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lunes, 27 de marzo de 2023

El deslumbrante olfato de los perros



El hocico de un perro es decenas de miles de veces más sensible a los olores que la nariz de su dueño. ¿Qué explica la impresionante capacidad olfativa de los cánidos? ¿Qué hay detrás de su asombrosa capacidad, que hace que el mundo canino no sea visual como para nosotros, sino extraordinariamente aromático? ¿En qué se diferencian sus hocicos de nuestras narices y qué hacen sus cerebros de manera diferente? 

Cómo olfateamos

El premio Nobel de Medicina se concedió en 2004 a los investigadores Richard Axel y Linda B. Buck por un estudio sobre el olfato en el que describieron un conjunto de un millar de genes que dan lugar al desarrollo de un número equivalente de receptores olfativos en los mamíferos. Gracias a Axel y Buck, los científicos conocen el mecanismo que desencadena nuestro sentido del olfato.

Al hacer una inhalación nasal, el aire es succionado hacia las fosas nasales a través de crestas óseas llamadas cornetes, que aumentan la superficie que debe recorrer el aire sobre millones de neuronas receptoras olfativas que tapizan el epitelio olfativo, una lámina del tamaño de un sello de correos (3 x 3 cm) situado en el techo de la cavidad nasal (Figura 1). Las moléculas odoríferas (aromas) que contienen el aire estimulan e inhiben los receptores.

Figura 1


Cada aroma desencadena una señal hecha por las neuronas olfativas que viaja a lo largo del nervio olfatorio hasta el bulbo olfatorio, que se encuentra debajo de la parte frontal de nuestro cerebro. Las señales del bulbo le dicen al cerebro a qué huele. Los humanos con buen sentido del olfato pueden reconocer 10 000 olores diferentes. 

Campeones del olfato

El sentido del olfato de los perros supera en agudeza al nuestro en órdenes de magnitud de entre 10 000 a 100 000 veces. Supongamos que sea solamente 10 000 veces más agudo: si hacemos una analogía con la visión, lo que los humanos podemos ver a quinientos metros, un perro podría verlo a más de 4 800 km de distancia y más allá.

Figura 2. Cuando un perro inhala, el aire se separa por sendas ruta, una (roja) fluye hacia el área olfativa y la otra (azul) pasa a través de la faringe (negro) hacia los pulmones. Fuente


Una nariz para los olores

¿Qué tienen los perros que nosotros no tengamos? Por un lado, poseen hasta 300 millones de receptores olfativos en la cavidad nasal en comparación con los seis millones que tenemos nosotros. A eso hay que sumar que la parte del cerebro de un perro que se dedica a analizar los olores es, proporcionalmente hablando, 40 veces mayor que la nuestra.

Las cavidades nasales de los perros también funcionan de manera muy diferente a la nuestra. Cuando los humanos inhalamos, olemos y respiramos el aire inhalado circula a través de las mismas vías respiratorias dentro de la cavidad nasal. Cuando los perros inhalan, un pliegue de tejido justo dentro de la fosa nasal ayuda a separar estas dos funciones. Cuando el flujo de aire penetra en el hocico de un perro, se separa en dos rutas diferentes, una para el olfato y otra para la respiración.

Figura 3: En la parte posterior de la cavidad nasal de un perro se encuentra la región olfativa (de color verdoso), con sus tejidos en forma de espirales erizados de receptores olfativos. Las regiones respiratorias aparecen rosadas. Fuente

En los humanos, el sentido del olfato está relegado a una pequeña región en el techo de nuestra cavidad nasal, situada lo largo de la ruta principal del flujo de aire (Epitelio olfativo en la Figura 1). Por eso, el aire que olemos entra y sale con el aire que respiramos. En los perros, alrededor del 12% del aire inspirado se desvía hacia un área hundida en la parte posterior de la nariz dedicada al olfato, mientras que el resto del aire que ingresa pasa más allá de ese rincón y desaparece a través de la faringe hacia los pulmones. Dentro del área olfativa, el aire cargado de olores se filtra a través de un laberinto de cornetes óseos en forma de volutas mucho más complejos que los cornetes humanos.

Estrategia de salida

Cuando exhalamos por la nariz, expulsamos el aire utilizado por donde entró, expulsando los olores entrantes. Cuando los perros exhalan, el aire utilizado sale por las rendijas a ambos lados de sus hocicos. El aire expulsado no solo se arremolina ayudando a introducir nuevos olores en la nariz del perro, también, y más importante aún, permite que los perros olfateen de forma más o menos continua.

Nosotros no podemos mover nuestras fosas nasales de forma independiente. Los perros pueden. Eso, añadido al hecho de que el llamado alcance aerodinámico de cada una de sus fosas nasales es menor que la distancia entre las fosas nasales (Figura 4), les ayuda a determinar a qué fosa nasal llegó un olor y con ello a localizar la procedencia de los olores: cualquiera puede comprobar que todos los perros zigzaguean de un lado a otro siguiendo el rastro invisible de un olor que les interesa.

Figura 4: Cuando un perro inhala (izquierda), puede saber a qué fosa nasal llegó un olor porque el "alcance aerodinámico" de cada fosa (azul) es muy pequeño. Cuando un perro exhala (derecha), el aire espirado sale por las ranuras laterales de tal manera que aumenta la captura de nuevos olores. Fuente.


