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domingo, 17 de abril de 2022

El lenguaje oculto de los hongos



Los resultados de una investigación sobre ciertas respuestas de los hongos a su entorno manifestadas mediante picos en el potencial eléctrico de sus células apuntan a que entre ellos pudiera existir algún tipo de biocomunicación.

Casi todos los organismos se comunican entre sí de una forma u otra a través de lenguajes muy conocidos como cortejos nupciales, danzas de apareamiento, chillidos y bramidos de los animales, hasta las señales químicas invisibles emitidas por las hojas y raíces de las plantas. Pero ¿y los hongos? ¿Son los hongos tan inanimados como parecen, o hay algún lenguaje oculto bajo superficie? El punto clave del debate puede centrarse alrededor de dos cuestiones: ¿Pueden comunicarse entre sí los hongos? Si la respuesta es afirmativa, ¿poseen los hongos lo que llamamos lenguaje?

Los hongos son un mundo aparte (un reino diferente, usando la terminología adecuada). Nada tienen que ver con las plantas y, por el contrario, presentan algunos atributos que los acercan a los animales. Lo que caracteriza básicamente a las plantas son dos cualidades: sus paredes celulares están endurecidas por un polímero, la celulosa, y son autótrofas, es decir, son capaces de elaborar sus propios alimentos gracias a la fotosíntesis.

Los animales, por su parte, son heterótrofos, es decir, dependen de otros organismos para alimentarse y sus células carecen de una pared endurecida como la de las plantas. Eso no impide que algunos animales, como los insectos o los crustáceos, posean exoesqueletos cuyas paredes celulares están endurecidas. En muchos de esos esqueletos, el compuesto químico que los endurece es un polímero, la quitina.

Los hongos son heterótrofos que, como los animales, se alimentan mediante digestión, entendiendo por tal la emisión de fluidos corporales (en el caso de los animales piense en los jugos gástricos) capaces de descomponer la materia orgánica compleja en unidades sencillas a las que llamamos nutrientes. Hongos y animales, pues, digieren. El cuerpo de los hongos pluricelulares, el micelio, está formado por células alargadas llamadas hifas, cuyas paredes están revestidas por quitina. Heterotrofia y quitina, dos características “animales”.

Si los hongos se parecen más a los animales que a las plantas, ¿por qué los estudian los botánicos? La respuesta es sencilla: por tradición. La clasificación de los organismos arranca en la antigüedad siguiendo un concepto aristotélico. Aristóteles distinguía entre entes animados e inanimados. Los inanimados eran, básicamente, piedras y rocas. Los animados, todos los demás. Entre estos, los había móviles, que para Aristóteles eran los animales, e inmóviles (aparentemente, diríamos hoy), en los que incluía a plantas y hongos. De los animales se encargaría la Zoología, de los inmóviles la Botánica. Y así hasta ahora.

Dejemos ahora esa digresión y pasemos al asunto de la comunicación. Como los seres humanos somos animales, consideramos que la comunicación es, o puede ser, un atributo propio de todos los animales y, por lo mismo, no nos llevamos las manos a la cabeza cuando oímos hablar de las relaciones comunicativas de delfines, ballenas, muchas aves o de nuestros primos los simios.

Todos ellos son vertebrados dotados de sistema nervioso, pero hay un cuerpo emergente de estudios sobre el lenguaje de criaturas sin sistema nervioso e invertebrados. La biocomunicación en ciliados incluye señalización intracelular, quimiotaxis como expresión de comunicación, señales para el tráfico de vesículas, comunicación hormonal y feromonas.

El campo del lenguaje de los insectos tuvo su pionero más reconocido en Karl von Frisch que obtuvo el Premio Nobel de Medicina de 1973 por la investigación y el descubrimiento del lenguaje de las abejas. En 1971 se expuso por primera vez la cuestión del lenguaje de las hormigas y de cómo las especies hospedadas por estas pueden comunicar su lenguaje. A principios de la década de 1980, se propuso el análisis del lenguaje de las hormigas utilizando enfoques de teoría de la información. El enfoque tuvo éxito en gran medida en el análisis de las capacidades cognitivas de esos insectos sociales.

