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miércoles, 31 de agosto de 2011

Milagros a fecha fija

El próximo 19 de septiembre se producirá de nuevo el milagro. En la catedral de Nápoles, la sangre coagulada de San Gennaro repetirá la milagrosa licuefacción que sucede otras dos veces al año desde 1389. En eso de cambiar de estado, la sangre del mártir italiano triplica la capacidad de San Pantaleón cuya hemoglobina, como un reloj suizo, transmuta su estado en Madrid cada 26 de julio desde hace 400 años. 

San Gennaro y San Pantaleón siguieron trayectorias tan parecidas que algunos impíos sostienen que alguien dio gato por liebre a la cristiandad desdoblando un único individuo en dos santos. Dos por uno y me ahorro inventar una biografía para cada uno, debió pensar algún fraile allá por la Edad Media, cuando se disparó el comercio de las reliquias, un excelente negocio tratado por Juan Eslava Galán en su documentado y, pese a ello, desternillante El fraude de la sábana santa y las reliquias de Cristo (Planeta, 1997). 

La breve vida de San Pantaleón no es moco de pavo si creemos a sus turiferarios de Catholic.net, unos piadosos apologéticos que han inflado ad infinitum lo poco que sabemos de él: siendo generosos, apenas unas líneas en un manuscrito del siglo VI que (dicen) está en el Museo Británico aunque allí no les conste, circunstancia que no debe extrañarnos dada la animadversión, cuando no el odio, que los malévolos protestantes guardan al santoral católico. Pero hagamos acto de fe y resumamos. Pantaleón, hijo de un pagano llamado Eubula y de una madre cristiana cuyo nombre se ignora, se hizo médico siguiendo las peritísimas enseñanzas de Euphrosino, un insigne médico de la época. La simpar destreza de nuestro joven Pantaleón le llevó a la sanidad pública, en la que llegó a ser destacado componente del equipo médico habitual del tetrarca Galerio Maximiano. 

Más apegado a la facción paterna que a la materna, el joven Pantaleón conoció la fe cristiana antes de dejarse llevar por el mundo pagano en el que vivía. Sucumbió ante las tentaciones que empiezan con unas minucias pero debilitan a poquitos la voluntad hasta terminar aniquilando las virtudes, lo que le llevó a la apostasía y a las puertas del infierno. Pero como Dios escribe derecho con renglones torcidos, un buen cristiano llamado Hermolaos le abrió los ojos y, exhortándole con rara habilidad dialéctica y una capacidad de convicción que para si quisieran los de la teletienda, le llevó al seno de la Iglesia verdadera que vaya usted a saber cuál era a finales del siglo II, cuando las sectas cristianas se contaban por decenas. Vuelto al redil, nuestro joven doctor dejó las aburridas orgías paganas y montó una consulta en la que atendía a sus pacientes en nombre del Señor… y por la patilla. Esto último le abrió las puertas de la fama.

De la mala fama, porque eso de que ejerciera de balde no era muy del agrado del colegio de médicos romano. Para mantener el caché profesional y conservar la clientela, sus colegas lo delataron traicioneramente a las autoridades judiciales empeñadas en cubrir los objetivos de la persecución decretada por el malvado Diocleciano. Fue arrestado junto con el didacta Hermolaos y con otros dos colegas cristianos, que algo debían haber hecho aunque sólo fuera cumplir los inescrutables designios divinos. Por razones que se nos escapan, el cruel emperador quería salvarlo, por lo que le conminó a la apostasía. Pantaleón no solo se negó sino que, para demostrar la fortaleza de su fe, procedió a curar milagrosamente a un paralítico que, con mucha chamba y no poca precisión, pasaba ad hoc por las mazmorras imperiales sin que conste por qué ni para qué. Ni con esas. Pantaleón y sus amigos fueron condenados a la decapitación. 

Aunque las referencias escritas a San Pantaleón cabrían (de existir) en un papel de fumar, hete aquí que, para chincha de los historiadores laicos, la bienintencionada peña de Catholic.net al parecer posee las actas de su martirio, las cuales, como no podía ser menos, son pródigas en hechos milagrosos. A pesar de la sentencia judicial tajante (nunca mejor dicho) de decapitación, sus pérfidos verdugos no debían tener nada mejor para entretenerse e intentaron ajusticiarlo de seis maneras diferentes: con fuego, con plomo fundido, ahogándolo, torturándolo en el potro, atravesándolo a estocadas y, para rematar una faena que no surtía efectos, acabaron por arrojarlo a las fieras. Estas, probablemente procedentes de la misma ganadería que le soltaron a San Gennaro con la misma disposición (la sumisión), a su misma edad (29 primaveras), el mismo año (305 dC), en idéntica plaza (Constantinopla) y con permiso de la misma autoridad (Diocleciano), resultaron igualmente mansas y se refugiaron en tablas. A la vista del éxito, los atónitos (es de suponer) verdugos procedieron diligentemente a decapitarlo sin más trámites y sin mayor tropiezo que contemplar estupefactos (es otro suponer) cómo de la yugular del mártir surgía leche en lugar de la sangre a la que estaban acostumbrados. 

En este punto quizá convendría que alguien solventara una cuestión que puede desorientar a la grey cristiana: ¿Si el sistema circulatorio pantaleonil contenía de verdad leche, cómo diantres se conservan ampollas con su sangre en Madrid, Constantinopla y Ravello, localidad italiana esta última donde, para no quedarse cortos, la ampolla es casi una bombona? Más allá de recias disputas teológicas para las que no estamos preparados quienes practicamos la fe del carbonero, la cuestión es importante porque, para pasmo de hematólogos y bioquímicos, esa sangre se descuelga en Madrid cada año con el prodigio de su licuefacción ante los miles de enfervorizados devotos que a fecha fija, como las cigüeñas por San Blas, acuden puntualmente al Real Monasterio de la Encarnación para observar arrobados tan peregrino acontecimiento.

La ampolla madrileña procede de una extracción de la frasca que se guarda en la catedral de Ravello donde, como nadie la toca, está siempre coagulada. Fue donada al monasterio junto con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. Dotada sin duda de un calendario interior gregoriano, cada 365 días (366 los bisiestos), la sangre se licua la víspera del aniversario del martirio y «sin intervención humana» según cuentan los textos monacales. Contradiciendo por una vez aquello de que siempre supera a la ficción, la realidad es más prosaica y lo que sucede es lo mismo que en Nápoles: antes de exponerla, un oficiante toma el relicario por sus extremos y de cuando en cuando lo voltea astutamente hacia abajo para advertir cualquier movimiento en la masa oscura de la ampolla. Después de un intervalo de duración variable, se observa que la masa gradualmente se separa de los lados de la ampolla, se vuelve líquida y de un color carmesí al tiempo que aumenta su volumen. Entonces, el oficiante anuncia el cumplimiento del milagro, se canta un Te Deum y el relicario es llevado al altar mayor donde los  arrobados fieles pueden venerarlo.

Salvo tener un altar mayor, nada sucede que usted no pueda repetir en su casa con menos boato. Suponga que saca un frasco de kétchup de la nevera. Tras varios intentos fallidos de extraer el fluido enfriado, lo frota entre sus manos y lo agita. Haciéndolo, logrará subir un poco la temperatura, deshacer el gel coagulado y lograr un líquido que, ahora sí, sale con la presión producida por el cambio de estado. Algo similar hacíamos con las minas de los bolis Bic en las frías escuelas de los cincuenta: echarles el aliento calentito, frotarlos fuertemente entre las palmas de las manos y, una vez calentada la tinta, comenzar a escribir el dictado.

Como nunca faltan tiquismiquis ajenos al insuperable «Creo porque es absurdo» de Tertuliano, unos descreídos incapaces de captar lo inasible que plantean escrúpulos o reparos vanos a los designios sobrenaturales desde una lógica materialista (que casualmente coincide con el sentido común), un equipo de químicos italianos de la Universidad de Pavía ha publicado en la prestigiosa revista Nature un artículo en el que demuestran que el comportamiento de la supuesta sangre (supuesta, porque los científicos sospechan que es un fluido falsificado con ciertas arcillas coloidales del Vesubio) es habitual en fluidos denominados no-newtonianos, que se comportan como sólidos cuando están en reposo y se vuelven más fluidos cuando se someten a algún tipo de agitación o vibración. Vamos, como el kétchup, la tinta de los bolis o la mayonesa sin ir más lejos.

Con menos soporte científico, pero con no poca intuición, algún jacobino descreído y tal vez cegado por la fobia antirreligiosa de la Ilustración ya había demostrado que la sangre se licua a voluntad de sus custodios. En 1799, durante la ocupación napoleónica, el milagro no se produjo cuando debía. Ante el temor de que el retraso fuera una maniobra del clero para provocar una revuelta popular, el impío general francés Championnet amenazó al oficiante con fusilarlo. La sangre del santo se licuó inmediatamente y el sacerdote salvó el pellejo. ¡Qué cosas!

lunes, 29 de agosto de 2011

Y esto, ¿quién lo paga?




Cuando el escritor catalán Josep Pla llegó a Nueva York en agosto de 1954 y contempló arrobado la ciudad iluminada durante la noche, preguntó socarrón: «Y esto, ¿quién lo paga?». Pla, que dejó las impresiones de su viaje en un libro poco conocido, Weekend (d’estiu) a Nova York (Selecta, 1955), planteó una interrogante que ahora, once lustros después, cobra pleno sentido. Una pregunta que debería de estar en el catecismo ideológico de todo partido político que aspire a gobernar. 

