Vistas de página en total

domingo, 17 de octubre de 2021

Una nueva planta carnívora



Triantha occidentalis

En las plantas, la carnivoría es una maravilla evolutiva que ha fascinado a los naturalistas y a la gente en general. Las plantas carnívoras aparecen por primera vez en la literatura botánica en el año de 1554 en un tratado sobre vegetación escrito por Rembert Dodoens. La referencia se limita a la ilustración de una especie de Drosera que fue erróneamente clasificada como un musgo. Debieron pasar más de 300 años para que los naturalistas entendieran el significado ecológico de la carnivoría.

Darwin (Insectivorous Plants. John Murray, Londres, 1875) demostró que la captura de presas incrementaba el crecimiento y la producción de semillas. Desde entonces, las plantas carnívoras han fascinado a los naturalistas interesados en las interacciones bióticas. Gran parte de ese interés reside en que las plantas carnívoras han invertido los papeles tradicionales que juegan plantas y animales, es decir, las plantas se han convertido en cazadores y los animales en presas. En este proceso las plantas carnívoras han desarrollado la capacidad de capturar presas, en su mayoría insectos, y de aprovecharlas como fuente de elementos esenciales.

El pasado mes de agosto, una nueva planta se incorporó al selecto y reducido catálogo de las plantas que completan su dieta con el nitrógeno obtenido de los insectos: el falso asfódelo occidental (Triantha occidentalis), una hermosa monocotiledónea nativa de los humedales pobres en nutrientes del oeste de América del Norte.

T. occidentalis puede parecer una extraña planta carnívora. A primera vista, no tiene muchas adaptaciones carnívoras; no hay hojas transformadas en jarras como ocurre en las nepentes y en las sarracenias, ni hojas pegajosas como en Drosophyllum, ni mecanismos de resorte como en la venus atrapamoscas, ni tampoco vejigas succionadoras como en las utricularias acuáticas y en algunas hepáticas. Sin embargo, si se la observa atentamente durante su temporada de floración, puede verse que muchos insectos pequeños aparecen pegados a su tallo.

Glándulas pegajosas e insectos atrapados justo debajo de las flores de Triantha occidentalis. Foto de Michael Kauffmann (www.backcountrypress.com).


De hecho, la capacidad para atrapar insectos se conoce desde hace bastante tiempo. Incluso las antiguas colecciones de herbario de la planta están repletas de restos de insectos adheridos al tallo. Si se pone una pequeña lupa sobre el tallo florido puede verse que está cubierto de pelos pegajosos (tricomas) que se parecen mucho a las pequeñísimas pilosidades que cubren las hojas de carnívoras más conocidas como las droseras.

A través de una serie de experimentos que utilizaron isótopos de nitrógeno, los investigadores que han publicado el hallazgo han revelado que T. occidentalis obtiene nutrientes nitrogenados de los insectos que atrapa. En un caso claro de holocarnivoría, la planta también secreta la enzima digestiva fosfatasa que ayuda a descomponer los insectos atrapados.

El 64% del nitrógeno encontrado dentro de la planta se obtiene a través de la digestión de los insectos, una concentración similar a la que se encuentra en otras plantas carnívoras conocidas. Curiosamente, parece que el nitrógeno de los insectos que obtiene la planta se almacena primero en el tallo florido y en los frutos, pero luego se transporta a las raíces y al rizoma subterráneo para ser utilizado en la siguiente temporada de crecimiento.

El hecho más notable de este descubrimiento es el lugar de la planta donde tiene lugar la captura. La gran mayoría de las plantas carnívoras mantienen sus órganos de alimentación alejados de sus flores. La hipótesis principal sobre esa posición sugiere que separar la alimentación y la reproducción en el espacio (y a veces en el tiempo) ayuda a las plantas carnívoras a evitar atrapar y digerir a sus polinizadores. Sin embargo, T. occidentalis hace lo contrario: produce todos sus pelos pegajosos muy cerca de sus flores.

