En 1953 hubo dos nacimientos que recuerdo perfectamente. Uno fue el mío, en mayo de ese año. Justamente un mes después fue presentado en sociedad otro neonato: el Biscuter.
Mientras yo sigo aquí mal que bien, el Biscuter pasó a mejor vida cuatro años después dejando tras de sí dudas más que razonables sobre qué cosa era aquello, si carne o pescado, si coche o motocicleta. Sólo si se conoce el contexto inverosímil de la postguerra puede entenderse una aventura tan atrevida como la de aquel entrañable cacharro.
De la Velosolex al Biscuter
El español de a pie se empezó a motorizar con el VeloSolex de Orbea, un artefacto de 27 kilos, hibrido de moto y pesada bicicleta negra con adornos de purpurina dorada, provisto de una especie de motorcito fuera borda y de tan escasas pretensiones que obligaba a pedalear desaforadamente cuesta arriba.
Junto a sus émulos, la Mobilette y el sevillano Velomosquito 511, el velocípedo de Orbea, que de alguna forma hay que llamarlo, fue el alivio vehicular de carteros, veterinarios, practicantes y curas rurales. Luego fueron apareciendo motocicletas más bravas, como las motos Guzzi, Isomoto, Lube, Ossa, Bultaco y Montesa, las admiradas Sanglas de la Guardia Civil, versión catalana de las BMW alemanas hibridadas con las DKW británicas o las modernísimas Vespa (con cuya importación se forró el marqués Villaverde) y Lambretta, ambas adoptadas por urbanitas solteros o con familia añadiendo, en este caso, un sidecar con aspecto de supositorio.
La canción de Manolo Díaz que popularizaron Los Bravos y Los Pasos en la que se reclamaba una motocicleta «para poder llegar a cualquier lugar» preludiaba las horribles tabarras de Yamahas, Kawasakis y Harleys que nos reservaba el futuro, donde la moto, más que un vehículo que apenas cabía entre las piernas (como dicen que le ocurría a Nacho Vidal y le ocurre a Jordi ENP), estaba llamada a ser un instrumento de percusión que condujo, al menos en Andalucía, a la definición del motorista como “un hijoputa montado en un ruido”.
La moto trajo además dos derivados de primer orden: el motocarro y el Biscuter. Sobre el primero está casi todo dicho en la película Plácido de Berlanga y Rafael Azcona, rodada en Manresa justamente al comenzar la década de los 60. Tampoco conviene olvidar el carrito motorizado para inválidos (que abundaban en la España de la postguerra por razones obvias), inmortalizado en El cochecito de Ferreri y Azcona.
En cuanto al Biscuter, pocas epopeyas podrán encontrarse tan celtibéricas y reveladoras de las conflictivas relaciones del español sujeto a la autarquía con la modernidad libremercadista. Conociendo en qué consistía aquel peculiar artefacto se entiende mucho mejor la pasión por el 600 y la admiración y asombro ilimitados que producían los ostentosos “haigas” y los mercedes que lucían estraperlistas, toreros, militares americanos y asimilados por las calles españolas.
Junio de 1953: el bautizo del Biscuter
El Biscuter fue un engendro representativo de nuestra pobreza y semidesarrollo, una criatura destartalada y prematura que nació insegura y tambaleante cuando los españoles creían haber culminado la enorme cuesta de enero que transcurrió de 1939 a 1952. Y eso que, en términos económicos, nos habíamos limitado a recuperar lo conseguido entre 1910 y 1936: España alcanzó en 1953 la renta media de 1935, sacando el pescuezo por el brocal del pozo en que se había visto sumida durante la guerra civil, que lo había rebajado hasta la renta que tenía en 1910.
En junio de 1953 (cuando Berlanga triunfaba en las pantallas con Bienvenido, Míster Marshall, Lolita Sevilla cantaba Americanos, y acababan de suprimirse las cartillas de racionamiento), en la XXI Feria Internacional de Muestras de Barcelona se presentó un extraño artefacto motorizado que pesaba 240 kilos, carecía de marcha atrás y se movía mediante un motor de dos tiempos y un solo cilindro de 400 cc.