Las plantas no tienen cerebro, las plantas no tienen ni una sola neurona, de manera que, aplicando criterios neurobiológicos, no pueden considerarse “inteligentes, pero también sabemos que perciben lo que sucede a su alrededor, se defienden contra sus depredadores, engañan a sus presas e incluso se comunican entre ellas.

Los procesos de comunicación de las plantas se consideran principalmente interacciones mediadas por señales químicas y no simplemente un intercambio de información. Las evidencias de diferentes tipos de "palabras" químicas en las plantas se presentaron en sendas investigaciones de la pasada década (1, 2). Además, una concepción modificada del lenguaje de las plantas se ha considerado por algunos como un camino (un tanto esotérico) hacia «la desobjetivación de las plantas y el reconocimiento de su valor y dignidad inherentes».

El hongo Schizophyllum commune fue el que ofreció más respuestas "léxicas" en los ensayos

 

Una investigación recién publicada sugiere que los hongos tienen un complicado "lenguaje" eléctrico propio mediante el cual podrían usar "palabras" y formar "oraciones" para comunicarse con los vecinos. Recuérdese a este respecto que casi toda la comunicación dentro y entre animales multicelulares implica a células altamente especializadas (o neuronas). Estos transmiten mensajes de una parte de un organismo a otra a través de una red conectada llamada sistema nervioso.

El "lenguaje" del sistema nervioso comprende patrones distintivos de picos de potencial eléctrico (también conocidos como impulsos), que ayudan a las criaturas a detectar y responder rápidamente a lo que está sucediendo en su entorno. Al medir la frecuencia y la intensidad de los impulsos, es posible desentrañar y comprender los idiomas utilizados para comunicarse dentro y entre los organismos en todos los reinos orgánicos.

Los hongos no tienen ni cerebro ni una sola neurona, pero a pesar de carecer de esos atributos, parecen transmitir información utilizando impulsos eléctricos a través de sus hifas, los filamentos que forman una red delgada llamada micelio que une colonias de hongos bajo el suelo. Estas redes son notablemente similares a los sistemas nerviosos de los animales.

Los hongos micorrízicos (hongos parecidos a hilos casi invisibles que forman asociaciones íntimas con las raíces de las plantas) tienen extensas redes en el suelo que conectan las plantas vecinas. A través de estas asociaciones, las plantas generalmente obtienen acceso a los nutrientes y la humedad suministrados por los hongos desde los poros más pequeños del suelo. Esto amplía enormemente el área de la que las plantas pueden obtener sustento y aumenta su tolerancia a la sequía. A cambio, la planta transfiere azúcares y ácidos grasos a los hongos, lo que significa que ambos se benefician de la relación.

Los experimentos con plantas conectadas únicamente por hongos micorrízicos han demostrado que cuando una planta dentro de la red es atacada por pulgones, las respuestas de defensa de las plantas vecinas también se activan. Parece que las señales de advertencia se transmiten a través de la red fúngica.

El micelio de los hongos micorrícicos permite relaciones simbióticas con las plantas


Otras investigaciones han demostrado que las plantas micorrizadas pueden transmitir algo más que información a través de los micelios. En algunos estudios, parece que las plantas, incluidos los árboles, pueden transferir compuestos a base de carbono, como azúcares, a sus vecinos. Estas transferencias de carbono de una planta a otra a través del micelio fúngico podrían ser particularmente útiles para apoyar las plántulas a medida que germinan.

En la investigación que acaba de publicarse el científico informático Andrew Adamatzky de la Western England University en Bristol, Inglaterra, sugiere que los hongos tienen un "lenguaje" eléctrico propio, mucho más complicado de lo que nadie pensaba anteriormente. Usando pequeños electrodos, Adamatzky registró los impulsos eléctricos rítmicos transmitidos a través del micelio de cuatro especies diferentes de hongos.

