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jueves, 22 de noviembre de 2012

Un peligroso caso de cedulitis bancaria


En 2003 los depósitos bancarios y los créditos concedidos por bancos y cajas estaban razonablemente equilibrados. Cuando en el verano de 2008 empezaron a aflorar las miserias del sistema bancario mundial, el principal problema de la banca española se cuantificó en 800.000 millones de euros. Esa era la diferencia entre los créditos concedidos y los depósitos captados, lo que las entidades denominan gap comercial. No se trataba de un problema español, porque en toda Europa Occidental y en Estados Unidos se había producido también un vertiginoso aumento del apalancamiento financiero, es decir, de pedir dinero prestado para financiar una operación.
El apalancamiento de la banca española se financió con las masivas emisiones de deuda de bancos y cajas durante los años en que se inflaba la burbuja, cuyos vencimientos eran (y son) la espada de Damocles que provocaba la urgente necesidad de liquidez de muchas entidades. Utilizando instrumentos financieros tales como cédulas, bonos y titulizaciones, los 800.000 millones de marras se habían financiado en su inmensa mayoría con ahorro extranjero, lo que solía resumirse en el dicho de que "los bancos alemanes prestaban dinero a los españoles para que se comprasen coches alemanes". 

Una vez pinchada la burbuja de crédito, a partir de 2008 lo que tocaba era el desapalancamiento, es decir, la reducción de la deuda privada, que es la principal causa de la crisis porque trae como consecuencia el menor crecimiento económico que venimos experimentando. Parte de esa brecha entre créditos y depósitos se fue reduciendo por varias razones: la menor demanda de crédito fruto de la crisis económica; la mayor dificultad y coste de conseguir liquidez, que fuerza a la banca a endurecer los requisitos para conceder créditos; el aumento de los depósitos inducido por los mejores intereses con que los bancos recompensan a sus clientes y, finalmente, por el mayor ahorro de los atemorizados ciudadanos en el escenario económico actual, lo que provoca una reducción prudente del consumo y el aumento de los depósitos. Pese a ello, todavía hay un desfase extraordinario entre depósitos y créditos pendientes de cobro.
Ya estamos en condiciones de entender por qué los bancos no quieren que se cambie la Ley Hipotecaria española, cuyas draconianas condiciones son una garantía que asegura el cobro (y con creces) de las hipotecas. Aunque es evidente que a los bancos no les convienen los desahucios, mantener las condiciones vigentes es importante para ello porque a día de hoy tienen 426.201 millones de euros en cédulas hipotecarias, lo que es un argumento de mucho peso para que los bancos, apalancados antaño, se atrincheren hogaño en una posiciones irreductibles que han achantado al Gobierno. 

La clave del numantino enroque bancario se llama “cédula hipotecaria”. Si usted no es un experto y necesita alguna aclaración más, siga leyendo. Si sabe de qué va a la cosa, salte al párrafo siguiente. Supongamos que usted tiene un dinerito (¡enhorabuena!), se lo presta al banco (¡ojo, que no le coloquen unas preferentes!) y obtiene como garantía préstamos hipotecarios ya concedidos a otros ciudadanos. El banco a su vez utilizará su dinerito para conceder nuevos préstamos. En la práctica su funcionamiento es un híbrido entre un depósito a plazo fijo a largo plazo y un bono. Una cédula es un depósito porque el inversor se asegura recuperar lo invertido más el tipo de interés que se le pague una vez que venza el título, y es un bono porque el inversor puede venderlo en Bolsa en caso de necesitar liquidez.
Las cédulas hipotecarias las crearon los bancos a la vista del pujante negocio que se traían entre manos inflando la burbuja. Pero hete aquí que llegó un buen día en que se percataron de que con sus depósitos no podían mantener la desbordante demanda de créditos por parte de promotores, constructores, empresas y particulares. Había que seguir alimentando la locomotora con más madera. ¿Dónde estaban los árboles? Pues en el bosque, claro.
El sistema bancario español era un tupido bosque de hipotecas que habían funcionado a las mil maravillas, de manera que por qué no venderlo y sacarle partido. Más vale pájaro en mano que ciento volando: ¿por qué esperar treinta años para recuperar el préstamo si lo podían conseguir instantáneamente si alguien lo adelantaba? Como las hipotecas españolas eran un valor seguro, enseguida surgieron bancos y fondos de inversión extranjeros que aportaron liquidez al sistema.
Pongamos que un banquero español iba al mercado mayorista y voceaba: “Tengo un negocio entre manos del que podemos beneficiarnos todos. Estoy ganando mucho dinero en España. Cuantos más créditos concedo, más beneficios genero. Pero necesito dinero fresco para seguir alimentando el negocio. ¿Quién me presta algo?" La cuestión era a cambio de qué. Muy fácil: “usted me da la pasta y yo le doy un interés anual del 3%. Es como una renta fija". “Suena bien, pero ¿qué pasa si no me devuelves el dinero?”, dijeron los desconfiados inversores. “Pues mejor para ti, hombre. Te quedas con estas maravillosas hipotecas que he concedido. De máxima calidad, te lo aseguro. Aunque te falle algún hipotecado, no te preocupes: te podrás quedar con su casa y mantendrás la deuda. El sistema se ocupará del moroso. Recuperarás todo tu dinero".
Surgió la cedulitis: el mundo se llenó de cédulas hipotecarias cuyos fondos servirían para que el banco español se siguiera apalancando, es decir arrojando más madera en forma de nuevas hipotecas, que luego podría volver a vender en el mercado y conseguir más dinero. De hecho, nuestras cédulas hipotecarias se consideran tan seguras que hasta pueden ir con ellas al Banco Central Europeo, dejarlas en garantía, y llevarse prestados unos milloncitos para seguir tirando y, como expliqué en otro artículo, para sostener la deuda pública española. Retroalimentación: suma y sigue hasta alcanzar los 426.201 millones de euros en renta fija que, en forma de células hipotecarias, han creado los bancos. La cuadratura del círculo.
Pero hete aquí que primero un famélica legión de indignados, quince-emes, perroflautas, comecuras, descamisados, plataformas de afectados por la hipotecas y desahuciados, a los que siguieron nonagenarios, artistas y profesores, médicos y celadoras, ciudadanos con traje, corbata y toga -¡hasta el Tribunal Europeo de Luxemburgo, oiga!- empezaron a dar la matraca pidiendo un cambio en las normas hipotecarias que, de producirse, alteraría las sólidas garantías de los préstamos. Qué pasaría si ahora los que compraron cédulas hipotecarias dudaran de que su inversión siguiera siendo segura. ¿Recuperarían todo su dinero si se ejecutara el desahucio?
¿Se entiende ahora por qué los bancos tienen motivos sobrados para que no se toque la Ley? ¿Comprende ahora por qué van ganando el pulso, visto el risible Código de Buenas Prácticas y el descafeinado cicatero y rácano decreto antidesahucio aprobado por el Gobierno el pasado 15 de noviembre? Los bancos no quieren que se cambien las reglas del juego en plena partida. En el patio de Monipodio del negocio financiero la desconfianza mata. Como para echarse a temblar. Si tal cosa ocurre, las entidades españolas verían encarecidas uno de las pocas fuentes de las que todavía obtienen liquidez.

Y si los bancos españoles no tienen liquidez, ¿quién va a comprar nuestra deuda soberana? Aviados iríamos.

Pesadilla en La Moncloa


¿Mejoraría el Gobierno si mandaran al cocinero Alberto Chicote un par de semanas a La Moncloa?