Los argumentos económicos no bastan para entender las causas profundas del desastre que estamos viviendo. No solo ha habido "fallos de la regulación financiera” y "errores" de política, como dicen los economistas. Vivimos inmersos en una quiebra moral del nuevo capitalismo que emerge de las políticas neoliberales surgidas en los 80. Su manifestación más palpable ha sido el profundo arraigamiento en España de la cultura del endeudamiento y el gasto, actitud que hubiera continuado sin control si las circunstancias económicas desde hace tres años no fueran tan adversas. 

En cada una de las tres administraciones públicas españolas el endeudamiento se adoptó como doctrina porque permitía lucirse con proyectos megalómanos (que halagaban un insano chauvinismo localista) y políticas públicas faltas de lógica y sin otra rentabilidad que la electoral, única que permite perpetuarse en el poder para seguir inventando proyectos ruinosos en una absurda espiral que pocos políticos profesionales quieren abandonar una vez inmersos en ella. Amparándose en el “bien común”, en la calidad de vida de los ciudadanos o en una hipotética creación de empleo y riqueza, y siempre escudados en la Administración que dirigen y que nunca les exigirá responsabilidades judiciales por su mala gestión, un sinfín de representantes públicos jaleados por un público adepto que quería ser más que el vecino, se embarcó en gastos que han hecho del presupuesto anual un yermo en el que toda deuda tiene asiento.

El empresario arriesga su dinero a sabiendas de que puede que jamás lo recupere si su aventura resulta ruinosa, algo que, por lo demás, sucede en el 80% de las iniciativas empresariales. En la esfera política la situación es bien distinta porque se dispara con pólvora del rey. Cuando las inversiones ruinosas se ejecutan desde la arrogancia y la autorización mal entendida que ofrecen las urnas, las circunstancias difieren totalmente. El político hace y ejecuta presupuestos basándose en un plan de gobierno que, en teoría, debería conocer el votante. También sería lógico que el ciudadano conociera las inversiones y las políticas públicas más costosas para que, una vez informado, votase en consecuencia. Pero la democracia representativa es imperfecta y esas premisas nunca se cumplen en la realidad. Lo que el elector hace es firmar un cheque en blanco a un desconocido que, en muchas ocasiones, camina insensatamente hacia el precipicio en el que acaba por despeñar a todos. 

El administrador público, puesto de poder al que legítimamente y por definición aspira todo político, jamás responde de su mala gestión. Abordar inversiones absurdas como aeropuertos sin aviones, terras míticas o trenes sin viajeros; ejecutar alegremente gastos corrientes en acontecimientos supuestamente rentables, en fuegos artificiales, toros, fastos y otras cuchipandas similares que lastran por décadas el futuro de las instituciones no tiene consecuencia alguna en la actividad de quien un buen día decidió hipotecar el futuro de los ciudadanos a los que representaba. Es más, con la aquiescencia y aplauso de la mayoría, esa clase de políticos sigue ahí medrando, ocupando cargos de máxima responsabilidad, sin consecuencias negativas de ningún tipo. Solo me iré, proclaman arrogantemente, si me echan las urnas, como demócratas convencidos que son.

Lo que ahora se reclama es una más clara y austera utilización de los recursos y un cambio radical en la forma de gobernar. Pero ese cambio nunca vendrá si se pretende ejecutar desde este mismo modelo económico y social, con los mismos actores representando el papel de responsables políticos y con una sociedad desinformada en todo lo que no sea la Liga de Fútbol Profesional, el famoseo televisivo o el seguimiento embobado de “acontecimientos de impacto global y trascendencia universal” como el galladorniano cebo de las olimpiadas o la reciente visita papal que ha venido a recordarnos lo que decía Séneca: «La religión es algo verdadero para pobres, falso para sabios, y útil para dirigentes». Si Marx reescribiese ahora su Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, es más que probable que el fútbol y la telebasura compañaran a la religión en eso de ser el opio del pueblo.

Nos guste o no, los ciudadanos somos corresponsables de lo que nos está pasando. Uno de los mayores dislates que pulula por doquier como una verdad universal e incontestable es que «los políticos no nos representan». Claro que lo hacen, y nos representan tal y como somos. Cuestión bien diferente es que queramos y debamos cambiar la forma en que lo hacen. Echemos la vista atrás. El país había experimentado un gran cambio positivo y todos nos hicimos ilusiones de una evolución aún mayor y mejor; éramos ricos, aspirábamos a entrar en el G-7 o en algunas de sus derivadas. ¿No nos representaban los políticos cuando todo iba a pedir de boca? Cuando el país vivía la época de los grandes acontecimientos, del despliegue obsceno del lujo y de la ausencia de una administración rigurosa y austera, del palmeo entusiasmado y obligatorio al que si objetabas mínimamente te convertía en un carca o en un gafe, convertidos todos en costaleros entusiastas de una fiesta de derroche con nuestros miles de adosados, nuestros coches alemanes, nuestros calatravas, nuestra muchimillonaria liga de las estrellas, nuestras cajas mágicas y nuestras disparatadas televisiones autonómicas, que son espejos del narcisismo pueblerino en que se ha metamorfoseado el Estado de las Autonomías; cuando se reclamaban con manifestaciones multitudinarias aeropuertos en cada provincia, trenes bala a Barajas y que el AVE llegara a la puerta de cada pueblo, ¿no nos representaban estos mismos políticos?

En aquel cercano pasado de ilusoria Jauja, cuando la histeria nacional por tener una vivienda propia y la alegría con que los bancos concedían hipotecas a discreción dibujó un panorama basado en la actitud de los nuevos ricos; cuando vivir en una casa de alquiler parecía una locura porque equivalía a tirar el dinero y cualquier banco te hacía un préstamo para adquirirla; cuando pensábamos que la felicidad era acumular y eludir responsabilidades y preguntas del tipo: ¿cómo un país mediocre podía permitirse tantas alegrías y tantos lujos innecesarios?; cuando practicábamos la estrategia del avestruz mientras el armario estuviese lleno, aunque fuese de artefactos inútiles; cuando se consideraba normal vivir por encima de las propias posibilidades y solicitar créditos no para lo esencial ni para lo excepcional, sino para cualquier capricho, para celebrar por todo lo alto el cumpleaños del niño o la comunión de la niña como si fuera un casorio, para comprarse un todoterreno gigantesco o para irse de vacaciones a destinos exóticos, ¿no nos representaban los mismos políticos?

La mitad de los desempleados españoles son jóvenes. Casi un millón de ellos carece de formación básica porque no ha aprobado ni la ESO. Cuando esos jóvenes abandonaban los institutos en tropel para ganar un salario en la construcción; cuando el ideal de la juventud era el "nuevo héroe" del capitalismo, un personaje engominado y amoral, desacomplejado dentro de su traje de Armani, libre de cualquier tipo de ética, que lo quería todo y de inmediato, que despreciaba valores tales como la confianza, la equidad, la justicia o la buena fe en las relaciones económicas, que estimaba como necesarias y lógicas la desigualdad, el fraude, el expolio o la corrupción, que buscaba maximizar el valor de la acción y su rentabilidad inmediata mediante la especulación, que se cobijaba en el paraguas del "riesgo moral", porque sabía que las consecuencias negativas de sus acciones no las pagaría él sino la sociedad que vendría a rescatarlo, ¿no nos representaba entonces la misma clase política a la que ahora, con esa puerilidad que todo lo inunda, pedimos que ponga remedio a nuestros frustrados sueños personales?

Ahora que el Sol nos dice que llegó el final de la verbena; ahora que la realidad apagó las luces de nuestros fantasiosos rascacielos; ahora que cae la noche y se van nuestras miserias a dormir; ahora, cuando vamos bajando la calle con la resaca a cuestas porque se acabó la fiesta; ahora que la crisis económica, al ponernos delante del espejo, nos ha enseñado lo indefensos que estamos, debemos ser conscientes de que nuestra responsabilidad forma también parte del relato y de que no podemos seguir a la espera de un milagro o de la redención ajena. No, la respuesta no está en el viento: está dentro de cada uno de nuestros comportamientos y actitudes, dentro de cada uno de nosotros.



domingo, 21 de agosto de 2011

Decálogo del 15-M



Del mayo del 68 no quedó más que un recuerdo colectivo, el material con el que se construye el kitsch. Hoy [1986], el término soixante-huitard designa a un nostálgico burgués rayano en la cuarentena, que todavía lamenta la pérdida de sus ideales adolescentes. Puede representar también al típico pelmazo para quien no ha vuelto a pasar nada desde entonces. Mavis Gallant, Los sucesos de mayo. París 1968.

Tal parece que el vivir para mañana ya es cosa del ayer. La crisis termina con una era centrada en la propiedad y el acopio, obsesionada por comprar pisos y acumular artilugios. ¿Estamos en el comienzo de algo o en el fin de otra cosa? En sendos artículos publicados en estas mismas páginas me he pronunciado a favor de las cuestiones de fondo que alientan la protesta de una gran parte de la población que, agobiada y descontenta, se ha echado a la calle a proclamar que están hartos y que la situación tiene que cambiar. Sobra decir que no comparto todas las propuestas y proclamas del 15-M; algunas, francamente, me parecen necias y más de una peligrosa, pero eso no significa que no comparta lo esencial o lo que a mí me parece esencial. Me agradan muchos de los que protagonizan el movimiento y me complace su rebeldía, pero también me desagradan otros, principalmente los que han hecho del sistema un “anti” por definición. A modo de decálogo, enumero algunas reflexiones a las que me parece se debe prestar alguna atención.