Adamatzky encontró que los impulsos variaban en amplitud, frecuencia y duración. Al hacer comparaciones matemáticas entre los patrones de estos impulsos con los más asociados típicamente con el lenguaje humano, concluye forman la base de un lenguaje que comprende hasta 50 palabras organizadas en oraciones.

Esa interpretación plantea la posibilidad de que los hongos tengan su propio lenguaje eléctrico para compartir entre ellos o incluso con socios más distantes información específica sobre recursos y fuentes potenciales de peligro.

Aunque interpretar los picos eléctricos en el micelio como un lenguaje resulte atractivo, existen formas alternativas de interpretar los nuevos hallazgos, porque el ritmo de los pulsos eléctricos se parece bastante a la forma en que los nutrientes fluyen a lo largo de las hifas y, por lo tanto, dichos pulsos pueden reflejar procesos dentro de las células fúngicas que no están directamente relacionados con la comunicación.

Lo que parece obvio es que se necesita más investigación antes de que podamos decir con certeza qué significan los impulsos eléctricos detectados en el estudio de Adamatzky. Lo que podemos concluir por el momento es que los picos eléctricos son, potencialmente, un nuevo mecanismo para transmitir información a través del micelio que puede tener implicaciones importantes para nuestra comprensión del papel y la importancia de los hongos en los ecosistemas. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

sábado, 9 de abril de 2022

Cervantes en el Jardín



Alrededor de la entrega del premio Cervantes de este año, los días 22, 23 y 24 de abril el Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá ha organizado unos itinerarios botánico-literarios y una exposición temática destinados a dar a conocer las plantas citadas en las obras del autor de El Quijote.

En toda la obra de Cervantes aparecen 1.400 citas de plantas que corresponden a 184 especies, y en El Quijote unas 500 citas y 116 especies. Son muchas referencias para alguien que no tenía más relación con la Botánica que la propia de su tiempo y para quien los conocimientos que podría haber adquirido sobre la materia eran los propios de un hombre curtido en la universidad de la vida y de un lector insaciable («yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles»), nunca de los estudios de humanidades, que cursó en Sevilla y en Madrid, entre 1564 y 1568.

En general, el estudio de las plantas durante el siglo XVII era tarea de médicos y boticarios y, por tanto, orientados hacia el conocimiento de las virtudes medicinales de las plantas. Entre las varias alusiones que hay en El Quijote a tales virtudes no pueden olvidarse las del ruibarbo, que prescribía el Cura para purgar la demasiada cólera de Don Belianís de Grecia, ni el bálsamo de Fierabrás, ni el de romero, aceite, vino y sal que Don Quijote confeccionó y se administró en la Venta.

En el capítulo XVIII, cuando a la vista de que le faltan las alforjas, Sancho indica a su amo el recurso de las hierbas, este le responde: «Con todo eso tomara yo ahora más aina un cuartal de pan o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna», una referencia culta a los méritos del Dioscórides anotado, un libro publicado en Amberes en 1555 por el médico naturalista Andrés Laguna, catedrático en Alcalá, que sirvió para generalizar en España los conocimientos botánicos de la época.

No cabe duda de que Cervantes estaba familiarizado con lo que estaba sucediendo en los campos españoles con la vegetación natural. En los tiempos de Cervantes, la España rural vivía sujeta al pleno dominio de la Mesta. Desde los Reyes Católicos, y durante todo el reinado de Carlos V y de su hijo Felipe II, la política económica de la nación estaba encauzada hacia la protección de la ganadería y del comercio de la lana, que a comienzos del XVI había llegado a su apogeo cuando pasaban de tres millones y medio las merinas que se aprovechaban de los leoninos privilegios concedidos por la Monarquía en detrimento de la agricultura y de los montes, pues se permitía que los ganaderos tomaran posesión permanente de un campo si los rebaños lo ocupaban, sin que se enterase su dueño, durante una temporada de dos meses; esa fue la base de las apropiaciones de montes y de la invasión desenfrenada de la propiedad pública y la causa de la disminución y el destrozo de los bosques que constituían nuestra vegetación autóctona más evolucionada.

