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lunes, 25 de julio de 2022

La impactante vida de los pájaros carpinteros

Pico picapinos (Dendrocopos major)

El impacto contundente del pico y la brusca desaceleración asociada a las cabezas de los pájaros carpinteros cuando golpean los árboles ha intrigado a los científicos desde hace mucho tiempo intentando responder a una pregunta: ¿cómo se las apañan para protegerse de las lesiones cerebrales?

Los pájaros carpinteros llevan un estilo de vida impactante. Percuten violentamente sus picos contra los árboles unas doce mil veces al día para buscar comida (insectos, gusanos y larvas que capturan bajo la corteza o en el interior de los troncos), anidar o golpear una y otra vez a modo de telégrafo para comunicarse entre ellos. Eso es básicamente lo que necesitan hacer para sobrevivir, así que, si no están durmiendo, descansando o apareándose, probablemente estén picoteando furiosamente algún árbol.

Cuando golpean los árboles vivos o muertos, los pájaros carpinteros están sujetos a fuerzas que dejarían sin sentido a cualquier persona y le provocarían lesiones cerebrales irreversibles. Hasta ahora, los ornitólogos sostenían especulativamente que la forma y la composición de los cráneos de los pájaros carpinteros, incluyendo un voluminoso hueso frontal esponjoso, habían evolucionado para amortiguar el impacto e impedir una conmoción cerebral. Los blogs y los paneles informativos de los zoológicos presentan esta hipótesis como un hecho cierto y comprobado.

Sin embargo, en cuestiones de ciencia no basta con la especulación, sino la demostración empírica basada en el método científico. Una nueva investigación publicada el pasado 14 de julio en la revista Current Biology demuestra que los pájaros carpinteros ni tienen, ni necesitan, protección anatómica.

Hasta ahora se suponía que la microestructura del hueso esponjoso en diferentes partes del cráneo del pájaro carpintero servía como un amortiguador que minimiza la desaceleración dañina de su cerebro al impactar, un efecto amortiguador que ha servido como inspiración a la ingeniería de materiales amortiguadores y para el diseño de herramientas de uso habitual como los cascos de los ciclistas.

Sin embargo, esta hipótesis es paradójica porque si el pico absorbiera gran parte de su propio impacto, el ave tendría que golpear aún más fuerte. Piense en su propia experiencia: nadie usaría un martillo que tenga un amortiguador incorporado por la sencilla razón de que el resultado sería poco eficaz. Ahora piense como lo haría un físico: cualquier absorción o disipación de la energía cinética de la cabeza por el cráneo probablemente afectaría el rendimiento de martilleo del ave, que necesitaría ejercer más energía para alcanzar sus presas, lo que convierte en poco probable que haya evolucionado por selección natural, añadiría un biólogo.

La investigación que acaba de publicarse se basa en la cuantificación in vivo de las desaceleraciones del impacto durante el picoteo en tres especies de pájaros carpinteros americanos: el pico picapinos (Dendrocopos major), el picamaderos negro (Dryocopus martius) y el picamaderos crestado (Dryocopus pileatus). Los investigadores utilizaron cámaras de alta velocidad para filmar a las tres especies martilleando un árbol. Siguieron el movimiento en diferentes puntos de las cabezas para ver cómo se movían unos con respecto a los otros. Además del vídeo que he insertado abajo, y del original con el resumen de la publicación, los lectores interesados pueden ver los experimentos filmados de las tres especies en este enlace.

 

Vídeo a cámara lenta del martilleo de un picamaderos negro.

Los resultados de los modelos biomecánicos demuestran que el esqueleto craneal de las tres especies se usa como un martillo rígido para mejorar el rendimiento del golpeteo y no como un sistema de absorción de impactos para proteger el cerebro. Si los cráneos de las aves absorbieran el impacto, el cerebro se desaceleraría más lentamente que el pico. Las filmaciones demuestran que el efecto de rebote sobre el pico y el cerebro son prácticamente sincrónicos, lo que sugiere que la cabeza actúa como un martillo rígido y no como un amortiguador. Los modelos biomecánicos también demuestran que las aves necesitarían golpear la madera el doble de rápido para conmocionarse.