Biscuter "Rubia". Foto |
Aunque se llegó a carrozar en versión comercial «rubia» con caja de madera y otros formatos estrambóticos como el Biscuter Pegasín, el modelo canónico era descapotable y de color rojo y el gris, combinación cromática marca del régimen como el Talgo y el uniforme de la Policía Armada al mando del falangista Blas Pérez González, precursor del inefable Camilo Alonso Vega, más conocido como “don Camulo”, quizás para distinguirlo del cura don Camilo hijo de la pluma de Giovannino Guareschi.
El Biscuter lo fabricaba la Autonacional S.A., una empresa constituida por un grupo de empresarios catalanes con un capital inicial de tres millones (de pesetas, no se equivoque), aunque llegarían a manejar cuatro años más tarde hasta doce, cantidad nada desdeñable por aquel entonces, pero ridícula si se compara con los trescientos millones con costó lanzar el Seat 600.
Dado que el abastecimiento de chapa estaba muy controlado y Autonacional no contaba con cupo asignado, tenían que adquirirla de estraperlo. Los bidones de aceite de soja que traían los americanos gracias al Plan Marshall fueron uno de los suministros más socorridos. Como estaban hechos de chapa ondulada, no era raro que más de un Biscuter luciera una carrocería ondulada como de tejeringo.
El recién nacido no tenía marcha atrás, lo que obligaba a que cualquier maniobra se hiciera dando la vuelta completa, sacando un pie y apoyándose en él. También se hacía «a mano» en los aparcamientos, levantando el coche por la trasera. Un inventor sevillano patentó una marcha atrás y la empresa se la compró por 75.000 pesetas (un Biscuter venía a costar 30 000, algo más que una moto). No salió muy buena: como los cánidos, los conductores la metían, pero no la podían sacar.
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En condiciones adecuadas era un vehículo peleón que, de no ir muy cargado, podía alcanzar los 65 km/h. Era tan bajito que, si se iba detrás de un camión y se quería adelantar, se miraba por debajo de los ejes a ver si venía alguien de frente. Del enanismo del Biscuter surgió un malhablado piropo con el que los graciosos obsequiaban a las chicas, diciéndoles aquello de «tienes el culo más bajo que la matrícula de un Biscuter».
Gila y la Belcuter Company Corporation
El genial Gila lo inmortalizó en una parodia titulada «Gila llama al inventor», en la que —provisto de su inseparable teléfono— llamaba a la «Belcuter Company Corporation, fabricante de coches bajitos funcionales» y preguntaba si el trasto aquel tenía motor o había que hacer el ruido con la boca. Y así, poco a poco, le iban informando de la ganga que le esperaba: su potencia no daba ni para un caballo (sólo tenía un perro) y se frenaba sacando el tacón del zapato por un agujero en el suelo, como años después haría Pedro Picapiedra con su troncomóvil.
En cuanto a la falta de marcha atrás, Gila dudaba: «¿Y si voy a Valladolid y me paso? Tendré que comprarme dos coches: uno para ir y otro para volver». Finalmente optaba por prescindir de la capota (le bastaba con ponerse la boina para ir a cubierto) y pedir una ampliación del portaequipajes, ya que en el original sólo cabían unos alicates y él aspiraba a meter un bocadillo de sardinas por si viajaba al extranjero. Y terminaba planteándose seriamente si no sería mejor rasparle la marca a una lata de dulce de membrillo que tenía por casa y ponerle ruedas.
Aunque no faltó un intento de resucitarlo renovado en 1984 con un precio de 300.000 pesetas para que compitiera con motos y utilitarios, el Biscuter se dejó de fabricar en 1957. Es el mismo año en que se gestó el Plan de Estabilización, una maniobra que, de la mano del Opus Dei, empezó siendo económica y terminó convirtiéndose en política y sociológica, en gran medida gracias al imparable competidor que apareció en la primavera de 1957, el Seat 600.
Pero esa es otra historia no tan breve.