Los visitantes florales grandes, como las mariposas, parecen ser los principales polinizadores y son demasiado grandes para quedar atrapadas, mientras que los insectos más pequeños como los mosquitos sí son capturados por los pelos pegajosos. Foto de Michael Kauffmann (www.backcountrypress.com).

La clave de esta aparente contradicción morfológica puede estar en la viscosidad de esos pelos. Se ha observado que la gran mayoría de los insectos atrapados en los tallos florales de T. occidentalis son en su mayoría mosquitos y otros pequeños insectos que no son polinizadores de la planta. Es posible que las abejas y mariposas más grandes que podrían actuar como verdaderos polinizadores sean simplemente demasiado grandes y fuertes para quedar atrapadas. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

sábado, 16 de octubre de 2021

Los pimientos sirvieron para ganar el Premio Nobel

Los dos ganadores ex aequo del premio Nobel de Fisiología o Medicina 2021. Dominio público.
En el siglo XVII, el filósofo René Descartes imaginó unos hilos que conectaban diferentes partes de la piel con el cerebro. Gracias a ellos, pensaba, un pie que tocaba una hoguera enviaba una señal mecánica al cerebro (Figura 1).

Gracias entre otros a las investigaciones de Ramón y Cajal (Premio Nobel de 1906 por su descubrimiento de las neuronas), casi tres siglos después de Descartes dos neurólogos descubrieron la existencia de neuronas sensoriales especializadas que registran cambios en nuestro entorno. Joseph Erlanger y Herbert Gasser recibieron el Premio Nobel en 1944 por su descubrimiento de diferentes tipos de fibras nerviosas sensoriales que reaccionan a distintos estímulos, por ejemplo, en las respuestas al tacto.

Desde entonces, se ha demostrado que las células nerviosas están altamente especializadas para detectar y transducir diferentes tipos de estímulos, lo que permite una percepción matizada de nuestro entorno; por ejemplo, nuestra capacidad para sentir diferencias en la textura de las superficies a través de las yemas de los dedos, o nuestra capacidad para discernir tanto el calor agradable como el doloroso.

Figura 1. En esa publicación. que incluye el dibujo adjunto, el filósofo René Descartes imaginó cómo el calor envía señales mecánicas al cerebro.

Antes de los descubrimientos de David Julius y Ardem Patapoutian, nuestra comprensión de cómo el sistema nervioso percibe e interpreta el entorno contenía una pregunta fundamental sin resolver: ¿cómo se convierten la temperatura y los estímulos mecánicos en impulsos eléctricos en el sistema nervioso?

Trabajando independientemente, dos investigadores, David Julius y Ardem Patapoutian, descubrieron los receptores que nos permiten sentir los cambios de temperatura (Julius) y de presión (Patapoutian), lo que les ha valido para recibir ex aequo el premio Nobel de Fisiología (Medicina) de 2021.

Los neurorreceptores

Asociados a la piel, distribuidos a diferentes profundidades y en localizaciones estratégicas, disponemos de unos cinco millones de estructuras especializadas denominadas neurorreceptores. Se trata de terminaciones de neuronas sensitivas que constituyen nuestro sistema somatosensorial, responsable de muchas sensaciones diferentes, incluida la temperatura, el tacto, la posición y el movimiento del cuerpo, el dolor y el picor. En ese sistema complejo, los neurorreceptores son las proteínas encargadas de enviar y detectar neurotransmisores, sustancias químicas que permiten la comunicación entre neuronas.

Podríamos decir que en los efectos combinados de nuestro sistema somatosensorial radica la conexión con el mundo que nos rodea. Los descubrimientos hechos por Julius y Patapoutian han servido para resolver algunas cuestiones relacionadas con los mecanismos que hacen que determinados estímulos se convierten en señales nerviosas a nivel molecular.