Cráneo del picamaderos negro Dryocopus martius. La zona bien desarrollada de hueso esponjoso en la región frontal del cráneo que supuestamente absorbe los golpes está resaltada en verde en esta vista medial del lado derecho del cráneo (reconstrucción 3D de una tomografía computerizada). En la parte superior central de la figura se muestra una sección transversal de los huesos frontales. Las zonas de hueso esponjoso tanto en el lado del golpe (frontal) como en el lado occipital del contragolpe de la caja craneal probablemente desempeñan un papel importante en la "resistencia" a las fuerzas de impacto en lugar de "absorber" la energía del impacto mediante la deformación elástica. Barras de escala 20 mm.

Las simulaciones numéricas del efecto del tamaño y la forma de la cavidad craneal sobre la presión interna demuestran que los cerebros de los pájaros carpinteros permanecen sanos y salvos porque están por debajo del umbral de conmociones cerebrales conocido para los cerebros de los primates. No hay que olvidar que las aves son considerablemente más pequeñas que los humanos y que los animales más pequeños pueden soportar desaceleraciones más altas. Piense en una mosca que choca con una ventana y luego vuelve a volar. El cerebro de un pájaro carpintero es unas 700 veces más pequeño que el de un humano y debido a ese tamaño sus cerebros no soportan el tipo de daño que un ser humano sufriría por impactos similares.

Pájaros carpinteros aparte, esta investigación es una prueba más de que siempre vale la pena observar atentamente los fenómenos que pensábamos que ya entendíamos, porque a veces puede haber sorpresas.

Los resultados que acabamos de conocer contradicen el concepto predominante de la evolución adaptativa de la función craneal en uno de los comportamientos más espectaculares de la naturaleza: el incansable martilleo de unas aves maravillosas. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

sábado, 16 de julio de 2022

La crisis del papel higiénico o por qué nos encantan las parábolas


Si se puede cuantificar por los miles de lectores que ha tenido en el último mes, la buena acogida de mi reciente artículo sobre la historia del papel higiénico me anima a seguir uno de los mandamientos de Clausewitz: explotar el éxito.

Como sucedió con el Krakatoa, nadie sabe qué aspecto tendrá la montaña del capitalismo mundial cuando terminen las erupciones que nos sacuden cada semana. Y es que, en el mundo de la economía, como en tantos otros de la actividad humana, la psicología prima muchas veces sobre la aritmética. Es lo que Keynes en su Teoría general denominó "animal spirits": el factor humano, lo irracional, la variable anímica en la toma de decisiones que afectan a nuestros bolsillos.

El miedo al desempleo, a la pérdida del poder adquisitivo, a la reducción del valor de las propiedades, sean viviendas, acciones o simples cuentas de ahorro, retroalimenta la ciclotimia propia del mercado que se refleja en comportamientos tan irracionales como la demanda excesiva de cualquier cosa.

En marzo de 2020, apenas anunciada la pandemia de COVID-19, varios países informaron sobre una compra tan masiva de papel higiénico que provocó la escasez y su desaparición casi instantánea de los estantes de los supermercados. Sin embargo, esta no fue la primera crisis de escasez de papel higiénico. La primera crisis del papel higiénico sucedió en 1973, pero, como es bien sabido, la historia siempre parece repetirse.

Aquel fue un año desastroso para la economía. La guerra árabe-israelí provocó una crisis del petróleo. Sin que se sepan las razones, en Japón surgieron rumores (fake news, diríamos ahora) de que el país estaba a punto de quedarse sin papel higiénico. Los consumidores japoneses respondieron acumulando frenéticamente rollos y más rollos. Cientos de amas de casa esperaban cada día en las puertas de las tiendas para acaparar tantos rollos como podían. La policía tuvo que intervenir más de una vez para evitar males mayores.

El 19 de diciembre de 1973, Johnny Carson, un popular presentador y comediante estadounidense cuyo programa The Tonight Show veían cada noche millones de telespectadores bromeó lanzando un rumor sin fundamento: «Se pueden reír si quieren, dijo, pero hay una gran escasez de papel higiénico». No lo había, pero no importaba.