Un buen amigo mío me reprocha cariñosamente que me haya encelado en algunos posts contra el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos. De hacer caso a Antonio Gala –“estamos gobernados por un grupo de tontos”- quizás me estoy cebando en uno. Naturalmente, no soy el único que no se deja arrastrar por el acantinflado discurso que pretende que traguemos ruedas de molino haciéndonos pasar por tontos cuando quien desmiente al segundo título de su cartera es el propio ministro. Hasta el mismísimo santo y seña en tinta del poder financiero –el londinense Financial Times- ha venido hoy a echarme un lucido capote.

El rotativo británico puede hundir o aupar en la Bolsa a una empresa, puede incidir en la credibilidad de un político, de un Gobierno y de un país entero. Es la “biblia” del capitalismo, pero sustenta su prestigio con firmas y análisis de los mejores expertos económicos y financieros del mundo. Hace ahora un año, el Financial Times recibió con expectación la victoria electoral de Rajoy, pero rápidamente mostró su perplejidad, seguida de una acerva crítica, por la acción gubernamental del registrador de Santa Pola.

Pasado un año, los datos son la prueba del algodón y no engañan. Ni una de las cifras que marcan el pulso económico ha mejorado después de un año de Gobierno popular; al contrario, todas han empeorado. La más dramática, la del paro, que bajo el mandato del PP ha llegado al récord absoluto desde que murió Franco. El Gobierno exhibe el aumento de las exportaciones (balanza exterior) como la gran cifra que señala los 'brotes verdes'. Suena a broma. De no resultar patético, movería a la risa.

Recién cumplido el primer año de su victoria electoral, ni el Partido Popular se esperaba semejante desastre, convencido como estaba de que con la sola marcha del malvado virus Zapatero y su llegada a La Moncloa todo cambiaría. O eran unos ilusos o unos indocumentados, o ambas cosas a la vez. ¿No tenía el PP gente preparada que les explicara que la peor crisis desde el crack de 1929 se originó en Estados Unidos y se contagió a Europa como una peste silenciosa? El verdadero virus de la crisis se incubó en Wall Street, por lo que no deja de ser sorprendente que Rajoy pusiera de ministro de Economía a un exbanquero, y no a uno cualquiera, a uno que trabajaba para el gigante americano Lehman Brothers, cuya avaricia y política de engaños a los clientes, arruinó el sistema financiero americano y europeo. La zorra de Lehman Brothers cuida el gallinero.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Un buen médico de familia


La libre elección de médico abre un interesante abanico de posibilidades para los que se sientan abrumados por determinados consejos médicos que ellos mismos no practican. Si está usted buscando un médico personal, quizás le convenga elegir al doctor Pedro Paniagua Mata. Este es el extracto de una entrevista en televisión sobre temas de alimentación y deporte.

Pregunta: Doctor, ¿es cierto que los ejercicios cardiovasculares prolongan la vida? 
Respuesta: El corazón está hecho para latir una cantidad determinadas de veces. No desperdicie esos latidos en ejercicios. Su periodo de vida se gastará, independientemente de su uso. Acelerar su corazón no va a hacer que usted viva más. Eso es como decir que usted puede prolongar la vida de su coche conduciendo más de prisa. ¿Quiere vivir más? Disfrute la siesta.


P: ¿Debemos reducir el consumo de alcohol?
R: De ninguna manera. El ron y los aguardientes son destilados del jugo de la caña de azúcar. El vino, el brandy y el cava son destilados de las uvas, lo que significa que se elimina el agua de la fruta de modo que usted saque mayor provecho de ella. La cerveza está hecha de cereales. El whisky se destila a partir de la cebada, la malta y el maíz. El vodka se produce a partir del trigo, el centeno, la remolacha o la patata. Como ve todos los licores tienen un origen vegetal, así que no limite demasiado su consumo.

P: ¿Cuáles son las ventajas de un programa regular de ejercicios?
R: Mi filosofía es que si usted no se siente mal, ni tiene dolores, no haga nada. Si está saludable, ¿para qué mortificar su cuerpo?

P: ¿Los alimentos fritos son perjudiciales?
R: Hoy día, la comida se fríe en aceite vegetal. Es decir, lo alimentos fritos quedan impregnados de aceite vegetal. ¿Cómo puede ser que consumir más vegetales perjudique su salud?


P: ¿Ir al gimnasio ayuda a reducir la obesidad?
R: Absolutamente no. Ejercitar los músculos aumenta su tamaño, no lo disminuye. Ahora, si va usted a mirar las chicas... Eso sí contribuye a mejorar la salud.

P: ¿El chocolate hace daño?
R: Es cacao. Otro vegetal. Es sabrosísimo y nos hace sentirnos plenos y felices. ¿Cómo entonces va a ser dañino? 

P: ¿Algún otro consejo que nos pueda dar, doctor?
R: Si caminar mucho fuera saludable, los carteros serían inmortales. Vea usted, las ballenas se pasan todo el santo día nadando, sólo comen plancton y beben solamente agua. Sin embargo están gordas. Las liebres corren, saltan y no paran, pero no pasan de 15 años de vida. Son tan rápidas que cuando tienen sexo les dura tan poco como a muchas personas. Sin embargo, la tortugas son pesadas, gordas, llenas de arrugas, apenas caminan, jamás corren, no se ejercitan ni hacen nada, pero viven 450 años. ¿Qué prefiere entonces, la liebre o la tortuga? Y hay que disfrutar del sexo, hacerlo con calma, por media hora, por una hora... ¡no se apure y no termine casi al empezar, como hacen las liebres...!

P: ¿Quiere decir algo más antes de terminar la entrevista?
Si, que tengan presente que la vida no tiene por qué convertirse en un viaje hacia la tumba con la obsesiva intención de llegar sano, con un cuerpo atlético, atractivo y bien preservado. Creo sinceramente que es mejor emprender el camino con una cerveza fría en una mano y un bocadillo de jamón serrano y queso suizo en la otra. ¡Ah, y lleve condones, muchos condones!... El mejor final es haber tenido mucho sexo, tener un cuerpo completamente desgastado, pero gritando feliz: ¡Valió la pena vivir...! ¡Qué viaje tan extraordinario...!



La soledad del Señor Presidente


Curso escolar 1859-1860. El señor López Aranda, director del madrileño colegio Santonja, tenía el don de la profecía. Cuando aquel ilustre ingeniero fue a interesarse por los avances escolares de su hijo José, que acababa de cumplir cinco años de edad, no lo dudó: "Su hijo será alguien sobresaliente en cualquiera de las profesiones que elija. Si emprende la carrera militar, será Capitán General; si su vocación le inclina al sacerdocio llegará a Cardenal cuando menos, y si se decide por la política, ocupará la Presidencia del Consejo de Ministros". Acertó. 

Apenas cumplidos los dieciocho, el joven José obtuvo el doctorado en Derecho y en Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid. Enamorado de la literatura, decidió dedicarse a la enseñanza universitaria, pero su carrera docente se frustró por dos oposiciones a cátedras de Literatura. En 1877 fue derrotado por don Marcelino Menéndez Pelayo, cuya superioridad reconoció sinceramente y con el que emprendió una cordial amistad hasta el punto de que, cuando el frustrado opositor fue elegido Presidente del Consejo de Ministros, nombró senador vitalicio al autor de la Historia de las Ideas Estéticas. Más le escoció la pérdida de las oposiciones en 1879, cuyo vencedor fue Sánchez Moguer “un contrincante con más influencias que valía”. 

Truncada su carrera docente, decidió dedicarse a la política. Después de haber sido elegido diputado a Cortes en 1881 por el Partido Liberal de Sagasta, ocupó las carteras de Fomento, Gracia y Justicia, Hacienda, Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas, además de presidir el Congreso de los Diputados. Le quedó tiempo para crear el influyente periódico El Heraldo de Madrid, portavoz del progresismo español, y para fundar su propio partido, el Liberal-Demócrata, cabeza de una corriente izquierdista que defendía ideas democráticas y de separación Iglesia y Estado. El 9 de Febrero de 1910 se cumplió el pronóstico de su antiguo maestro cuando fue nombrado presidente del Consejo de Ministros, cargo que ostentó hasta las la mañana del martes 12 de noviembre de 1912, día en que se le paró el reloj y se le escapó la vida. 