Un segundo sistema olfativo

Por si todo esto fuera poco, gracias al órgano vomeronasal u órgano de Jacobson los perros tienen una segunda capacidad olfativa que nosotros no tenemos. Situado en el fondo del conducto nasal del can, dicho órgano capta feromonas, los químicos característicos de cada especie animal que anuncian la preparación para el apareamiento y otros asuntos relacionados con el sexo.

Las moléculas de feromonas que detecta el órgano y su análisis cerebral no se mezclan, porque el órgano tiene sus propios nervios que conducen a una parte del cerebro dedicada por completo a interpretar sus señales. Es como si el órgano de Jacobson tuviera su propio servidor informático dedicado exclusivamente al sexo. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.


sábado, 25 de marzo de 2023

¿Es verdad que los perros ven el mundo en blanco y negro?



Por cada perro que existe hay una camada de mitos convertidos en leyendas urbanas. Una de más extendidas es que viven en un mundo en negro, blanco y gris. No es cierto. Los perros pueden distinguir ciertos colores, aunque de forma limitada en comparación con la visión humana del color.

Resumo antes de entrar en materia: nuestros amigos caninos son bicromáticos, mientras que los humanos somos tricromáticos. Vamos con ello.

Las células nerviosas responsables de la visión se llaman fotorreceptores, Nuestros ojos contienen dos tipos de fotorreceptores. Los bastoncillos nos ayudan a ver en condiciones de poca luz, pero no distinguen los colores. Por eso, en una habitación a oscuras podemos distinguir el contorno de cualquier objeto, pero nunca su color.

En cambio, el otro grupo de fotorreceptores, los conos, funcionan cuando hay luz abundante y dividen el mundo en tres colores: azul, verde y rojo. Podemos distinguir esos colores y sus mezclas y tonalidades.

El funcionamiento del ojo humano es como el de una máquina fotográfica. La película fotográfica donde se recogen las imágenes equivale a la retina.

En una retina media hay unos siete millones de conos, las células pigmentadas con las que captamos el color. Por su tipo de conexión (un cono por neurona), son mucho menos sensibles que los bastones (varios bastones por neurona) pero dan una imagen más nítida y detallada al emitir cada célula una señal, en vez de producirla un racimo de ellas como pasa con los bastones. Los bastones son muchos más numerosos (unos 130 millones). Son los fotorreceptores que, en condiciones de poca luz, funcionan mejor que las células cónicas.

Como nuestros ojos son capaces de girar, miremos donde miremos el centro de la imagen se proyectará siempre en el mismo punto de la retina (la fóvea). Para economizar células sensibles es precisamente en esa zona donde se concentran conos y bastones, cuyo número decae en densidad conforme nos alejamos de ella.

Mientras que gracias a nuestros tres tipos de conos la mayoría de las personas somos capaces de apreciar un espectro de colores completo que va del rojo al violeta, los ojos de los perros carecen de algunos de los receptores de luz que a nosotros nos permiten apreciar ciertos colores, en especial el rojo y el verde. Pero sí son capaces de distinguir el amarillo y el azul.


Las diferentes longitudes de onda de la luz se traducen en colores distintos en el sistema visual de un animal. El de arriba corresponde a la vista humana y el de abajo a la de un perro. 

Lo que vemos como rojo o naranja, para un perro es una sombra de tono pardo claro. Para un perro una pelota color naranja intenso sobre el césped verde es una pelota parduzca situada sobre un césped de tonalidad igualmente parduzca. Sin embargo, es probable que humanos y perros aprecien una pelota color azul intenso apreciemos de forma similar. 

Pero no es sólo que los perros vean menos colores que nosotros; probablemente también vean más borrosos los objetos situados a distancia. Mientras que para una persona una visión perfecta tiene un valor 20/20, la visión típica de los perros ronda el 20/75. Eso significa que lo que una persona de visión normal puede ver con nitidez desde 75 metros, para verlo igual el perro debe estar a 20. Sin embargo, como los perros no leen, la menor agudeza visual no afecta a su vida.

Mientras que a las personas nos cuesta ver con nitidez cuando hay poca luz, los perros ven igual de bien durante el anochecer o el amanecer que durante una mañana luminosa. Esto se debe a que, comparadas con las de los humanos, las retinas de los perros poseen un mayor porcentaje de bastones que en condiciones de poca luz funcionan mejor que los conos.

Pero, además, los perros poseen una capa de tejido reflectante en la parte posterior de los ojos que les ayuda a ver mejor cuando hay poca luz. Se trata del tapetum lucidum, que funciona como si fuera un espejo y recoge y concentra la luz disponible para ayudarles a ver en la oscuridad. El tapetum lucidum es lo que hace que los perros, los gatos y otros animales de visión nocturna tengan ese reflejo luminoso en los ojos cuando por la noche les apuntamos a la cara con una linterna o intentamos sacarles una foto con flash.



Los perros poseen el mismo tipo de visión que muchos otros animales, entre los que se incluyen depredadores como gatos y zorros, para los cuales es importante detectar los movimientos de sus presas durante la noche, y por este motivo su visión evolucionó de este modo.

Como muchos otros mamíferos carnívoros, los perros desarrollaron la capacidad de buscar comida y de cazar durante el crepúsculo o en condiciones de poca luz, lo que fue en detrimento de su capacidad de distinguir una mayor variedad de colores. Se trata de algo que la mayoría de las aves, reptiles y primates sí pueden hacer.