La broma provocó en Estados Unidos a un pánico masivo. Millones de compradores invadieron los comercios y comenzaron a acumular papel higiénico. Como no podía ser menos, el exceso de demanda trajo consigo la escasez. El gigante del sector, Scott Paper Company, pidió que la gente asustada dejara de comprar su propio producto. No fue suficiente: durante cuatro meses, el papel higiénico —desaparecido de los anaqueles comerciales— fue un codiciadísimo objeto de deseo que se intercambiaba por otros bienes e incluso se vendía en el mercado negro.

Después de comprar todo el papel higiénico que pudieron, vino la compra de pañuelos kleenex en cajas grandes y pequeñas; luego servilletas de papel de todos los tamaños y, finalmente, incluso los rollos de papel que se usaban en la cocina se adquirían con un inesperado e indeseado destino: acabar colocados al lado del retrete.



En 2020 el cineasta Brian Gersten puso en las pantallas el corto The Great Toilet Paper Scare (El gran susto del papel higiénico) en el que detalla el frenesí que siguió a los comentarios de Carson. Gersten encontró noticias y reportajes de periódicos de todos los rincones de Estados Unidos que tenían relatos de primera mano del empapelado caos; con ellos creó un corto de animación que ahora puede parecer absurdo y un tanto hiperbólico, pero que refleja textos literales procedentes de entrevistas hechas a la gente que acudía en masa a acaparar sin ton ni son papel higiénico.

Algunos sociólogos consideran la escasez de papel higiénico del 73 como un caso de estudio en la mecánica de la fábrica noticias falsas. A principios de ese año, se produjo un crash bursátil: el mercado de valores se desplomó y perdió más del 45 por ciento de su valor, una de las peores caídas de la historia.

Para empeorar las cosas, el embargo petrolero de la OPEP hizo que los precios de la gasolina se dispararan drásticamente (desde los 3,5 dólares hasta los 11 dólares en sólo dos meses, de octubre a diciembre de 1973), lo que supuso un acontecimiento totalmente inesperado para las economías occidentales que, además, coincidió con un momento de caos en el sistema monetario internacional provocado por la decisión de Nixon de suspender la convertibilidad del dólar (la principal moneda de reserva mundial) en oro, lo que suponía de facto el fin de la estabilidad monetaria nacida de los acuerdos de Bretton Woods.

Todos los países desarrollados entraron en una prolongada etapa de estancamiento caracterizada por elevados niveles de inflación y de paro (la célebre “estanflación). En España la tasa de paro aumentó un 20% en 1974 y un 75% en 1975 en relación con 1973. En Estados Unidos la tasa de paro aumentó un 47% en 1974 y un 67% en 1975 con relación a 1973, mientras que el PIB en esos mismos años tuvo unas tasas anuales negativas de 0,5% y 0,2%, respectivamente.

El miedo y la incertidumbre flotaban en el ambiente. El clima era de lo más propicio para la difusión de información errónea. Steuart Henderson Britt, profesor de mercadotecnia de la Northwestern University, explicó a la perfección la generación de rumores sin fundamento: «A todo el mundo le gusta ser el primero en saber algo. Es el síndrome de 'did-you-hearthat' [¿Te has enterado de que?]. En los viejos tiempos, un rumor tardaba mucho tiempo en extenderse, tiempo suficiente para que la gente descubriera su certeza. Ahora todo lo que se necesita es una personalidad de televisión bromee al respecto e instantáneamente el rumor está en los 50 estados».

El profesor Britt decía que el rumor tenía todos los elementos necesarios, porque podría afectar a todos íntimamente: «Una persona dice que podría haber un problema. La siguiente dirá que probablemente haya un problema. La tercera asegurará que hay un problema».

No hace falta ir muy lejos para encontrar paralelismos entre 1973 y la actualidad. Apenas unos días después de que se identificara el primer caso de coronavirus en Estados Unidos, consumidores de todo el mundo comenzaron a almacenar compulsivamente papel higiénico a pesar de que la mayoría de las tiendas no tenían problemas de suministro.

Lo que uno deduce del corto de Gersten es que es realmente asombroso e impactante que en 2020 se repitiera el fenómeno de 1973. El pánico por el papel higiénico suena absolutamente ridículo, pero allí estaba la gente, otra vez, aterrorizada por no almacenar el suficiente. Cuando comparas lo que sucedió en 1973 con lo que sucedió en 2020 (o hace apenas unas semanas con el aceite de girasol), está claro que la forma en que consumimos los medios ha evolucionado con el tiempo, pero la forma en que reaccionamos a ciertos tipos de información se ha mantenido constante.