En una época en la que los mandatarios podían caminar por la calle sin levantar el más mínimo revuelo, esa mañana el Señor Presidente del Consejo, don José Canalejas Méndez, se encaminaba a pie desde su domicilio de la calle Huertas hacia el ministerio de Gobernación donde había convocado Consejo. Discretamente seguido por tres escoltas, subió por la calle Huertas, atravesó la plaza del Ángel y la calle de Espoz y Mina. Antes de cruzar Carretas, se detuvo un momento a mirar las portadas de las novedades expuestas en el escaparate de la librería San Martín.

Fue sólo un instante. Ya se marchaba cuando un hombre joven, de mediana estatura, bien vestido, se acercó a él por la espalda, sacó una pistola Browning de gran calibre, y apoyándose en su hombro, le hizo dos disparos consecutivos en la cabeza. Una de las balas penetró por debajo del oído derecho, atravesó el bulbo raquídeo y salió por el oído izquierdo. Canalejas se echó las manos a la cara y cayó al suelo, agonizante. Con el golpe, la leontina escapó de su chaleco y su reloj de bolsillo se partió sobre la acera. Marcaba las 11:25. Él, que había suprimido de hecho la pena de muerte y pretendido borrarla del Código Penal, murió asesinado alevosamente, cuando caminaba indefenso y descuidado.

Acorralado y temiendo ser linchado, el asesino se descerrajó dos tiros. Moribundo, fue llevado a la casa de socorro de la plaza Mayor. El médico de guardia apreció la herida de los suicidas: una bala con orificio de entrada en la región temporal derecha y otro de salida en la región parietal izquierda. A las 14:23 falleció sin haber recobrado el conocimiento. Sobre el cadáver fueron hallados un retrato de mujer con la dedicatoria “A mi inolvidable Manuel”, y varios documentos que demostraron que era Manuel Pardinas Serrano, un conocido y peligroso anarquista que había recorrido medio mundo para llegar a España y ejecutar su plan: atentar contra Alfonso XIII. Canalejas se le puso a tiro y optó por él. 

Canalejas nació el año de la revolución de los generales Espartero y O´Donnell contra el gobierno del conde de San Luis, por lo que su vida transcurrió entre el principio y el fin de la Restauración española. Desde el punto de vista historiográfico, la Restauración se da por concluida el 14 de abril de 1931 con la proclamación de la Segunda República, pero el asesinato del político ferrolano significó la desaparición de toda posibilidad de consagración definitiva de la monarquía restaurada en Sagunto como régimen constitucional dotado de viabilidad y estabilidad.

En un país que mostraba una profunda desconfianza hacia una dinastía que había demostrado sobradamente su ineptitud y su nula capacidad de adaptación a los nuevos tiempos, Canalejas encarnó una línea política de modernización progresista que era la única posibilidad de supervivencia del incipiente régimen democrático español; un régimen impuesto a golpe de sable por los últimos espadones decimonónicos que, de no ser capaz de evolucionar y de atender las demandas de las cada vez más activas organizaciones obreras, estaba condenado a una extinción traumática. Reformista convencido, desde sus primeras experiencias políticas en la izquierda dinástica, consideraba que los gobiernos democráticos y el sufragio universal eran requisitos más que suficientes para cumplir los ideales de la democracia moderna, por lo que no eran necesarios ni el cambio de régimen hacia la República ni una reforma constitucional. 

No era tarea fácil. Como le ocurriría a otro reformista, Adolfo Suárez, setenta años más tarde, le llegaron las descalificaciones desde uno y otro lado. Se lamentaba en un discurso en el Congreso: "Se viene procurando, desde hace algún tiempo, no defender ideas y propagar doctrinas, sino lanzar ultrajes e imponerse por amenazas. Yo creo, y he sostenido siempre, que no hay partidos legales ni ilegales; que todas las ideas son lícitas; que el pensamiento no delinque; es decir todo lo que constituye la esencia de la doctrina democrática y creo también que, dentro y fuera del Parlamento, los ciudadanos deben ejercer el derecho de reunión, el derecho de manifestación, el de petición, el electoral, etcétera. Pero lo que no creo lícito es que a sabiendas se difundan especies falsas, notoriamente falsas e injustamente falsas, para agradar a los demás [...] dicen que este Gobierno es una prolongación de Maura; se habla de indultos que se están concediendo ahora y que no están en la estadística publicada y, sin embargo, nos llaman represivos; dicen que tenemos enfrentamientos con el Vaticano y, sin embargo, nos llaman clericales; preparamos proyectos presentados al Instituto de Reformas Sociales y, sin embargo, nos llaman capitalistas plutócratas; otro día, en fin, presenta el ministro de Hacienda proyectos que benefician al trabajador y se dice que somos enemigos del proletariado". Canalejas comenzaba a sentirse solo.

El miércoles 13 de noviembre, el Rey, a pie, tras el armón de artillería que conducía los restos del gobernante al Panteón de Hombres Ilustres de Atocha, presidió el más emocionante de los cortejos fúnebres que Madrid había presenciado jamás. Duelo oficial y duelo popular, con muchedumbres difícilmente contenidas por los cordones de tropas. Las últimas salvas artilleras no representaron tan sólo el postrer honor fúnebre a un gran estadista desaparecido para siempre. En aquel momento solemne, desaparecía la esperanza del régimen. 

Un siglo después de su muerte, un magnífico grupo escultórico de Benlliure cubre los únicos restos mortales del Panteón de Atocha. En una imagen metafórica de quien murió cuando empezaba a quedarse solo, el Presidente asesinado es el único ocupante de un panteón vacío. 


domingo, 18 de noviembre de 2012

El bípedo implume


No quiero que me pase como cuenta W.G. Runciman que le ocurría a Karl Marx, que era dado al elogio de sus predecesores pero escatimaba el reconocimiento intelectual de sus contemporáneos. Acabo de terminar la lectura de El primate que quería volar, escrito por mi compañero de Universidad el paleontólogo Ignacio Martínez Mendizábal (Madrid, 1961), uno de los más lúcidos investigadores de Atapuerca y un divulgador excepcional como cualquiera puede comprobar si asiste a una de sus conferencias o como ya demostró en La especie elegida, que escribió en colaboración con Juan Luis Arsuaga. 

Si algo comparte la Paleoantropología con la Teología y la Ufología es que tienen más estudiosos que objetos para estudiar. A pesar de que los fósiles de homínidos conocidos cabrían holgadamente en una furgoneta, la situación ha cambiado sustancialmente en los últimos años, porque además de que los huesos, como pudiera parecer a simple vista,  no son materiales inertes y permiten extraer proteínas y ADN de sus resecas estructuras, la arquitectura de un simple hueso, interpretada por los ojos expertos de un paleoantropólogo, constituye un libro abierto repleto de una maravillosa información que hace imprescindible que alguien sepa transmitirla eficazmente a los que somos poco duchos en la materia. Eso es lo que justamente consigue Ignacio en El primate que quería volar, un libro excelente llamado a ser una inexcusable referencia de la bibliografía divulgativa sobre la ciencia que se ocupa de los orígenes del hombre. 