Los seres humanos, en cambio, no evolucionamos para estar activos durante la noche, por lo que conservamos nuestra capacidad para distinguir muchos colores y nuestra visión nítida…. salvo en la oscuridad

Pero vaya lo comido por lo servido, los perros no son capaces de distinguir todos los colores del arco iris, pero algunos de sus otros sentidos están mucho más desarrollados que los nuestros. Son capaces de percibir los sonidos agudos desde mucho más lejos que nosotros, y su olfato es muchísimo más potente. De eso escribiré otro día. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

domingo, 12 de marzo de 2023

Breve historia del curare, II: de las selvas amazónicas a los quirófanos



Terminé la primera parte preguntando cuál era el principio activo responsable del efecto paralizante del curare. Para dar respuesta comenzaré con una digresión sobre los neurotransmisores, cuya función orgánica trataré de explicar de forma muy sencilla para el profano e inevitablemente simple para los entendidos. Una explicación algo más compleja la hice en esta otra entrada.

Mensajeros del cerebro: los neurotransmisores

El cerebro es el responsable de regular todas nuestras actividades corporales. Si nos reducimos a la actividad muscular, cada vez que un músculo se activa lo hace recibiendo una orden desde el cerebro a través de una neurona. Imagine una conexión eléctrica convencional entre dos cables. Uno de los cables será una neurona, una célula de las que componen los nervios que unen al director de orquesta corporal, el cerebro, con los músicos ejecutores, los músculos. El otro cable imaginario será una fibra muscular. En una conexión eléctrica convencional debe haber contacto físico entre los cables o entre ambos a través de un conector metálico.

La placa neuromuscular se compone de los siguientes elementos. La neurona motora o motoneurona, es una neurona presináptica que se encarga de emitir impulsos nerviosos que viajarán a lo largo de su axón hasta el terminal del músculo. En ella se crea y almacena la acetilcolina, el principal neurotransmisor de la estimulación muscular. La hendidura sináptica, también llamado espacio sináptico, es la abertura existente entre la neurona motora y la membrana muscular. La placa motora está compuesta por una o más células musculares que se juntan para constituir una fibra muscular. 

Eso no ocurre con la placa neuromuscular, la conexión entre el “cable neurona” y el “cable fibra muscular”, a la que técnicamente llamamos “sinapsis” porque entre uno y otro cable hay un espacio libre: el espacio sináptico. La orden que, en forma de impulso eléctrico, emite el cerebro se transmite a través del espacio sináptico mediante unas biomoléculas a las que llamamos neurotransmisores. El neurotransmisor secretado desde la neurona actúa en receptores especializados y altamente selectivos, que se localizan en la célula postsináptica, lo que provoca cambios en el metabolismo de ésta modificando su actividad celular.



Uno de los neurotransmisores más extendidos entre los vertebrados y el primero en ser identificado es la acetilcolina, que fue caracterizado farmacológicamente por el fisiólogo inglés Henry Hallett Dale en 1914 y después confirmado por su colega alemán Otto Loewi como un neurotransmisor. Por su trabajo recibieron en 1936 el premio Nobel en Fisiología y Medicina, que les entregó en Estocolmo el rey Gustavo V Adolfo.

Curares: bloqueadores de la acetilcolina

La acetilcolina, una molécula extraordinariamente sencilla, actúa de intermediario entre el impulso nervioso –una corriente eléctrica procedente del cerebro– y la contracción muscular. El principio activo de los diferentes curares bloquea la contracción muscular desencadenada por la acetilcolina que segregan las terminales nerviosas. Al hacerlo, produce parálisis progresiva y finalmente muerte por asfixia.

El efecto se da al bloquear la conducción nerviosa motora a nivel de la placa neuromuscular inhibiendo la acción de la acetilcolina: el principio activo de cualquier curare se une a los receptores nicotínicos (las “puertas” por las que la acetilcolina penetra en la terminal postsináptica), bloqueándolos y paralizando toda la musculatura, incluyendo la respiratoria, causando la muerte por asfixia. Aún a dosis mínimas su efecto es letal y se debe a la acción de un principio activo, la tubocurarina.

El aislamiento de la tubocuranina

La identificación del principio activo del curare más efectivo desde el punto de vista clínico, la tubocuranina extraída de la liana Chondodendron tomentosum, se consiguió gracias a la tenacidad Richard Gill, un estadounidense propietario de plantaciones de cacao y café en Ecuador. Durante su estancia en el país sudamericano Gill desarrolló esclerosis múltiple, una temible enfermedad uno de cuyos síntomas son los espasmos musculares. De regreso a Estados Unidos, su médico, el neurólogo Walter Freeman, le recomendó el uso del curare por su acción relajante muscular, que ya era conocida desde los experimentos con animales que Benjamin Brodie, Charles Waterton y Claude Bernard habían realizado el siglo anterior.

Movido por la necesidad, Gill regresó a las junglas de Ecuador, donde, a partir de más de 26 tipos de lianas, preparó alrededor de cincuenta kilos de curare. No solo trajo ese cargamento, también acarreó con muestras de las plantas con las que lo había elaborado. Gracias a ellas, los botánicos descubrieron que las plantas pertenecían a dos familias: Menispermáceas (a la que pertenece el género Chondodendrum que, como luego comentaré, encerraba el principio activo más eficaz del curare, la tubocurarina), y Loganiáceas, a la que pertenece el género Strychnos, bien conocido porque uno de sus componentes, la estricnina, es un veneno potentísimo.