En un libro cuya cita me viene ahora de perillas (El cisne negro: El impacto de lo altamente improbable) Nassim Taleb explicaba mediante narraciones trufadas de anécdotas cómo los seres humanos creemos saber más de lo que realmente sabemos y de cómo nuestro cerebro está hecho para ver más orden del que realmente nos rodea.

Nuestro software neuronal está programado para crear historias simples sobre fenómenos muy complejos y variados, de modo que siempre terminamos falseando la realidad, porque más que a la crudeza de lo real a los seres humanos nos encanta la confirmación, lo explicable, lo estereotipado, lo teatral, lo romántico, lo litúrgico, la verborrea, los másteres MBA, el premio Nobel, marchar por la vereda conocida y, sobre todo, el poder de la ficción narrativa: que todo se nos explique en forma de fábula o cuento para que nuestro sistema crítico permanezca en el nirvana de lo habitual.

De ahí el éxito de esos superventas bíblicos que eran las parábolas. 

sábado, 2 de julio de 2022

Fitoplasmas: manipuladores de plantas e insectos

Trillium ovatum. Glacier National Park, Montana

A finales del pasado mes de mayo, mientras recorría Glacier National Park, Montana, los bosques subalpinos de alerces y piceas comenzaban a despuntar. En el sotobosque, semicubierto por la nieve y todavía adormecido por la latencia invernal, las flores blancas de Trillium ovatum anunciaban la llegada del verano boreal.

Lirios triples, el nombre común con el que son conocidos en Norteamérica estos parientes de nuestros lirios, es el reflejo del nombre científico del género, Trillium, que en 1753 Linneo tomó directamente del latín, trilix, triple, en alusión a unas flores que tienen sus piezas dispuestas en tríos.

La primera vez que me encontré con un trillium blanco (Trillium grandiflorum) fue en 2017, en los Apalaches de Virginia. En Norteamérica hay 43 especies de Trillium así que la variabilidad del género es notable y muy distintiva en lo que se refiere al color de sus flores, cuyos tres grandes pétalos pueden ser rojos, morados, rosados, blancos, amarillos, verdes o una combinación de estos.

Por mi conocimiento (siempre escaso) de la flora de Norteamérica, yo sabía (o creía saber, como comprobé en cuanto topé con ellos) que, como sucede con Trillium ovatum, las flores de T. grandiflorum eran de un blanco inmaculado. La realidad se impuso: la mayoría de las flores de T. grandiflorum que encontré en los bosques de los Apalaches tenían rayas o marcas verdes en los pétalos y muchas de ellas presentaban un número anormal de ellos que oscilaba entre cuatro y treinta, a menudo monstruosamente deformados.

Ejemplar de Trillium grandiflorum con rayas verdes en los pétalos.

Cuando observé los ejemplares con rayas verdes en las flores, pensé que había encontrado una nueva variedad. Tomé unas cuantas fotos, anoté algunos datos en mi libreta de campo y, al regresar a casa, guardé las fotos en la nube y las notas en un cajón.

Han permanecido cinco años en el desván del olvido, hasta que mi tropiezo con las poblaciones de pétalos perfectamente blancos de Montana, me recordó aquellas extrañas poblaciones apalachianas. La curiosidad me ha llevado a indagar en la bibliográfica científica. Ahora sé que las plantas con franjas verdes que observé en Virginia eran víctimas de una infección. Lo que he aprendido al respecto en la última semana lo cuento ahora.

En 1971 tres investigadores demostraron que todos los ejemplares de rayas verdes que examinaron al microscopio estaban infestados de unos organismos fitoplásmicos, que nunca aparecían en las plantas “normales” de flores blancas.

Aunque los microbiólogos los sitúan entre las bacterias, los fitoplasmas son considerados formas intermedias entre estas y los virus. Son de dimensiones similares a los virus y, en consecuencia, muchos de ellos atraviesan los filtros bacteriológicos. Se caracterizan por la falta de pared celular (lo que los separa de las bacterias), su forma filamentosa y un genoma muy pequeño. Son patógenos intracelulares obligados, lo que significa que en laboratorio no pueden ser cultivadas sin células hospedantes.