Tanto en El Origen de las Especies, la gran obra donde plantea su teoría evolucionista, como en El Origen del Hombre, en la que aplica sus hipótesis al género humano, Charles Darwin era consciente del alto grado de especulación con el que sustentaba sus conclusiones sobre el cómo y el porqué de la evolución de los seres vivos. Él, uno de los mejores observadores de la naturaleza que hayan existido jamás, dudaba de sus interpretaciones siempre subjetivas pero en absoluto dudaba de los datos que había obtenido de sus propias y objetivas investigaciones. Por eso, cuando comenzó a redactar las conclusiones de El Origen del Hombre, escribió una frase que –como subraya Ignacio- debiera grabarse en bronce en la entrada de todas las facultades de experimentales: «Los hechos inexactos son altamente perjudiciales para el progreso de la ciencia, pues tardan mucho tiempo en desvanecerse; pero las opiniones inexactas, si están basadas en pruebas, no causan grandes perturbaciones, pues todos hallan especial deleite en probar su falsedad [...]. El viejo zorro escribía con prudencia; sustituyan ustedes “hechos inexactos” por “datos falsos” y sabrán que se estaba refiriendo a una mala práctica que afecta a la Ciencia desde sus albores: el fraude. 

Hace ahora justamente cien años, el 21 de noviembre de 1912, los lectores del Manchester Guardian se toparon con una noticia sensacional: en la gravera de Piltdown, un terreno comunal del pueblo inglés de Fletching, se habían encontrado unos huesos que confirmaban la hipótesis del origen del hombre formulada por su compatriota Charles Darwin medio siglo antes. Aquellos restos óseos representaban el “eslabón perdido” que venía a confirmar las relaciones genealógicas entre hombres y monos. Los nacionalistas, esa colección de insensatos que se enorgullecen de algo de lo que no son responsables, sacaron pecho: Inglaterra había obtenido un reconocimiento mundial por este descubrimiento. Al fin y al cabo, Francia tenía al hombre de Cromañón y Alemania tenía al hombre de Neandertal; ahora Inglaterra no sólo estaba a la altura de sus rivales geopolíticos, sino que los derrotaba por goleada. 

Piltdown: en 1912. Charles Dawson (de pie) y Arthur S. Woodward. 
Unos días más tarde, el 10 de diciembre, los afortunados oyentes que lograron las influencias suficientes como para entrar en la atiborrada sala de la Real Sociedad Geológica, escucharon el informe “científico” presentado por los autores del descubrimiento, los señores Charles Dawson (un aficionado a recolectar fósiles) y Arthur Smith Woodward (un paleontólogo profesional), al que acompañaron de un docto estudio preliminar  emitido por el prestigioso anatomista Grafton Ellion Smith. 

En su ensayo La cuna de la vida J.W. Schopf presenta algunas historias interesantes acerca de lo que sucede cuando uno ve aquello que desea ver, cuando se antepone la creencia a la ciencia, la fe a la objetividad. Cuando tal cosa ocurre, los datos, por discordantes que sean, suenan a música celestial. Aquel público expectante estaba convencido de que iba a asistir a la presentación de uno de los más grandes hallazgos de la historia de la Paleontología, la disciplina científica que más estaba contribuyendo a arrojar luz sobre el oscurantismo que dominaba hasta entonces en el pensamiento acerca del origen de la Tierra y de los organismos que la pueblan. En realidad, estaba asistiendo a la puesta de largo de uno de los mayores timos de la historia de las ciencias.

En un país cuya situación social no se apartaba mucho de las descripciones de Charles Dickens, para las elites culturales suficientemente educadas y adineradas como para ocuparse de las ideas evolucionistas, el hallazgo representaba su triunfo definitivo del progreso, la victoria de los darwinistas frente a los creacionistas, la turba retrógrada que creía a pies juntillas que en la Tierra existían tantas especies como Dios había creado y que emparentar –aunque fuera remotamente- al hombre con los simios era un sacrilegio contra natura, un pecado nefando comparable a la sodomía, la pederastia o la zoofilia. 

En resumidas cuentas, lo que habían encontrado los señores Dawson y Smith Woodward, con la inestimable ayuda del jesuita Teilhard de Chardin, era un cráneo humano casi entero y una mandíbula perteneciente a un simio que encajaban como anillo al dedo y que, acompañadas de otra colección de fósiles (entre los que sobresalían restos de molares y de un colmillo), servían con casi total perfección para reconstruir el eslabón perdido entre humanos y monos antropoides. 

Tuvieron que transcurrir más de cuarenta años para que tres investigadores británicos, coordinados por el doctor Kenneth Oakley, con la ayuda de la entonces novedosa prueba del flúor, desmontaran el fenomenal camelo. Las conclusiones a las que llegaron Oakley, Weiner y Le Gros Clark fueron que «los distinguidos paleontólogos y arqueólogos que tomaron parte en las excavaciones de Piltdown fueron víctimas de un cuidadoso y bien elaborado fraude [...] como no tiene paralelo en la historia de los descubrimientos paleontológicos».

Era una flemática manera de concluir su estudio en el que se demostraba, sin posibilidad de discusión, que “alguien” había reunido fragmentos de un cráneo humano moderno (de unos 650 años de antigüedad) con la mandíbula de un orangután (de unos 500) y unos trozos dentales, limados para cambiar su apariencia hasta volverla casi humana, de un elefante, un hipopótamo y un chimpancé del Pleistoceno, hasta conseguir una quimera con la capacidad cerebral de un humano pero que todavía mantenía los rasgos anatómicos de un orangután.

Mientras redacto este artículo me entero por la prensa de que un anestesista japonés, Yoshitaka Fujii, se ha hecho con el poco honroso título de investigador más fraudulento de la historia de la Medicina, por delante del alemán Joachim Boldt, también anestesista, quien en muchos de sus artículos falseó datos hasta hacer que noventa de ellos fueran retirados del circuito científico, un récord que ha sido pulverizado ahora por su colega japonés. Fujii se inventó un total de 172 artículos entre 1993 y 2012 y publicó sus investigaciones fraudulentas en más de una veintena de publicaciones especializadas, como British Journal of Anaesthesia, International Journal of Gynecology and Obstetrics y Clinical Therapeutics, cuyos editores se apresuran ahora a enviar los artículos del trilero japonés al desván en donde habita el olvido.

Woodward y Dawson; Boldt y Fujii, el eterno retorno de lo mismo, la demostración de lo que escribió James Madison: si los hombres fueran ángeles no harían falta los gobiernos.

Emiliano Zapata contra todo y contra todos


Como los volcanes del altiplano, en 1910 el pueblo enfurecido resurgió de las entrañas de México.   Frente a los agravios sociales el grito fue de “Tierra y Libertad”. La respuesta política del poder no pudo ser más dolorosa: la muerte a traición. En 1914 Eulalio Gutiérrez -presidente de México elegido por la soberana Convención Revolucionaria que lo traicionó apenas unos meses después- dejó una de las frases más lapidarias de la historia nacional: "El paisaje mexicano huele a sangre". El historiador José López Portillo y Weber se sumó al lamento y escribió: "La historia de México ha sido la de doce Judas sin ningún Jesucristo". 

Ambos se referían a la terrible guerra civil abierta en 1910 y al cúmulo de contradicciones políticas y sociales que surgieron de la Revolución, un proceso repleto de infamias entre las que abundan las cometidas por próceres, héroes nacionales y padres de la patria que produjeron alianzas inconfesables, corrupción a niveles inauditos y asesinatos a mansalva por el expeditivo método del fusilamiento o por algunos más elaborados, como el cometido -se especula ahora- por medio de un lento veneno, contra Benito Juárez.

Desde Cuautla, Morelos, pequeñas camionetas amarillas -las populares “combis”- parten cada 10 minutos abarrotadas de turistas hacia Anenecuilco y Chinameca, dos pueblos en los que está escrito el principio y el fin de Emiliano Zapata (1879-1919), líder campesino del estado de Morelos y el más radical de todos los revolucionarios mexicanos, el caudillo agrarista que luchó por la devolución a los labradores indígenas de las tierras que les habían robado durante la dictadura de Porfirio Díaz. El movimiento zapatista se enfrentó tanto a los partidarios del porfiriato como a los liberales burgueses que se apropiaron más tarde de la Revolución que derrocó a Díaz, finalizada la cual se propusieron extirpar las reivindicaciones sociales que habían movido a los campesinos desahuciados. 