La farmacéutica E.R. Squibb & Sons compró a Richard Gill parte de los cincuenta kilos de curare con el objetivo de establecer directrices para la elaboración de extractos de curare de una mínima fiabilidad que permitieran su utilización clínica. Mientras tanto, el laboratorio elaboró un extracto de curare que patentó con el nombre de Intocostrin, que donaba gratuitamente a los investigadores.



Harold Randall Griffith, anestesista del hospital Homeopático de Montreal, Canadá, usaba ciclopropano como gas anestésico. Los frecuentes casos de apnea que aparecían cuando empleaba ese gas durante la anestesia obligaban frecuentemente a la intubación endotraqueal. Para evitar el espasmo laríngeo durante el procedimiento de intubación, decidió ensayar Intocostrin como relajante muscular. El 23 de enero de 1942, realizó la extirpación quirúrgica del apéndice de un paciente usando Intocostrin como relajante muscular. Fue un éxito. A continuación, Harold Griffith y Enid Johnson usaron con éxito la preparación Intocostrin en 25 pacientes que fueron anestesiados ligeramente con ciclopropano.

A partir de entonces, la utilización de Intocostrin se hizo rutinaria entre los anestesistas porque la flacidez muscular lograda con los relajantes musculares permitía disminuir las dosis de anestésicos, haciendo que los procedimientos quirúrgicos fuesen mucho más seguros.

Los famosos cincuenta kilos de curare recolectados por Richard Gill dieron para mucho: no solo para la producción de Intocostrin y su consiguiente empleo en diversos escenarios clínicos, sino que hizo posible la identificación del principio activo. En 1943, los químicos orgánicos Oskar Wintersteiner y James Dutcher, que trabajaban en los laboratorios Squibb, aislaron una sustancia cristalina químicamente idéntica a la que ocho años antes había aislado Harold King partiendo de una muestra de curare que le había cedido el Museo Británico. El origen de la muestra del museo londinense no se conocía, pero dado que el material se hallaba empaquetado en tubos de bambú, King decidió llamarlo tubocurarina.

El aislamiento de la tubocurarina a partir de Chondodendrum tomentosum coincidió en el tiempo con el descubrimiento de que el principio activo del Intocostrin era la misma sustancia. En Gran Bretaña, Cecil Gray demostró que Intocostrin no era fiable y, en cambio, popularizó el uso de cloruro de d-tubocurarina, que era farmacológicamente más potente y de fectos secundarios más previsibles.

Al aislar la tubocurarina y estudiar sus efectos quedó perfectamente claro porque en los primeros experimentos realizados con el curare en el siglo XIX los animales quedaban paralizados mientras que el corazón seguía latiendo. El efecto letal de la d-tubocurarina se debe a la parálisis de los músculos esqueléticos, pero no afecta a la musculatura cardíaca (miocardio).



Antes del advenimiento del curare en la década de 1940, para lograr la relajación muscular los anestesistas debían administrar una anestesia muy profunda con éter o ciclopropano, lo que podía causar una serie de complicaciones cardíacas, hepáticas o renales. Además, con la parálisis total de la musculatura esquelética del diafragma del paciente, estas cirugías solo podían practicarse posibles con la invención de la intubación traqueal y la ventilación mecánica de los pulmones.

La intubación traqueal era poco común, y la relajación muscular, si era necesaria, se conseguía mediante anestesia por inhalación profunda con los riesgos concomitantes de depresión respiratoria o cardíaca. Tras la introducción de los relajantes musculares, la anestesia sufrió un cambio conceptual y fue redefinida como una tríada de narcosis, analgesia y relajación muscular, utilizando fármacos específicos para producir cada uno de esos efectos.

Curarinas sintéticas

El cloruro d-tubocurarina se introdujo de manera rutinaria en la práctica anestésica. La D-tubocurarina se convertiría en el relajante muscular preferido hasta que los agentes sintéticos similares al curare reemplazaron al natural a partir de la década de 1980.

Hoy día la tubocurarina natural ha sido sustituida rutinariamente en los procedimientos quirúrgicos por medicamentos de síntesis con efectos similares (es decir, como bloqueantes neuromusculares), pero de efectos secundarios más predecibles que la tubocurarina.

Desde la selva amazónica hasta el quirófano, la historia del curare nos debe hacer reflexionar. Buena parte de los fármacos actuales provienen de antiguos sistemas de conocimiento como el que detentan los grupos indígenas. El caso del curare es, sin duda, una historia sobresaliente de aprovechamiento farmacológico, pero las comunidades indígenas también cuentan con prácticas medicinales ancestrales a menudo despreciadas por el pragmatismo occidental. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

sábado, 11 de marzo de 2023

Breve historia del curare, I: de Alcalá de Henares (1516) a Estocolmo (1936)

Muchos naturalistas intentaron descubrir el origen del curare, pero pasaron décadas hasta confirmarse que los ingredientes fundamentales eran Chondrodendron tomentosum o Strychnos toxifera, en función de la presencia de una planta u otra en la flora local. A la izquierda, lámina botánica de C. tomentosum y, arriba, fotografía de la planta en el Jardín Botánico de Nueva York. Fuente: Wellcome Library. 