Uno. El 15-M corre el peligro de convertirse en un mal remedo del Club de la Comedia. Va cundiendo la idea de que en lugar de ir al fondo de las cuestiones todo se queda en la forma, en las ocurrencias graciosas y en las frases groucho-marxistas, al principio simpáticas pero que ya producen un aburrimiento invencible. Como ocurrió con los lemas del 68, ya me lo sé todo: lo de la imaginación al poder, lo de ser realistas y pedir lo imposible, los de teníamos las respuestas y nos cambiaron las preguntas, lo de los adoquines y la playa, etcétera. Amén de la algarabía de perroflautas y cantamañanas, problema añadido del tropel de guionistas aficionados es que sus ocurrencias van acompañadas de la actividad de otro tipo de artistas –los grafiteros- que las trasladan a paredes y muros, sin distinguir si se trata de las vallas de un solar o de los muros de un monumento nacional. Tomar las calles por tomarlas, embadurnar el Thyssen o el Prado, como están haciendo los grupos habituales de la sociedad alternativa, solo aporta hartazgo, hastío y desprecio. 

Dos. Además de los acostumbrados infiltrados policiales, una contaminación añadida son los indignados de aluvión. El prototipo bien pudiera ser un conocido mío. Profesional de éxito, antiguo protagonista de boquilla del Mayo del 68 en el que nunca estuvo pero que vio de pasada en el NODO, los sábados del pasado mayo se colocaba una camiseta con un lema del tipo “El FMI me lo paso por ahí”, dejaba su Audi en el aparcamiento de unos grandes almacenes y se iba a departir tranquilamente en las asambleas convocadas en la Puerta del Sol. Ahí estaba, a sus cincuenta y pico años, disfrazado de exjipy barrigón con tendencia a perroflauta yupy, que ya es decir. Su acercamiento al 15-M, no podía ser más justo: algunos insensatos amenazan con recuperar los impuestos de patrimonio y sucesiones: ¿Pero no habíamos quedado en que bajar impuestos era de izquierdas? Su residencia habitual en Conde de Orgaz, su chalé en Estepona y su dúplex en Baqueira-Beret amenazados por las medidas anticrisis: ¡hasta ahí podíamos llegar! Reconfortada su indignación entre parados, jubilatas, desheredados, punkies, okupas de falansterios ajenos, socialistas utópicos y compañeros mártires, nuestro hombre recogía velas, se pasaba por el Club del Gourmet a comprar unas delicatessen (sin que faltara el Moët & Chamdon en homenaje al Mayo francés) y regresaba a casa para hurgar con su Mac en Internet y a contar sus experiencias en Facebook.

Tres. Las nuevas tecnologías nos enseñan a vivir en la levedad del presente. En Internet impera la velocidad pero también la ligereza. La nueva peste contemporánea de los diletantes, el nuevo oficio de los que no tienen oficio son los atrapados en las redes sociales. El número de incoherencias, vaguedades y sandeces que circulan por Twiter y Facebook supera todo lo imaginable. En ese mar revuelto de necedades echan sus redes los indignados de aluvión, con gran contento de la desinformada parroquia que toma las herramientas tecnológicas con la misma fe del converso que movía a Torquemada a pasar a los herejes por sus católicas barbacoas. Fe a ciegas: todo lo que se dice en la red cuela y se convierte en cansina letanía, en mantra inane e inconsistente que repiten como sevillanas los costaleros de la modernidad. Una perla: aburrido estoy de recibir mensajes en las que se dice que suprimir el Senado (una medida de calado que la Conferencia Episcopal debería apoyar firmemente habida cuenta de que su existencia fomenta el agnosticismo y el ateísmo: nadie que haya sido senador puede creer en una vida mejor), supondría un ahorro de ¡3.500 millones de euros! No estaría más, pero basta con tomarse la molestia de teclear “Presupuestos Generales Estado + Senado + España” en cualquier navegador para enterarse de que el ahorro apenas supondría un cinco por ciento de los apuntado. Y así con todo.

Cuatro. Otras perlas de Internet. Aprovechando que está de moda arrearle a sindicatos y partidos, fachas e indignados aluviales, tanto monta y monta tanto, hacen el caldo gordo a la caverna mediática y piden la supresión de las subvenciones a unos y otros. Claro que, en su incesante y aparentemente justa petición, se les ve el plumero: olvidan reclamar la misma terapia para las jugosas subvenciones que reciben la Iglesia Católica (que deja a los demás en pañales) y la patronal, que en todas estas reivindicaciones se van de rositas. Leña al mono: los palos a la burra negra de los partidos y a la burra blanca de los sindicatos. 


Cinco. Algunos escépticos bienintencionados exigen que los del 15-M presenten propuestas más concretas, que elaboren un programa como el de cualquier partido a los cuatro días de nacer. Eso sería asentarse en los mismos principios que critican. Por ahora ya han conseguido apoyo social y que gran parte de la población abandone el individualismo e intuya que, unidos, pueden cambiar las cosas. Pero no son los que están en las plazas, ni los millones de personas que simpatizan con ellos desde sus casas, quienes deben hacer propuestas. No es de recibo pedirles que se organicen, prioricen sus demandas, sean razonables y elaboren propuestas legislativas. La respuesta debe venir, urgentemente, de la política formal. El reto es otra política. El riesgo, la antipolítica o la despolitización y el equivocarse de ventanilla a la hora de reclamar. Los protagonistas del movimiento no son políticos profesionales y no les corresponde a ellos legislar. Son algo más importante: son la bandera de un intenso movimiento social que se siente engañado por el sistema, que proclama que el problema no es la democracia sino su degeneración práctica: que los políticos, a los que confiaron su destino y a los que sólo ven cada cuatro años, hayan perdido su capacidad de maniobra y su autonomía frente a los mercados financieros, el enemigo sin rostro y sin piedad. 

Seis. Se equivocan quienes disparan contra el pianista europeo. No es concebible intentar enfrentarse a los problemas del mundo y decir que Europa no vale. Tenemos que sumar. No necesitamos menos Europa sino más Europa, pero también otra Europa. Europa nos permite presentarnos en el mundo con fortaleza, con los principios del Estado de bienestar. De ahí que eche de menos en el 15-M un énfasis mayor en Europa, porque no puede haber más y mejor democracia sin más y mejor Europa. De hecho, todo indica que la única solución a esta crisis que ha sido el detonante del 15-M no es menos, sino más Europa, porque sólo un Gobierno europeo de verdad podría imponer reglas de verdad a unos mercados cuya falta de reglamentación ha provocado la crisis, y porque sólo un auténtico Gobierno europeo podría sacarnos del atolladero. Un solo dato: la deuda griega significa en torno al 2% del PIB europeo. Cosa de niños; para una Europa unida eso no es un problema. Para la Europa actual, que carece de una política económica común, en cambio, puede arrastrarla a la catástrofe. 

Siete. Uno de los mayores dislates que, como una verdad universal e incontestable, pulula por doquier es ese de que los políticos no nos representan. Claro que lo hacen, y nos representan tal y como somos. Cuestión bien diferente es que queramos y debamos cambiar la forma en que lo hacen. Echemos la vista atrás. El país había experimentado un gran cambio positivo, y todos nos hicimos ilusiones de una metamorfosis aún mayor; éramos ricos, aspirábamos a entrar en el G-7 o en algunas de sus derivadas. ¿No nos representaban los políticos cuando todo iba a pedir de boca? Cuando el país vivía la época de los grandes acontecimientos, del despliegue obsceno del lujo y no de la administración rigurosa y austera, del entusiasmo obligatorio al que si insinuabas cualquier objeción te convertías de inmediato en un carca o en un gafe, convertidos todos en entusiasta cla de una fiesta de derroche con nuestros miles de adosados, nuestros coches alemanes, nuestros calatravas, nuestra muchimillonaria liga de las estrellas, nuestras cajas mágicas y nuestras disparatadas televisiones autonómicas; cuando se reclamaban con manifestaciones multitudinarias aeropuertos en cada provincia y que el AVE llegara a la puerta de cada pueblo, ¿no nos representaban estos mismos políticos?

En aquel nada lejano periodo de ilusoria Jauja, cuando la histeria nacional por tener una vivienda propia y la alegría con que los bancos concedían hipotecas a discreción dibujó un panorama basado en la posesión de propiedades y de artilugios y en el acopio de dinero; cuando vivir en una casa de alquiler parecía una locura porque equivalía a tirar el dinero y cualquier banco te hacía un préstamo para adquirirla; cuando pensábamos que la felicidad era acumular, eludir preguntas  del tipo ¿cómo un país mediocre podía permitirse tantos lujos?, y responsabilidades, practicar la estrategia del avestruz mientras el armario estuviese lleno, aunque fuese de artefactos inútiles; cuando se consideraba normal vivir por encima de las propias posibilidades y solicitar créditos no para lo esencial ni para lo excepcional, sino para cualquier capricho, para celebrar por todo lo alto el cumpleaños del niño o la comunión de la niña como si fuera un casorio, o para irse de vacaciones a destinos exóticos, ¿no nos representaban los mismos políticos?