De todo ese panorama hay un reflejo en la obra de Cervantes, en cuyos textos, sobre todo en El Quijote, queda manifiesto la preponderancia de la ganadería por el conjunto de personajes y episodios en que intervienen pastores, cabreros y rebaños, a la que no es ajena la curiosa decisión final del desengañado hidalgo de convertirse en pastor: «[…] bien querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados [...]».

La encina es, con mucho, la especie arbórea más aludida por don Miguel. Son más de veinte citas en El Quijote y más de cincuenta en el total de la bibliografía cervantina en las que se nombra concretamente la encina o se habla de sus frutos, las bellotas, que en muchas ocasiones comen sus personajes como postre de sus refrigerios o como principal componente de sus almuerzos.

Recordemos aquel puñado de bellotas avellanadas del discurso Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, en el que Cervantes por boca del Ingenioso Hidalgo dice: «[…] a nadie le era necesario para alcanzar el ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente estaban convidando con su dulce y sazonado fruto», lo que viene a corroborar la hipótesis de una mayor difusión de las encinas en los tiempos anteriores a los de esa arenga a los cabreros.

Es muy lógico que, a esta especie, a la que por tantos motivos corresponde el título de árbol emblemático de España, le corresponda también tal preminencia en la obra maestra de nuestra literatura, ya que casi toda ella se desarrolla en territorios de los que fueron, o eran todavía, dominios naturales del encinar. Es más que probable que sigan dando bellotas muchas encinas de las que pudo ver Cervantes, entre las cuales, sentados junto a ellas o encaramados en sus copas, suceden los muchos episodios que ponen de manifiesto la condición y carácter de los personajes de El Quijote.

Ya en la primera salida, a poco de abandonar la venta el recién investido caballero, oyó salir de la espesura de un bosque los lamentos de Andrés, el muchacho al que estaban azotando atado al tronco de una encina, a cuyo reclamo acudió don Quijote a socorrerlo; de una encina o de un roble piensa don Quijote desgajar una rama para sustituir su lanza, imitando a Diego Pérez de Vargas, de sobrenombre Machuca; en el tronco de una desmochada encina se sienta el pastor Antonio para tocar el rabel y entonar su amoroso canto; emboscados en el encinar, junto a El Toboso, aguardan la noche para que vaya Sancho a entrevistar a Dulcinea; al pie de una robusta encina estaba dormitando don Quijote cuando surgió la aventura del Caballero del Bosque; en una alta encina se subió Sancho y de ella quedó colgado, cuando huía de un jabalí en la montería organizada por los duques; por último, en el camino de Zaragoza a Barcelona, al cabo de seis jornadas, les cogió la noche entre unas espesas encinas o alcornoques, que en esto no consiguió Cide Hamete la precisión que suele.

En jardines y huertos, junto a pozos y norias, Cervantes despliega verduras, hortalizas y árboles frutales. Como muestra sirvan algunos botones: «Junto con ser jardín, era una huerta, un soto, un bosque, un prado, un valle ameno» (Viaje del Parnaso); «De sus cultivados jardines, con quien los huertos Espérides y de Alcino pueden callar» (La Galatea); «los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas, hortaliza» (La gitanilla); «amanecía sentado al pie de un granado, de muchos que en la huerta había» (El casamiento engañoso).

Algunas plantas propias de los huertos se mencionan en sentido simbólico o como comparación: «como si fuera un nabo» (El Quijote I); «porque sus cuellos, por la mayor parte, han de ser siempre escarolados, y no abiertos con molde», «como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de perdices» o «los moros son amigos de berenjenas» (El Quijote II). Otras plantas citadas para aderezar o aliñar, son la alcaparra, el anís, el azafrán, la mostaza, el orégano, la pimienta y el tomillo.

