un bar


«¿Cuál es la diferencia entre un bar y el clítoris? Que a la mayoría de los hombres no les cuesta encontrar un bar
».

El término latino para los genitales femeninos, pudendum, significa "partes que deberían avergonzarte". Hasta 1651, los ovarios se llamaban testículos femeninos. Las trompas de Falopio llevan el nombre de un hombre. Las glándulas situadas a ambos lados de la abertura vaginal que segregan el fluido que lubrica la vagina se denominan glándulas de Bartolino. Los folículos ováricos llevan el nombre del anatomista holandés Regnier de Graaf.

Y es que, como tantas otras cosas, la historia del cuerpo femenino la escribieron los hombres y la ciencia ha visto durante mucho tiempo a la mujer a través de lentes distorsionadas estrechamente enfocadas en su capacidad de reproducción, dejando de lado los aspectos erógenos de la sexualidad, ya que las mujeres eran consideradas simples objetos sexuales pasivos.

Tanto es así que la uróloga australiana Helen O'Connell, la primera persona en cartografiar completamente el aparato genital femenino, ha contado que en sus estudios de Medicina utilizaba libros de texto que nunca mencionaban el clítoris. 

Y es que durante siglos la anatomía humana se ha interesado mucho más por el pene que por el clítoris. Con herramientas modernas y observaciones desinhibidas, una nueva generación de científicas (en su mayoría) han emprendido la observación los órganos tradicionalmente relacionados con la reproducción femenina (el útero, los ovarios, la vagina o el clítoris) desde una nueva perspectiva histórica, médica y biológica que intentaré resumir en este artículo.

Antecedentes

Se sabe que el término clítoris proviene del vocablo griego “kleitorís”, cuyo origen etimológico es dudoso. Hay quienes defienden que proviene de la palabra “kleis” (“llave”) debido a que en la Antigua Grecia se tenía el convencimiento que esa pequeña parte de la anatomía femenina era la llave que abría las puertas del placer. Otros sostienen que deriva de “kleitýs”, (“colina”), porque la protuberancia clitoriana recuerda un montículo.

La historia del clítoris se remonta a la antigua medicina grecorromana, cuando era conocido como “un locus (lugar) erótico por derecho propio”. Como solo observaban su parte más externa (el glande) se le llamaba puerta del vientre, lengua pequeña, montecito, garbanzo, almendrita o fresita. La mayoría de las palabras utilizadas para describirlo sugerían que era pequeño. El tiempo, la habilidad y la curiosidad de algunos anatomistas se encargarían de demostrar que, de pequeño, nada.

Desde el siglo XVI varios anatomistas célebres incluidos Colombo, Falopio, Swammerdam y De Graaf afirmaban ser los descubridores del clítoris. Otros destacados anatomistas, en particular Galeno y Vesalio, consideraban la vagina como una estructura equivalente al pene, aunque en 1543 uno de los libros más influyentes sobre anatomía humana, Vesalio afirmaba que en las mujeres normales no existía el clítoris, al que consideraba una anomalía propia de hermafroditas.

No todo el mundo estaba de acuerdo con Vesalio. En 1559 el cirujano italiano Mateo Realdo Colombo, discípulo de Vesalio, publicó su De re anatomica (Sobre las cosas anatómicas). Lo sorprendente de la obra de Colombo es que, en un tiempo en el que la Inquisición vigilaba atentamente cualquier desvío de la ortodoxia católica, sus observaciones no se basaron sólo en la disección, sino también en el cuerpo femenino vivo, en la experiencia práctica del mismo.

Con una osadía impropia de la época, Colombo describió el hallazgo de una cosa hermosa, “hecha con mucho arte”, la sede misma del placer erótico de la mujer: un pequeño cuerpo oblongo que, si se frotaba con el pene o simplemente se tocaba “con el dedo meñique”, provocaba un gran placer en las damas. Era la confirmación práctica de que una de las descripciones latinas para clítoris fuera gaude mihi” (“dame gusto”).