Cuando los jóvenes abandonaban los institutos en tropel para ganar un salario en la construcción; cuando el ideal de la juventud era el "nuevo héroe" del capitalismo, un personaje engominado y amoral, desacomplejado dentro de su traje de Armani, libre de cualquier tipo de ética, que lo quiere todo y de inmediato, que busca maximizar el valor de la acción y su rentabilidad inmediata mediante la especulación, y no a la creación de valor económico a largo plazo, que se cobijaba en el paraguas del "riesgo moral", porque sabía que las consecuencias negativas de sus acciones no las pagará él, sino la sociedad que vendrá a su rescate, ¿no nos representaba entonces la misma clase política, a la que ahora, con esa puerilidad que todo lo inunda, pedimos que ponga remedio a nuestros frustrados sueños personales?

Ocho. Cabalgando encantados en el tsunami social, los de siempre sacuden aquí y allá. Predicadora habitual de que todos los políticos son corruptos, la ultraderecha –con la Cope e Intereconomía a la cabeza, poder espiritual y económico de la mano: sin novedad en el Alcázar, como en el 36- proclama que el movimiento del 15-M es un aquelarre de perroflautas, que los indignados son unos guarros que ensucian la Puerta del Sol y unas nenazas, porque su movimiento, mecida su cuna por la oculta garra de Rubalcaba, es una mariconada que lo que debería hacer es arrasar las Cortes, aniquilar los parlamentos regionales y tomar a sangre y fuego la Moncloa, origen y fin de todos los males nacionales. Ojo, el populismo, el gilismo o su émulo italiano, el berlusconismo, manifestaciones que preceden al fascismo, están ahí, a la espera, donde siempre han estado.

Nueve. Los problemas son muy grandes, son globales, pero nunca los podemos abordar con menos democracia, sino con más democracia. Nunca los podremos abordar con menos política, sino con más política. Nunca con menos Europa sino con más Europa. Eso es lo hay que proclamar: más y mejor democracia, más y mejor política, y más Europa, pero también otra Europa más política y menos económica.

Diez. Cuando algo no le agrade del 15-M, sea benevolente. Piense que, de momento, se han hecho notar; piensen en los abocados al desahucio salvados por la campana agitada por algunos indignados; piensen en que los bancos empiezan a dar facilidades a quienes no pueden pagar su hipoteca; piensen en los mercados, en las agencias de calificación, en el entramado financiero que se ha cargado las políticas progresistas y ha dejado a la izquierda hecha unos zorros, que se está cargando el Estado de bienestar y que, cuando consiga liquidarlo, va a cargarse la democracia, y lo hará proclamando que es por nuestro bien, porque no hemos sido buenos, porque es una etapa más de la inevitable senda que nos obliga a escoger entre las reformas o la perdición. 

Piensen que quienes llenan calles y plazas están consiguiendo que se sepa que seguimos estando aquí, despertando del ensueño imaginario en el que estábamos, saliendo del paraíso onírico con autocrítica y rebeldía. La primera para no creer más en que somos los mejores (esa profusión de “soy español, ol, ol, ol” en las ventanillas de los coches; tanta banderita rojigualda en las muñecas de los patriotas de salón: patriotismo, el último refugio de los idiotas y de los sinvergüenzas); para hacer en nuestro propio ámbito, en nuestra profesión y en nuestro diario quehacer lo que sabemos y debemos. En dejarnos de patrioterismos y en transformarnos, por fin, en ciudadanos justos y benéficos, como decía candorosamente la Constitución de 1812; en trabajadores de todas clases, como decía ilusoriamente la Constitución de 1931.

Rebeldía para acordar cambios en la legislación electoral, para lograr que la administración sea austera, profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo de las televisiones, las nacionalidades de pacotilla y los fuegos artificiales para salvar lo imprescindible (la sanidad, la educación y las pensiones) en los tiempos que vienen, para que se debata con claridad el modelo educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser justo y sostenible, para que superemos esa paletería del derroche conmemorativo de los centenarios y de los monumentos firmados por arquitectos de elite. 

«Ahora parece como si la gente en general, en todos los niveles sociales, se hubiera propuesto parar, hacer una pausa y volver a partir en una dirección diferente», escribió Mavis Gallant en Los sucesos de mayo. París 1968 (Alba, 2008). La alucinación colectiva consistió entonces en creer que la vida puede cambiar, de repente y para mejor. Puede que ahora sea, por fin, así.



Prodigiosas criaturas de la noche



Asumo que mis lectores saben más que los autores bíblicos, los cuales, en clara contradicción con los principios zoológicos más elementales, pensaban que los murciélagos eran pájaros. En el Levítico (11: 13-19) aparece una larga lista de «aves» catalogadas como «inmundas», comenzando con el águila y terminando con «la cigüeña, la garza, la abubilla y el murciélago». Como todo el mundo sabe, los murciélagos no son aves, sino mamíferos cuyos atributos biológicos responden al mismo esquema básico de todos los mamíferos, incluido el hombre. Sus alas, órganos que les convierten en los únicos mamíferos voladores, no son más que los dedos de sus manos extremadamente largos y unidos entre ellos y al antebrazo por membranas que semejan alas, aunque su anatomía sea muy distinta a las aviares. De ahí el nombre científico de quirópteros, que proviene de dos vocablos griegos, cheir, mano, y pteron, ala. Su nombre original en castellano es una metátesis histórica de “murciégalo”, de mus, muris, ratón, y caeculus, diminutivo de ciego, que subraya precisamente que actúan a la luz como si fueran ciegos (no lo son), mientras que navegan asombrosamente durante la noche.

A pesar de su siniestra reputación como chupadores de sangre, alentada por las novelas de vampiros cuya precursora fue Drácula de Bram Stoker (1897), y por la serie de películas surgidas a partir de Nosferatu de F.W. Murnau (1922), tan solo tres especies de murciélagos tropicales son hematófagas del ganado vacuno, mientras que más de mil de ellas juegan un papel fundamental en los ecosistemas como insectívoras, polinizadoras y diseminadoras. En España son el grupo más diverso de mamíferos: 34 especies de quirópteros, todas ellas insectívoras, viven en nuestro país. La especie más conocida es el minúsculo urbanita Pipistrellus pipistrellus, al que cada noche vemos revoloteando alrededor de las farolas de nuestras calles en una infatigable actividad devoradora de insectos. Son los murciélagos cazadores, esas prodigiosas criaturas de la noche, los que plantearon a la humanidad cómo se producía el misterio de volar ágilmente en la oscuridad, sortear obstáculos y detectar con precisión a sus presas. 

La navegación de los murciélagos se convirtió en uno de los intereses del biólogo italiano Lazzaro Spallanzani (1729-1799), cuya pasión por la biología lo llevó a hacerse cura de misa y olla para garantizarse la subsistencia. Spallanzani, a quien la Ciencia debe mucho, realizó una apasionante variedad de elegantes experimentos con murciélagos. Les puso en la cabeza capuchones opacos que les impedían maniobrar y capuchones delgados y transparentes con el mismo resultado. Finalmente, cegó algunos murciélagos (aquí se impuso la crueldad a la elegancia experimental) y los hizo volar entre hilos rematados con cascabeles que colgó en su laboratorio. Los murciélagos cegados sortearon los hilos sin ningún problema. Hizo lo mismo con murciélagos a los que había privado del oído pero no de la vista y su laboratorio se llenó de cascabeleos: los murciélagos volaban como si estuviesen ciegos, lo que le sugirió que el oído era el sentido que utilizaban para “ver” en la oscuridad. Deslumbrado por su hallazgo, Spallanzani escribió a la Sociedad de Historia Natural de Ginebra comunicando sus descubrimientos. Hombre atento a los avances de la ciencia, el zoólogo suizo Charles Jurine imitó a Spallanzani experimentando con murciélagos a los que había tapado los oídos con cera. Con los oídos taponados, un murciélago se volvía torpe y chocaba con los objetos; en cuanto Jurine quitaba la cera, el mismo individuo volvía a ser un acróbata de la oscuridad. Spallanzani y Jurine concluyeron que el oído era el responsable de la maravillosa capacidad de orientación de los murciélagos. Sin embargo, no podían explicar cuál era el mecanismo que actuaba. Lo más cerca que estuvo Spallanzani de acertar fue pensar que el murciélago escuchaba el eco de sus aleteos. Por ahí iban los tiros, como supimos mucho después.

Pero hete aquí que ambos, el suizo y el cura italiano, toparon con la ciencia oficial. El famoso paleontólogo francés, el joven y aristocrático Georges Cuvier, por lo demás una admirable mente científica de quien se decía que era capaz de determinar el aspecto y la naturaleza de un animal a partir de un simple diente o de un trocito de mandíbula, salió pronto al quite en nombre del “sentido común” replicando con sorna: «Señores Spallanzani y Jurine, si los murciélagos pueden ver con sus oídos, acaso no oirán con sus ojos?» Para rematar la faena, Cuvier pontificó sin ninguna prueba que los murciélagos se orientaban usando el sentido del tacto. Algo sin ninguna base científica. Pero Cuvier tenía un gran prestigio e influencia: se aceptó como dogma de fe la hipótesis del tacto. Los experimentos de Spallanzani y Jurine cayeron en el olvido y la investigación sobre la orientación de los murciélagos quedó interrumpida durante siglo y medio.