Mientras que las investigaciones de Ardem Patapoutian en el instituto de investigación Scripps de California han logrado identificar los genes Piezo1 y Piezo2 responsables de codificar las proteínas del mismo nombre que responden a la presión y son fundamentales para nuestro sentido del tacto, trabajando con algo tan prosaico como los pimientos Julius y sus colaboradores han logrado descubrir los mecanismos fisiológicos de nuestro sentido térmico.

Un poco de picante

La sensación que llamamos “picante” es la respuesta de nuestro sistema nervioso a la presencia de una molécula, la capsaicina, que almacenan los pimientos (Capsicum anuum) y particularmente sus variedades más picantes conocidas como “chiles picosos” en México y “guindillas” en España, para que los mamíferos evitemos comerlos, pero que no afecta a otros animales, sobre todo a las aves, que, completamente insensibles a la ardiente molécula, son las encargadas en la naturaleza de esparcir las semillas de los pimientos

Figura 2. Las proteínas de canal iónico TRPV1 y TRPM8 son termorreceptores que funcionan como compuertas que permanecen cerradas o abiertas en función de la temperatura. La capsaicina fue utilizada como inductora del mecanismo de apertura y cierre. Elaboración propia.


La capsaicina interactúa químicamente con una proteína llamada TRPV1 que reside en la membrana de ciertas neuronas, cuya consecuencia es que, cuando la proteína detecta capsaicina, la neurona se excita y envía una señal al cerebro, donde genera una sensación de dolor. En la boca, las moléculas de la familia TPRV son termorreceptores y nociceptores del dolor por abrasión. Los diferentes receptores (TPRV-1, 2, etcétera) se activan en distintos rangos de temperatura.

De ahí procede la sensación de ardor que sentimos al morder variedades de pimientos ricos en capsaicina y otras moléculas afines que almacenan las plantas más picantes del mundo: el cerebro cree que la boca arde. Y como esta sensación es independiente del sistema sensorial que regula el sabor, la sensación se combina de múltiples formas con los sabores clásicos (ácido, amargo, dulce, etcétera) dando gran variedad de sabores picantes.

Y es que en nuestra boca hay miles de receptores para el dolor y otras sensaciones. De ellos unos 10 000 son receptores gustativos. Como esos receptores están situados unos junto a otros en la lengua, a veces mezclamos sensaciones. Por ejemplo, cuando describimos el sabor de una guindilla diciendo que nos «quema» la lengua, estamos diciendo la verdad: en nuestro cerebro la capsaicina inerva las mismas neuronas que se activan cuando tocas un cuerpo a 335 grados. Básicamente, nuestro cerebro nos dice que tenemos la lengua metida en una estufa.

Pese a ello, seguimos tomando picante porque su ingesta nos hace felices. Cuando ingerimos capsaicina, la hipófisis segrega endorfinas en el torrente sanguíneo. Las endorfinas son las mismas hormonas estrechamente emparentadas con los opiáceos que se liberan cuando comemos o mantenemos relaciones sexuales, proporcionándonos una sensación de placer. Sin embargo, como ocurre con cualquier tipo de calor, rápidamente este puede hacerse primero incómodo y luego insoportable.

El conocimiento de estos mecanismos fisiológicos, neurológicos y bioquímicos que hoy constituyen lecciones elementales en las facultades de Medicina y Biología, se debe a las investigaciones del doctor David Julius y su equipo en la Universidad de California. Comenzaron a trabajar en los termorreceptores en la década de 1990, centrándose en la capsaicina. Aunque ya sabía que esta molécula activaba las células nerviosas que causaban sensaciones de dolor, intentaban descubrir qué sensores en las terminaciones nerviosas realmente responden al calor de este compuesto.

Utilizando ARN de neuronas humanas cultivadas en laboratorio, crearon una biblioteca de millones de cadenas de ADN que correspondían a genes en las neuronas sensoriales que reaccionan al dolor, al calor y al tacto (Figura 2). La investigación culminó cuando finalmente identificaron un solo gen que era responsable de hacer que las neuronas fueran sensibles a la capsaicina. El gen codifica la construcción de una proteína, la TRPV1 (Receptor de potencial transitorio V1), que funciona como una compuerta que abre y cierra el paso de iones, haciendo que percibamos el calor de la capsaicina como doloroso.