En 1672, en su tratado De mulierum organis generationi inservientibus (Tratado sobre los órganos reproductores de la mujer), el anatomista holandés Regnier de Graaf observó que en todos los cuerpos femeninos que había diseccionado había un locus bien visible, «bastante perceptible a la vista y al tacto». Continuó describiendo otras partes del clítoris ocultas en la zona grasa del pubis, incluidos los bulbos clitorianos. Escribió: «nos sorprende enormemente que algunos anatomistas no hagan más mención a esta parte como si no existiera en la naturaleza».



El gran innovador: Georg Ludwig Kobelt

En 1844, el anatomista alemán Georg Ludwig Kobelt dio un enorme impulso a la investigación sobre el aparato genital femenino (el trabajo de Kobelt se publicó en alemán, pero hay una traducción al inglés de 1978). Utilizó clítoris disecados para ilustrar no sólo la parte visible, sino también las partes internas, lo que permitía hacerse una idea mucho mejor de su verdadero tamaño. Para conseguirlo, inyectaba un líquido contraste en los vasos sanguíneos y linfáticos para comprender mejor cómo se suministraba sangre a los órganos eréctiles que hasta entonces habían pasado desapercibidos. Afirmaba que había muchos más nervios en el clítoris que en la vagina, y consideraba a aquel mucho más importante para el placer sexual que esta.

Tenía razón. De hecho, aunque hasta finales del año pasado se creía que el número de terminaciones nerviosas existentes en el clítoris de una mujer eran unas 8 000, una estimación basada en investigaciones sobre vacas, en octubre de 2022 una investigación médica demostró que, por término medio, el número de terminaciones nerviosas en los clítoris femeninos era de 10 281.

Anatomía del pene. El tejido eréctil (cuerpo cavernoso y cuerpo esponjoso) es homologo al tejido esponjoso de los dos bulbos del clítoris. Fuente.



Kobelt fue, pues, el primero en ofrecer la descripción más completa y precisa de la anatomía del clítoris. Los estudios modernos proporcionan magníficas imágenes, pero aportan pocas novedades con respecto a lo descrito por Kobelt, para quien los bulbos vestibulares del clítoris son tejidos esponjosos eréctiles, comparables con los cuerpos cavernosos del pene. La uretra distal y la vagina son estructuras íntimamente relacionadas, aunque no sean eréctiles. Junto con el clítoris forman una agrupación de tejidos que es el lugar de la función sexual femenina y del orgasmo.

Cartografía clitoriana en 3D

Helen O'Connell se dio a conocer por ser la primera persona en cartografiar completamente el aparato genital femenino mediante técnicas de resonancia magnética. Confirmando a Kobelt, Helen O'Connell y sus colaboradores demostraron que el clítoris no es ni un simple montículo ni es pequeño en absoluto. Lo que sucede es que, como ocurre con los icebergs, de los que solo aflora una octava parte, sólo vemos un 10 % del su tamaño real.

Como pude verse en la siguiente figura, el clítoris es una estructura compleja con una amplia inserción en el arco púbico y, mediante un extenso tejido de sostén, en el Monte de Venus y en los labios vaginales. Por el centro se une a la uretra y a la vagina. Sus componentes incluyen los dos bulbos eréctiles (crus), las crura y el glande del clítoris. El glande es una estructura no eréctil con muchas terminaciones nerviosas que es la única manifestación externa del clítoris. Todos sus demás componentes están compuestos de tejido eréctil.