Los jardines constituyen la naturaleza domesticada. Cervantes se refiere a ellos en el prólogo de las Novelas Ejemplares: «Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. Para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines». Algunas de las plantas ornamentales que cita son alhelíes, amarantos, azucenas, claveles, clavelinas, hiedras, jazmines, juncias, lirios, madreselvas y rosas. Estas y los rosales son los más citados.

En sentido figurado aparecen en muchos textos ciertas partes de las plantas: «quitarme allá esas pajas», «que así a humo de pajas hago esto», «los árboles destas montañas son mi compañía», «que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles», «flor de la fermosura», «los demás días se los pasaban en fl ores», «arma de las flores de oro», “la flor de la honestidad», «flor de la caballería andante», «de fruta seca», coger el fruto de nuestros trabajos» o «quitar de sobre la faz de la tierra tan mala simiente» (Quijote I); «raíces tiene tan hondas echadas», «que como raíz escondida, que con el tiempo venga después a brotar, y echar frutos venenosos en España», «mándole yo a los leños movibles» -que era ir a remar a galeras-, «no la ha cortado el estambre de la vida» o «que todo sería de poco fruto» (Quijote II); «enderezando las tiernas varas de su juventud» o «árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado a cantar» (El casamiento engañoso).

En conclusión, la naturaleza juega un papel importante en la literatura cervantina y el análisis de su obra ayuda a configurar el imaginario del mundo vegetal hace cuatro siglos.

sábado, 2 de abril de 2022

Unas extrañas plantas parásitas

 

Conocida en algunas regiones españolas como jopo de cordero, pijolobo, rabo de cordero o jopo amarillo, Cistanche phelypaea subsp. lutea es una planta que, como el resto de los miembros de la familia Orobancáceas, desafía algunos de los atributos característicos de la mayoría de las plantas. No produce verdaderas hojas (posee hojas escamosas reducidas y algo carnosas de color gris o amarillo) ni clorofila (por eso no es verde) y todo lo que se puede observar cuando emerge del suelo son sus extrañas estructuras reproductivas. Son tan extrañas, que más de uno las confunde fácilmente con hongos.

El pijolobo vive sobre terrenos arenosos o salinos, como las márgenes de marismas y albuferas, o semiáridos, margosos y yesíferos, parasitando a otras plantas, especialmente de la familia Amarantáceas o de aulagas como Launaea arborescens y tarayes (género Tamarix).

El pijolobo es un parásito obligado, lo que significa que no puede sobrevivir si no consigue aproximarse a las raíces de una planta hospedante. Para germinar, las semillas del pijolobo deben estar muy cerca de las raíces de la planta adecuada. Algunas investigaciones con otras plantas de su familia dicen que se necesita contacto directo, mientras que otras afirman que las semillas deben estar lo suficientemente cerca como para detectar la presencia de raíces. 

Lo segundo, que exista algún tipo de señal química que desencadene el proceso de germinación es muy razonable. Para una planta que depende completamente de otra para satisfacer sus necesidades nutricionales e hídricas, no tiene sentido que sus semillas germinen en cualquier lugar que no esté cerca de las raíces de su hospedante.

Al germinar, la diminuta plántula necesita actuar rápido antes de que se agoten sus escasas reservas de energía. Mientras esté creciendo y si tiene suerte, la plántula entrará en contacto con una raíz del hospedante adecuado y comenzará a desarrollar un órgano extraño a modo de nódulo o tubérculo que emite unas ramificaciones chupadoras (los haustorios) en forma de gancho que penetrarán en las raíces que le suministrarán agua y nutrientes. Así comienza su estilo de vida parasitario. El órgano continuará creciendo y poco a poco irá convirtiéndose en una estructura amorfa que continúa envolviendo más y más raíces del huésped.

Las células dentro del órgano parasitario penetran en los tejidos vasculares de la raíz del hospedante al que le roban todo el agua y los nutrientes que necesitará. Con el tiempo, el órgano parasitario provoca que las raíces parasitadas se abran como la copa de un arbolillo minúsculo. Al hacerlo, el pijolobo consigue aumentar superficie radicular disponible para hacer más y más conexiones.