Este fue el primero de muchos más termorreceptores que Julius y su equipo han descubierto. El descubrimiento de la proteína TRPV1 fue un gran avance que permitió profundizar en la investigación sobre cómo la temperatura induce señales eléctricas en el sistema nervioso. Esa línea hizo que, utilizando mentol (el alcohol extraído de varias especies de Mentha), identificaran más tarde el TRPM8, un receptor que se activa con el frío que notamos al saborear un caramelo de menta.

La importancia de estos sensores

Los mamíferos somos los únicos animales que tenemos la capacidad de generar y mantener la temperatura corporal interna. Si nuestra temperatura sanguínea cae por debajo de 27 ºC, nuestro estado es crítico. Por eso es esencial para la supervivencia poder detectar los cambios de temperatura en nuestro entorno con objeto de mantener la temperatura corporal adecuada. Nos dicen que debemos abrigarnos si hace frío o no tocar la puerta caliente del horno caliente para no quemarnos.

El descubrimiento de los termorreceptores en nuestro sistema nervioso significa que ahora sabemos cómo se detectan los cambios en la temperatura de nuestro entorno. Descubrir los receptores que detectan el calor (TRPV1) y el frío (TRPM8) significa que se puede ahondar en la investigación sobre medicamentos destinados tratar la inflamación, la picazón, el dolor y la alodinia por frío.

sábado, 2 de octubre de 2021

Breve historia de la cascarilla

 

Flores femeninas de la cascarilla Croton eluteria

La medicina y la farmacología avanzan como tantas otras ciencias: ensayando. La búsqueda de medicinas nuevas y mejores es un eterno ensayo en el que se afanan farmacólogos y químicos orgánicos, infatigables cazadores de moléculas con potencial terapéutico. Las epidemias pueden acelerarla, provocando un renovado interés en los remedios antiguos y ampliando los límites de la experimentación con fármacos nuevos y prometedores.

La pandemia de COVID-19 ha despertado el interés público por una variedad tal de terapias inútiles que ha obligado a la Organización Mundial de la Salud a dedicar un portal completo a desacreditar la información errónea sobre las supuestas causas y curas del COVID-19.

A veces, circunstancias como la de la actual pandemia obligan a buscar soluciones vengan de donde vengan. Por citar un solo ejemplo, hace más de un año escribí sobre la brusca aparición en el mercado de un viejo medicamento antipalúdico, la hidroxicloroquina, que durante unas cuantas semanas aparecía convertido en una especie de solución definitiva para acabar con el COVID-19. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, porque era inexplicable por qué las cloroquinas (o cualquier otro medicamento antipalúdico) podían ser eficaces contra un virus.

Lo que estaba claro es que la COVID-19 había provocado un resurgimiento del interés público por fármacos ya conocidos, como la hidroxicloroquina. En este caso, ese derivado de la quinina quedó rápidamente desacreditado como remedio frente a la pandemia. Pero el caso de la quinina ha traído a mi memoria un episodio histórico poco conocido en el que la casualidad hizo que dos plantas muy diferentes acabaran por ayudar a combatir una terrible epidemia que azotó Holanda.

Hace unos trecientos años se desató una fiebre no identificada en varias ciudades de Holanda. Entre 1727 y 1728, Herman Boerhaave, el médico holandés más famoso de su época, afirmó en una carta haber tratado y curado a más de mil pacientes en Leiden que padecían una “fiebre atípica” (febris anomala). Desde la perspectiva del siglo XXI, es sorprendente que apenas se puedan encontrar testimonios de la epidemia más allá de las cartas de Boerhaave. A pesar de ello, la mortalidad se disparó durante el siglo XVIII y alcanzó su punto máximo en ciudades como Leiden y Amsterdam precisamente en los años 1727-28.