Anatomía interna del aparato genital femenino. Esta imagen 3D, elaborada por Helen O’Connell y colaboradores, muestra la relación espacial del clítoris (números 1 a 4) con la vejiga (9) que aflora al exterior en la uretra distal (5), el útero (8) y la vagina (7) con su apertura exterior (6), gran parte del clítoris está dentro del cuerpo. El extremo del glande clitoriano (1), que es solo el principio del clítoris, es la única parte del clítoris que puede verse desde fuera. El resto se encuentra dentro del cuerpo a ambos lados de la vagina en sendas estructuras (2 y 3), que pueden llegar a medir hasta 13 cm de longitud. 2. Cuerpo del clítoris, también conocido como corpus o tronco, situado justo encima del glande. 3. Las crura (plural de crus, pierna en latín) son los dos bracitos laterales del clítoris. 4. El crus clitoriano está formado por los dos bulbos del clítoris o bulbos vestibulares en forma de V, constituidos por tejido eréctil esponjoso. Cada uno de los crus converge en el clítoris. Como se puede observar, los bulbos (4) están muy cerca de la abertura de la vagina y los bulbos, la crura y el cuerpo se encuentran por encima. Algunas mujeres tienen un área de mayor sensibilidad en la pared frontal de la vagina (el llamado el punto G). 

Clítoris y orgasmo

Aunque el clítoris no guarda relación alguna con la reproducción propiamente dicha, lo que provoca en la mayor parte de los casos el orgasmo femenino es su estimulación. Como es una zona que no es contactada directamente por el pene durante la copulación, no interviene en el proceso de la inseminación propiamente dicho.

Ahora bien, recuerde que tanto el pene como el clítoris son órganos eréctiles. Junto con su parte visible –el glande–, el clítoris incluye tejido eréctil. Este tejido se llena de sangre al excitarse y se extiende hasta 10 cm, lo que lo hace más grande que un pene no excitado. Esto es importante porque, una vez excitados, los “bulbos” clitorianos se extienden hasta tocar la vagina y la uretra. El placer viaja.

Lo que caracteriza al orgasmo femenino son una serie de contracciones rítmicas en la zona perineal, de la vagina y del útero. Estimuladas por los bulbos clitorianos, tales contracciones tienen una función absorbente del esperma cuyo papel es constituir un mecanismo de retención del esperma en el interior del tracto sexual femenino. 

domingo, 12 de febrero de 2023

Breve historia del Día de San Valentín



El 14 de febrero, los enamorados intercambiarán regalos, flores, bombones y quién sabe qué más en nombre de San Valentín. Pero como sucede con tantas otras festividades en la raíz del día de los enamorados hay una hermosa ficción. San Valentín no fue ni amante ni patrón del amor, pero sí se ha convertido en un excelente agente comercial.

El día de San Valentín está colocado en el calendario de manera estratégica, de manera de que nadie tenga excusa para dejar de comprar tras la Navidad, el día de Reyes y antes de los Carnavales y de Semana Santa. Hoy en día, las tiendas de todo el mundo occidental decoran sus escaparates con corazones y carteles que proclaman el Día del Amor.

Como ha ocurrido con tantas cosas, desde la Coca-Cola a la hamburguesa, pasando por la compresa, los westerns, el kétchup, las french fries, Halloween o las flores de Pascua, San Valentin procede del mundo anglosajón extendió a todo el mundo por el imparable impulso comercial de Estados Unidos.

Orígenes de San Valentín

El Día de San Valentín se originó como una fiesta litúrgica para conmemorar la decapitación de un mártir cristiano, que quizás fueron dos. Esta es la breve historia de cómo se pasó de una decapitación a la celebración del día del amor.

Las fuentes antiguas revelan que hubo tres “san valentines” que supuestamente murieron el 14 de febrero. Dos de ellos fueron ejecutados durante el reinado del emperador romano Claudio Gótico en 269-270 dC, en una época en que era habitual la persecución de los cristianos. Lo sabemos (hasta dónde pueden saberse con certeza estas cosas, que es muy poca) porque una orden de monjes belgas que como no tenían ni tele, ni fútbol, ni internet, ni nada mejor que hacer se pasaron tres siglos recopilando pruebas de la vida de los santos tomadas de manuscritos de todo el mundo conocido.