San Miguel de Anenecuilco, seis kilómetros al sur de Cuautla, situada en las laderas achaparradas que descuellan sobre el río Ayala, era el siglo pasado una aldea desolada y pobre de menos de cuatrocientos habitantes que vivían en casas de adobe dispersas en un yermo duro y reseco como pellejo de vaca. En la parte más opuesta a la entrada del pueblo, según se llega por el camino de Cuautla, está lo que queda de la casita de adobe donde nació Zapata, hoy cobijada en una Casa Museo en cuyo costado norte un mural de Rodríguez Navarro muestra a Zapata estallando con la fuerza de un volcán en el centro de la historia de México, rompiendo las cadenas que ataban a sus compatriotas. En el interior se expone una excelente colección de fotografías del líder rebelde. En el rostro de este mestizo alto y delgado, de enorme bigote, destacan unos ojos negros y brillantes como la obsidiana, y una mirada apacible pero al mismo tiempo aguda y penetrante, que parece reflejar la personalidad de un hombre escéptico y tenaz, de férreas convicciones y principios, de un líder rebelde temerariamente desconfiado que, paradójicamente, sucumbió confiadamente. 

Huérfano a los 16 años, Zapata heredó de su humilde familia un valor sin ambiciones y una empecinada integridad. Después de trabajar en la hacienda de Ignacio de la Torre (yerno de Porfirio Díaz), Zapata regresó indignado a Anenecuilco después de constatar que los caballos de la Ciudad de México vivían mejor que los campesinos de Morelos. Comenzada la Revolución, Zapata se lanzó a la lucha con objeto de recuperar las tierras que originalmente fueron propiedad de los indígenas como él. Proclamado jefe del Ejército Libertador del Sur, en noviembre de 1911 difundió su Plan de Ayala, que exigía la entrega de todas las tierras a los campesinos. 

Las tropas de Zapata ganaron numerosas batallas contra las tropas porfiristas que fueron fundamentales para el triunfo de la Revolución. Finalizada la contienda, Venustiano Carranza, líder de los constitucionalistas triunfantes, impaciente por consolidar un Gobierno liberal y burgués, le invitó a integrarse en el poder y a olvidar las reivindicaciones agraristas. «Como no soy político –respondió Zapata- no entiendo de esos triunfos a medias, gracias a los cuales los derrotados son los que ganan [...] Estoy resuelto a luchar contra todo y contra todos sin más baluarte que la confianza, el cariño y el apoyo de mi pueblo». 

Las negociaciones entre Carranza y Zapata llevaron a posiciones irreductibles. Zapata insistía en que cualquier acuerdo debía asumir el reparto de tierras sin retrasos ni condiciones. Carranza se oponía a toda discusión en torno al reparto de tierras e insistía en el sometimiento del Ejército del Sur a las fuerzas federales. Quien se opusiera a los designios presidenciales sería ejecutado. Se oponían los dos líderes campesinos: Pancho Villa en el norte, en las frías tierras de Durango y Chihuahua, y Emiliano Zapata, en las tierras calientes de Morelos.

El ejército constitucionalista comenzó la campaña contra sus antiguos aliados a los que ahora consideraba unos forajidos iluminados sin la menor idea de lo que convenía a la Revolución. En abril de 1915 el general Obregón venció a Villa en El Bajío y el general Pablo González inició la campaña contra Zapata, que se replegó a Morelos cada vez con menos fuerzas militares pero con el respaldo rural. 

A finales de 1918 González lanzó una nueva campaña en la que contó con un aliado inesperado y feroz: una epidemia de gripe que causó estragos en el territorio zapatista. La población, debilitada por la guerra, los desplazamientos y la mala alimentación, fue rematada por la enfermedad. La muerte causó un despoblamiento atroz. Una cuarta parte de la población falleció. En los primeros meses de 1919 todas las ciudades de Morelos estaban ocupadas por las tropas federales. Merced a la retirada de los zapatistas a la seguridad de las montañas, las aldeas campesinas eran un retrato preciso de la soledad de los pueblos abandonados. Hastiado, Carranza decidió recurrir a la traición para acabar con el líder popular. 

Unos 20 km al sur de Anenecuilco, en el municipio de Cuautla, se encuentra la antigua hacienda azucarera de San Juan Chinameca, que se distingue por su inconfundible chimenea de ladrillo con la inscripción “Tierra y Libertad”. En el antiguo portón del viejo trapiche, donde se yergue una escultura del Caudillo del Sur a lomos de un caballo rampante, Zapata cayó en una trampa fatal el 10 de abril de 1919. 

El coronel Jesús Guajardo, que cumplía órdenes directas del presidente Carranza, después de simular algunos ataques contra sus propias tropas en los que murieron varios carrancistas, ofreció a Zapata desertar con su regimiento, integrarse entre los zapatistas y entregar veinte mil cartuchos a los rebeldes. Para cerrar el acuerdo, Guajardo concertó una entrevista personal en Chinameca. A las dos de la tarde, Zapata entró a caballo en la hacienda acompañado de una pequeña escolta. La guardia estaba formada para presentar honores, pero en cuanto cruzó el portón, el clarín tocó tres veces la llamada de honor y de inmediato, a quemarropa los fusileros se volvieron contra él y le acribillaron a balazos. Zapata cayó del caballo suplicando por dentro, pero sin decir una sola palabra. Como Pedro Páramo, dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como un montón de piedras. 

Cuatro años después, el 20 de julio de 1923, el Centauro del Norte, José Doroteo Arango Arámbula, alias Pancho Villa, el carismático jefe de la legendaria División del Norte, murió asesinado en una emboscada en Hidalgo del Parral, Chihuahua. Los dos revolucionarios, hijos de la miseria, pero no del desaliento, murieron víctimas de una revolución traicionada. 





jueves, 15 de noviembre de 2012

¡Eppur si muove!: Lynn Margulis, in memoriam


Por fin, después de quince intentos fracasados para publicar sus trabajos sobre evolución celular, la joven bióloga Lynn Margulis (1938-2001) consiguió que en 1967 la revista Journal of Theoretical Biology publicara su artículo Origin of Mitosing Cells, en el que esbozaba por primera vez su teoría de la endosimbiosis seriada. El artículo pasó desapercibido para la ciencia oficial, pero Margulis continuó trabajando en su teoría sobre el origen de las células eucariotas hasta que aquel primer artículo adquirió las dimensiones de un libro -Origin of Eukaryotic Cells- que, tras más de un año de intentos, fue publicado por Yale University Press en 1970. 

El libro arrojaba nueva luz sobre la teoría de la evolución formulada por Darwin en El origen de las especies (1859), que, con el paso del tiempo, se había transformado en la doctrina oficial de la Biología evolutiva de la segunda mitad del siglo XX. Pero el éxito había conducido al reduccionismo y la lucha por la existencia como motor de la selección natural había acabado por ofrecer una visión simplista que reducía la evolución a una ensangrentada carrera de dientes y garras que algunos, más papistas que el papa, habían extendido a campos ajenos a las relaciones biológicas. Se había impuesto la versión dura del proceso evolutivo derivado de la competencia incesante e inacabable que el paleontólogo Van Halen había denominado la “hipótesis de la Reina Roja”, en referencia al personaje de Lewis Carroll que tenía que correr siempre para permanecer en el mismo sitio. La lección estaba clara: quien dejaba de correr, de competir, se quedaba atrás y, en la naturaleza, era una estirpe condenada a la extinción.