El término “curare” describe una serie de venenos de origen vegetal que los nativos amazónicos utilizaban para emponzoñar las flechas y los dardos que lanzaban con cerbatanas. Esos venenos causaban parálisis progresiva, que resultaba mortal cuando las toxinas afectaban a los músculos respiratorios. De las selvas saltó a los quirófanos como unos de los primeros y más eficaces relajantes musculares.

En 1516, se publicaron en Alcalá de Henares los tres primeros tomos de los diez que componen las Décadas de Orbe Novo, una obra de Pedro Mártir de Anglería, amanuense lombardo y cronista del Carlos V. Anglería nunca visitó América, pero su obra se nutrió de los relatos y comentarios de los principales descubridores españoles a los que tuvo fácil acceso por haber medrado en las cortes de los Reyes Católicos, Juana la Loca y Carlos V. Su relato, una mezcla de realidad y fantasía, contribuyó a la mística del curare y atrajo a muchos hombres en su búsqueda, algunos hasta morir en el intento.

En las páginas de Décadas se describen las heridas mortales de un soldado alcanzado por una flecha envenenada. No fue la única narración de esa naturaleza: muchas otras crónicas dieron cuenta de historias similares, pero esta parece ser la primera referencia al curare, el veneno fulminante con el que los indígenas amazónicos embadurnaban sus flechas.

Sesenta años después de la publicación de las Décadas, en 1596, antes de que perdiera literalmente la cabeza en manos del verdugo de Jacobo I, sir Walter Raleigh capitaneaba una de las muchas e insensatas expediciones en busca de El Dorado, la mítica ciudad construida en oro. No tuvo éxito, pero al menos uno de los pilotos expedicionarios, Lawrence Kemys, en lugar de perder el tiempo durante las extenuantes marchas por las insalubres selvas de las Guayanas, se dedicó a recopilar un conjunto de hierbas venenosas conocidas por los nativos como ourari, posiblemente una corrupción lingüística de dos palabras indígenas, uria que significa pájaro, y eor que se traduce como matar.

De vuelta a la pérfida Albión, Kemys publicó Relation of the Second Voyage to Guiana, un libro en cuyas observaciones dio a conocer una pasta venenosa elaborada con varias plantas con la que los indios impregnaban flechas y cerbatanas. Más gore fue la descripción que ofreció el propio Raleight en su Discovery of the Large, Rich and Beautiful Empire of Guiana, cuando describe que los indios araras, que “eran tan negros como el betún”, poseían «el veneno más potente en sus flechas, y el más peligroso, de todas las naciones […]. Porque además de la mortalidad de la herida que hacen, quien haya sido herido por una soporta el tormento más insufrible del mundo y sufre la muerte más fea y lamentable, a veces muriendo completamente loco, a veces con las tripas saliendo de sus entrañas, normalmente descoloridas que para entonces están tan negras como la brea y tan desagradables que ningún hombre puede soportar curarlos o atenderlos».

En 1735, Charles Marie de la Condamine, matemático, cartógrafo y astrónomo francés comenzó su famosa expedición destinada a establecer la longitud del grado del meridiano. Hombre de ciencia y naturalista por vocación, la Condamine no se limitó a sus cálculos astronómicos; recolectó también muestras de lo que genéricamente ya se denominaba «curare».

El curioso la Condamine llevó a cabo algunos experimentos con animales, pero hubo que esperar cien años para que británicos y franceses comenzaran una cadena sistemática de investigaciones fisiológicas que acabaron por descifrar el mecanismo de acción de esos venenos: la parálisis muscular que provocan se debía al bloqueo de la transmisión de los impulsos eléctricos desde los nervios hacia los músculos. Son, pues, diríamos hoy, unos “bloqueantes neuromusculares” que, junto con narcóticos y analgésicos se han constituido en un trío farmacológico imprescindible en la moderna anestesiología.

Charles Waterton (1782-1865), un noble inglés propietario de Walton Hall, una enorme hacienda en Yorkshire en la que está enterrado, era un hombre poco común. Hacendado, naturalista y explorador, fue un pionero del conservacionismo que convirtió Walton Hall en una reserva natural en la que instaló nidos artificiales para facilitar la cría y reproducción de las aves.

Jardines de Walton Hall en la actualidad


Con 32 años, se fue a Guyana para administrar las plantaciones de azúcar de su familia. Al cabo de unos años la curiosidad científica venció a la práctica agronómica y en 1812 Waterton emprendió su primer viaje como explorador naturalista. Hizo tres viajes de exploración más en 1816, 1820 y 1824, cuyas vivencias reunió en 1825 en su famoso libro Wanderings in South America, una obra que inspiró a los dos padres de la evolución: Charles Darwin y Alfred Russel Wallace.

Uno de los principales objetivos de las campañas de Waterton era obtener muestras del veneno con el que los nativos impregnaban sus flechas, el “wourali”, como él lo llamaba. Regresó de su primer viaje por Guyana con un bloque del veneno que había visto utilizar a los chamanes de la tribu Macushi, que en sus rituales utilizaban una preparación a base de plantas entre las que se encontraba una liana de grandes hojas que los botánicos españoles Ruiz y Pavón habían descrito en 1798 como Chondrodendron tomentosum.

En el proceso de elaboración, los chamanes hervían las raíces y las ramas de la planta hasta formar una pasta a la que llamaban curare. A continuación, impregnaban con ella la punta de las flechas y los dardos que seguidamente introducían en cerbatanas de caña. Los macushi las utilizaban para cazar con una efectividad impresionante: con solo rozarla, el dardo paralizaba temporalmente a la presa que caía desplomada.