En 1944, 150 años después de las infundadas críticas de Cuvier, Donald R. Griffin publicó una breve reseña (cuento 647 palabras) en el número 100 de la revista Science en el que comunicó sus descubrimientos sobre la capacidad de orientación de los murciélagos. Griffin utilizó micrófonos y sensores para demostrar que los murciélagos “ven” en la oscuridad emitiendo chillidos ultrasónicos inaudibles para el oído humano cuyo eco recuperan para conocer la forma y distancia de los objetos. Después de una serie de experimentos, consideró demostrado que la forma de ver de los murciélagos era la “ecolocalización”, un vocablo acuñado por él en esa publicación, en la que Griffin alude al sonar y al radar, tecnologías que por aquellos tiempos empezaban a utilizarse para la navegación aérea y naval. Gracias a los trabajos de Griffin, la solidez de la experimentación de Spallanzani y Jurine se había impuesto finalmente a las creencias irracionales del “sentido común” que preconizó Cuvier.

En el número de 29 de julio de 2011 de Science se han publicado dos artículos que dan a conocer los últimos resultados sobre la extraordinaria capacidad de ecolocalización de los murciélagos que les permite no sólo reconocer a sus presa en movimiento, lo que resulta fundamental para los quirópteros cazadores, sino también para localizar la forma de las hojas florales y de los pétalos de las plantas a las que polinizan durante la noche. Hasta ahora se sabía que las vistosas flores de las plantas presentan marcas florales coloreadas u olorosas que sirven de guía orientativa para sus polinizadores diurnos. Los colores resultan invisibles durante la noche y los murciélagos (salvo los frugívoros dotados de grandes hocicos que les dan aspecto de zorros voladores) carecen de olfato, así que hasta ahora resultaba misterioso cómo se orientan los murciélagos para llegar en plena oscuridad hasta las flores cuyo néctar supone para ellos su único alimento. El trabajo de unos zoólogos alemanes comandados por Ralph Simon, del Instituto de Ecología Experimental de la Universidad de Ulm, demuestra cómo los murciélagos son capaces de reconocer, mediante sus sistemas de ecolocalización, las hojas que rodean las flores de las plantas quiropolinizadas. 

Habituados a percibir con nuestros cinco sentidos, ignoramos que el mundo está repleto de señales que no percibimos. Criaturas diminutas viven en un mundo diferente gobernado por sentidos que nos resultan extraños porque exceden el alcance de nuestra limitada percepción de las sensaciones familiares. Somos extraordinariamente crédulos y predispuestos a la aceptación de nuevos poderes con los que los impostores de la paranormalidad y de la magia inducen a creer en un mundo sobrenatural. Rodeados en la naturaleza de tantas cosas fascinantes y reales que no vemos, oímos, olemos, tocamos o saboreamos, no somos conscientes de que la naturaleza es más de lo que podemos percibir, de que los poderes de percepción «parahumana» están a nuestro alrededor en las aves, las abejas o los murciélagos. 

Y, como hicieron Spallanzani o Jurine, sin necesidad de acudir a la impostura ni de pontificar desde el sentido común, podemos utilizar los instrumentos de la ciencia y la racionalidad para sentir y comprender lo que no podemos percibir directamente.

sábado, 6 de agosto de 2011

La semana que vivimos peligrosamente




Desde el comienzo de la crisis financiera que empezó en Estados Unidos hace casi tres años, el campo de batalla se ha hecho muy extenso y las acciones lentas, como en el escenario bélico de las trincheras de la I Guerra Mundial. Pero, como nos enseñó Stanley Kubrick en Senderos de gloria, aún en el desolado estancamiento de una guerra que se antoja eterna siempre hay cotas que conquistar, hitos que superar bayoneta en mano. Entonces, durante el asalto, en unos cuantos días, los protagonistas viven peligrosamente. La primera semana de agosto fue una semana en que españoles e italianos vivimos peligrosamente.

A finales julio, las trincheras parecían estabilizadas. Tras una sesión extraordinaria celebrada el día 21, los líderes de los 17 países de la eurozona alcanzaron un acuerdo para salvar la moneda común, seriamente amenazada tras el contagio de la crisis de la deuda soberana griega a Italia y España, la tercera y cuarta economías europeas, cuyos PIB sumados suponen el 21% del PIB europeo. Los jefes de Estado o de Gobierno de la eurozona, además de conceder un segundo rescate a Grecia con el que lograron salvarla momentáneamente del abismo, llegaron al acuerdo extraordinariamente positivo de dotar de mayores facultades al Fondo de Estabilidad Europeo (FEE) para que pudiera intervenir preventivamente comprando deuda de países miembros de la eurozona en el mercado secundario. Ante una amenaza que se preveía -el asedio de los mercados a España e Italia- no habría que esperar hasta que fuera demasiado tarde para disuadir a los especuladores. Con ello se dotaba a la eurozona de herramientas que evitasen llegar a una situación en la que ambos países tuviesen que recurrir al auxilio financiero del resto de socios. El enorme volumen de ese hipotético rescate fue lo que animó a cerrar un pacto que llevaba meses sin fraguar. 

El problema es que echar a andar ese pacto, que necesita ser aprobado o ratificado por los 17 países de la eurozona, llevará aún varios meses más, un tiempo de incertidumbre que podía cebar la bomba especulativa contra los títulos italianos y españoles. Dicho de otra forma, mientras que los mercados recorren el circuito financiero subidos en un misil, los países lo hacen montados en patineta. Y el contagio de la deuda española e italiana se acercaba a toda velocidad. En la primera semana de agosto, la bomba estaba lista para explosionar.

Según los analistas de Eurointelligence, centro de investigación sobre la economía europea, la situación era excepcional el primer día de agosto: «Si se analiza la prima de riesgo, Italia y España se encuentran ahora en la posición que estaban Irlanda y Portugal antes del rescate; Bélgica está donde España solía estar hace un mes. Y Francia ha escalado a donde solía estar Bélgica. Las piezas de dominó en la eurozona están cayendo», decían en un análisis publicado el miércoles 3, el mismo día que el presidente Zapatero regresó apresuradamente de unas vacaciones en Doñana que apenas habían durado unas horas. El pacto de última hora firmado por demócratas y republicanos para salvar a los Estados Unidos de la quiebra no había servido para mucho: todas las bolsas del mundo, comenzando por la de Wall Street, lo habían recibido cotizando a la baja. En España, el Ibex 35 alcanzaba los niveles más bajos desde junio de 2010.

El asunto se complicaba todavía más porque en agosto hay pocas operaciones en el mercado secundario. En el caso de los títulos italianos y españoles casi todas eran órdenes de venta, lo que devaluaba el precio de los bonos y, en paralelo, elevaba los tipos de interés (cercano ya al 6,5%; recuérdese que cuando Portugal pidió el rescate los intereses eran del 7%, una cifra donde parece estar la línea roja del rescate) y las primas de riesgo: el diferencial con el interés del bono alemán, superó esa semana los 400 puntos básicos. 

Pero si las piezas del dominó estaban cayendo, también lo estaba haciendo el rigor con el que venía actuando el BCE en su afán de apagafuegos aunque fuera tardíamente. El camino recorrido por el BCE en la exigencia de garantías ha sido largo. Antes de la crisis, el BCE era exquisito: solo aceptaba títulos con las mejores calificaciones. Arrastrado por los acontecimientos, el desarrollo de la crisis lo llevó a rebajar sus exigencias haciéndole más permisivo. Cuando a finales de julio se desencadenó el ataque a Portugal, el BCE tuvo que declarar que aceptaría deuda portuguesa, calificada unos pocos tramos por encima del impago. El recorrido a la baja en el rigor no había sido una originalidad del BCE. La Reserva Federal, su equivalente estadounidense, se vio obligada a aceptar como garantía títulos más que dudosos durante el último año de Bush. 

Pero la gran diferencia entre Europa y Estados Unidos es que allí existe una autoridad indiscutida, el Tesoro, capaz de forzar de hecho a la Reserva Federal a la aceptación de cualquier clase de títulos, una vez acordadas las garantías. En Europa la cuestión es bien diferente porque se necesita el acuerdo político de los 17 miembros de la eurozona. Así las cosas, ante la emergencia del asedio a España e Italia, lo que se necesitaba era ganar tiempo adoptando decisiones rápidas. Por eso, el cuatro de agosto todos los ojos estaban vueltos hacia Jean-Claude Trichet, el cual, mire usted por dónde, es la única autoridad unipersonal en todo el ámbito europeo. Por eso, ese día la esperanza estaba puesta en el presidente del BCE. En ocasiones anteriores, la intervención del BCE en el mercado secundario desencadenó las compras y alivió la prima de riesgo de los países afectados. Ahora, con volúmenes de negociación más reducidos, cualquier gesto podría tener un efecto aún mayor. Esta era la situación en la agónica mañana del 4 de agosto, el mismo día en que se celebraba la habitual reunión mensual del Consejo de Gobierno del BCE.

El resultado de aquella reunión es bien conocido. Trichet anunció más de lo mismo: El BCE compraría deuda italiana y española si ambos países aceleraban sus medidas fiscales de recorte. Para lo que aquí me trae, interesa resaltar la debilidad política de la Unión Europea en lo que se refiere, entre otras cosas, a la necesidad perentoria de una política presupuestaria común. La inexistencia de un poder intermedio entre los líderes al máximo nivel y el BCE lleva a un excesivo grado de independencia de este último frente al poder político. Por eso, por esa enorme distancia, porque –como estamos viendo ahora- se dejan decisiones trascendentales para la gente en manos de un banquero (aunque su nombramiento sea político) y de un Consejo de Administración (el del BCE), resulta de la mayor importancia avanzar en la construcción del equivalente a un ministerio de Economía de la eurozona. No es de recibo, como estamos comprobando estos días, una unión monetaria como la que tenemos en la que no existen cauces de entendimiento permanentes entre los responsables económicos y los financieros, y en la que no esté garantizada la confluencia de intereses entre la política presupuestaria y la monetaria. 