Eran los llamados bollandistas en honor a Jean Bolland, un jesuita que a partir de 1643 comenzó a publicar los enormes volúmenes del "Acta Sanctorum" o "Vidas de los santos". Los bollandistas desempolvaron la información sobre cada santo del calendario litúrgico e imprimieron los textos ordenados según el día de la fiesta del santo.

El volumen que abarca el 14 de febrero contiene las historias de un puñado de "Valentini", incluidos los tres primeros que murieron en el siglo III. Se dice que el primer Valentinus murió en África, junto con 24 soldados. Por desgracia, incluso los bolandistas no pudieron encontrar más información sobre él. Como comprobaron los monjes, a veces todo lo que los santos dejan tras de sí es un nombre y el día en que murieron.

Sobre los otros dos valentines se sabe un poco más. Según una leyenda medieval tardía reimpresa en el Acta, cuya historia fue imaginativamente refrendada por los bollandistas, un sacerdote romano llamado Valentinus fue arrestado durante el reinado del emperador Claudio Gótico y puesto al servicio de un aristócrata llamado Asterius.

Según cuenta la historia, Asterius cometió el error de dejar hablar al predicador que era todo un piquito de oro. El padre Valentinus habló una y otra vez sobre Cristo hasta lograr sacar a los paganos de las tinieblas y guiarlos hacia la luz de la verdad y la salvación. Asterius hizo un trato con Valentinus: si el cristiano podía curar la ceguera de su hija adoptiva, se convertiría al cristianismo.

Si la ciega Santa Lucía no le hubiera ganado con todo merecimiento el honor, lo que sucedió hubiera hecho a Valentinus merecedor del título de patrón de los oftalmólogos. Nuestro Valentín puso sus manos sobre los ojos de la niña y entonó:

«Señor Jesucristo, ilumina a tu sierva, porque tú eres Dios, la Luz Verdadera».

Tan fácil como eso. La niña recuperó la vista al instante, siempre según la leyenda medieval. Asterius y toda su familia se bautizaron. Mala decisión: cuando el emperador Gótico lo supo, ordenó que todos fueran ejecutados, aunque al final Valentinus, que debía ser un poco pagafantas, fue el único en ser decapitado. No acaba aquí la cosa: una piadosa viuda recogió su cuerpo y lo enterró en el lugar de su martirio en la Via Flaminia, la antigua calzada que se extiende desde Roma hasta la actual Rímini. Posteriormente se construyó una capilla sobre los restos del santo.

El segundo putativo San Valentín del siglo III fue obispo de Terni en la provincia de Umbría, Italia. Según una leyenda igualmente dudosa, el obispo se metió en una situación como la de su camarada de santoral: debatió con un converso potencial y luego curó a su hijo. El resto de la historia también se parece como un huevo a otro: también fue decapitado por orden del emperador Gótico y su cuerpo fue enterrado en una cuneta de la Via Flaminia.

Como sugirieron los ilustres bolandistas en un alarde de infinita lucidez, es más que probable que en realidad no existieran dos valentines decapitados, sino que pudiera tratarse más bien de dos versiones diferentes de la misma leyenda surgida una en Roma y la otra en Terni. Ahí lo dejo.

No obstante, fuera africano, romano o terniano, ninguno de los valentines parece haber sido un romántico. A pesar de eso, algunas leyendas medievales recogidas en medios modernos, colocan a San Valentín celebrando enlaces matrimoniales cristianos o, haciendo de alcahuete, pasando notas entre amantes cristianos encarcelados por Gótico. 

Otras leyendas más subidas de tono dicen que tenía amoríos con la niña ciega a quien supuestamente sanó. Sin embargo, ninguno de esas leyendas medievales se sustentaba en la historia del siglo III, como señalaron los lúcidos bolandistas que rápidamente salieron al quite de un santo convertido en presunto corruptor de menores y potencial patrón del estupro.