Cabe suponer que surgiera una necesidad urgente de remedios fiables contra esa enfermedad desconocida. Los envíos de corteza de quina aumentaron en Ámsterdam desde octubre de 1727 en adelante, cuando el número de muertes también comenzó a aumentar. Sorprendentemente para una sustancia medicinal exótica, los comerciantes pudieron responder al brote tan rápidamente como lo han hecho ahora los investigadores en vacunas, y los registros aduaneros reflejan las importaciones masivas de corteza de quina que se vendía inmediatamente en subastas públicas.

Pero ¿fue la corteza de quina el remedio utilizado? En el momento de la epidemia, los médicos tenían casi un siglo de experiencia en el uso de la corteza de quina peruana, introducida en Europa por los jesuitas alrededor de 1640 con el nombre de cinchona, en alusión a la primera paciente europea tratada con ese remedio de los indígenas peruanos: doña Francisca Enríquez, condesa de Chinchón, esposa del virrey español en Perú.

Flores masculina de Croton eluteria

En los días de Boerhaave, la cinchona había comenzado a denominarse simplemente “corteza”, y era de uso común contra todo tipo de afecciones febriles. Entre ellas, las más notables fueron las fiebres malignas “terciana” y “cuartana”, es decir, con episodios de fiebre que ocurren cada tres o cuatro días, una más que probable muestra de la malaria endémica que, desde tiempos históricos, estaba presente en muchas áreas pantanosas de Europa.

Pero el relato de Boerhaave de una " febris anomala " no sugiere que esa extraña enfermedad fuera una fiebre terciana o cuartana que debía de resultar bastante familiar a él y a otros médicos, y los registros comerciales muestran que apenas se usó cinchona entre 1727 y 1728. En otras palabras, los apuntes comerciales y los médicos ofrecen diferentes perspectivas sobre una epidemia que no era de malaria.

La diferencia se puede explicar acudiendo a la botánica. A pesar de la omnipresencia de la cinchona en las prácticas terapéuticas en esos tiempos, existía una amplia gama de alternativas para tratar la fiebre. Una sustancia exótica relativamente nueva era la corteza de cascarilla, cuyo reconocimiento como remedio febrífugo nació de la confusión con la “verdadera” quina. La flauta sonó por casualidad.

El nombre cascarilla, es decir "corteza pequeña", se consideraba por entonces sinónimo de cinchona y todavía se usaría como tal mucho después de que la cascarilla fuera reconocida como una corteza diferente producida por una planta que nada tenía que ver con el árbol de la quinina (Cinchona officinalis). Una vez más, el uso de los nombres populares resultaba desconcertante. Por ejemplo el reputado boticario y botánico español Hipólito Ruiz (1754-1816) publicó en 1792 su afamada Quinologia, o tratado del árbol de la quina o cascarilla

El conocimiento de que la cascarilla era una sustancia diferente de la cinchona circulaba en los círculos académicos europeos desde las últimas décadas del siglo XVII. Apareció pronto en importantes manuales farmacéuticos, como la Histoire générale des drogues de Pierre Pomet (1694, en donde aparece como “Kinkina Femelle”) y en el Traité universel des drogues simples de Nicolas Lémery de 1714 (donde aparece como "Eleaterium").

Aunque la cascarilla se consideraba por entonces como otra corteza febrífuga peruana, el nombre “Eleaterium” usado por Lémery parecía sugerir un origen diferente. El nombre probablemente deriva de la isla de Eleuthera en las Bahamas. Por trivial que este cambio geográfico les pareciera a los europeos en ese momento, significó una transición importante en el conocimiento: la cascarilla comenzó a distinguirse de la cinchona.

Cinchona pubescens, otro de los árboles de los que se obtiene la quinina. En Venezuela es conocida como cascarilla.