La introducción del euro fue decisiva para la unión de Europa, pero no permite quedarse a medio camino. Frente a problemas globales, la respuesta de Europa sigue siendo en gran parte nacional por su naturaleza. Es necesario avanzar, y a paso ligero, bayoneta en mano, en el refuerzo de la unión monetaria mediante el refuerzo del hasta ahora poco operativo Eurogrupo para coordinar primero, y definir después, las políticas presupuestarias de la UE. Hemos vivido con el sistema actual durante más de 50 años, pero tenemos la obligación, para con los afectados por la crisis actual, de avanzar en la unión para garantizar la estabilidad y la prosperidad en el futuro.

El viernes 5 tuvimos un respiro: el Tesoro español logró colocar si mayores problemas más de tres mil millones de deuda soberana, lo que demuestra que el problema español no es de solvencia, sino de liquidez.  El sábado 6 fue el del “mal de muchos”: por primera vez, la prima de riesgo italiana se situó por encima de la española. Y la sorpresa anunciada: La agencia de calificación Standard & Poor's rebajó la calificación de riesgo de la deuda soberana estadounidense de AAA (matrícula de honor) a AA+ (sobresaliente). Lo nunca visto. La decisión le dio a China donde más le duele, en el bolsillo: los chinos tienen unas reservas de divisas extranjeras de 3,2 billones de dólares, de las cuales dos tercios son dólares norteamericanos.  

China ha manifestado hoy su ira con palabras muy duras. Los medios de comunicación oficiales han arremetido contra Washington por su «adicción a la deuda» y sus discusiones políticas «miopes» a la vez que han dicho que el mundo necesita una nueva divisa de reserva global estable para «prevenir una catástrofe causada por un único país». La insinuación es de cabaretera: tal divisa no puede ser otra que el yuan. Todo indica que el Gobierno estadounidense tiene que aceptar que los buenos viejos tiempos en los que podía simplemente pedir prestado para salir de los líos en los que se metía se han ido para no volver.

Cuando me dispongo a subir este escrito al blog, llega lo que debe ser un poco de bálsamo para el presidente Zapatero, porque viene a apoyar las medidas adoptadas. El laboratorio de ideas londinense Centre for Economics and Business Research (CEBR) calcula que, ante el último episodio de turbulencias en los mercados financieros y el fracaso de los líderes europeos para solucionar la crisis, Italia se verá «obligada al impago" para poder salir del bache, "pero España puede salir de esta sin hacerlo». La clave, señalan, es la carga que supone el excesivo volumen de deuda pública de Italia, que de hecho es la segunda por tamaño del mundo por detrás de la japonesa. El informe no deja en buen lugar ni a Roma ni a algunos políticos europeos: «El fracaso de los líderes europeos para solucionar los problemas económicos del euro antes de irse de vacaciones ha dejado a Italia y España en la estacada», afirma antes de incidir en la falta de compromiso de algunos de ellos. «El presidente Zapatero ha cancelado sus vacaciones de verano mientras el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, cuya vida cotidiana se asemeja a la de un club de vacaciones en realidad no ha renunciado a su plan de verano salvo para hacer un discurso inusual en el Parlamento».


Para analizar las posibilidades de cada país de evitar el impago, el CEBR ha sometido a sus cuentas públicas a dos escenarios macroeconómicos diferentes. En el primero de ellos, sus tasas de crecimiento y costes de financiación se recuperan y en el segundo, ambos factores siguen empeorando. Para España, incluso en el peor de estos dos escenarios su deuda pública no llegará a superar el 75% de su Producto Interior Bruto. «Hasta el momento, lo han conseguido», resalta el analista antes de recordar que la fortaleza de España está en estos momentos en el tirón de sus exportaciones. 

Los líderes europeos han prometido enmendarse después de vacaciones al anunciar que harán propuestas en este sentido antes de que finalice el verano. Mientras tanto, el tsunami se acerca.

Un tórrido Ramadán



Para el millón y medio de fieles musulmanes que viven en España, el mes de ramadán, que este año coincide con el de agosto, está siendo particularmente duro porque a los calores estivales se une el que los musulmanes tienen prohibido comer, beber y mantener relaciones sexuales desde el alba hasta el anochecer (considerando que, como es sabido, sudar refresca, el efecto de la temperatura sobre este último proceso fisiológico, plantea serias dudas). Tal y como sucede con los cambios de fechas que afectan a las festividades religiosas cristianas, las del Islam dependen también de los movimientos del Sol y la Luna. 

Para los musulmanes este es año 1432 de su calendario religioso, porque para ellos todo comienza con la Hégira, que conmemora el viaje de Abu l-Qasim Muhammad ibn ‘Abd Allāh al-Hashimi al-Qurashi (vulgo Mahoma) desde La Meca a Medina y no al revés, como habitualmente se piensa. Ante las dudas de cuándo tuvo lugar exactamente tan trascendental evento, el califa Umar decidió que el viaje de marras había ocurrido el año equivalente al 622 de nuestra Era (Umar, claro está, no tenía ni idea del calendario Gregoriano, que fue inventado casi mil años después, en 1532, pero permítanme la licencia porque me viene al pelo para situarme yo y para intentar situar cronológicamente hablando a mis improbables lectores). Desde la decisión califal, los musulmanes toman el primer día del año lunar en el que se produjo la Hégira como el primero de la era musulmana. En consecuencia, el 622 de la Era Cristiana se convirtió en el primer año del almanaque musulmán. 

La Luna ostenta dos récords: es el satélite más grande del Sistema Solar en relación al tamaño de su planeta (mis excusas a Caronte), y es el único cuerpo celeste en el que el hombre ha realizado un descenso tripulado (Considerando los recortes presupuestarios decretados por Obama y que los rusos están ocupados en otras cosas, es previsible que el segundo récord permanezca mucho tiempo). La Luna tarda el mismo tiempo en dar una vuelta sobre sí misma que en torno a la Tierra, por lo que presenta siempre la misma cara (lo que inspiró, como es sabido, a Pink Floyd), es decir 27 días, 7 horas y 43 minutos, por lo que los años lunares resultan ser aproximadamente de 354 días y pico (el pico de horas, minutos y segundos pueden buscarlo en Wikipedia) y no los 365 que corresponden al año solar. El año lunar es, pues, 11 días más corto que en el calendario solar, por lo que las fechas del calendario musulmán no coinciden, obviamente, con las fechas del calendario gregoriano. 

El mes de ramadán es el noveno mes del calendario musulmán, que presenta la caprichosa peculiaridad que los meses comienzan cuando es visible el primer cuarto creciente después de la luna nueva, es decir, un par de días después de ésta. Determinar con exactitud cuándo se considera visible el citado cuarto es una cuestión transcendental de cara al cumplimiento de las obligaciones religiosas asociadas a este mes. Teniendo en cuenta que el primer telescopio no se inventó hasta que se le ocurrió al gerundense Juan Rogel en 1590 (no caigan en la trampa de adjudicárselo a Galileo, a quien se le apunta todo), el califa Umar y sus asesores no se anduvieron por las ramas: el mes comenzaría cuando el susodicho cuarto creciente fuera visible a simple vista. Ahí es nada. A más de dejar a ciegos y miopes fuera de juego, resulta que el ramadán no empieza nunca en el mismo momento en dos lugares diferentes ni para dos observadores diferentes. A Umar y su cofradía astronómica ni se les pasaba por la cabeza eso de los dos hemisferios, con sus antípodas, sus pingüinos y otras lindezas. Claro que Umar se ajustó a la profecía de Mahoma: «Ayunad a su visión y romped a su visión y si se os oculta [la Luna por causa atmosférica, esto lo digo yo] concluid el mes de ramadán contando treinta días. Igualmente al comienzo del mes de ramadán se contarán treinta días de sha'ban si no es visible el nacimiento de la Luna». Más claro, agua.

Como siempre hay fieles hipercríticos (y un tanto impíos, según imanes, mulás y compañeros mártires) que cuestionan los fundamentos religiosos por preclaros que estos sean y se dedican, como si no hubiera otra cosa que hacer, a hurgar en asuntos que mejor seguirían estando quedos como han estado mil años, un astrónomo musulmán a rajatabla ha salido al quite y ofrece datos precisos acerca de cuándo fijar con exactitud el comienzo del Ramadán. Muy oportunamente, el número 333 de la muy prestigiosa y sesuda revista científica Science se ha ocupado del tema en su ecléctico apartado “Ciencia y religión” en el que, con poco éxito, intenta mezclar agua con aceite y churras con merinas. En ese último número de las semanas horras Science nos ofrecía un extracto de una entrevista con el astrónomo de origen argelino Guessoum Nidhal, un musulmán sunita, quien califica la fijación del comienzo del ramadán como una datación «caótica y una vergüenza» para el Islam (tal calificación es suya, no mía; las reclamaciones al maestro armero). Muy acertadamente, el doctor Nidhal, profesor en la Universidad Americana de Sharjah en los Emiratos Árabes Unidos, comienza su meritísima disertación diciendo que el mundo es muy grande y la vista de los mortales variable (opinión apoyada unánimemente por ópticos y oftalmólogos, que de no ser así no venderían una escoba), factores ambos que hacen que las autoridades islámicas locales fijen el comienzo del ayuno cada una a su bola. 