En cualquier caso, la veracidad histórica no contaba mucho entre los cristianos medievales. Lo que les importaba eran las historias de milagros y martirios y las reliquias del santo. Eso explica que muchas iglesias y monasterios diferentes de la Europa medieval afirmaran tener fragmentos del cráneo de San Valentín entre sus tesoros.

Es dudoso que haya fragmentos craneales, porque la iglesia romana de Santa Maria in Cosmedin jura y perjura que posee el cráneo entero. Según los bolandistas, otras iglesias de toda Europa también afirman poseer pedacitos de uno u otro cuerpo de San Valentín: sin ir más lejos, la iglesia de San Antón en Madrid.

Hornacina con el supuesto cráneo de San Valentín que se expone en la iglesia Santa María in Cosmedi, en Roma.


Para los creyentes, las reliquias de los mártires significaban que los santos continuaban con su presencia invisible entre las comunidades de cristianos piadosos. En la Bretaña del siglo XI, por ejemplo, un obispo usó lo que supuestamente era la cabeza de San Valentín para detener incendios, prevenir epidemias y curar todo tipo de enfermedades, incluida la posesión demoníaca.

Sea como fuese, hasta donde sabemos, los huesos del santo no hicieron nada especial por y para los enamorados. La conexión amorosa de San Valentín probablemente apareció más de mil años después de la muerte de los mártires, cuando Geoffrey Chaucer, autor de Los cuentos de Canterbury, proclamó la fiesta de febrero de San Valentín como la celebración del apareamiento de las aves.

En su obra The Parlament of Foules (El Parlamento de las aves), Chaucer encadena una serie de versos uno de los cuales comienza así:

«Porque es el día de San Valentín, cuando cada pájaro viene a escoger a su pareja».

Pronto, la nobleza europea comenzó a enviar notas de amor durante la temporada de apareamiento de las aves. Por ejemplo, el duque francés de Orleans, que pasó algunos años prisionero en la Torre de Londres, le escribió a su esposa en febrero de 1415 que “estaba enfermo de amor” y la llamaba su "muy dulce Valentina". El público inglés abrazó la idea del apareamiento en febrero. En el Hamlet de Shakespeare (acto 4, escena 5) la enamorada Ofelia habla de sí misma como la Valentina del taciturno príncipe de Dinamarca.

En los siglos siguientes, los ingleses comenzaron a usar el 14 de febrero como excusa para escribir versos a sus amadas. La industrialización lo hizo más fácil con tarjetas ilustradas producidas en masa adornadas con edulcoradas poesías zalameras. Luego llegaron Cadbury, Hershey's y otros fabricantes de chocolate que comercializaron bombones para la persona amada en el Día de San Valentín.



Los comerciantes llenan sus estantes con dulces, joyas y bisutería relacionadas con Cupido (otro día les contaré que Cupido no pinta nada en este valentinesco asunto) que piden "Sé mi Valentín". Como en el resto del mundo, en España, el olfato comercial impuso el día.

En 1948, el periodista César González-Ruano escribió un artículo en el que proponía la idea de importar la celebración de San Valentín desde el mundo anglosajón a nuestro país y, como no podía ser de otra manera, la primera persona que apoyó esta iniciativa fue Pepín Fernández, dueño de Galerías Preciados. El empresario promovió la necesidad de hacer regalos ese día los seres más queridos. En la película Vuelve San Valentín, el apuesto George Rigaud le echó una buena mano.

A principios del mes de febrero de ese mismo año, la prensa nacional ya publicaba anuncios en los que los grandes almacenes alentaban a la gente a celebrar el día de San Valentín. La iniciativa tuvo tanto éxito que, actualmente, cada vez son más los lugares que se unen a esta famosa celebración. Por lo que parece, no se puede luchar contra el amor (y menos aún contra las ganas de consumir). ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.