En Wanderings Walterton describió algunos experimentos realizados en Londres en 1814. Ese año, demostró a una audiencia que incluía a sir Benjamin Brodie los efectos del wourali en animales. A falta de cobayas, el excéntrico Waterton utilizó burros para sus experimentos. Inyectó wourali a dos de ellos. Se derrumbaron y murieron en unos diez minutos. Aplicó un torniquete a la pata de un tercer burro y le inyectó el wourali por debajo de la atadura. El animal continuó caminando durante una hora hasta que le quitaron el torniquete. En cuestión de minutos se derrumbó, paralizado. Le abrieron inmediatamente la tráquea y le insertaron un fuelle para ventilarla. Al cabo de dos horas retiraron la ventilación, el burro se despertó y luego volvió a desplomarse. Se inició de nuevo la ventilación antes de que el animal muriera, y después de otras dos horas, el burro se recuperó y anduvo, maltrecho, pero anduvo.

Lo que se deducía del experimento era que el veneno afectaba a la musculatura (por eso los animales se desplomaban) y que tardaba algún tiempo en paralizar la musculatura respiratoria. Los animales morían por asfixia. Si se intubaban con ese prototipo de respirador que era el fuelle, el efecto del veneno pasaba y el animal seguía vivo. Eso explicaba por qué las presas que envenenaban los indios podían comerse al cabo de algún tiempo. Cuando se encontró la naturaleza química del veneno, para lo que hubo que esperar hasta 1939, se supo que el curare es una mezcla de muchos alcaloides, es decir, compuestos de amonio alcalinos. Precisamente por ser alcalinos, se absorben poco en el tubo digestivo, razón por la cual la carne de los animales cazados podía ingerirse sin temor a intoxicarse.

Que el ilustre sir Benjamin Brodie estuviera entre los asistentes a la demostración de Waterton no era un capricho. Tres años antes de los experimentos con burros, Brodie, un fisiólogo y cirujano inglés famoso por su investigación sobre enfermedades óseas y articulares que acabarían por elevarlo en 1844 a la prestigiosa presidencia del Real Colegio de Cirujanos, había frotado curare en una herida de un conejillo de indias. El animalito dejó de respirar y parecía muerto, pero cuando se abrió el tórax el corazón aún latía. Después de ser ventilado, se recuperó.

Algo después, en 1856, en uno de sus muchos experimentos con animales, el fisiólogo francés Claude Bernard descubrió que al inyectar curare a una rana los músculos del batracio se detenían completamente, ¡pero el corazón seguía latiendo! La siguiente es una versión abreviada, que he traducido, de “Physiological studies on certain American poisons, ("Estudios fisiológicos sobre ciertos venenos americanos"), publicado en La Revue des Deux Mondes en 1864:

«En junio de 1844 hice mi primer experimento con curare: inserté debajo de la piel del dorso de una rana un pequeño trozo de curare seco y observé al animal. Al principio, la rana se movía y saltaba con gran agilidad, luego se quedó quieta, el cuerpo se aplanó y se encogió poco a poco. Después de varios minutos la rana estaba muerta, es decir, se había vuelto flácida y no respondía a los pellizcos en la piel. Luego procedí con lo que llamo una “autopsia fisiológica” […] es decir, abriendo el cuerpo inmediatamente después de la muerte.

[…] Al abrir la rana envenenada, vi que su corazón seguía latiendo. Su sangre se volvió roja al exponerse al aire y parecía fisiológicamente normal. Entonces utilicé estímulos eléctricos como el método más conveniente para provocar una reacción en nervios y músculos. La estimulación directa del músculo producía contracciones violentas en todas las partes del cuerpo, pero al estimular los nervios no había reacción. Los nervios, es decir, los haces de tejido nervioso, estaban completamente muertos, mientras que los demás componentes del cuerpo, los músculos, la sangre, las mucosas, conservaban sus propiedades fisiológicas durante varias horas, como sucede en los animales de sangre fría. […]

Por supuesto, la interpretación de Bernard era errónea: los nervios no estaban muertos; como se descubriría años después, lo que ocurría era la desconexión que se producía cuando fallaba la unión o sinapsis neuromuscular.

El curare era, sin lugar a duda, una herramienta farmacológica con mucho potencial. El problema es que estaba compuesto por demasiados ingredientes. ¿Cuál de ellos era el principio activo, es decir, el responsable de su efecto paralizante?

La respuesta comenzaría a desvelarse en 1936, cuando se entregó en Estocolmo el Premio Nobel de Medicina. Retomaré la historia en la segunda parte.

domingo, 5 de marzo de 2023

Un botánico en el quirófano y una brevísima historia de la anestesia



La rueda, la máquina de vapor, el telégrafo y el teléfono, el hormigón, la bombilla, el fuego, la pólvora, la imprenta, internet y así hasta quince invenciones más constituyen la lista de los inventos más importantes de la historia elegida a través de una encuesta. Nadie pondría ninguna objeción salvo si, como se encontraba un servidor la semana pasada, estuviera viajando en una camilla camino del quirófano. Para mí, como para cualquiera que estuviese en mi lugar, la anestesia debería incluirse en cualquier lista de grandes descubrimientos de la humanidad.