Nidhal, vicepresidente de una organización internacional conocida como Proyecto de Observación de la Media Luna Islámico (ICOP), cuyos socios caben sobradamente en un Fiat 500, y uno de los más prominentes defensores de un enfoque científico para la cuestión religiosa (eso de mezclar aceite y agua parece ser lo suyo), manifiesta que hay que poner fin a tamaña confusión porque le preocupa «saber si puede mantener una reunión el 30 de agosto», y porque «quiere poner al Islam en la vanguardia de la ciencia», para «poder integrar la ciencia en la vida social y cultural musulmana». Convencido de que la ciencia puede ayudar a resolver problemas prácticos en la fe musulmana, el astrónomo insiste en explicar urbi et orbe cómo las técnicas astronómicas pueden ayudar a determinar los tiempos de oración en países alejados del ecuador o establecer la dirección de La Meca, cuestión esta última fundamental, porque según la última encuesta del CIS los musulmanes que viven en Lavapiés tienden a rezar mirando a El Corte Inglés. Como no podía ser menos, sus intentos de aplicar la ciencia a los rituales islámicos le ha ganado el respeto de los cuatro gatos del Fiat 500, pero ha agitado a los fundamentalistas religiosos, los cuales, de momento, y afortunadamente para él, se limitan a ponerlo a parir por escrito. 

Nidhal se dedica desde hace años en exclusiva, con gran entusiasmo de mulás y talibanes, a diseñar programas informáticos capaces de predecir, esté donde esté el atribulado fiel, el momento exacto en que la llamada “Media Luna Roja” se hace visible. Con esos modelos, el iluso Guessoum quiere proponer sendos calendarios islámicos, uno universal, en el que el inicio de cada mes esté vinculado a un determinado día en el calendario gregoriano internacional, y otro bizonal para el cálculo por separado en varios continentes. El iluso (¿debería decir lunático?) Nidhal espera que los clérigos empiecen por probar homeopáticamente el calendario bizonal para luego comulgar con las ruedas de molino de la versión universal. Tarea difícil, se me antoja, porque a lo largo de la historia del Islam otros muchos científicos incautos han propuesto otras soluciones racionales, pero los jerarcas eclesiásticos musulmanes, siempre con sus tiquismiquis, se han mantenido atados a sus seculares observaciones a ojo de buen cubero.

Nidhal se autodefine como un racionalista y un pragmático, pero, en su vano intento de conjugar las creencias con la mera razón, pasa por alto que, a lo largo de la evolución humana, el córtex cerebral, donde radica la inteligencia, se sobrepuso a los bulbos límbicos, que gobiernan nuestras emociones. Desde ese momento la ciencia y las creencias han seguido caminos dispares, cada vez más discordantes que ni Nidhal ni nadie puede lograr hacer confluir por más empeño que pongan. En resumen, que Nidhal ha optado por los que dijo san Juan: «la verdad libera», y no por lo que recomendaba san Francisco de Quevedo: «Esas cosas, aunque sean verdad, no se han decir»). Con los tiempos que corren y tal y como se las gastan algunos, más le valiera optar por san Quevedo.

Si la calle no lo menea, esto no se mueve

La indignación y las protestas que han sacudido a España ponen de manifiesto que las revoluciones tecnológicas y las nuevas herramientas de la información y la comunicación han puesto en pie a miles de ciudadanos en movilizaciones que no son, en modo alguno, antipolíticas: son genuina y rabiosamente políticas. La ola de movilizaciones que arrancó el pasado 15 de mayo, conocida en la opinión pública como el “movimiento de los indignados” (MI) plantea toda una serie de cuestiones sobre su naturaleza, protagonistas, modos de acción y momentos de actuación en las que merece la pena detenerse para intentar acercarse a una cabal comprensión de un fenómeno multifacético y, en mi opinión, esencialmente saludable, que está agitando la vida política y social española que, hasta la aparición del MI, estaba adormecida por una profunda crisis económica y por un sistema de partidos bipolar incapaz de cumplir con una de las promesas de la democracia: la de ser capaz de transmitir las inquietudes y demandas de la ciudadanía a través de los canales de representación pertinentes. 

La escala de la movilización del MI y su carácter sostenido y fundamentalmente pacífico dan a entender que las movilizaciones responden a unas inquietudes que subyacen en amplios sectores de la ciudadanía, tal y como se desprende de estudios demoscópicos que han ido apareciendo en diferentes medios. El MI representa una forma de movilización popular «desde abajo» que, rebelándose frente a las formas rutinarias de practicar la política en las democracias liberales avanzadas que tienen a los partidos políticos como protagonistas estelares, se autoorganiza intentando dinamizar un proceso de cambio social a partir de la crítica al funcionamiento defectuoso de aspectos fundamentales del sistema social: la política y la economía. La crítica se sostiene en unos ideales universalistas y que aspiran a conseguir bienes públicos, entendiendo como tales los que apuntan al bienestar de todo el mundo sin distinciones de clase, etnia, origen, género o edad.

La profunda crisis económica y su gestión por los partidos políticos que monopolizan los resortes institucionales del país, es decir, PSOE y PP, han sido objeto de una desafección general manifestada en todas las encuestas que subrayan la desconfianza hacia los políticos (que no hacia la política democrática, cuya necesidad nadie cuestiona; de hecho no se pide más democracia, sino mejor democracia) que ha cristalizado en el MI. En el primer plano de la movilización figura la crítica al sistema político vigente que, según el MI, ha defraudado el ideal asambleario y, por consiguiente, un tanto utópico en las sociedades contemporáneas, según la cual la democracia es el sistema de organización de la comunidad política que pone al alcance de todo el mundo la capacidad de intervenir en el proceso deliberativo y decisorio de aquellas cuestiones que afectan de forma sustantiva al conjunto social. 

Si la soberanía reside en la nación —dicen las voces críticas—la aplicación del principio democrático exige la mejora de los canales de comunicación entre la política (entiéndase el establishment político) y la ciudadanía. Cuando tal cosa no sucede (lo que no es caso único en la democracia española sino un mal extendido en todas las democracias liberales al uso), y unas elites toman decisiones que afectan al conjunto de la sociedad sin contar con la ciudadanía, y peor todavía, a sus espaldas, lo que se plantea es una crisis sistémica de legitimación, cuyo síntoma más acusado es una desafección creciente de los ciudadanos ante el sistema político y sus agentes principales, los partidos políticos.

Aunque las movilizaciones se hayan incorporado elementos antisistema –de la misma forma que el célebre cojo Manteca se incorporó a los movimientos estudiantiles sin cursar estudio alguno- en absoluto el MI puede ser catalogado genéricamente como antisistema. Todo lo contrario, en el MI destaca su deseo de radicalizar intensivamente el principio democrático y de mejorar los canales de participación en aquellos temas de calado recogidos en la panoplia de intervenciones estatales de las democracias liberales. Se trata, no de derribar el sistema, sino de “engrasar” la maquinaria de una democracia esclerotizada que condena a los ciudadanos al “dontrancredismo”, a la categoría de simples espectadores, en los periodos comprendidos entre elecciones. Para el MI, una democracia merecedora de tal nombre lleva indisociablemente ligada un conjunto de prácticas: la participación en la deliberación pública, la exigencia de publicidad y transparencia en los procedimientos y el ejercicio colectivo de controles sobre las autoridades, esto es, la exigencia de que quien ejerza un poder político rinda cuentas a la ciudadanía.

El MI demuestra que los ciudadanos se forman un juicio con sus propios medios y con su propio esfuerzo. Saben que la estrategia de la austeridad a todo coste es equivocada y no puede funcionar. Saben que a los griegos se les están imponiendo sacrificios inasumibles en plazos imposibles. Saben que la cervantina dieta a lo Pedro Recio y el menú a lo dómine Cabra que se les está imponiendo no pueden funcionar, puesto que impiden el crecimiento y el empleo. Los ciudadanos saben que no es aceptable, ni cierto, el trágala del discurso lapidario de que «no hay alternativa» a los ajustes de impuestos, lo que equivale a decir que ya no hay espacio para la política como deliberación entre alternativas. 

Los ciudadanos, voz en grito en la calle, dicen que están hartos de un statu quo manifiestamente mejorable y reclaman que la política cuente, que se hable de política(s) en el marco de esta crisis: reformas institucionales y constitucionales, reducción del aparato político burocratizado, mejoras democráticas, reformas electorales, refuerzos de los controles y las responsabilidades como parte de la solución a la debacle socioeconómica. Quienes no tuvieron la oportunidad de participar en la transición democrática reclaman ahora la oportunidad histórica de contribuir a desbloquear el hastío que recorre España. No es solo la crisis y el paro, es, sobre todo y más que nunca, la hora de las reformas políticas.

Junto al sistema político, el económico es el otro objetivo predilecto del MI. Las instancias políticas han perdido la batalla en el control de los «mercados», esas instancias económicas un tanto etéreas que se sustraen al control democrático. Unos mercados desregulados y desbocados que marcan políticas monetarias y fiscales a los Estados, y cuyas irresponsabilidades son sufragadas por el Estado («socialismo para los ricos»), mientras que la gente común y corriente es arrojada al darwinismo social más descarnado («capitalismo para los pobres»), como subrayan los eslóganes coreados en las plazas españolas. La crítica se dirige a la esfera económica, o si lo prefieren en términos sociológicos, al “subsistema económico”, cuya creciente desregulación relativa aprobada o consentida por el subsistema político, que ha conseguido ensanchar las diferencias sociales entre ricos y pobres obviando el ideal de colaboración social de repartir la riqueza.