Las ideas evolucionistas fueron un excelente sustrato para el pensamiento político conservador. El gran Ernst Haeckel, biólogo y filósofo alemán, popularizó el trabajo de Charles Darwin en Alemania, pero se le fue la mano al sostener que las razas “primitivas” estaban en su infancia y precisaban de la supervisión y protección de sociedades más maduras, de lo que extrapoló una nueva filosofía, que denominó monismo que cautivó a los imperialistas. Como muestra, un párrafo seleccionado de su Morfología general de los organismos (1866): «La teoría de la selección nos enseña que en la vida humana, tal como en la vida animal y vegetal, en cada lugar y tiempo sólo la pequeña minoría privilegiada puede seguir existiendo y floreciendo; la gran masa debe padecer inanición y perecer más o menos prematuramente en la miseria». Haeckel, un progresista en su época, cerraba el párrafo sentenciando: «Podemos lamentar profundamente este dato trágico, pero no podemos negarlo ni alterarlo». Sus obras sirvieron de coartada científica para el racismo, el nacionalismo y el darwinismo social, y fundamentaron las teorías racistas del nazismo. 

El darwinismo social corrió como la pólvora entre los hombres de negocios norteamericanos, que tuvieron su particular gurú en Herbert Spencer, un naturalista, filósofo, psicólogo y sociólogo británico, a quien le ocurría lo que a los hombres que detestaba Holofernes en Trabajos de amor perdidos, que «devanaba el hilo de su verbosidad más finamente que la hebra de su argumentación». La sociedad era para Spencer un organismo que evolucionaba hacia formas más complejas conforme al principio de la supervivencia del más fuerte tanto a escala individual como social. Nada, incluidas las tendencias humanitarias, debía interferir con las leyes naturales, que implicaban que el más apto era quien debía sobrevivir y los demás perecer. Spencer detestaba radicalmente todas las manifestaciones de socialismo como la educación pública generalizada u obligatoria, las bibliotecas públicas, los sindicatos, los hospitales benéficos y, en general, toda legislación o proyecto social. Hoy, los neoliberales le hubieran erigido una estatua en pleno barrio de Salamanca.

En un universo científico dominado por el neodarwinismo, Margulis reivindicó un mundo de cooperación en el que el motor de la evolución no era sólo la competencia sino, más acusadamente, la colaboración. Contempló la evolución como una competencia en la que los organismos que llegaban más lejos no eran los que luchaban contra otros y usaban trampas y engaños sino los que cooperaban para un fin común. Propuso la simbiogénesis como el mecanismo evolutivo gracias al cual se podrían originar nuevas especies: dos organismos que han evolucionado por separado se asocian en un determinado momento; si su asociación resulta beneficiosa en el medio en el que viven, acabarán siendo un único organismo. Los postulados de Margulis encajaban perfectamente en la teoría darwinista de la evolución: los organismos aparecidos por simbiosis serían variedades mejor adaptadas que superan la selección natural. Aportando un arsenal de argumentos, tal y como había hecho Darwin un siglo antes, Margulis mostró la cara amable de la evolución, la de un mundo que ha progresado gracias al altruismo y a la cooperación.

Margulis era de ese linaje de científicos como Galileo, Copérnico, Newton o Einstein capaces de mezclar ciencias y humanidades. Su obra está impregnada de reflexiones que uno puede leer en Mutual aid (El apoyo mutuo; 1902), la obra más representativa de la personalidad intelectual de Piotr Kropotkin (1842-1921), en la que se encuentran expresados por igual el hombre de ciencia y el pensador anarquista; el biólogo y el filósofo social; el historiador y el ideólogo; una obra que constituye, además, una particular interpretación del evolucionismo darwinista al que Kropotkin consideraba la cúspide de la ciencia moderna. 

Margulis rescató también del olvido y del oprobio las hipótesis formuladas por algunos heterodoxos como el naturalista ruso Konstantin Merezhkovsky (1855-1921), un científico olvidado que fue el primer autor que propuso la entonces extravagante idea de la simbiogénesis, según la cual algunos órganos, e incluso algunos organismos, no surgían en la evolución por el gradual mecanismo de la selección natural, sino mediante asociaciones simbióticas entre una especie animal o vegetal y algún tipo de microbio. En 1883, el botánico Andreas Schimper propuso que la capacidad fotosintética de las células vegetales podía proceder de cianobacterias aún presentes en la naturaleza y con iguales capacidades. También en Francia, el biólogo Paul Portier llegó en 1918 a conclusiones parecidas sobre el origen simbiótico de las eucariotas. Portier sufrió los ataques del entonces influyente microbiólogo August Lumiére.

Ivan Wallin
Las vituperadas hipótesis de Merezhkovsky, Schimper y Portier fueron desempolvadas en la Universidad de Columbia de Nueva York por el anatomista Ivan Wallin (1883-1969), que en 1927 publicó su libro Simbiosis y el origen de las especies en el que proponía que los cloroplastos y las mitocondrias provenían de antiguas bacterias que habían establecido una relación simbiótica con otra célula huésped. Como suele ocurrir con quienes se adelantan a su tiempo, Wallin, apodado burlonamente como “Mitochondria Man” fue tachado de herético, ridiculizado con saña y tomado por orate. En 1923, cuando tenía cuarenta años, se vio forzado a abandonar Columbia y fue contratado en la modesta Universidad de Colorado en Denver, no muy lejos de la cabaña de North St. Vrain Canyon que había construido con ayuda de sus estudiantes de doctorado. Humillado, no volvería a mencionar su hipótesis ni a escribir nada sobre el asunto. 

Si Wallin hubiese vivido un año más, hubiera podido leer Origin of Eukaryotic Cells y exclamar como Galileo «¡Eppur si muove!». Habría muerto más tranquilo sabiendo que su trabajo no había sido en vano y que sus artículos, ridiculizados en su tiempo, habían servido para que Margulis ofreciera al mundo el texto sobre evolución más importante desde El origen de las especies

Lynn Margulis, falleció el 22 de noviembre de 2011, hace ahora un año. Permanece en nuestra memoria, el único paraíso del que no podemos ser expulsados.

lunes, 12 de noviembre de 2012

En defensa del Sistema de Público de Investigación


La Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación, adscrita al Ministerio de Economía y Competitividad (MEC), ha elaborado un borrador de la nueva Estrategia Española de Ciencia y Tecnología y de Innovación (Estrategia en adelante) para los próximos ocho años. El documento supone una ruptura con lo establecido en la Ley de la Ciencia (Ley 14/2011) que indica que el Estado coordinará el Sistema Español de Ciencia, Tecnología e Innovación (SECTI) a través de dos instrumentos diferentes: uno orientado hacia la ciencia y la tecnología, que debería servir para alcanzar objetivos generales en materia de fomento de la investigación científica y técnica, y otro orientado hacia la innovación, que debería constituirse en el marco de referencia que implique a todos los agentes políticos, sociales y económicos en la consecución del objetivo común de transformar a la economía española en una economía basada en el conocimiento. Hacer lo que ahora se propone, esto es, la fusión de ambas estrategias en una, tiene implicaciones muy serias en cuanto al valor que se le otorga a la investigación científica y técnica en nuestro país.

Dado que plantea dirigir la formación de doctores en las universidades públicas, la nueva Estrategia pretende no sólo promover cambios profundos en el SECTI sino también en el educativo. La necesidad del cambio se argumenta partiendo de una evaluación del éxito de políticas anteriores que, según el informe, no han conseguido el objetivo previsto a la luz de los indicadores considerados. Se destaca en el informe que aunque se han logrado destacables méritos científicos (novena posición en la producción científica mundial), no se han conseguido unos beneficios económicos equiparables (décimo octava posición en innovación en la UE-27). Con este desfase entre investigación e innovación se justifica la adopción de medidas drásticas que pretenden vincular las actividades investigadoras a la rentabilidad económica. 