Caballeros, esto no es ninguna tontería

«Anestesia» significa literalmente «sin sensación». El estado de somnolencia o insensibilidad producido por una sustancia narcótica se llama narcosis. La primera narcosis, es decir, la primera operación realizada bajo anestesia general se llevó a cabo el 16 de octubre de 1846 en el Hospital General de Boston, cuando el dentista William Morton anestesió a un paciente llamado Edward Abbott, haciendo que inhalara éter etílico. Abbott tenía un tumor en el cuello que el cirujano, John Collins Warren, le extirpó en cinco minutos mientras él dormía plácidamente. Todo salió bien y el paciente se despertó como si nada después de la intervención. Warren quedó muy impresionado y pronunció una frase premonitoria: «Gentlemen, this is no humbug» («Caballeros, esto no es ninguna tontería»).

Un parto real y un anestesista aficionado

Aquel fue un punto de inflexión en la historia de la cirugía que, siete años después, se divulgaría gracias al parto sin dolor del octavo y último hijo de la reina Victoria de Inglaterra. La mujer más poderosa del mundo no podía soportar los dolores del alumbramiento. La reina había vivido los partos de sus siete primeros hijos como otros tantos traumas insufribles. En 1853 se quedó otra vez embarazada y el mal trago que se avecinaba estaba empezando a ponerla histérica. Su marido, el príncipe Alberto, decidió que la cosa no podía seguir así y llamó a palacio a un tal doctor John Snow: había llegado la hora de probar la anestesia.

Snow era un médico inglés que sería considerado padre de la epidemiología moderna después de que en 1854 demostrara que el cólera desatado en Londres era causado por el consumo de aguas contaminadas con materias fecales. En realidad, aunque Snow era un médico concienzudo, era un anestesista aficionado cuya experiencia en lo que luego se llamaría anestesiología era puramente teórica: había escrito un libro sobre el éter y el cloroformo, y había desarrollado una mascarilla especial para administrar lentamente el cloroformo y controlar las dosis. Eso era todo.

Snow no era consciente de los riesgos de lo que iba a hacer ni qué efectos secundarios podían presentarse en la reina o en su futuro hijo. Nadie había anestesiado jamás a una embarazada ni nadie sabía siquiera si podía hacerse. Inexperto pero atrevido, Snow debió acudir a palacio un tanto acongojado. Una vez al lado del lecho de su majestad, puso sobre la nariz y la boca de la reina un simple pañuelo limpio sobre el cual había vertido unas gotas de cloroformo.

El cloroformo no llegó a aturdir a la reina en ningún momento: su graciosa majestad se mantuvo consciente durante todo el parto dándose cuenta de que las temidas y dolorosas contracciones eran prácticamente indoloras mientras en los intervalos se encontraba perfectamente bien. El niño nació sin problemas. En palabras de la propia Victoria: «... el maravilloso cloroformo, increíblemente reconfortante y placentero».



Aunque, como de costumbre, los religiosos se escandalizaron porque la Biblia dice que las mujeres deben parir con dolor, la sociedad europea acogió con alborozo la noticia. En Francia, el uso del cloroformo —al que se le dio el pegadizo nombre de l’anesthésie à la reine— se popularizó enormemente. La anestesia revolucionó los quirófanos: en adelante la nueva cirugía sólo sería posible bajo anestesia general.

El cloroformo que entusiasmó a la reina Victoria dejó de utilizarse en el siglo XX cuando se descubrió que podía causar daños hepáticos y arritmia cardíaca. El éter, su alternativa, también fue reemplazado por el óxido nitroso (N2O), conocido como gas hilarante, una sustancia narcótica muy potente y fácil de administrar que en 1884 había utilizado por primera vez el odontólogo Horace Wells, pero que ya no se utiliza por un motivo de peso: resultó ser un potente gas de efecto invernadero, hasta tres veces más dañino para el medio ambiente que el dióxido de carbono.

Entonces, alguien se acordó de las plantas.

 Anestesiología y metabolitos secundarios de las plantas

Hoy en día la anestesiología es una especialidad clínica en sí misma, y con razón. Los días en que se administraban cuatro gotas de éter con un pañuelo han pasado a la historia. En la anestesia general moderna se utilizan tres tipos de medicamentos. Uno provoca sueño (narcosis) y amnesia. Sin embargo, no suprime completamente procesos de reacción al dolor como el aumento de la frecuencia cardíaca, la presión arterial, la piel de gallina y el sudor. Por eso también se administran analgésicos potentes. A menudo se trata de derivados del opio.

Muchas veces también se administra un relajante muscular para evitar que los músculos se tensen como reacción a la manipulación que sufren en el quirófano. Los relajantes musculares proceden del curare, el veneno que los indios amazónicos usan para envenenar sus flechas. Esta triple combinación deja al paciente relajado y dormido e impide que su cuerpo reaccione a la operación.

En el origen de la anestesiología moderna están las plantas. Como consecuencia de su metabolismo, las plantas producen metabolitos primarios (como hidratos o proteínas que utilizan para su crecimiento y desarrollo) y metabolitos secundarios que emplean con diferentes fines, principalmente como mecanismos químicos de defensa frente a los herbívoros.