La demanda de una democracia más atenta a la ciudadanía y la exigencia de una mayor justicia social son los motores principales que están cebando al MI, el frontispicio de la protesta, el leitmotiv del movimiento y el trasfondo de todos sus eslóganes. La crisis económica ha hecho aflorar las disfunciones del sistema político, traducido todo ello en un sentimiento generalizado de indignación. Dentro de ese marco general animado por la psicología de cada cual en la que priman sentimientos tan dispares como el miedo, la rabia, la desesperación o la impotencia, cada uno aporta lo que más siente o le preocupa que, fundamentalmente, son los impulsos que alientan a los tres grandes movimientos contemporáneos: ecologista, feminista y pacifista. 

Mediante la política de calle quienes están ocupando las plazas aspiran a revertir el sentimiento negativo del conjunto de la ciudadanía (probablemente más visceral que racional, aunque igualmente válido en términos políticos) en otro opuesto y positivo que, al menos, sirva para mirar al futuro con esperanza. Quieren transmitir a la opinión pública que es posible revertir el miedo en esperanza gracias al impulso ciudadano; que agitar las conciencias, sacar a la gente a la calle para que pueda intervenir en el transcurso de sus vidas e inducir al sistema político a adoptar reformas que mejoren una democracia esclerotizada y un sistema económico injusto son objetivos alcanzables. Por decirlo con otro de los eslóganes que se repiten estos días: «Si la calle no lo menea, esto no se mueve».

Y en estas llegó el verano. Ya veremos en septiembre.

El eterno retorno de lo mismo

Durante más de una década el crecimiento español estuvo basado casi exclusivamente en la construcción. Promotoras y constructoras se endeudaron al máximo para edificar. Las familias, animadas por tasadores benevolentes, se entramparon para comprar casas y los bancos se endeudaron para dar préstamos a las empresas e hipotecas a las familias. Llegó la crisis financiera y nos sorprendió endeudados hasta las cejas. Lean ahora la crónica de lo que aconteció en México hace justamente 40 años, cuando se anunció al mundo que el país estaba casi arruinado. Cambien viviendas por petróleo y verán cómo se confirma aquel  axioma de Friedrich Nietzsche que definía la historia universal como el «eterno retorno de lo mismo». 

Tras la acostumbrada farsa electoral, en diciembre de 1976 José López Portillo tomaba posesión de la Presidencia de la República de México en sustitución de Luis Echeverría, un personaje derechista de retórica populista cuyo sexenio había quedado marcado en lo político por la matanza de estudiantes en la plaza de Tlateloco y en lo económico por la crisis de confianza que culminó en pleno proceso electoral, con la devaluación del peso, la primera desde 1954. Echeverría, rechazado por el pueblo y enfrentado a los empresarios mexicanos, dejaba una herencia envenenada.

López Portillo tenía muy poca experiencia política y no parecía tener pasión ni ambición por ella. Sus intereses eran más bien intelectuales: impartía clases en la prestigiosa Universidad Nacional (UNAM), había publicado un par de libros y le gustaba pintar. Era un deportista consumado y estaba orgulloso de su capacidad atlética para correr, pero su carrera política fue primero accidental y luego accidentada. Echeverría, su amigo de la niñez, le fue dando una serie de puestos políticos que culminaron en 1973, cuando fue nombrado Secretario (ministro) de Hacienda. Su elección para la Presidencia parecía reflejar la decisión de Echeverría de perpetuar su influencia una vez terminado su mandato.

Astutamente, López Portillo supo restaurar la confianza del sector público al pronunciar un duro discurso en su toma de posesión, en el cual anunció que no sería manipulado por Echeverría. También calmó a los acreedores extranjeros imponiendo un programa de austeridad elaborado con el FMI. En 1978, los enormes descubrimientos de petróleo empezaron a cambiar el ambiente del país, y el aumento de las inversiones gubernamentales y privadas nacionales y extranjeras alimentó un auge económico que derivaría en tasas anuales de crecimiento del 8% hasta 1981. Pero ese auge podía generar problemas. 

Cuando la imponente riqueza petrolera de México empezó a adivinarse en 1977, López Portillo anunció ante la inesperada jauja que se avecinaba: «México, país de contrastes, ha estado acostumbrado a administrar carencias y crisis. Ahora, con el petróleo, tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia». Por si las moscas, prometió solemnemente evitar los problemas políticos y económicos que los auges petroleros habían producido en Irán, Nigeria o Venezuela. Incluso estableció un tope de 1.500.000 barriles diarios para las exportaciones de petróleo con objeto de evitar la "indigestión financiera". No obstante, a la mitad de su sexenio, aparecieron claros indicios de que la recalentada economía se había "petrolizado" y de que México, irrevocablemente, cometería la mayoría de los errores que había jurado no repetir.

México estaba inmerso en una verdadera fiesta de préstamos y gastos, un derroche que duró casi tres años. Desde la pesca hasta la electricidad, desde los transportes hasta el turismo, no había ningún campo ajeno a una expansión financiada con préstamos. El sector privado respondió con igual entusiasmo y se embarcó en programas de expansión. Como el crédito autóctono no podía financiar las inversiones necesarias para satisfacer una demanda interna insaciable, la deuda externa del sector privado se cuadriplicó entre 1976 y 1982. Flotando entre petrodólares nuevos después del aumento del precio del petróleo de 1979, los bancos extranjeros estaban encantados de prestarles a empresas mexicanas cuya producción, ventas y dividendos estaban aumentando. 

El verano de 1981 fue el comienzo del fin. En junio, una repentina baja de cuatro dólares por barril en el mercado mundial del petróleo puso de manifiesto la vulnerabilidad de la estrategia económica mexicana: ingresaría menos con sus exportaciones de petróleo, pagaría más por los intereses de su deuda y, por tanto, serían menos los petrodólares sobrantes que se reciclarían a través de los mercados financieros internacionales, dando por resultado tasas de interés incluso más altas. En ese momento, los economistas, hasta entonces costaleros de la procesión del despilfarro, explicaron lo que había pasado: la economía, exclusivamente sustentada en el petróleo, había crecido demasiado deprisa y el gobierno había ingresado mucho pero había gastado más. Como los ingresos por petróleo eran insuficientes para financiar el crecimiento, el gobierno se había dedicado a acuñar pesos a destajo para atender la demanda interna y a pedir dólares prestados para financiar el abultado déficit del sector público.

Poco después de que el gobierno de Reagan asumiera el poder en enero de 1981, sus políticas monetarias empezaron a fortalecer el dólar y a elevar las tasas de interés en todo el mundo. Como podía echar la culpa a los mercados, López Portillo tuvo una oportunidad ideal para hacer una política de ajuste: reducir el gasto público, controlar las importaciones, disminuir los empréstitos externos y, sobre todo, devaluar el peso. No lo hizo. En agosto de 1981 el país amenazaba con la bancarrota.

En lugar de reducir su tasa de crecimiento y de devaluar una moneda sobrevaluada, López Portillo optó por compensar los ingresos perdidos con la bajada del precio del barril tomando más préstamos extranjeros. No obstante, la desconfianza en cuanto a la estabilidad del peso alimentó una impresionante fuga de capitales y, en febrero de 1982, sólo unos días después de que hubiese prometido defender el peso «como un perro», López Portillo devaluó la moneda un 40%. En agosto hubo otra devaluación y se declaró la suspensión de pagos del capital de la deuda externa del país, por 80.000 millones de dólares. Aterrados de que México pudiera declarar una moratoria de todos los pagos de su deuda, Washington, el FMI y un grupo de bancos extranjeros organizaron un rescate de emergencia para que la economía mexicana pudiera mantenerse a flote.

A diferencia de la crisis que López Portillo había heredado en 1976, la situación que legaba no podía ser aliviada con un inspirado discurso inaugural. Había despertado expectativas y después las había destrozado. Había destruido la confianza que los mercados, los empresarios mexicanos y las clases medias en general tenían en la capacidad del Estado para administrar al país. Y lo más peligroso de todo, había permitido que el modelo económico debilitara al sistema político.

Desesperado por rescatar su lugar en la historia, en su último informe presidencial de septiembre del 82 decretó la nacionalización de la banca, culpándola del desastre. El Presidente, que había gozado de enorme popularidad durante los años de auge, se convirtió en blanco de una hostilidad generalizada. Era una figura derrotada; en un momento dado llegó a hablar de sí mismo como «un Presidente devaluado», que se hundió en la depresión cuando la devaluación monetaria de febrero de 1982 significó la traca final de la feria mexicana de las vanidades. Durante semanas se envolvió en la bandera del nacionalismo y, tras la nacionalización de los bancos, saboreó la aclamación de la izquierda radical. Parecía haber perdido contacto con la realidad: despreciado, e incluso odiado por muchos mexicanos, viajó por todo el país inaugurando proyectos inconclusos y recibiendo las "gracias" de multitudes subvencionadas para que consolaran al decaído Presidente. Tal fue la avalancha de ira y amargura que cayó sobre él cuando abandonó el poder que su sucesor le pidió que abandonara el país, porque su simple presencia mantenía vivo el deseo de venganza en todo el sistema. 

Rompiendo la regla de que un expresidente no debía nunca criticar a su sucesor, en 1984 Luis Echeverría optó también por condenar la actuación de López Portillo. Desde su dorado exilio en Roma, este contrató un anuncio a  toda página en un periódico de la ciudad de México que simplemente decía «¿Tú también, Luis?».