En el momento de la epidemia de 1727-28, nadie en Europa estaba seguro de las diferencias entre la cinchona y la cascarilla. Ningún europeo había visto ninguna de las plantas al natural. Los boticarios, en su mayoría interesados en estas sustancias por su valor medicinal, generalmente manipulaban y mezclaban las muestras secas y más o menos trituradas. Presentadas así, la cinchona y la cascarilla parecían muy similares y, especialmente después de un largo viaje transatlántico, se requería el ojo de un experto para distinguirlas entre sí.

En octubre de 1727, justo al comienzo de la epidemia, el naturalista alemán Albertus Seba, autor de un célebre tratado de “curiosidades naturales” y un ávido coleccionista de animales y plantas que regentaba una botica cerca del puerto de Amsterdam, adquirió cinchona y cascarilla en una subasta portuaria. Etiquetó la cascarilla como "sacorille" (una transcripción al holandés del nombre francés "chaquerille"); el que Seba la incorporara a su colección de curiosidades naturales indica su rareza como producto médico en ese momento.

Durante la década de 1720 Seba mantuvo correspondencia con el médico de Ámsterdam Willem van Ranouw en la que intercambiaban información sobre las propiedades de la quina y sustancias similares. Es posible que los intereses de ambos despertaran su atención sobre las alternativas a la cinchona cuando estalló la epidemia y aumentó la demanda de corteza de quina.

Sea como fuese se importaron cada vez más cascarillas a Ámsterdam en los meses siguientes, y la sustancia se convirtió en un ingrediente medicinal común en los manuales comerciales y farmacéuticos de los siglos XVIII y XIX. Su origen en las Bahamas se conocería algunos años después de la epidemia.

Por una feliz coincidencia, la publicación de la primera descripción botánica de la cascarilla por Mark Catesby en 1743 ocurrió poco después de la primera descripción de la quina por La Condamine en 1740. Lo que las muestras de corteza no pudieron conseguir, la botánica lo logró: los dibujos de ambas plantas mostraron claramente sus diferencias.

Las primeras láminas de Croton eluteria (izquierda) y de Cynchona officinalis (derecha) permitieron descubrir que eran plantas muy diferentes.


El árbol de la quina era Cinchona officinalis, utilizada para la producción de quinina, un vocablo derivado de quina-quina (medicina de medicinas) que los indígenas peruanos le daban a la corteza usada para amortiguar las llamadas “tembladeras”. La corteza de quinina contiene diversos alcaloides, cuatro de los cuales son reputados antipalúdicos, que, si bien no acaban con la enfermedad, palían sus efectos febriles.

Para entendernos, en la clasificación botánica la cascarilla tiene tanto que ver con la cinchona como un perro con un elefante en la clasificación zoológica. La cascarilla es una especie del género Croton, nombre que procede del griego kroton, que significa garrapata, debido a que sus semillas se parecen a ese ácaro. Las poblaciones nativas del árbol de la cascarilla, carcanapire, corteza eluteriana, chacarilla o quina aromática (Croton eluteria) están registradas exclusivamente en las islas caribeñas (Bahamas, Cuba, República Dominicana, Haití).

Cualquiera que lo vea alguna vez, jamás lo confundiría con el árbol de la quina. En muestras de botica es otra cosa. Es un pequeño árbol que apenas alcanza los siete metros de altura cuyo tronco está cubierto por una corteza quebradiza con aroma semejante al almizcle, que, elaborada como un tónico amargo, posee características similares a la quina, aunque en dosis elevadas produce dolor de cabeza, náuseas e insomnio. La corteza era parte de la medicina tradicional caribeña como tónica, estimulante y febrífuga. Su potente sabor amargo hace que se utilizara para dar sabor a los licores Campari y a algunos buenos vermús.

La epidemia de 1727-28 provocó un aumento en el comercio de cinchona y cascarilla. La cinchona aumentó su relevancia como producto médico, mientras que la cascarilla experimentó su primera ola intercultural y posteriormente fue adoptada en la práctica común de los médicos europeos. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.