Los metabolitos secundarios sintetizados por las plantas a partir de sus aminoácidos se llaman alcaloides. Incluso a bajas dosis, la mayoría de los alcaloides provocan efectos psicoactivos intensos por lo que se emplean mucho para tratar problemas mentales y calmar el dolor. Ejemplos conocidos son la cocaína, la nicotina, la atropina, la quinina, la cafeína, la estricninala tubocuranina y la morfina.

En los brazos de Morfeo: el opio y sus derivados

Adormidera, Papaver somniferum.

El término «opio» deriva del griego ópion que significa ‘jugo’, refiriéndose al látex, una secreción seca y pegajosa que exuda la cápsula de la adormidera Papaver somniferum. El opio contiene veinticuatro alcaloides diferentes, lo que le convierte en todo un arsenal de potencial uso farmacológico. El alcaloide más abundante, la morfina, constituye alrededor del 10% del extracto de opio crudo. 

En 1803 un boticario alemán, Friedrich Serturner, fue el primero en aislar morfina pura de ese látex de adormidera. Al compuesto que obtuvo le llamó morfina, en honor a Morfeo, el dios romano de los sueños. La morfina es un narcótico, una molécula que adormece los sentidos (eliminando así el dolor) e induce el sueño.

Hoy en día, la morfina y sus compuestos relacionados siguen siendo los analgésicos más eficaces que se conocen. Desgraciadamente, el efecto calmante o analgésico trae consigo una fuerte adicción. Su amplio uso en la Guerra de Secesión, por ejemplo, dejó unas 400 000 víctimas adictas a la morfina, una adicción que pasó a conocerse como la “enfermedad del soldado. La codeína, un compuesto similar que se encuentra también en el opio, pero en cantidades mucho más pequeñas (alrededor del 0,3 al 2%), es menos adictiva, pero también es un analgésico menos potente.

La investigación de por qué la morfina y los alcaloides similares son analgésicos tan eficaces es que modifican selectivamente la forma en que el cerebro percibe el dolor. La morfina imita e incrementa la acción de las endorfinas, compuestos que se encuentran en concentraciones muy bajas en el cerebro que sirven como analgésicos naturales cuya concentración aumenta en los momentos de estrés.

Curares: de la selva amazónica al quirófano



El término curare se aplica genéricamente a diversos venenos elaborados con extractos de numerosas plantas diferentes. Con el curare, o mejor dicho con los curares, porque no hay dos mezclas iguales, los indios impregnaban flechas y cerbatanas que causaban parálisis progresiva, que podía ser mortal cuando las toxinas difundían a los músculos respiratorios.

En 1856, el fisiólogo francés Claude Bernard descubrió que, al inyectar curare a una rana sus músculos se detenían completamente, ¡pero el corazón seguía latiendo! El curare era, sin lugar a duda, una herramienta farmacológica con mucho potencial. El problema es que estaba compuesto por demasiados ingredientes… ¿Cuál de ellos era el responsable del efecto paralizante?

El curare es una mezcla de muchos alcaloides, entre los cuales la droga más activa es la tubocuranina, cuya fórmula se identificó en 1935. Tal es la potencia de este alcaloide que si un dardo con tubocuranina se inyecta en la sangre, el alcaloide difunde rápidamente a los músculos y causa una parálisis súbita, de inmediato, en cuestión de segundos. ¿Cómo logra tener ese efecto?

La tubocuranina actúa bloqueando los receptores de acetilcolina del organismo. La acetilcolina es un neurotransmisor endógeno (producido por el cuerpo de manera natural) que actúa en el sistema nervioso en las uniones neuromusculares, que son las que envían la señal al músculo para que se contraiga. Por lo tanto, cuando la tubocuranina bloquea el receptor de acetilcolina, los músculos son incapaces contraerse y se produce la parálisis muscular.

Flores de la “pareira”, la liana amazónica Chondrodendrom tomentosum, una de las fuentes del curare de la que se obtiene el alcaloide d-tubocurarina (un potente relajante muscular). Fuente.

En anestesia, los curares se utilizan en la inducción para facilitar la intubación traqueal en las intervenciones que la requieren y de forma preoperatoria para optimizar las condiciones quirúrgicas, asegurando la relajación muscular y la inmovilidad del escenario quirúrgico. Los relajantes musculares que se utilizan hoy en anestesia ya no son derivados de la tubocurarina, sino que se sintetizan artificialmente y tienen un mejor perfil farmacológico como son el vecuronio, el atracurio, el cisatracurio o el rocuronio.

Epílogo

Y ahora, tumbado sobre la mesa de operaciones comienza la inducción, la fase en que se duerme al paciente. Una vez que estoy narcotizado, el anestesista tiene que vigilar en todo momento la frecuencia cardíaca, la presión sanguínea, el nivel de oxígeno en sangre y el nivel de dióxido de carbono en el aire exhalado. Para ello utiliza un manguito para la toma de presión arterial y electrodos en el pecho y el dedo. Durante la operación, realiza una monitorización mucho más amplia que incluye el nivel de sangre, la producción de orina, los niveles de azúcar en sangre y la coagulación.

Ya fuera qel quirófano, comienza la fase en la que despierto: la recuperación. Si estoy escribiendo esto es porque todo ha salido bien gracias a los profesionales de la sanidad pública, un pilar fundamental para el desarrollo del Estado del Bienestar sometida en los últimos años a una campaña generalizada para desprestigio y desmantelamiento tendente a privatizar los sistemas sanitarios públicos para hacer de la sanidad una oportunidad de negocio. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.