Varias de las medidas propuestas tendrán un efecto muy negativo sobre los niveles de competitividad alcanzados por la ciencia en nuestro país. En primer lugar, se propone la presencia activa de las empresas en la toma de decisiones sobre los planes de investigación y de formación investigadora, y se adopta una filosofía finalista para el desarrollo de toda la investigación. De esta forma, toda la investigación pasaría de ser dirigida a mejorar el bienestar social a serlo por el mercado y las empresas, buscando la rentabilidad de la financiación de la investigación en el sistema empresarial español. 

Asumir que el beneficio social se va a alcanzar gracias al beneficio empresarial es, cuando menos, erróneo en su planteamiento como se demuestra con observar las desigualdades cada vez más acusadas entre los beneficios de las empresas y las rentas de los trabajadores. Si son los intereses empresariales los que dirigen la política científica y la formación de los científicos (por ejemplo, de los programas de doctorado), primarán esos intereses y repercutirán negativamente en la formación científica de nuestros investigadores y en el abandono de los incentivos para la producción científica en áreas que no tengan interés económico para las empresas representadas en esos órganos de decisión. 


El documento no presta atención a que es en los parámetros englobados bajo el denominador "Actividades de Empresa" donde estamos muy por debajo de los países líderes en conseguir patentes y beneficios económicos derivados de la innovación. Por ejemplo, en lo que respecta a las inversiones en I+D+i por parte de las empresas, España ocupa la posición vigésimo cuarta en la UE-27. Pese a ello, en el borrador de la nueva Estrategia no existe ninguna medida que asegure una mayor inversión empresarial en investigación ni en formación de investigadores (universidades), pero sí abundan las medidas para incentivar la investigación en empresas a través de planes públicos que van a subvencionarla generosamente. Como de costumbre, financiación de lo privado y abandono de lo público.

Un aspecto de extrema gravedad para la ciencia española es que en la nueva Estrategia no aparece ningún incentivo para el desarrollo de la llamada "ciencia básica" (desaparece el programa conocido como "de Promoción General del Conocimiento"), entendiéndose como tal aquella que se realiza con la finalidad de ampliar el conocimiento y la comprensión del universo en todos sus niveles y de los fenómenos que ocurren en él. La consecuencia directa de la aplicación de esta política será la pérdida, por falta de financiación, de los importantes logros que la investigación básica española ha alcanzado en la última década.

Nadie en su sano juicio puede estar en contra de la investigación aplicada y dirigida a lograr una mayor competitividad de nuestras empresas, pero sí de que esto signifique la eliminación de programas de financiación relacionados con la investigación básica y de que sea exclusivamente la rentabilidad económica de las empresas y no la generación de conocimiento el objetivo de la formación de investigadores. Las universidades españolas deben mantener su función formativa en el conocimiento general asociado a las distintas disciplinas impartidas a sus alumnos y no convertirse en centros de formación profesional de personal cualificado.


La historia reciente del sistema de investigación en nuestro país muestra que las mejoras progresivas experimentadas han estado estrechamente relacionadas con la cantidad de recursos que se han destinado a financiarlo. El estancamiento y la reducción de esa financiación irremediablemente conducirán a un empeoramiento del sistema. La única manera de seguir progresando en el objetivo de mejorar nuestra posición en ciencia e innovación en el contexto internacional es seguir apostando por su desarrollo con los recursos necesarios para ello. Los países líderes en investigación e innovación son aquellos que más financiación aportan a su sistema. España ocupa el décimo lugar en la UE-27 en porcentaje del PIB destinado a I+D (1,39%), equivalente a menos de la mitad de lo que invierte por ejemplo Alemania (2,9%, datos de 2010). Si queremos acercarnos a esos países europeos en su excelencia investigadora e innovadora tenemos que apostar sin reservas por invertir en ello la financiación que requiere. España ha reducido de forma acusada la financiación anual del I+D+i hasta acumular un descenso del 19% en los últimos cuatro años. Para tener éxito, la nueva Estrategia debería empeñarse en destinar los recursos necesarios al sistema investigador y no en parchear una distribución de partidas cada vez más escasas.

El documento actual es un borrador mediante el cual el MEC manifiesta su voluntad de divulgar sus objetivos con objeto de fomentar la adopción de una Estrategia consensuada entre los diferentes agentes, públicos y privados, comprometidos en el fomento de la investigación, así como con el desarrollo en innovación de las ciencias y las tecnologías. Como agentes ejecutores en el sistema español de ciencia y tecnología (así nos define la actual Ley de la Ciencia), los firmantes de este escrito, todos investigadores en activo en universidades y organismos públicos de investigación, manifestamos la necesidad de incluir de nuevo los programas de investigación básica en la Estrategia 2013-2020 y de excluir a las empresas de los equipos responsables del diseño de los planes de investigación públicos y los de formación de investigadores en las universidades públicas. 


Las mejoras de nuestro sistema dependen de la adopción de políticas tendentes a lograr niveles de inversión en I+D+i estables e independientes de ciclos políticos y económicos. El Consejo Europeo estableció en su estrategia de Lisboa el objetivo de conseguir que se invierta en investigación un 3% del PIB. España no llega ni a la mitad de ese porcentaje. Ese es el objetivo que el Gobierno español debería perseguir aumentando la inversión pública.

Rajoy y sus asesores iletrados



El Gobierno de Mariano Rajoy mantiene en cartera 842 asesores y cargos de confianza. A cargo de la Presidencia del Gobierno hay 245 personas nombradas a dedo de los cuales 68 asesores no tienen ni siquiera el Graduado Escolar.
Los Presupuestos Generales del Estado para 2013, aprobados a finales de septiembre, constatan que Rajoy sigue incumpliendo otra de sus promesas electorales: la reducción de altos cargos. Por el contrario, aumentan. Las estructuras del Estado contarán para el año que viene con 455 altos cargos, uno más de los que hay ahora, 454. Aunque el aumento es mínimo, solo de un 0,2%, deja en evidencia las críticas que hacía el PP cuando estaba en la oposición y proclamaba que el "número de altos cargos se había salido de madre". En agosto de 2011, la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, fue más allá y aseguró que Zapatero tenía más de 500 asesores, cuyo coste era de 550 millones de euros en toda la legislatura. Los datos eran incorrectos. El Ejecutivo socialista salió al paso de estas acusaciones y cifró en 55 el número de asesores del expresidente, de los que "el 60% eran funcionarios".
Los datos demuestran que el Ejecutivo popular no ha hecho lo que prometió: "reducirlos a la mitad"; y lo que más tarde llevó el PP al debate del Estado de la nación en junio de 2011, una reducción del 25%. Nada de eso. El presidente del Gobierno mantendrá el año que viene, según los Presupuestos, el mismo número de asesores y personal eventual que este año: 245. Rajoy ya amplió este capítulo en los primeros Presupuestos que aprobó, los de 2012. Ahí pasó de 56 asesores personales a los 82 que sigue teniendo ahora, que son 27 más de los que tenía el malvado ZP. En total, las nóminas de los asesores del Gobierno Rajoy cuestan unos 23 millones de euros.
¿Qué asesoramiento puede dar una persona sobre economía, política exterior, relaciones institucionales, comunicación o cualquiera de alguno de los frentes abiertos para un cargo del Presidente del Gobierno cuando no alcanza ni siquiera el mínimo de educación obligatoria marcado en este país?
Un título, una formación una preparación académica no garantiza absolutamente nada, pero debería ser al menos condición necesaria pero no suficiente para ostentar cargos que al fin y al cabo dirimen sobre las políticas que rigen en un país. El asesoramiento a nivel barra de bar está muy bien para eso, para la discusión en el bar, pero no para tomar decisiones que trascienden al BOE y que repercuten en todos nosotros. El Presidente del Gobierno debería explicar estos 68 cargos, sus funciones, sus méritos y los consejos e informes que le preparan, porque queda claro, que así, no estamos en buenas manos.

martes, 6 de noviembre de 2012

Thomas Jefferson vs. Aaron Burr. Y si empatan, ¿qué?