Trillium grandiflorum: Ejemplar infectado de fitoplasmas con pétalos totalmente verdes

Los fitoplasmas no son exclusivos de los lirios triples. De hecho, estas bacterias se pueden encontrar en todo el mundo e infectan muchos tipos diferentes de plantas, desde cocos hasta caña de azúcar. De hecho, la mayor parte de la investigación sobre fitoplasmas está motivada por sus impactos en la agricultura. A pesar del daño que puedan causar, su ciclo de vida es fascinante.

Los fitoplasmas son microorganismos que manipulan a plantas e insectos. Para poder sobrevivir requieren transmitirse de una planta a otra y para viajar necesitan un vector, que generalmente son unos insectos cicadélidos conocidos vulgarmente como chicharritas o saltahojas dentro de los cuales son capaces de replicarse.

Comenzando por la parte de su ciclo vital que trascurre en las plantas, los fitoplasmas solo pueden vivir a largo plazo dentro del floema (una parte del sistema circulatorio de los vegetales) de sus plantas hospedantes. Una vez dentro de la planta, los fitoplasmas comienzan a jugar con la expresión génica, lo que provoca una variedad de síntomas que difieren según las distintas plantas hospedantes.

En el caso de T. grandiflorum, la infección provoca un cambio en los pétalos. Al alterar la expresión génica, las células de los pétalos se vuelven cada vez más parecidas a hojas, lo que da como resultado las rayas verdes que me despistaron. Pero ahí no acaba la cosa. Las infecciones generalmente acaban en la esterilización completa de la flor e incluso en algunos estudios se dice que las plantas infectadas se debilitan hasta el punto de que llegan a morir.

Un cicadélido: el saltahojas de bandas rojas Graphocephala coccinea.

Como he dicho, el fitoplasma solo puede existir a largo plazo dentro del floema de su planta hospedante. No producen ningún tipo de estructuras reproductivas, ni son transferidos por aire o por contacto con tejidos. Eso crea un pequeño problema cuando se trata de encontrar nuevos hospedantes, especialmente si la infección acaba con la muerte de la planta. Aquí es donde entran en juego los vectores.

Hasta donde se sabe, los vectores son insectos que se alimentan usando su probóscide en forma de aguja para perforar el floema y succionar la savia elaborada, un alimento azucarado muy nutritivo. Este hábito alimenticio es lo que aprovechan los fitoplasmas para completar su ciclo de vida. Además, el fitoplasma no lo hace de forma pasiva. Así como son capaces de alterar la expresión génica en las células de los pétalos, también pueden alterar la expresión de genes implicados en las defensas de las plantas.

Las investigaciones realizadas con Arabidopsis, unas plantas muy utilizadas en investigaciones botánicas, ha demostrado que los fitoplasmas hacen que la planta infectada disminuya la producción de una hormona llamada jasmonato, esencial en la defensa de las plantas contra la herbivoría. Se ha descubierto que cuanto menos jasmonato producen las plantas, es mucho más probable que los insectos pongan sus huevos en ellas. Básicamente, los fitoplasmas reducen las defensas de las plantas hasta el punto de que existe una mayor probabilidad de que sean parasitadas por más cicadélidos chupadores de savia.

Como los cicadélidos se alimentan de la savia de las plantas infectadas, inevitablemente absorben una gran cantidad de fitoplasma. El fitoplasma ingerido finalmente llega a las glándulas salivales del insecto. Luego, a medida que este se mueve de una planta a otra perforando el floema para alimentarse, transfiere parte del fitoplasma de su saliva a un nuevo huésped, completando así el ciclo de vida de los parásitos.

Ahora, volviendo a las rayas verdes de las flores de Trillium, me permito sospechar que, al alterar las células de los pétalos para que se parezcan más a las hojas, el fitoplasma bien pudiera estar "animando" a los insectos chupadores a concentrar su alimentación en los tejidos infectados. Pero esto es pura especulación de mi parte. La falta de datos representa un importante vacío científico que acabará por completarse a medida que se descubran más fitoplasmas que afecten a cultivos agrícolas importantes. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.