Obviamente, todo ese proceso de extracción de agua y nutrientes supone un gran desgaste para las raíces del parasitado. Con el tiempo, el tamaño de la raíz que está dentro del órgano disminuye considerablemente hasta que los individuos parasitados mueren. Teniendo en cuenta el tamaño de algunas poblaciones de orobancáceas, cabría esperar que el hospedante se defendiera.

Que yo sepa no hay estudios fisiológicos sobre el comportamiento y las relaciones con sus víctimas de las orobancáceas españolas, pero conozco algunos que los han investigado utilizando una de sus parientes americanas, la “mazorca de osos” Conopholis americana, que parasita sobre todo las raíces de robles utilizando los haustorios que emite un grueso tubérculo basal. 

Conopholis americana. Fuente

La principal conclusión de esas investigaciones es que los robles no están indefensos contra los ataques de la “mazorca de osos”. El examen de las células dentro de los tubérculos reveló que a medida que crece el parásito el roble comienza a inundar las células infectadas con compuestos químicos ricos en taninos. Eso sirve para retardar el flujo de agua y de nutrientes hacia el tubérculo. Incluso hay evidencias de que algunos de esos taninos se transfieren al tubérculo de la mazorca de oso, lo que hace pensar que el roble está envenenando literalmente a sus parásitos, aunque lo haga poco a poco.

Es muy posible que tales defensas producidas por los parasitados sean la causa de la vida breve de los parásitos. En al menos en una investigación que he leído no se encontraron ejemplares de más de trece años y su edad media se estima en alrededor de diez. Quizás sea que un período temporal de poco más de una década sea todo lo que la mazorca de oso puede soportar una vez que su roble hospedante comience a contraatacar.

Vida corta, pero reproducción muy eficaz: las poblaciones de mazorca de osos pueden ser sorprendentemente fecundas. Las plantas alcanzan la madurez reproductiva después de unos tres años de su germinación. Florecen en primavera, la estación en la que se dejan ver cuando sus tallos emergen del suelo cubiertos de espirales de flores tubulares de color amarillo.

Aunque una población densa de mazorca de osos en flor pueda parecer una bendición para los polinizadores, no parece que atraigan a muchos. Por lo que he podido saber, los abejorros son prácticamente los únicos insectos que visitan las flores y lo hacen muy pocas veces. Al parecer, las flores no producen ningún olor detectable ni producen néctar. Supongo que la única recompensa real es una escasa producción de polen, cuya elaboración es muy costosa para cualquier planta.

No importa el desdén de los potenciales polinizadores, la mazorca de osos tiene un buen truco reproductivo para asegurar la autoproducción anual de cientos de semillas. La anatomía de las flores es tal que, en la madurez, las anteras (las estructuras productoras de polen) están en contacto directo con el estigma (la estructura del extremo del ovario en la que se deposita el polen). Por eso, aunque no sea visitada por ningún insecto, la planta seguirá clonándose año tras año.

Una vez fertilizada, cada planta produce decenas de frutos grandes repletos de semillas. El tallo cargado de frutos se parece a una extraña mazorca de maíz y de ahí procede parte del nombre de la planta. La referencia a los osos alude al hecho de que estos plantígrados se las zampan completas, con frutos y tallos.

Los ecólogos que investigan en el sur de los Apalaches saben muy bien que en las temporadas en las que fructifican las mazorcas los excrementos de los osos aparecen cargados de frutas y semillas de Conopholis americana. Por suerte para ella, sus semillas pasan ilesas a través de las entrañas de los animales. Con suerte, con un poco de suerte, al menos uno de esos animales vaciará su contenido intestinal en una zona del bosque rica en robles.

Y puestos a tener más suerte, algunas de esas semillas podrían encontrarse cerca de una raíz de roble para que comience el proceso de desarrollo de una nueva mazorca. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.