Cuando escribo este artículo, la tarde del seis de noviembre, todo indica que la elección del presidente de los Estados Unidos se dilucidará por un margen muy estrecho, apenas por un puñado de votos. Pero, ¿qué ocurriría si Barack Obama y Mitt Romney obtuvieran finalmente el mismo número de votos electorales? Aunque es difícil, tal posibilidad no es en absoluto descartable y pondría al país en la tesitura de resolver un empate para la elección presidencial que tiene un sólo antecedente en la historia estadounidense.

El Tratado de París de 1783 puso fin la guerra que en 1775 habían iniciado las trece colonias británicas originales en América del Norte contra el Reino de Gran Bretaña. El Tratado reconocía la independencia de Estados Unidos. Cincuenta y cinco representantes de las colonias se reunieron en Filadelfia en 1787 con el fin de redactar una Constitución. Se instituyó un único Gobierno federal, con un presidente de la República y un Congreso legislativo bicameral (Cámara de Representantes y Senado), cuya estructura básica continúa funcionando en la actualidad. 

Que el nuevo presidente de la recién estrenada República iba a ser el general George Washington estaba fuera de toda duda, pero el método para elegirlo fue todo un encaje de bolillos. Entre los delegados coloniales los había presidencialistas, que abogaban por la elección popular, para que hubiera un presidente fuerte e independiente del Congreso. Otros, desconfiando del pueblo y recelando de un ejecutivo fuerte, querían que fuese nombrado por el Congreso. Finalmente se decidió que votaría el pueblo, pero sólo para elegir electores. Estos electores luego elegirían al presidente. De esta manera, la influencia del pueblo tendría peso, pero el voto final reposaría en el juicio de los electores, quienes, se suponía, serían más sabios que la población en general. Se constituyó así el Colegio Electoral que ha existido desde entonces como parte del sistema político americano y que tanto despista al resto del mundo.

En 1788 el Congreso constituyente dispuso la elección del primer presidente de los Estados Unidos según la Constitución y fijó su mandato en cuatro años a partir del 4 de marzo de 1789. Los sesenta y nueve electores se reunieron el 4 de febrero de 1789. De acuerdo con la Constitución, cada uno debía votar por dos hombres. El que obtuviera más votos sería presidente,  y el segundo vicepresidente. Washington fue elegido presidente por unanimidad, mientras que treinta y cuatro de los electores votaron también por John Adams. Puesto que ningún otro obtuvo tantos votos, Adams se convirtió en el primer vicepresidente de los Estados Unidos. Desde el inicio, el Gabinete de Washington estuvo dividido en dos facciones que con el paso del tiempo evolucionaron a los dos primeros grandes partidos estadounidenses; los federalistas, liderados por Alexander Hamilton, y los demócratas-republicanos, cuyo líder indiscutible era Thomas Jefferson.

Cuando, en septiembre de 1796, Washington decidió no volverse a presentar como candidato a un tercer período presidencial, federalistas y jeffersonianos se aprestaron para la batalla electoral.  Thomas Jefferson y Aaron Burr se presentaron para presidente y vicepresidente, respectivamente, en nombre de los republicanos, mientras que John Adams y Thomas Pinckney hacían lo propio por los federalistas. El margen de la victoria federalista fue insignificante: Adams obtuvo 71 votos electorales y Jefferson 68. Como Jefferson obtuvo más votos que Pinckney (59), fue nombrado vicepresidente.

Además de su ajustada elección, Adams partía de una posición de debilidad dentro de sus propias filas, dado que el candidato natural hubiera sido Hamilton, el hombre que manejaba las riendas y para el que estaba destinada la Presidencia desde el mismo momento de la redacción de la Constitución. Sin embargo, Hamilton estaba políticamente quemado, había sido acusado de irregularidades financieras y de relaciones ilícitas con mujeres. Era impensable pensar en presentarlo como candidato. Se resignó a permanecer en la sombra. Se convertiría en una sombra alargada para Adams, de quien desconfiaba porque no lo juzgaba lo suficientemente federalista y, lo que le resultaba peor, pensaba que no era lo suficientemente hamiltoniano. De hecho, durante el período electoral maniobró para que los electores se pronunciasen a favor de Pinckney y no de Adams. El tiro le salió por la culata: sus adversarios se movilizaron en contra de Pinckney, Adams ganó la Presidencia y Jefferson resultó elegido vicepresidente.

La muerte de Washington, en diciembre de 1799, simbolizó el final de la hegemonía federalista. El partido que había dirigido Washington se hallaba en una situación deplorable, dividido en facciones irreconciliables. Sin otro candidato mejor que postular para las elecciones de 1800, volvieron a nominar a Adams con Charles C. Pinckney como candidato a la vicepresidencia. Los republicanos escogieron a Jefferson y a Aaron Burr una vez más, con la esperanza de unir las dos poderosas facciones del partido: la de Virginia y la de Nueva York. La campaña fue una de las más enconadas en la historia norteamericana, y los republicanos, que ganaron los estados del Atlántico central y del sur, obtuvieron una ventaja significativa en votos electorales.

El 3 de diciembre de 1800, 138 electores se reunieron para votar. La mayoría de los electores (73), eran demócrata-republicanos, por lo que la elección de Jefferson parecía asegurada. Pero en medio del júbilo, se pasaron de frenada. Según la Constitución, el candidato que ganara mayor número de votos sería el presidente, y el que le seguía, sería el vicepresidente. Por eso, cuando todos los electores demócrata-republicanos votaron a favor de Jefferson y de Burr (73 votos para cada uno) se dispararon en el pie: crearon un empate, el único de la historia americana en la elección de un presidente.

Era un empate de facto, pero todos los electores tenían claramente la intención de votar a Jefferson para la Presidencia y a Burr para la Vicepresidencia. Pero el texto de la Constitución no hacía distinciones subjetivas. En caso de que ningún candidato obtuviese la  mayoría, la elección tenía que ser decidida «inmediatamente» en la Cámara de Representantes, donde cada estado tenía un voto.

Los demócrata-republicanos estaban en un brete y más aún cuando el taimado Burr, un maniobrero político de primera, nunca dijo que se negaría a aceptar la Presidencia (algo que Jefferson no le perdonaría nunca). Así las cosas, el empate tenía que ser resuelto por la Cámara saliente, lo que era un nuevo problema dado que, aunque los jeffersonianos tenían mayoría sobrada en la Cámara entrante, los federalistas dominaban la saliente y se mostraron muy dispuestos a votar a Burr con tal de fastidiar a sus adversarios políticos. Finalmente, se impuso la cordura gracias a Hamilton, que logró que varios federalistas votaran por Jefferson no sin antes tensar la cuerda durante treinta y cinco votaciones. Finalmente, el 17 de febrero de 1801, en la trigésimo sexta votación, se rompió el empate y Jefferson fue elegido por el voto de diez estados contra cuatro. Comenzó así la era jeffersoniana, que vería la mayor expansión territorial de Estados Unidos que bajo su presidencia se extenderían de costa a costa.

Pero eso es ya historia. ¿Qué ocurriría ahora si los dos candidatos de 2012 obtuvieran el mismo número de votos electorales? La Duodécima Enmienda, propuesta al Congreso en 1803 para evitar la indeseada jugada de 1800, establece que será la Cámara de Representantes entrante la que elija al nuevo Presidente. Como se espera que los republicanos mantengan su mayoría actual, Romney será el nuevo Presidente. En el mismo escenario de tablas, correspondería al Senado elegir al vicepresidente y como en el Senado los demócratas tienen mayoría, los senadores podrían elegir al actual vicepresidente Joe Biden. La cohabitación estaría servida.